LOS GENERALES Y EL FUTBOL
Así, “Los generales y el futbol”, titula Eduardo Galeano un breve capítulo de su libro de sol y sombra, e ilustra el tema el narrador uruguayo con varias pinceladas sudamericanas: la primera es de Brasil en 1970, con el dictador Médici regalando dinero a los jugadores campeones y retratándose con el trofeo en las manos y hasta cabeceando una pelota ante las cámaras, como si fuera parte del equipo que se acababa de coronar en México. “La marcha compuesta para la selección, Pra frente Brasil, se convirtió en la música oficial del gobierno”, escribe Galeano, “mientras la imagen de Pelé volando sobre la hierba ilustraba, en la televisión, los avisos que proclamaban: Ya nadie detiene al Brasil.”
Hay otros casos: en Chile el general Pinochet se hizo presidente del Colo-Colo; y en Bolivia el general García Meza tomó las riendas del Wilstermann, “un club con hinchada numerosa y fervorosa”.
En Argentina, como ya se ha visto, los militares intervinieron al balompié desde mediados de los años cincuenta, convirtiendo a las escuadras locales y a sus selecciones en agrupaciones de disciplina ejemplar en las que, como ahora se dice, el sistema era lo importante, no el individuo, y los expertos de la medicina deportiva se dedicaron a diseñar piezas fuertes y sólidas que pudieran competir internacionalmente... mientras en los Mundiales de 58 y 62 con la selección brasileña brillaba Garrincha, que parecía un enfermo, casi un lisiado, pero en la cancha se sobreponía a sus carencias y a los fortachones que intentaban detenerlo.
La agonía de Garrincha en cada partido era también la de un futbol creativo entonces amenazado, y que casi se podría declarar ahora en peligro de extinción, porque —como se ha visto en Alemania 2006— se impuso el balompié como trabajo físico de alto rendimiento y se perdió en un muy alto grado el sentido del juego, que sólo a ratos alcanza a manifestarse.
En la ronda de los militares —y según cuenta Roberto di Giano en Futbol y cultura política en Argentina: identidades en crisis (2006)—, en 1966 pudo el general argentino Juan Carlos Onganía servirse del futbol para justificar su estancia en el poder al recibir a la selección que había perdido —en el Mundial inglés— contra Inglaterra y contra el árbitro alemán, que favoreció en todo a los europeos: cuando el capitán Antonio Rattín fue expulsado, en señal de protesta corrió a sentarse en la alfombra del palco destinado a los máximos dignatarios del Reino Unido, con lo que varios signos nacionalistas (en cuanto a las complicadas relaciones entre ingleses y argentinos) se despertaron.
Esto supo verlo bien Onganía, que acababa de derrocar al presidente constitucional Arturo Illia: recibió a los seleccionados en la Quinta Presidencial de Olivos y los declaró “campeones morales”.
El abuso del poder implica, por desgracia, un perfeccionamiento, y todas estas tentativas por afianzar el control social a través del futbol encuentran su mejor tiempo en los años setenta, cuando organiza Argentina su propio Campeonato Mundial.
Según Di Giano, en 1978 “se utilizó el futbol para transmitir pautas de comportamiento y de creencias a la sociedad, buscando apuntalar el proceso devastador que decidieron implantar en el país”. Sigue: “La difusión de las mismas adquirió un papel central cuando la selección nacional logró en 1978 el primer puesto en el torneo mundial disputado por primera y única vez en la Argentina. Pero vale mencionar que en dicha instancia, sobre todo se apuntó a vender una imagen positiva del régimen militar al exterior, en donde sus comportamientos eran fuertemente cuestionados, a diferencia de lo que ocurría dentro de nuestra frontera, ya que los opositores habían sido neutralizados o reprimidos”.
En ese año, el Pelé de los argentinos (la figura con la que se identificaron los generales, el ciudadano ejemplar) fue Mario Kempes, El Matador.
La historia es larga y el espacio corto. Todavía un año después, el presidente Jorge Rafael Videla recibió con estas palabras a la selección que había conquistado el campeonato juvenil en Japón: “Han dado una prueba inequívoca de disciplina, de orden, que significa sin más reconocer el principio de autoridad. Había alguien que mandaba, imponía horarios, imponía exigencias y ustedes cumplieron”.
Pero entre los obedientes estaba un indisciplinado natural, Diego Armando Maradona, astuto y de baja estatura, que quebró, él solito, el modelo europeo diseñado por los militares, y quien escribiría más tarde en sus memorias: “No sé si los milicos que estaban en el gobierno en aquel momento nos usaban, no sé. Seguramente sí, porque eso hacían con todos. Pero una cosa no quita la otra: ni se puede ensuciar aquello por culpa de los milicos ni deben quedar dudas de lo que yo pienso de ellos. Tipos como Videla, que hicieron desaparecer a treinta mil tipos, no merecen nada. Mucho menos ensuciar el recuerdo del triunfo de un montón de pibes”...
Entre dictaduras y democracias, la relación de poder político y futbol —ese gran distractor— continúa. Concluye Di Giano que tanto en uno como en otro caso “los gobiernos aprovecharon todo lo que históricamente ha generado el futbol, en esas instancias peculiares como las Copas del Mundo, para apelar a la identidad nacional y para pedirle más sacrificios a una ancha franja de la sociedad sometida a un permanente deterioro de sus condiciones de vida y de bienestar”.
Argentina, nuestro inesperado verdugo en Alemania 2006, es también un espejo.
Junio 2006
Así, “Los generales y el futbol”, titula Eduardo Galeano un breve capítulo de su libro de sol y sombra, e ilustra el tema el narrador uruguayo con varias pinceladas sudamericanas: la primera es de Brasil en 1970, con el dictador Médici regalando dinero a los jugadores campeones y retratándose con el trofeo en las manos y hasta cabeceando una pelota ante las cámaras, como si fuera parte del equipo que se acababa de coronar en México. “La marcha compuesta para la selección, Pra frente Brasil, se convirtió en la música oficial del gobierno”, escribe Galeano, “mientras la imagen de Pelé volando sobre la hierba ilustraba, en la televisión, los avisos que proclamaban: Ya nadie detiene al Brasil.”
Hay otros casos: en Chile el general Pinochet se hizo presidente del Colo-Colo; y en Bolivia el general García Meza tomó las riendas del Wilstermann, “un club con hinchada numerosa y fervorosa”.
En Argentina, como ya se ha visto, los militares intervinieron al balompié desde mediados de los años cincuenta, convirtiendo a las escuadras locales y a sus selecciones en agrupaciones de disciplina ejemplar en las que, como ahora se dice, el sistema era lo importante, no el individuo, y los expertos de la medicina deportiva se dedicaron a diseñar piezas fuertes y sólidas que pudieran competir internacionalmente... mientras en los Mundiales de 58 y 62 con la selección brasileña brillaba Garrincha, que parecía un enfermo, casi un lisiado, pero en la cancha se sobreponía a sus carencias y a los fortachones que intentaban detenerlo.
La agonía de Garrincha en cada partido era también la de un futbol creativo entonces amenazado, y que casi se podría declarar ahora en peligro de extinción, porque —como se ha visto en Alemania 2006— se impuso el balompié como trabajo físico de alto rendimiento y se perdió en un muy alto grado el sentido del juego, que sólo a ratos alcanza a manifestarse.
En la ronda de los militares —y según cuenta Roberto di Giano en Futbol y cultura política en Argentina: identidades en crisis (2006)—, en 1966 pudo el general argentino Juan Carlos Onganía servirse del futbol para justificar su estancia en el poder al recibir a la selección que había perdido —en el Mundial inglés— contra Inglaterra y contra el árbitro alemán, que favoreció en todo a los europeos: cuando el capitán Antonio Rattín fue expulsado, en señal de protesta corrió a sentarse en la alfombra del palco destinado a los máximos dignatarios del Reino Unido, con lo que varios signos nacionalistas (en cuanto a las complicadas relaciones entre ingleses y argentinos) se despertaron.
Esto supo verlo bien Onganía, que acababa de derrocar al presidente constitucional Arturo Illia: recibió a los seleccionados en la Quinta Presidencial de Olivos y los declaró “campeones morales”.
El abuso del poder implica, por desgracia, un perfeccionamiento, y todas estas tentativas por afianzar el control social a través del futbol encuentran su mejor tiempo en los años setenta, cuando organiza Argentina su propio Campeonato Mundial.
Según Di Giano, en 1978 “se utilizó el futbol para transmitir pautas de comportamiento y de creencias a la sociedad, buscando apuntalar el proceso devastador que decidieron implantar en el país”. Sigue: “La difusión de las mismas adquirió un papel central cuando la selección nacional logró en 1978 el primer puesto en el torneo mundial disputado por primera y única vez en la Argentina. Pero vale mencionar que en dicha instancia, sobre todo se apuntó a vender una imagen positiva del régimen militar al exterior, en donde sus comportamientos eran fuertemente cuestionados, a diferencia de lo que ocurría dentro de nuestra frontera, ya que los opositores habían sido neutralizados o reprimidos”.
En ese año, el Pelé de los argentinos (la figura con la que se identificaron los generales, el ciudadano ejemplar) fue Mario Kempes, El Matador.
La historia es larga y el espacio corto. Todavía un año después, el presidente Jorge Rafael Videla recibió con estas palabras a la selección que había conquistado el campeonato juvenil en Japón: “Han dado una prueba inequívoca de disciplina, de orden, que significa sin más reconocer el principio de autoridad. Había alguien que mandaba, imponía horarios, imponía exigencias y ustedes cumplieron”.
Pero entre los obedientes estaba un indisciplinado natural, Diego Armando Maradona, astuto y de baja estatura, que quebró, él solito, el modelo europeo diseñado por los militares, y quien escribiría más tarde en sus memorias: “No sé si los milicos que estaban en el gobierno en aquel momento nos usaban, no sé. Seguramente sí, porque eso hacían con todos. Pero una cosa no quita la otra: ni se puede ensuciar aquello por culpa de los milicos ni deben quedar dudas de lo que yo pienso de ellos. Tipos como Videla, que hicieron desaparecer a treinta mil tipos, no merecen nada. Mucho menos ensuciar el recuerdo del triunfo de un montón de pibes”...
Entre dictaduras y democracias, la relación de poder político y futbol —ese gran distractor— continúa. Concluye Di Giano que tanto en uno como en otro caso “los gobiernos aprovecharon todo lo que históricamente ha generado el futbol, en esas instancias peculiares como las Copas del Mundo, para apelar a la identidad nacional y para pedirle más sacrificios a una ancha franja de la sociedad sometida a un permanente deterioro de sus condiciones de vida y de bienestar”.
Argentina, nuestro inesperado verdugo en Alemania 2006, es también un espejo.
Junio 2006
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