lunes, agosto 28, 2006

EL ESTADO QUE GUARDA LA NACIÓN

Estábamos en una estación de autobuses intermedia a nuestro destino. Nos habían bajado ahí porque de pronto se les ocurrió, sin dar mayores explicaciones, cancelar ese itinerario. Yo me molesté y pedí hablar con el responsable. Tenía sólo el fin de semana para vacacionar, y ya nos estaban haciendo perder el tiempo, dejándonos, además, entre dos ciudades sin ofrecer nada a cambio, alguna alternativa para llegar a nuestra meta. El encargado no respondió, sólo decía que así eran las cosas, que sólo recibía órdenes de arriba, etcétera. Y se reía de mi enojo.
Mis acompañantes estaban resignados a la situación, pero yo sentí que con presiones algo se resolvería: no podía ser que uno comprara un boleto de autobús para ir a un lugar específico, y lo dejaran a uno en otro sitio. Era algo absurdo. Alguien tenía que respondernos, podían habilitar otro autobús que continuara la ruta…
Seguí con mis quejas y mis gritos. En algún momento del sueño vi que aparecía por ahí Vicente Fox, quien realizaba algún acto protocolario y me acerqué, él pensó que para saludarlo pero lo que hice fue contarle con furia lo que nos estaba sucediendo.
—¿Y yo qué tengo que ver en el asunto?
—Que su gobierno debe cuidar que las empresas actúen con honestidad y no hagan lo que les dé la gana y dañen a la gente —le dije, creo—. Si no hay gobierno…
Él se me quedó mirando y se dio la vuelta, para seguir saludando al pueblo como si fuera estrella de cine. Volví con quienes administraban la estación de autobuses, que ya estaban dando algunos vales a los que bajaron del autobús nuestro que no concluyó su viaje, los cuales podrían hacerse valederos para otro turno en la semana… No acepté esa compensación, no entendía qué estaba pasando. Quienes estaban alrededor me pedían que fuera razonable. Después, como vieron que no me convencían, ofrecieron devolver un porcentaje del importe, ¿y el viaje?, ¿cómo llegaríamos a donde queríamos vacacionar?
Terminamos caminando por la zona de talleres de la estación. Entre autobuses y motores desarmados, había hamacas y literas para descanso de los choferes. Vi a uno que se deslizaba por las cobijas para no ser visto, y pensé que se le había hecho tarde e intentaba que pareciera que todo el tiempo había estado ahí, y no saldría de la cama hasta que lo buscaran, como el burócrata que escapa de la oficina para desayunar o comprar algo y luego hace como que estuvo trabajando la jornada completa.
En otra parte había tirados en el suelo unos cuerpos humanos envueltos en bolsas negras, pero con gente viva, y un automóvil en reversa los iba a aplastar. Advertimos al que manejaba de que tuviera cuidado, e hicimos a un lado las bolsas para que nadie fuera atropellado.
El sueño se desvanece… Estoy en una reunión, en una casa, como invitado. Deciden, en la familia, si es buen momento para entrar a un cuarto y despertar a los durmientes. Ven la hora, sonríen nerviosos, alegres, y tocan a la puerta. En la cama hay una pareja de hermanos, ella y él; las sábanas están revueltas y da la apariencia de que hicieron el amor. Ellos se quejan de que uno le quitaba las cobijas al otro durante la noche. Están desnudos. Me invitan a pasar al cuarto pues se trata de una representación, una obra de teatro que se irá desarrollando en la casa y cuya escena primera es el despertar en la recámara.
El que actúa como el hermano me pide que me acerque, me asomo por la puerta, y me dice que no me apene, esto lo hace distrayéndose de la parte suya actuada pero con naturalidad, como si fuera parte del juego escénico. Tengo a mi lado a un crítico de teatro que va al cuarto con morbo, pensando que veremos una escena fuerte de sexo; yo le sugiero, con un gesto, que se trata de otra cosa. Y pienso que la imagen de los hermanos en la cama es más bien una metáfora, por aquello que escribe Tomás Segovia del incesto como polo del amor: no se trata de hacer de nuestra hermana nuestra amante sino de nuestra amante nuestra hermana. Es la búsqueda del amor entre iguales, el amor fraterno.
Despierto y llueve. Amanece con lluvia, como al final de la novela corta Noches blancas, de Dostoievski, y murmuro unas frases que suelen venir a la memoria en los despertares húmedos. ¿Cómo es? Según el recuerdo, algo así: “Amaneció un día hostil, los goterones daban a la ventana con una quejumbre monótona”, luego se describe la recámara oscura del personaje solitario, que se considera a sí mismo como un soñador, y se enfatiza en la lobreguez exterior.
La lectura primera se confunde con una lectura en atril de esa nouvelle de Dostoievski en Casa del Lago, con Enrique Lizalde, Enrique Rocha y Diana Bracho (o Helena Rojo, las confundo), en una adaptación de Vicente Leñero de los años ochenta… Leñero lamentó más tarde de que se haya agregado la voz del narrador, que él omitió, y esa voz es la que habla del amanecer de un día hostil y los goterones que daban a la ventana… ¿Cómo tradujo esto Cansinos Assens? Quizá fue la traducción de la que partió Leñero o que retomaron los actores, porque dice (tomo I de las Obras completas, página 532): “Mis noches terminan con una mañana. Amaneció un día hostil; llovía, y los goterones de la lluvia daban con una quejumbre monótona en los cristales de mi ventana; en la habitación había oscuridad, como sucede en los días de lluvia, y fuera, lobreguez”.
Los sueños se funden con las lecturas. Llueve en el amanecer de esas Noches blancas de Petersburgo y llueve en la ciudad de México, mientras un equipo de discurseadores prepara al presidente en turno un informe equívoco y fantasioso, a ser leído entre aplausos no merecidos y rechiflas certeras, del “estado que guarda la nación”.

Agosto 2006

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