EL AMOR DEL MAL
En los diálogos sobre Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898), de Henry James, lo mismo del original escrito como de sus adaptaciones cinematográficas (en especial la de 1961, en cuyo guión colaboró Truman Capote), suelen plantearse amistosas controversias en torno a las dos lecturas posibles de la historia: ¿el horror es físico o metafísico?, ¿se trata de las apariciones “reales” de Peter Quint y la señorita Jessel en la mansión de Bly o son los fantasmas de la carne quienes habitan el cuerpo intocado de la nueva institutriz? Aquella declaración de autor, al permitir a uno de sus lectores interpretar la novela de la manera más perversa posible, parecería ir en abono de lo psicosexual, que el proyecto literario consistió en investigar efectivamente cómo la represión del placer (según la célebre sentencia de Galeno) genera tales visiones perturbadoras en la madura hija de un clérigo... Mas limitar de esa forma la historia parecería insatisfactorio. ¿Será sólo eso?
El título aclara tal vez el doble juego, pues se plantea una vuelta de tuerca, un cambio de vías; la versión al cine de Jack Clayton acierta al ser llamada The Innocents: ¿son inocentes los pequeños Miles y Flora?, ¿fue también inocente la pasión que se desató entre el sirviente y la primera institutriz?, ¿es inocente esa señorita Giddens que sale por vez primera de una casa rural y se enfrenta con un hombre de mundo, el tío de los niños, quien le da la encomienda de hacerse cargo de una familia como si fuera la señora de la casa (habría que decir, la señora del señor)?, ¿son inocentes los lectores que acceden a una atmósfera de terror gótico para verse atrapados, luego, en los laberintos mentales de una mujer que desconoce (y teme y desea y al que se acerca sólo a partir del contacto nabokoviano con un niño) el abrazo amoroso?
El filme abre con una pregunta dirigida a la señorita Giddens pero también al espectador: “¿Tiene usted imaginación?” Ella se ruboriza, pues ha sido atrapada en uno de sus ejercicios favoritos: vive en un mundo más imaginado que vivido. Los pocos encuentros con el tío de Harley Street la llevan a enamorarse de él, pese al trato estrictamente formal. “Moraleja”, comenta uno de los que escuchan la historia, “el hermoso joven ejercía una seducción irresistible, a la cual ella sucumbió.” Le aclaran: “Sólo estuvo con él dos veces”. Él insiste: “Sí, pero en eso consiste precisamente la belleza de su pasión”.
Las restricciones (nunca debería molestarlo, ni llamarlo ni quejarse ni escribirle) son un muro más que ella intentará romper creando en Bly falsas emergencias, y harán de este hombre una poderosa presencia ausente. “¿Cuándo cree que vendrá? ¿No cree usted que debemos escribirle?”, le preguntan los niños. La señora Grose sugiere también que el tío debería viajar a Bly para resolver la crisis de las apariciones o lo que fuera que estuviera ocurriendo. Responde la institutriz: “Pedirle que venga? ¿A él? ¿Me cree usted invitándolo a que me haga una visita?” Con lo que la misma señorita Giddens descubre, para hacerla a un lado, la “absurda maquinaria que había montado con el objeto de atraer su atención [del tío] sobre mis desdeñados encantos”.
Otra vuelta de tuerca va del horror a un erotismo latente mas debe leerse, además, como se lee una novela policiaca en donde el crimen se comete hasta el final. Los supuestos misterios iniciales no lo son tanto, pero el modo de observarlos hace que parezcan temibles. Y la salvación última es, en realidad, un homicidio. El pecado original de Peter Quint y la señorita Jessel es la pasión; el romance termina como tragedia, pues él muere al tropezar en una escalera cuando regresa borracho a la casa; y ella, al encontrarse sin el cuerpo que alimentaba su deseo, se suicida en el lago. El modo en que esta historia altera a los niños no será conocido, pues la “primera persona” le pertenece a la señorita Giddens, ya que es suyo el punto de vista. El relato ha sido dispuesto de tal forma que es posible separar en él las distintas capas que lo forman: la realidad posible y sus alteraciones.
Se sabe que a la nueva institutriz le afecta su encuentro con el tío de Harley Street (como se le conoce en Bly, por su dirección en Londres); y que con esa metamorfosis hormonal viaja a cumplir la encomienda de dirigir la educación de un par de niños huérfanos, a quienes ella imagina poseídos por los fantasmas de unos amantes trágicos cuyos murmullos escucha por las noches; el exaltado espíritu de la institutriz, “una muchacha cuya sensibilidad ha sido aguzada del modo más extraordinario”, arma una historia fantasiosa en la que ella salvará a Miles y Flora y recibirá, acaso, la recompensa de la doncella que desencanta el castillo, como alrevesada historia caballeresca.
La de la señorita Giddens es la inocencia del criminal, de quien cree hacer el bien cuando hace el mal, el moralista entrampado en sus principios y que daña a quien pretende ayudar. Su cruzada es terrorífica no por los fantasmas supuestos ni por la improbable participación de los niños en los diálogos con el más allá; tampoco por la cruel abstinencia en la que vive, deseosa de que alguien la posea, sino por la forma en que todo se combina hasta el punto en que la verdad de la fe (una fe sin pecado concebida, descarnada) se confronta con la verdad humana: el inocente Miles muere cuando se le revela la pesadilla de la institutriz, ese deseo que no se atreve a decir su nombre, y que por no decirlo mata al deseo. “Estábamos solos en el día apacible, y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.”
Enero 2006
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