miércoles, mayo 10, 2006

PASEOS POR BUENOS AIRES

No se caerá en un vacío juego literario si se afirma en estas líneas que Leopoldo Bloom vive en Buenos Aires. Su dirección exacta, para quien guste comprobar esto que no encierra misterio alguno, es el número 1049 de la calle Suipacha, segundo piso C. Sería arduo describir a Bloom físicamente pero anótese que no es muy alto, de edad casi imposible (aunque no demasiado porque mantiene la energía de aquel 16 de junio andado y desandado por la ciudad de Dublín en la parodisea joyceana) y está solo. A ratos lo acompaña Selene, su hermana, también ya sola, porque ambos enviudaron.
Debe, quien visita a Leopoldo Bloom, esperar en la calle mientras toma él un ascensor estrecho (descensor en este caso) y se le ve venir por el pasillo con un paso que no es ya muy recto. Al saludar, sin amargura se confiesa a las puertas de la eternidad. “¿La eternidad del Ulises?”, piensa el extranjero, “¿la eternidad de una novela?” Se le acompaña, pues, por el mismo pasillo y se ingresa con él a ese elevador de cuatro pasajeros, a lo más, y que llega a algo que es un cuarto estrecho en donde se confunden tres puertas: la del elevador es una, y dos de los departamentos las restantes. Hay que cerrar la primera para poder meter la llave en la cerradura de la izquierda, para estar ya en el departamento de Leopoldo Bloom, que no se encuentra, no vaya nadie a confundirse, en el 16 del Eccles Street dublinés sino en la calle Suipacha, del Microcentro de Buenos Aires, Argentina, en lo más sur de Sudamérica.
La sala es roja por la alfombra y los sillones. Hay libros casi en todas las paredes, en libreros funcionales de madera en donde hay tomos mexicanos del Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz, y de entre ellos surge un título que revelará la identidad del personaje, que no esa que se le suponía cuando se estableció el primer contacto. El tomito, de la editorial Catálogos (de la calle Independencia, número 1860), se titula Cajón de-sastre, y su autor es Leopoldo Bloom, como el personaje joyceana. Tiene un subtítulo: Glosas y apuntes de un lector común.
No es junio, sino el último día de abril. La jornada ha sido ventosa en Buenos Aires, en un fin de semana largo que volvió a la ciudad un poco afantasmada. Los aires eran buenos, dicen aquí, pero ya no lo son, pero sí para el viajero. La luz es de una claridad visible. Respondió Leopoldo Bloom al teléfono un par de horas antes, cuando quienes lo buscaban convivían en el antiguo Café Tortoni con Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni y Carlos Gardel, quien parecía atenderlos como mesero pero acaso, en la intención del escultor Gustavo Fernández que creó la escena grotesca, sólo conversaba.
—Mozo, mozo, ¿cuánto se le debe?
Bajar entonces por la Avenida de Mayo hasta doblar a la izquierda por Suipacha, e irse del número 300 o algo así hasta el mil y pico, y apretar el timbre y observar lo que ya fue contado, el ascensor (descensor también, según se ocupe) y todo eso, para terminar sentado en un sillón rojo y tener luego en las manos ese cajón de sastre y desastre de Bloom y en donde se lee, apenas comienza el texto, que el sentido de un barco no es navegar sino simplemente llegar a puerto. Y a puerta.
Se ignorarán por un buen rato las líneas de la contraportada, en donde se lee que Leopoldo Bloom es el seudónimo que oculta a un viejo librero de varias tertulias de Buenos Aires, amigo de escritores, pintores y poetas. En una de esas, café con ginebra en taza y whisky inglés en vaso, inevitablemente empieza a hablarse de literatura.
—La poesía es la aproximación a la nada que al final es todo —sentencia Leopoldo Bloom—, y la palabra es sólo un residuo de algo que no fue lenguaje y que fue la comunicación telepática del mono antropomorfo.
Desprecia a Borges y niega que éste haya asesorada a Salas Subirat, agente de seguros, en su traducción del Ulises de James Joyce, como suele afirmarse. Reconoce algunos maestros. Uno de ellos se llama Antonio Porchia.
Y cuanta la historia de su encuentro con Porchia, de cómo en el diario Clarín vio impresas unas líneas firmadas por Porchia, y consiguió saber que venían de un libro llamado Voces, y buscó sin suerte esas Voces en Buenos Aires y terminó por hallarlas, cuando ya no las buscaba, en el Chaco santafecino al desempeñarse como maestro de provincias, en una biblioteca que no tenía más de cincuenta libros como acervo. Apuntó la dirección de la editorial, la Asociación Impulso del barrio de La Boca, ciudad capital, y pidió por correo los datos del autor, de Porchia, al que le escribió tan pronto, o tan largo, como encontraron respuesta sus líneas, y que le devolvió el llamado con una tarjetita en que lo invitaba a visitarlo... Esto ocurrió meses después, no fue cosa de días.
Y así Leopoldo Bloom llegó a la casa de Antonio Porchia. En otra visita llevó a un amigo de la escuela y de tertulias, Roberto Juarroz, de ánimo vertical.
No divaga Bloom pero sí la pluma, o los dedos en el teclado, de quien intenta armar una historia coherente, al situarse no en una nebulosa lejana sino en un anónimo locutorio (con cabinas telefónicas pero que también funciona como cibercafé) del centro de Buenos Aires, en la computadora 16, en las horas últimas de abril y con el Cajón de-sastre que firma Leopoldo Bloom como prueba irrefutable de la realidad del encuentro, y donde Bloom, con generosidad, se dice en unas líneas manuscritas amigo ya “de toda tu vida y de toda mi muerte”.
Cierra esa dedicatoria con su nombre no de pluma sino civil: “Un gran abrazo del viejo Julián Polito”, que es el seudónimo argentino de Leopoldo Bloom, pues al publicar, como lo hizo en diciembre de 1999 en Catálogos, puso su nombre verdadero, aunque castellanizando el Leopold.
Si a Buenos Aires llegaron Caillois, Gombrowicz, Siqueiros, Novo, García Lorca y tantos más, ¿por qué no habría de instalarse el caminante dublinés?
Borges soñaba con esquinas específicas de la ciudad: con Laprida y Arenales o Balcarce y Chile. En Serrano y Soler, del barrio de Palermo, encontró a un amigo ignorado. No había visto nunca su cara pero sabía que su cara no podía ser esa. Estaba cambiado, triste, el rostro cruzado por la pesadumbre, la enfermedad, quizá la culpa. La mano derecha dentro del saco. Siente Borges que el amigo necesita ayuda y lo abraza.
—¿Qué te ha pasado? Estás muy cambiado —le dice.
Lentamente la mano sale del saco, y Borges ve que es la garra de un pájaro.
Mientras alguien recuerda este sueño de Borges, Leopoldo Bloom toma las llaves del departamento, se pone una chamarra y se encierra con los visitantes en ese cuarto de tres puertas, para abrir la del elevador; desciende con ellos y les franquea al fin la puerta externa, la de la eternidad recuperada.
Sí, Leopoldo Bloom vive en Buenos Aires. En un papel que el viento arroja a la calle, dice Borges: “Todo es tan raro que aun eso es posible”.

Mayo 2006

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