MUERO PORQUE NO MUERO
A propósito de las varias muertes cinematográficas de Shelley Winters (1920-2006), a quien podría aplicársele una sentencia del escritor argentino Antonio Porchia (“Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy”), o unos versos de Xavier Villaurrutia (“este caer sin llegar/ es la angustia de pensar/ que puesto que muero existo”), recuerda Jorge Trejo, lector fidelísimo de Milenio, a la actriz Jeniffer Jones (1919), quien desde Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), pasando por Madame Bovary (1949) y hasta Ruby Gentry (1952), muere arrastrándose por el piso o por la tierra y el fango. Esto como dato anexo; una muriente más en la lista. Shelley Winters, dice don Jorge en un correo electrónico, muere también de forma accidental en Mambo (1954) y en Grandezas que matan (The Great Gatsby, 1949), ahí atropellada por un auto, como anticipo de lo que ocurrirá en Lolita (1962) una década después.
Otro lector, Rami Schwartz, considera como la muerte más célebre de Shelley Winters la que aparece en Un lugar bajo el sol (A Place in the Sun, 1951), con Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, en una trama en donde no queda claro si fue asesinato —de lo que no hay duda en La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955)— o accidente: el triángulo amoroso se rompe debido a la desaparición física de Alice Tripp, el personaje que interpreta Winters. Escribe Schwartz: “Es interesante la historia de Winters en este rol. Como tantas otras historias de éxito en Hollywood, su participación en esta cinta no estaba contemplada, estaban buscando a otra actriz pero cuando el director vio a Winters se convenció que era a quien necesitaba”; y cierra: “Capaz que si le sigues escarbando te encuentras con que Shelley Winters tuvo siete vidas”. O siete muertes. En la extensa filmografía de esta dama siempre desfalleciente se pueden encontrar dos títulos que van con el asunto del morir y parecen comentarlo. Uno es I Died Thousand Times (1955); y el otro es Let No Man Write my Epitaph (1960), como si desde la tumba Shelley Winters enviara un par de mensajes: “morí mil veces” y “que ningún hombre escriba mi epitafio”.
Quizá no un hombre, pero sí una mujer. Por ejemplo la novelista Josefina Vicens, que en Los años falsos (1982), la segunda novela de una autora que sólo escribió dos —la otra es El libro vacío (1958)—, usa como epígrafe estos versos de su autoría debajo de una dedicatoria a Alaíde Foppa, ya entonces desaparecida: “Este vivir no es vivir,/ es tan sólo un existir/ sin lo que el vivir reclama:/ el hoy, el aquí, el mañana./ Vivo a distancia de ti,/ de tu voz, de tu presencia,/ y por esa cruel ausencia/ vivo a distancia de mí./ Vivir así, de esta suerte,/ no sé si es vida o es muerte”.
Sólo la distancia en el tiempo, la perspectiva, y el dato contundente de la muerte real que fija un límite, crean estas configuraciones. Es la memoria del cinéfilo, o en este caso la de algunos entusiastas en el “séptimo arte”, la que arma el retrato de la mujer que a cada tanto moría en la pantalla, mas otros recuerdos, con referentes distintos, podrían construir un dibujo sino contrario sí de tono diverso, otro camino posible.
Las líneas aquí trazadas en torno a Shelley Winters se toparon con La noche del cazador, ese raro cuento de hadas sobre un asesino serial, único filme como director de Charles Laughton, que adapta una novela homónima de 1953 de Davis Grubb, nativo éste de los márgenes del río Ohio. El texto no resuelve uno de los misterios de la cinta: ¿por qué es la mano amorosa del Predicador, y no la del odio, la que se alza amenazante con la navaja para penetrar en el cuerpo de Willa? Se lee: “¡Alabado sea Dios!, exclamó ella mientras Harry bajaba la persiana; y luego, después de que la pagana luna desapareció, algo chasqueó y sonó ligeramente al abrirse, y Willa escuchó el veloz e impetuoso murmullo de los pies descalzos de Harry en el suelo al atravesar la oscuridad para ir a la cama, y pensó: Es una especie de navaja de afeitar. ¡Supe lo que era la primera noche!” (p. 163, Editorial Anagrama, Panorama de Narrativas 451; traducción de Juan Antonio Molina Foix).
Harry Powell (Robert Mitchum), el Predicador, es un asesino de viudas, y en cuanto a esto debe emparentársele con el Charles Oakley (Joseph Cotten) de La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943), de Alfred Hitchcock, conocido como “el asesino de la viuda alegre”: dos rostros siniestros cuyos asesinatos parecen dirigidos por una mano divina. Cree el Predicador: “Dios le envío a la gente. Dios le dijo qué hacer. Y siempre le proporcionaba viudas. Viudas con un poco de dinero en el azucarero del comedor y tal vez un poco más en el banco del pueblo. El Señor proveía”.
Y, en las dos cintas, el contraste: la oscuridad citadina frente al candor de un pueblo californiano, en Hitchcock; o la dureza del mundo de los adultos vista desde la imaginación infantil, en Laughton. La inocencia confrontada o perseguida, en ambos casos, en los personajes de la sobrina Charlie (Teresa Wright) de La sombra..., o los pequeños John y Pearl Harper (Billy Chapin y Sally Jane Bruce) de La noche del cazador. Este duelo parecería prolongarse a cuatro filmes de los años 1961 y 1962, en donde el tema de la niñez y sus riesgos es central, en un universo distinto (aunque paralelo) al que formaron Shelley Winters y sus muertes histéricas: Lolita, Los poseídos (The Innocents), La calumnia (The Children’s Hour) y Cabo de miedo (Cape Fear). El cuento de hadas (en la lucha del bien contra el mal) se vuelve relato erótico o pesadilla.
Enero 2006
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