miércoles, mayo 10, 2006

DUBLÍN AL SUR

1. Si Leopoldo Bloom publicó en Buenos Aires un inverosímil Cajón de-sastre, al tiempo Esteban Dedales (en sincronía porteña con el Stephen Dedalus de Retrato del artista adolescente y Ulises) se inscribió en un concurso televisivo patrocinado por la pasta dentrífica Oriol con el tema “Vida y obra de James Joyce” para llevarse, luego de un año intenso en el que se comentaba en pizzerías, confiterías y boliches de la capital (pero también del interior) a detalle la biobibliografía del irlandés (pues “A todo el mundo se le había dado por Joyce”); hasta llevarse Esteban Dedales, decía, mil millones de pesos, que le alcanzaron para escapar de Argentina, sin su mujer Maruja ni su hija Molly pero sí con el Ulises traducido por Salas Subirat (en la edición de Rueda) como único equipaje, y comprar un castillo al que bautizó (con nostalgia tanguera) como “Dublín al sur”. Tenía ahí a sus perros Mulligan y O’Rourke, y a su caballo Beckett.
Vaya viaje: primero, Bloom edita en Buenos Aires Cajón de-sastre; y, luego, Esteban Dedales cambia su residencia de Argentina a Irlanda. Lo primero sucedió en la realidad probable (por poderse probar y consistir también en una probabilidad); y lo segundo en la ficción segura, en un relato de Isidoro Blaisten incluido en un tomo de la editorial Emecé que en la portada tiene a Carlos Gardel y a James Joyce, leyendo éste (o descifrando) un documento con lupa en mano. El libro de Blaisten se llama, precisamente (como el cuento), Dublín al sur, definición casi cierta de Buenos Aires, que es como Dublín (geografía portuaria o paisaje espiritual) pero en Sudamérica.
Un sur con sus propias vanguardias o sur-realismos, como los de Oliverio Girondo (y los poemas para ser leídos en el tranvía) o Macedonio Fernández, que intentó en los años treinta escribir a conciencia la “última novela mala”, pero hacerla mal a propósito (“Estímeseme el trabajo que me ha costado no hacer genial a esta novela”, apunta), que fue Adriana Buenos Aires; y, luego, la “primera novela buena”, el Museo de la novela eterna, con tantos prólogos como capítulos, y de las que se decía entonces que tanto una como la otra eran malas.
Macedonio inventa a sus críticos, y en la última novela mala incluye algunas opiniones, de Borges, por ejemplo, quien dice: “Si es del género de mala, que me han prometido, no será última”, o un futuro autor que apunta: “La condición de ‘mala’ le durará; la de última, muy poco”. que es cierto, porque la última novela mala ha tenido seguidores, en Argentina y en México y a donde uno quiera mirar, dedicados profesional y concienzudamente a escribir mal.
Hacerlo así, confirma Macedonio Fernández, puede resultar tan arduo como escribir bien. Y para el que lo hace regularmente bien, querer hacerlo mal se vuelve toda una odisea, puesto que “hacer una novela mala en falso es más difícil que hacer la buena en buena”. ¿Pero quién puede presumir de haber conseguido, como meta estética, escribir mal? Responde a Macedonio un lector: “No tiene perdón el fatuo pretencioso que crea ser el hombre más feo del mundo. Y esta novela, por creerse la más del género de mala, ¿no es inmodesta?”
(Preguntará alguien con el periódico en la mano: “¿Son estas líneas malas a propósito o malas por descuido?” No serán las últimas malas, eso es seguro.)

2. Entre los lugares comunes de la ciudad visitada, está el tango. El que viene de fuera tiene dos opciones: ignorarlo por la parte de superficial atracción turística que tiene (por quienes en las calles se visten de barriobajeros para ser fotografiados a un peso la toma), o enfrentarlo en su fase no exhibicionista sino de goce interno. Porque sea como sea, el tango estará ahí, sobre todo en Buenos Aires, en Suipacha 384, entre Corrientes y Avenida de Mayo, en donde se localiza la Confitería Ideal.
Es un lugar discreto en sus vitrinas y de aire antiguo al que llegan hombres maduros y bien vestidos, y damas de belleza permanente y edad indefinida, acaso todos con un bolso de tela en el que guardan los zapatos de baile, que se cambiarán apenas les asignen una mesa: a la derecha de la pista están las mujeres, a la izquierda los señores. Esperan ellas, en un juego de miradas no ansioso pero sí deseoso, un apenas perceptible guiño del galán. Cuando dos de cada zona se levantan, es porque saben el rumbo de sus pasos.
Ahí va un hombre de lento y desequilibrado caminar, rechoncho, que al tomar en sus brazos a la musa se convierte no en Fred Astaire pero sí en algo similar, y ejecuta con pericia ese complejo andar de dos con ritmo que es el tango. Ella recarga su frente en la mejilla del hombre y cierra los ojos. La música dura apenas tres minutos, la que se puede bailar, pues hay compases que son como de puente, y también el del tornamesa acude a cosas modernas y feas, como para marcar la pausa. No hay aplausos ni grandes voces. Se bebe gaseosa y café. Y se baila, una y otra vez, como si los cuerpos se entendieran más allá de razones, con pasos que vienen de la práctica, debe ser, pero más de una manera común de ver o sentir las cosas.
Algo hay de machismo: ellas no deciden con quién bailar, eso lo dictamina el hombre, quien dirige la danza; el “no” es casi imposible, pero a las damas jóvenes no les molesta tener como compañero a un anciano, ni siquiera a alguien que si lo encuentras en la calle parece enfermo porque al tanguear se restablece. Todo lo salva el tango.

Mayo 2006

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