martes, mayo 23, 2006


UNA CARTA DE JOYCE A IBSEN

“Han pasado casi veinte años desde que Henrik Ibsen escribió Casa de muñecas, casi marcando una época en la historia del drama. En el curso de estos años su nombre ha rebasado los límites de su país, se ha extendido a lo largo y ancho de dos continentes, y ha provocado más discusiones y críticas que cualquier otro contemporáneo. Se le ha considerado un reformador religioso, un reformador social, un semita enamorado de la honradez, y un gran dramaturgo. Se le ha acusado severamente de entrometido, de artista deficiente, de místico incomprensible, y, en las elocuentes palabras de cierto crítico inglés, de ‘perro buscador de inmundicias’.”
El párrafo anterior es el arrranque de un extenso artículo acerca de “El nuevo drama de Ibsen” —que era Cuando nosotros los muertos despertamos— y fue publicado en la revista inglesa Fortnightly Review del 1 de abril de 1900 con la firma de James A. Joyce. Es, de hecho, la primera vez que el nombre de Joyce aparece impreso. Tenía, apenas, dieciocho años de edad, mientras que el autor del que se ocupa, Henrik Ibsen, rebasaba ya las siete décadas y le quedaban sólo seis años por vivir, pues habría de terminar sus días el miércoles 23 de mayo de 1906... En un día como hoy, según dicen las efemérides (o enfermérides), pero de cien años atrás.
Como relata Richard Ellmann, el artículo de Joyce llegó a manos de Ibsen, quien pidió al editor de la revista diera las gracias a “tan benévolo” admirador. Tal agradecimiento estimuló a Joyce en el estudio del dano-noruego, y un año más tarde, en marzo de 1901, escribió en ese idioma una carta formal y a la vez exaltada a Ibsen, que empieza de esta manera: “Muy respetado señor mío: Le escribo para felicitarlo en su septuagésimo tercer cumpleaños y para unir mi voz a quienes le expresen sus mejores deseos desde todos los países”.
Enseguida recuerda la historia del artículo del Fortnightly Review, que sabe estuvo en sus manos, y las palabras agradecidas que le comunicó a Joyce vía el editor. Sigue: “No sé cómo expresarle la emoción que me produjo su mensaje. Soy joven, muy joven, y tal vez le haga sonreír que le hable de esas malas pasadas de los nervios. Pero estoy seguro de que, si retrocede en su propia vida hasta la época en que era estudiante universitario como yo, y si piensa en lo que habría significado para usted haber merecido un mensaje de alguien a quien tuviera en tan alta estima como yo a usted, entenderá mis sentimientos”.
Le tiende el tapete, pues: confiesa tanto su juventud como la admiración por su obra. Lamenta, no obstante, que la comunicación se dé a partir de un artículo “inmaduro y apresurado” y no “algo mejor y más digno de su elogio”. ¿Qué más podría decir? “He pronunciado desafiante su nombre en la facultad, donde o se le desconocía o se le conocía vaga y confusamente. He reclamado para usted el lugar que le corresponde en la historia del teatro. He expuesto el que me parecía su mayor mérito: su excelsa e impersonal influencia. Sus méritos menores —la sátira, la técnica y la armonía orquestal— también los he expuesto. No me considere adulador: no lo soy. Y cuando he hablado de usted en debates, etc., he impuesto la atención sin utilizar fútiles términos altisonantes.”
Excepto en las cartas a su mujer (para leerse con una sola mano, por su alto contenido erótico), quizá no haya en la correspondencia de Joyce apertura similar, un reconocimiento tan entrañable a la influencia que en sus aún breves recorridos como lector habían tenido los dramas y la persona de Ibsen... Lo que en perspectiva crea mayores ahondamientos, ya que las figuras femeninas de las obras de Ibsen tendrán su descendencia en algunos personajes de Dublineses (1914), como la Gretta de “Los muertos” o la Eveline del relato homónimo —quien se queda a un paso de salir de Dublín y transformar su futuro—, y, sobre todo, en la Bertha Rowan del drama Exiliados (1918) y la Molly Bloom de Ulises (1922)... También es probable que Nora Barnacle, la chica de Galway, haya atraído a Joyce porque su nombre le recordó a la Nora Helmer de Casa de muñecas.
La devoción extrema encierra, no obstante, un juego no malévolo pero sí presuntuoso, pues a sus diecinueve años Joyce querrá tomar la estafeta que estaba por soltar Ibsen. Lo dice en la carta: “La obra de usted en la tierra toca a su fin y se acerca usted al silencio. Muchos escriben de estas cosas, pero pocos saben. Usted no ha hecho sino abrir el camino —a pesar de haber avanzado por él lo más posible— hacia el fin de Juan Gabriel Borkman y su verdad espiritual, pues, en mi opinión, su último drama es capítulo aparte. Pero estoy seguro de que una luz más excelsa y más sagrada lo espera... en el futuro”. ¿En el futuro?, ¿en los futuros lectores o espectadores, esos que buscan ahora los libros de Henrik Ibsen o siguen las representaciones de sus obras en el centenario de su muerte y a los que emociona todavía cuando Nora Helmer dice adiós a su marido y da un portazo inequívoco, o se aturden cuando Hedda Gabler se dispara en la sien?, ¿o se referirá Joyce a los probables continuadores de Ibsen, él mismo entre ellos?
Cierra la carta más o menos así: “Como miembro de la generación a favor de la cual ha hablado usted, lo saludo si no alegremente, con esperanza y amor”. Firma: James A. Joyce.

Mayo 2006

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