ENOCH SOAMES E HIJOS
Si se piensa, como intuye Jorge F. Hernández, que hay decenas de Bartlebys y Wakefields dispersos por el mundo, un riguroso censo poblacional llevaría a concluir que en el medio cultural mexicano la de los Enoch Soames es ahora la especie que domina.
En el relato “El futuro imperfecto”, de la colección El grafógrafo (1972), recupera Salvador Elizondo a ese personaje que hace su primera aparición en un cuento del humorista británico Max Beerbohm (texto al que se ha tenido acceso en lengua española gracias a la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo) y que representa al creador obsesionado con la duda de si su nombre y sus obras trascenderán su época, y cuya única salvación será aparecer en el escrito de un tipo menor que él desprecia. “Trate”, le dice, “trate de que sepan que existí.” Elizondo coloca a ese Enoch Soames en la Ciudad Universitaria, pues va a buscar sus referencias entre los ficheros de la Biblioteca Central.
Enoch Soames los hay por todos lados. Son esos que cotidianamente dan su alma al diablo con tal de: 1) ser incluidos en colecciones, diccionarios o antologías; 2) ser invitados a impartir conferencias en donde el tema primordial sean ellos mismos o asistir a congresos que los ubicarán en el mapa básico de la República de las artes; 3) tener un espacio fijo en periódico, suplemento o revista en donde revisen, siempre en primerísima persona (con un yolleo obsesivo), sus dudas y deudas espirituales, creando un minespectáculo de sí mismos; 4) aparecer fotografiados en las secciones culturales y filmados en los noticieros televisivos, y a quienes en los funerales de un gran autor se les ve más tristes que los deudos directos (lo que una semana atrás fue señalado en estas páginas como delito menor); 5) conseguir nombramientos como agregados culturales para internacionalizarse, organizando muestras de arte mexicano en donde sólo se considere la obra propia, o editar tomos lujosísimos con abundantes vistas fotográficas de su persona en compañía de los notables que aparecieron alguna vez por la embajada; 6) ser importantes funcionarios en las universidades, y aprovechar esto (a lo Celorio) para abrir y cerrar encuentros de intelectuales o dar conferencias magistrales; y 7) conseguir patrocinios u homenajes en vida haciendo antesalas en oficinas públicas federales o municipales.
La lista no es completa pero sí representativa. Cada punto podría ser documentado. Habría, en algunos casos, que matizar, por ejemplo en cuanto al uso de la primera persona en ensayos y artículos periodísticos, pues hay a quienes les acomoda bien el “yo” (piénsese en Jorge Ibargüengoitia, feroz en la autocrítica) y hay otros que lo utilizan para establecer relaciones verticales con los lectores y colocarse, así sea de manera artificial, en las alturas del arte, con tonos como los siguientes: “En mi último libro, exploro un asunto que me parece crucial en la reflexión moderna sobre los jitomates...” o: “La última vez que me reuní con Octavio Paz, me sorprendió que citara de memoria unos modestos versos míos acerca de las alcachofas”...
En La errancia: paseos por un fin de siglo (2005), Mauricio Montiel Figueiras quiso evitar el “yo” y acudió, no obstante, a recursos insatisfactorios: se pone trajes que no le ajustan por demasiados holgados como los de “viajero del siglo XX” o “Ulises moderno”, con una primera persona no oscurecida sino elevada a la quinta potencia. En sus columnas Ana García Bergua parte del “yo” para referir circunstancias cotidianas, caseras, lo que no está mal (porque es una primera persona de tamaño medio, estándar), pero quizá le haría bien evitarlo cuando el “yo” se vuelve presumido... Mas hay el riesgo de convertir estos párrafos en la lista elaborada por un inspector de seño grave, y sólo se pretende apuntar hacia una tendencia acaso dañina por tener demasiados practicantes, de quienes buscan ser a toda costa reconocidos.
Por estos días José Ángel Leyva (por otro lado, un buen amigo) lanzó una colección de antologías, “Poesía en el andén”, condenada desgraciadamente por ese mal de Enoch Soames: se asegura estar ayudando a la difusión de la poesía, cuando lo que parece es que se buscan foros para apoyar los escritos propios. Leyva coordina la colección, realiza algunas antologías y aparece con poemas suyos en muchas de ellas (junto a Vallejo, López Velarde, Girondo o Pound) y deja que Begoña Pulido (a saber, su esposa) o su buen amigo José Vicente Anaya lo antologuen. Sólo le faltó estar en el tomito de Poesía homoerótica, preparado por Sergio Téllez-Pon, pero quizá no tenía a la mano algún poema gay.
Es decir, las fronteras de la honradez intelectual se han roto. Una buena iniciativa se destruye cuando el ego interviene y dicta un gesto miserable que en otros espacios sería considerado como amiguismo, nepotismo, abuso de autoridad o, incluso, tráfico de influencias, y en el fondo del cual hay picardía o maldad, aunque también una enorme candidez (puesto que no aseguran con ello su lugar en la Historia).
A quienes padecen el mal de Enoch Soames habría que recordarles estos versos de Octavio Paz: “Para ser yo/ he de ser otro/ buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia”, o preguntar a cada uno con Oliverio Girondo: “¿Por qué tanto yollar/ responde/ y hasta cuándo?”
Abril 2005
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