HOMO RIDENS
Así como el cómic parece limitado socialmente a ese estadio inferior de la humanidad que es para muchos la infancia (lo que le da, por otro lado, una libertad enorme), lo mismo se piensa de los videojuegos: son considerados como una suerte de mal necesario pero pasajero, un vicio suave de niños y adolescentes que ayuda en casa a inmovilizarlos, sucedáneo de las tribulaciones reales o preparación primaria para la vida (para decirlo con palabras de Johan Huizinga). En el mejor de los casos uno dejará las historietas y leerá luego libros “serios”, o se sumergirá sólo en aquellos volúmenes que exija su educación, para olvidarse después de cualquier tipo de literatura; y el otro abandonará la cacería de los clones de Hitler en Woolfstein 3D o no volverá a coronarse campeón del mundo en el futbol virtual (en una final México-Brasil definida en penales, con una atajada soberbia de Oswaldo Sánchez), para enfrentar las grises tribulaciones diarias.
Si se miran bien, y se asumen con la seriedad que el caso amerita, el cómic y los videojuegos pueden convertirse en umbrales, armas de alto calibre de la estética, formas avanzadas de eso que Will Eisner llamaba el “arte secuencial”. La historieta, en sus mejores expresiones, ya lo es; ahí están el mismo Eisner, Frank Miller y Milo Manara, entre muchos, o las colaboraciones de Alejandro Jodorowsky con ilustradores de talento como Moebius y Giménez. El videojuego está entrampado en una industria similar a la cinematográfica y sujeto a las condiciones del mercado, pero el desarrollo de su discurso muestra ya algunos brillos; la técnica, en este caso, rebasa los argumentos, mas pueden llegar a emparejarse. La cosa está en convertir el juego rutinario en un gran juego.
La experiencia virtual es un campo abierto. Exagerando un poco, se dirá que es hoy una de las Américas de muchos Cristóbal Colones hogareños. Hay un videojuego del Hombre-Araña (Spiderman 2) que permite circular de esquina a esquina por Manhattan. Se puede andar libremente por las calles como un simple peatón, aunque con el trajecito rojo de bailarín y la ridícula máscara arácnida; o escalar los edificios hasta llegar al punto más alto de la ciudad que es el Empire State, para observar desde ahí el amanecer o la puesta del sol. Claro que en varios momentos la obligación se impone, según la divisa aquella de que todo poder implica una responsabilidad, y se debe actuar en consecuencia: rescatar al obrero que cuelga de una viga, devolver un globo a una niña, llevar al hospital a un accidentado o irrumpir en un asalto (con el efecto teatral de la telaraña ultrarresistente) ante la sorpresa de los cacos y para alivio de la ciudadanía antes indefensa.
Hay otros títulos que imitan, de igual modo, la viuda urbana, en donde el reto es integrarse a una comunidad, ser aceptado. ¿No sería fantástico un videojuego basado en el Ulises de James Joyce? Pleanteado así, como adaptación de un libro complejo, no tendría muchos compradores; habría que recurrir a una buena estrategia para que no parezca demasiado literario. Iría del desayuno paralelo de Stephen Dedalus y Leopold Bloom (es decir, para uno o dos jugadores), en la torre Martello y el número 7 de la calle Eccles, a la madrugada del día siguiente. El premio final, luego de arduos enfrentamientos con toda clase de bestias citadinas, visitas a bibliotecas, hospitales y cementerios, sería meterse a la cama con Molly Bloom para escuchar el monólogo susurrante de esta fogosa dama que sí, quiere, sí, le gusta, sí. El espacio a recorrer no sería la isla de Manhattan sino el Dublín de comienzos del siglo XX. Podría crearse un segundo juego, más arduo por nocturno, con Finnegans Wake, en donde las aventuras tuvieran el enrarecimiento que produce el sueño. Éste empezaría con un hombre en una escalera, que de pronto pierde el equlibrio y cae.
¿Por qué no ha prosperado esta idea de las adaptaciones novelísticas al videojuego? ¿No se ha pensado en un Pedro Páramo para Play 2 o la Xbox 360? Tendría que ser, en cuanto a imagen, similar a la serie Evil Dead, quizá aun como cacería de muertos vivientes; pero el jugador, casi sin sentirlo, se uniría a quienes estaba cazando, para convertirse luego (con un cambio de tiempos y atmósferas) en el cacique seductor de las mujeres del pueblo, con la dificultad, para jugadores avanzados, de poder conquistar a Susana San Juan.
¿O por qué no un Moby Dick? Con esta secuencia posible: primero, las peripecias de Ismael por llegar al puerto ballenero de Nantucket; después, el reto de ser aceptado en el barco Pequod que gobierna Ahab; más adelante, la cacería de ballenas menores hasta encontrarse con la temible ballena blanca. ¿O un Tristram Shandy? ¿O un En busca del tiempo perdido? ¿O un Cien años de soledad? ¿O El corazón de las tinieblas?
Esto es lo que tendría de novedoso un catálogo de videojuegos basados en buena literatura: que los lugares de la ficción podrían ser recorridos. Como hay sonido, también el texto original sería escuchado y se incluiría música de la época o se encargarían composiciones a un autor minimalista. Hay el riesgo de hacer estas adaptaciones de modo aburrido, didáctico, para enseñar; pero no se trata de eso, sino de que los jugadores se adentren en las historias y las “vivan”, que sientan lo literario a través de la virtualidad, que encarnen por unas horas a los protagonistas de las novelas mayores o de los grandes dramas.
De esta manera el videojuego no sería enemigo sino aliado del libro.
Febrero 2006
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