EL HORROR ERÓTICO
En el río revuelto de las compras de fin de año circula por lo regular una gran variedad de peces muertos (libros, discos o películas endebles presentados de modo atractivo) mas suelen hallarse algunas maravillas si se lanza la red adecuada. De ese tsunami cultural, agobiante bombardeo de ofertas, no es fácil salir bien librado: ¿cómo distinguir entre los artículos de vida efímera (la moda leopardiana, hermana de la muerte por ser ambas hijas de la decadencia) y aquello que tiende a perdurar porque es más que oropel hollywoodense con gigantescos efectos especiales o mercancía musical o literaria de consistencia (o inconsistencia) ultraligera?, ¿cómo distinguir entre las obras originales y larga vida de esas muchas otras (apiladas en las tiendas como si fueran productos de primera necesidad) de cortos alcances aunque crecidas por el impulso mercadotécnico que disfraza de esencial lo que es fútil?
Como hay de todo el “todo” es, de golpe, umbral hacia la nada, el vacío profundo. Aunque el laberinto, por más complejo que sea y por más pesadillesca que resulte la experiencia del bombardeo comercial (compre, lleve, aproveche, regale), puede conducirnos también a ciertas zonas inesperadas: habitaciones con vistas hacia el misterio permanente que de otro modo (es decir, sin tanta febril mudanza) estarían fuera de nuestro alcance.
Del marisma surgió, por ejemplo, The Innocents (1961; conocida en México como Los poseídos o incluso como Posesión satánica), la cinta de Jack Clayton que adapta la novela de Henry James The Turn of the Screw (1898; en español, según la traducción clásica del narrador argentino José Bianco, Otra vuelta de tuerca, aunque una sola vuelta era suficiente), con guión de William Archibald y Truman Capote, tan inquietante hoy como hace cuarenta años a pesar de toscas imitaciones a la manera de The Others (Los otros, 2001), de Alejandro Amenábar, en donde se repite incluso el esquema de dos mujeres y dos niños que habitan en una casa poblada por presencias inexplicables, aunque se le dé, aquí sí, una clara vuelta de tuerca a la trama hacia lo fantástico.
Como muestra de fidelidad al original literario la película de Clayton no define sus contornos, y en su sentido del horror o del misterio conviven, sin anularse, varias posibilidades. Cuando Desmond Mac Carthy le preguntó a Henry James sobre Otra vuelta de tuerca, éste respondió: “Le permito, querido amigo, interpretar mi relato de la manera más perversa”.
Los personajes, como reseña Bianco, son dos niños admirables, dos sensatas personas mayores —la institutriz y el ama de llaves— y dos siniestros fantasmas. Dice el novelista argentino en su prólogo a la novela de James: “¿Existen los fantasmas y se comunican con los niños, como pretende la institutriz? ¿O son meras alucinaciones o neurosis sexuales de la institutriz, y el relato entero un caso de represión freudiana avant la lettre, como pretende Edmund Wilson, el autor de Axel’s Castle? ¿O se comunican ambos niños con los fantasmas por intermedio de la institutriz misma, empeñada precisamente en conjurar las maléficas apariciones?”
El paso de estos enigmas de doble vía a la pantalla es magistral. Si se buscan señales de lo perverso he ahí, para empezar, esa melodía lúbrica o fálica sobre un sauce llorón con que arranca el filme: “Cuántas veces mi amado y yo/ nos sentamos bajo el sauce llorón,/ pero ahora sola estoy/ llorando junto a mi árbol querido./ Yo canto a mi viejo sauce/ para que mi amado vuelva a mí”. O recuérdese esa paloma muerta en la almohada del pequeño Miles y todas esas aves que rodean la casa e inquietan a la institutriz, claro anticipo de The Birds (Los pájaros, 1963), de Alfred Hitchcock; o las ventanas y las cortinas que se abren y sacuden por el viento viril, motivo continuo en la película como parte de los sueños o las pesadillas de la señorita Giddens (interpretada por Deborah Kerr).
Luego de los créditos iniciales, ésta mira a cámara y revela tanto su propia orfandad como su neurosis: “Lo único que quiero es salvar a los niños, no destruirlos. Más que a nada en el mundo, amo a los niños. Más que a nada en el mundo. Necesitan afecto, amor, alguien que los quiera y alguien a quien ellos quieran”. El discurso tiene, de inmediato, una lectura entre líneas: no salva a los niños sino los pierde; los ama porque no tiene, en su entorno, otra fuente de deseo; y es ella quien necesita afecto, amor... Es un caso clínico al que acomodaría aquella sentencia clásica de Galeno que apenas si necesita traducción: “Semen retentum, venenum est”.
En la novela se insiste en el efecto perturbador que tiene para ella la entrevista con el tío de los niños, un hombre soltero pero no solitario que pasa la mayor parte del tiempo en Europa dedicado a la buena vida. A través de su imaginación perturbada, la señorita Giddens hará lo posible por inventar emergencias y traerlo a su lado; y al fracasar en esto, convertirá al pequeño Miles en su objeto amoroso, en el amante niño. Hasta se podría decir, siguiendo esa línea de pensamiento, que The Innocents es la otra vuelta de tuerca de un filme estrenado en ese tiempo: Lolita (1962), de Stanley Kubrick, según la novela de Vladimir Nabokov.
The Innocents es una cinta de horror erótico sin asomo alguno de eso que ahora llaman sexo explícito, y que no le es necesario para inquietar pues éste se traduce en metáfora. Cual Deborah Kerr.
Enero 2006
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