LOS NUEVOS MONSTRUOS
Apenas resulta necesario aclarar que, por vez primera y con el uso actual que perdura, en literatura el término “raro” fue empleado por Rubén Darío en un libro de 1896 que así se titula, aunque en plural, Los raros, gran caleidoscopio que tiene a Edgar Allan Poe, Paul Verlaine y al Conde de Lautréamont como sus excéntricos tutelares, y que abre, por lo menos en la edición parisina de 1905 (la segunda), con un comentario acerca de El arte en silencio, de Camille Mauclair, él mismo un raro. El tomo de Mauclair proporciona, de modo indirecto, otra aproximación posible a lo mismo: la rareza puede ir de la mano con el ejercicio de un arte silencioso, es decir en contra de una normalidad estridente que habría que precisar o delimitar.
Se han creado otras cadenas de sinónimos: Julio Cortázar aportó la palabra “cronopio” (en duelo fraterno con el “fama”), y si en algún texto califica así al uruguayo Felisberto Hernández sabe uno que también podía haberle llamado, con Rubén Darío, raro; o, con otros, marginal, inclasificable, subterráneo (por el inglés underground), secreto o desencuadernado, que son acercamientos posibles a una estirpe literaria o artística que se define, si acaso le es posible definirse, a partir de sus diferencias radicales con el resto, y cuya catalogación es ardua porque se trata de eso, de señalar lo distinto, lo que está a un lado... aunque los raros suelen colocarse, incluso, a un costado de sí mismos.
Italo Calvino definió igualmente a Felisberto Hernández, dijo que era un escritor que no se parecía a nadie, un irregular. Lo que es cierto, mas en el no parecerse a nadie se hermana Felisberto con otros que no son sus “iguales” sino sus igualmente diferentes. Por ejemplo: Efrén Hernández y Francisco Tario son también irregulares, y no se parecen mucho entre ellos mismos ni con relación a Felisberto Hernández. O sí: puede considerarse a los tres como escritores raros.
Aunque tiene ya sus teóricos, la rareza es un terreno en donde la lógica crítica es puesta en duda. La ubicación de un raro termina por sacudir los panoramas oficiales pues descubre paisajes literarios sujetos a múltiples permutaciones, y el cómodo juicio por escuelas, generaciones o corrientes artísticas, tan querido a la Academia, empieza a dudar de sí mismo y a mirarse con pasmo en el espejo del presente o el pasado por las continuas metamorfosis que experimenta.
Hay ya argumentos que intentan explicar por qué lo raro se ha vuelto un valor positivo para los nuevos ensayistas. El principal es el “darse cuenta” de cómo funcionan las sociedades literarias, que son sistemas de poder en donde quienes se imponen no son los indispensables en términos del espíritu sino los más activos o los más hábiles, los que dan su vida por destacar, afectos a la foto, el discurso y el aplauso. Mas lo que en este u otro tiempo se cree o creyó como fundamental a fuerza de reiteraciones públicas, tiende a mostrar sus pequeñas trampas. Y tras el cantor ruidoso y desafinado al que se dirigen las luces en la escena, en la parte menos iluminada se descubre a un tenor tímido y solitario pero de voz sólida, educado en el cariño a su arte y no en la búsqueda maniática del festejo.
Las industrias editoriales y de la cultura suelen trabajar cómodamente con ese tipo de personajes conocidos, visibles, que son los que dan de comer a las fábricas de sucedáneos artísticos. Según Pound, el que el 85 o 90 por cierto de lo que se produce culturalmente tenga valores no muy claros o decididamente mediocres se debe a que éste es sólo el campo que recibirá a lo definitivo cuando lo definitivo aparezca... En nuestra modernidad eso mediano se ha estructurado de tal manera, de modo tan convincente, como edificio de poder, que pasa por ser la esencia, cuando es sólo ruido y furia (como dirían Shakespeare y Faulkner), el farfulleo de publirrelacionistas de sí mismos dedicados, de tiempo completo, a encumbrarse, pero que a la larga sólo serán señalados, como diría José de la Colina, como los constructores del templo.
A esa actitud de usura personal apunta Ezra Pound en su Canto XLV, en versos que Salvador Elizondo tomaba como propios en tanto definición de las vías personales: “Con usura el hombre no puede tener casa de buena piedra/ con cada canto de liso corte y acomodo/ para que el dibujo les cubra la cara,/ con usura/ no hay para el hombre paraísos pintados en los muros de su iglesia/ harpes et luz/ o donde las vírgenes reciban anuncios/ y resplandores broten de los tajos,/ con usura/ no puede ver el hombre Gonzaga a sus herederos y a sus concubinas/ no se pinta cuadro para que dure y para la vida/ sino para venderse y pronto/ con usura, pecado contra natura,/ es tu pan siempre de harapos viejos/ es tu pan seco como el papel, sin trigo de montaña, harina fuerte...” (Cantares completos, versión de José Vázquez Amaral).
Sin usura, podría intentarse la paráfrasis, el escritor raro tiene casa de buena piedra y pinta cuadros que duren... Pero tampoco se trata de crear valores incuestionables o glorias de raro espectro, nuevos monstruos (según el título de la película italiana de los años setenta). Al observar los paisajes literarios, es la mirada del lector la que define y transforma lo que parecía definitivo e intransformable pero que es, siempre, un modelo para armar.
Junio 2006
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