martes, mayo 30, 2006


EN UNA DESNUDEZ TOTAL

Que es una desnudez, habría que aclarar en cuanto al título de este artículo, antes de que se preste a suspicacias o malentendidos (aunque sin mojigatería), del alma. Es una imagen que obtuvo James Joyce de Cuando despertamos los muertos, obra de Henrik Ibsen que entusiasmó al irlandés en su juventud, y que éste retoma en el acto tercero de su única pieza dramática Exiliados (1918), justo al final, cuando el escritor atormentado Richard Rowan dice a Bertha, su mujer, a la que estuvo incitando para que cometiera un acto de infidelidad: “He herido mi alma por ti; una profunda herida de duda que jamás podrá ser cerrada. Nunca podré llegar a saber, nunca en este mundo. No deseo saber ni creer. No me importa. No te deseo en la oscuridad de la creencia, sino en la incesante, viva e hiriente duda. No retenerte con ninguna atadura, ni siquiera las del amor, estar unido a ti en cuerpo y alma en una desnudez total... eso es lo que yo anhelaba”.
El eco ibseniano está claramente ahí, en la imagen retomada, pero también en la composición general de Exiliados, y esto veinte años después de que el joven Joyce escribiera con fervor aquel artículo del Fortnightly Review (1 de abril de 1900) acerca de “El nuevo drama de Ibsen” y redactara luego (en marzo de 1901) una carta en dano-noruego fervorosa pero a la vez soberbia e irreverente, como agradecimiento al anciano maestro por haber abierto nuevas rutas de exploración literaria y como anticipado epitafio a un hombre que viviría sólo cinco años más, al que le dice con crudeza: “La obra de usted en la tierra toca a su fin y se acerca usted al silencio”.
Se trata sólo de una hipótesis de trabajo pero es posible afirmar, luego de barajar por unos días estos naipes, que lo ibseniano está en el corazón de la obra de James Joyce, por el desarrollo de enérgicos personajes femeninos, sí, pero también por la persistencia de ciertos temas como el engaño y la culpa, y porque en ambos casos dos realidades parecen avanzar en paralelo conforme la acción en el texto o los hechos en la puesta en escena se desarrollan: una es la vida como se ve en lo externo, en las acciones cotidianas y los diálogos circunstanciales que enmarcan el mundo de las apariencias, y otro su despliegue profundo.
Si el teatro de Ibsen sorprende es porque en sus piezas teatrales un monólogo interno avanza casi sin notarse (porque lo que vemos es a la existencia moviéndose), y en determinado momento se manifiesta, sea como rebelión en el caso de la Nora Helmer de Casa de muñecas o en el juego perdido de Hedda Gabler en la obra homónima, puesto que lo que ocurre al final está tanto en la suma de vivencias en apariencia triviales como en lo que se cocina en la mente de los personajes, apenas intuido por el espectador pero siempre ahí, latente.
En Joyce, sin embargo, no hay un gesto final que salve a Bertha, quien acepta la dictadura de un marido entrampado en su propia retórica, en sus laberintos de cárcel y libertad, y esto quizá porque la relación que ahí se retrataba era un espejo directo de la convivencia del propio autor con su mujer Nora Barnacle (y sus flirteos en Trieste con Roberto Prezioso), y hacer que Bertha rompiera sus ataduras habría implicado, probablemente, dar malas ideas a Nora, a la que Joyce quería mantener a su lado.
Se pretendía, además, de marcar una distancia entre las actitudes posibles de las damas protestantes de Ibsen y la mujer católica de Joyce, que en este punto fue infiel a Ibsen por ser fiel a Nora o lo que ella representaba, y quizá ello marque una suerte de fracaso en su tarea como dramaturgo de una sola pieza, dado que su resolución en Exiliados, al menos en términos del drama, podría parecer insatisfactoria, entre otras cosas porque lo femenino termina por consentir el yugo masculino... cuando Bertha parecía tener la suficiencia moral como para romper ese duelo entre Richard Rowan y Robert Hand, amigos/enemigos desde la juventud, y que son, a la vez, otro eco clarísimo ibseniano por el Jorge Tesman y el Eilert Lovborg de Hedda Gabler, escritores en constante rivalidad creativa y amorosa.
La razón masculina se impone en Exiliados al instinto femenino, ecuación que resultará inversamente proporcional en Ulises (1922), en donde el asunto del adulterio se resuelve con menos tortuosidades (Bloom parece resignado y acaso sólo intentará mejorar la calidad intelectual de los amantes de su esposa) y la voz última la tienen Molly Bloom y su deseo: “Sí quiero sí me gusta sí”.
Es decir, cuando Joyce asumió de modo directo las herramientes de Ibsen quizá no resolvió del todo bien esa influencia; y al dedicarse a su segunda novela comprendió la verdad esencial del drama ibseniano.
El centenario de la muerte de Ibsen dribló, por fortuna, al Mundial de futbol, que arranca en junio, pero el Bloomsday, día ritual para los joyceanos cada 16 de junio, deberá celebrarse entre gritos de alegría o desencanto o fatiga porque en esa fecha los siempre sublimes ratones verdes enfrentarán a la potencia Angola en el estadio de Hannover; los argentinos van contra Serbia y Montenegro (ambos dos) en Gelsenkirchen; y Holanda se bate contra Costa de Marfil en Stuttgart... Pronto, apenas arranque el mes, sólo se hablará de hazañas balompédicas, y las canchas literarias se verán momentáneamente despobladas... hasta que alguna derrota dolorosa nos lleve otra vez, en el naufragio, al Libro del desasosiego.

Mayo 2006

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