martes, enero 31, 2006

EL ESPEJO QUE HUYE

“¿Hay algo más tenaz que la memoria?”, es la pregunta obsesiva que circula por las páginas de la novela Farabeuf (1965), de Salvador Elizondo, y que encuentra, al final del libro, la siguiente respuesta: “El olvido es más tenaz que la memoria”. La frase es contundente, pero no debe ser tomada como una sentencia definitiva. Citarla, incluso (y en ejercicio de un juego retórico simple), es una prueba en contrario de lo que propone, puesto que la memoria hecha verbo rescata del olvido esas palabras que defienden, precisamente, al olvido.
Acaso se establece una lucha de tenacidades entre el olvido y la memoria. Mas sus perfiles, que parecen muy definidos, no lo son tanto. Borges dice haberse encontrado de joven con los relatos del primer Giovanni Papini; leyó esas narraciones y no volvió a acordarse de ellas. En algunos de los cuentos de Borges hay, no obstante, rastros de esa lectura, y ahí Papini está presente: el texto “El otro”, que abre El libro de arena (1975), reescribe “Dos imágenes en un estanque”, con el que arranca El piloto ciego (1907). Esto lleva a Borges a pensar, en el prólogo a El espejo que huye, de Papini, que el olvido es una forma profunda del recuerdo.
En el camino de estas líneas han aparecido, sin buscarlas mucho, dos reuniones posibles de la memoria y el olvido, esos conceptos a la vez tan distintos y tan iguales. Una pertenece al título de Borges que propone un “libro de arena” como semejante, quizá, al reloj de arena; y la otra imagen es la del espejo que huye, el presente fugitivo... El escritor argentino Antonio Porchia es autor de una reflexión (o “voz”, como él prefería) con frecuencia malentendida. Dice: “Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”. Esto da a algunos autores la justificación para buscar la reproducción obsesiva de su nombre (o su persona) en todos los medios posibles (impresos y electrónicos), pues se cree que el adiestramiento en la fama garantizará la permanencia. De esas creencias surge la idea de que quienes sobresalen en el arte, a veces menos por su calidad que por su astucia sociocultural, marcan el “canon”, la pauta de lo que se crea. Pero lo canónico, para decirlo con Papini y Borges, es sólo un espejo que huye, un libro de arena; el poder de una obra de arte es inasible: cuando se cree que no está, aparece; y viceversa, al estar se invisibiliza. Quizá la frase de Porchia adquiera su verdadero sentido, en el plano de lo humano y no en el de los poderes, si la oponemos a esta otra: “Estar en compañía no es estar con alguien sino estar en alguien”. Sólo así, acompañado, se podrá tener esa esperanza de llegar a ser, y acaso en una sola persona, un recuerdo.
Julio Cortázar distinguía entre famas y cronopios: uno es el que apuesta al presente (como “inmortal del momento”, según la fórmula acuñada por José de la Colina), y el otro vive con sus propios relojes: a éste le da igual aparecer o no en el suplemento del domingo pero estará en él, probablemente, dentro de cincuenta años, aunque tampoco le obsesiona ese tipo de “estar”. Los famas andan a la caza del reconocimiento, y los otros van por sus caminos individuales. A esos unos les gusta mostrarse como serios escritores profesionales (dar entrevistas y conferencias, aparecer en la televisión como sabios opinadores, organizar tumultuosas presentaciones de libros y conseguir becas y premios), mientras que los otros se ejercitan en el arte de la informalidad. Los unos creen que por ser conocidos serán leídos, y de esa manera justifican su obsesión por la foto o el titular en el diario; los otros entienden que sólo por sus obras los conoceréis. El fama brilla en sociedad; al cronopio se le etiqueta (en homenaje a Rubén Darío) como “raro”.
Con frecuencia en las páginas culturales se acude a una fórmula según la cual a un narrador o un poeta debe rescatársele, como si lo tuvieran secuestrado o se encontrara en apuros. Parecería una paradoja el que un escritor, cuyo oficio aparente es crear permanencias, se haya desvanecido o esté prisionero; hay que ir entonces por él y salvarlo de la desmemoria, ubicarlo en la pirámide, clasificarlo, darle su lugar en las historias oficiales como si se tratara de un entierro digno. Y el rescatista será premiado por hacerlo. Suena todavía más inverosímil pensar en un autor que no apueste por ver su nombre escrito en letras doradas o sin vocación al busto. Esa fórmula equívoca de que se escribe para ser leído, y de que entre más lectores se tenga el éxito será mayor, es una vía franca hacia el bestsellerismo o la locura; hay quienes de la nada de su obra se han construido, por sus habilidades sociales (publirrelacionistas de sí mismos), un prestigio.
Sin embargo son los famas quienes arman las historias literarias ya que su afán, precisamente, es ser recordados: construyen altares para que el presente y el futuro los venere. Llegan a ser tan convincentes en el modo en que se toman en serio, que el aura de su nombre se convierte en su mejor ficción. Mas la lectura crítica, cuando toma distancia de los poderes, hace de estos paisajes de apariencia creíble un modelo para armar y desarmar.
En estas sinuosidades es difícil encontrar alguna certeza. También los famas cortazarianos son una especie rara, pues creen que las argucias teatrales los llevarán a puerto seguro. La enseñanza, si alguna puede obtenerse, es simple: no hay puertos seguros, los mapas literarios se forman por piezas siempre cambiantes.

Enero 2006

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