ÉRASE UNA VEZ EN MÉXICO
Entre la noche y el día, alguien habrá dicho aquello de: “¡Que me parta un rayo!”, puesto que una lanza luminosa seca golpeó en algún punto cercano y se escuchó sobre Vértiz un poderoso trueno como de explosión, que dejó la calle con los arbotantes sin funcionar y sumida en un concierto de luces intermitentes y ruido de alarma de los coches que estaban estacionados. Adentro la corriente eléctrica no fluía; afuera empezó a llover.
La saeta del rayo coincidió con un momento del sueño. Había estado viendo por televisión la película Érase una vez en México (Once Upon a Time in Mexico, Robert Rodríguez, 2003), y las persecuciones y los disparos se trasladaron al escenario onírico. Descubría una traición, y yo y alguien más salimos huyendo de un lugar que parecía centro nocturno y estaba en una parte alta, porque bajamos por un elevador sin dejar que subieran a él unos amigos que, se pensaba en el sueño, querían hacernos daño. Ajena a esto, una mujer vestida de fiesta detuvo la puerta del elevador; intentando salvar mi vida, la empujé antes de que llegaran quienes nos perseguían.
Corrimos hasta llegar a un edificio del que salían como olas. Los bomberos y la policía desalojaban a la gente para salvarla de la inundación, y temimos que revisaran nuestros paquetes: en uno llevábamos una casa de campaña, y en el otro armamento, pistolas y ametralladoras. A la vuelta un taxista intentó robar nuestras pertenencias; lo puse fuera de combate con una jeringa que metí por la mandíbula hacia el paladar. Luego avancé por un corredor interno como de sexshops, en donde un pervertido creyó que podría seducirme y huyendo de él me encerré en una cabina de espejos en la que tres mujeres muy guapas en lencería exigieron les mostrara mis tarjetas de crédito. Insertaron una de éstas en una suerte de taxímetro, contador de tiempo y dinero, y una de las damas comenzó para mí un ritual amatorio que parecía fascinante (era danza con música, se desvestía y me desvestía) pero que implicaba, también, la resolución de algún enigma: ella era parte de la rebelión, e intentaba decirme en clave que mis perseguidores seguían las órdenes del tirano. Vi cómo la atrapaban y la metían en un cuarto de regadera rodeado por cristales, como cámara de gases.
Salí a la calle y a la distancia, en un tercer o cuarto piso, mis perseguidores se percataron de que ya estaba fuera de su alcance. Vi la torre Eiffel y el Obelisco... En eso cayó el rayo sobre Vértiz, en la vida real, y desperté, con la idea confusa de que algo había explotado.
En la duermevela el sonido de la lluvia provocó imágenes inverosímiles, como regaderas que bañaban libros, pues pensaba que acaso algo así podría ocurrir a esas horas de la madrugada en la Megabiblioteca Vasconcelos o en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica. Y recordé un sueño anterior en el que una avenida se transformaba en gran río, y un niño caía ahí; me estiraba para salvarlo y el pequeño se quedaba cerca de mí, como sintiéndose seguro. Luego venía su padre y se enteraba del accidente, pero el niño dudaba en ir hacia él.
Si estuviera en terapia de psicoanálisis, trabajaría alguno de estos sueños. Por ejemplo con aquella técnica de narrar el sueño desde distintas perspectivas, es decir la misma anécdota contada desde todos los puntos de vista posibles. Uno: soy el niño que cae en un río. Otro: soy el hombre que mira a un niño caer al río. Uno más: soy el río que se salió de su cauce y circula por una avenida en una ciudad que desconoce, y un niño cae sobre mí y flota a la deriva. Y: soy el padre que busca a su hijo durante la lluvia y ve que otro hombre lo tiene en sus brazos. O: soy el sueño que sueña un río que irrumpe en una ciudad...
A los terapeutas no les gusta que el sueño se convierta en una creación múltiple sino que encaminan al narrador al punto de crisis, llevan al paciente hacia un dolor original, primario. Si hay llanto, creen haber encontrado el acceso principal al Gran Trauma.
En un curso de terapia gestalt, varios de los participantes se sometieron al ejercicio de contar un sueño. La mayoría entraba en crisis con facilidad, pues esto dejaba contento al médico que dirigía el taller. Una mujer contó sólo sueños placenteros, reflejo de una gran serenidad, una paz interior que, descubriría luego, era sólo una máscara que le gustaba mostrar, un deseo por desgracia entonces no conseguido.
Hablo no ya de sueños sino del pasado. Me acerqué a esa mujer serenísina y salí con ella un par de veces; recuerdo que pasamos un buen domingo en las lagunas de Zempoala y comimos trucha en Malinalco. Escalamos juntos el Popocatépetl, pero llevó a su sobrino o su hermanito como chaperón, lo que resultó inadecuado por peligroso... pero peligroso el niño, que rompió sus lentes a uno de los guardias alpinos.
Un día me habló ella para invitarme a que pasáramos el fin de año juntos en un rancho. Como estaríamos solos y eso no se vería bien, yo tendría que ir todos los días a dormir a un pueblo que estaba a unos ocho o nueve kilómetros. No acepté. Me pidió que la llevara, cuando se fuera de viaje, a la estación de autobuses. Llamó el 31 de diciembre por la mañana para decirme que se iba justo a medianoche, y como yo había prometido... Dejé la cena familiar como a las diez para ir por ella; vi que subía al autobús. “Ahí va una mujer sin traumas”, pensé.
Agosto 2006
Entre la noche y el día, alguien habrá dicho aquello de: “¡Que me parta un rayo!”, puesto que una lanza luminosa seca golpeó en algún punto cercano y se escuchó sobre Vértiz un poderoso trueno como de explosión, que dejó la calle con los arbotantes sin funcionar y sumida en un concierto de luces intermitentes y ruido de alarma de los coches que estaban estacionados. Adentro la corriente eléctrica no fluía; afuera empezó a llover.
La saeta del rayo coincidió con un momento del sueño. Había estado viendo por televisión la película Érase una vez en México (Once Upon a Time in Mexico, Robert Rodríguez, 2003), y las persecuciones y los disparos se trasladaron al escenario onírico. Descubría una traición, y yo y alguien más salimos huyendo de un lugar que parecía centro nocturno y estaba en una parte alta, porque bajamos por un elevador sin dejar que subieran a él unos amigos que, se pensaba en el sueño, querían hacernos daño. Ajena a esto, una mujer vestida de fiesta detuvo la puerta del elevador; intentando salvar mi vida, la empujé antes de que llegaran quienes nos perseguían.
Corrimos hasta llegar a un edificio del que salían como olas. Los bomberos y la policía desalojaban a la gente para salvarla de la inundación, y temimos que revisaran nuestros paquetes: en uno llevábamos una casa de campaña, y en el otro armamento, pistolas y ametralladoras. A la vuelta un taxista intentó robar nuestras pertenencias; lo puse fuera de combate con una jeringa que metí por la mandíbula hacia el paladar. Luego avancé por un corredor interno como de sexshops, en donde un pervertido creyó que podría seducirme y huyendo de él me encerré en una cabina de espejos en la que tres mujeres muy guapas en lencería exigieron les mostrara mis tarjetas de crédito. Insertaron una de éstas en una suerte de taxímetro, contador de tiempo y dinero, y una de las damas comenzó para mí un ritual amatorio que parecía fascinante (era danza con música, se desvestía y me desvestía) pero que implicaba, también, la resolución de algún enigma: ella era parte de la rebelión, e intentaba decirme en clave que mis perseguidores seguían las órdenes del tirano. Vi cómo la atrapaban y la metían en un cuarto de regadera rodeado por cristales, como cámara de gases.
Salí a la calle y a la distancia, en un tercer o cuarto piso, mis perseguidores se percataron de que ya estaba fuera de su alcance. Vi la torre Eiffel y el Obelisco... En eso cayó el rayo sobre Vértiz, en la vida real, y desperté, con la idea confusa de que algo había explotado.
En la duermevela el sonido de la lluvia provocó imágenes inverosímiles, como regaderas que bañaban libros, pues pensaba que acaso algo así podría ocurrir a esas horas de la madrugada en la Megabiblioteca Vasconcelos o en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica. Y recordé un sueño anterior en el que una avenida se transformaba en gran río, y un niño caía ahí; me estiraba para salvarlo y el pequeño se quedaba cerca de mí, como sintiéndose seguro. Luego venía su padre y se enteraba del accidente, pero el niño dudaba en ir hacia él.
Si estuviera en terapia de psicoanálisis, trabajaría alguno de estos sueños. Por ejemplo con aquella técnica de narrar el sueño desde distintas perspectivas, es decir la misma anécdota contada desde todos los puntos de vista posibles. Uno: soy el niño que cae en un río. Otro: soy el hombre que mira a un niño caer al río. Uno más: soy el río que se salió de su cauce y circula por una avenida en una ciudad que desconoce, y un niño cae sobre mí y flota a la deriva. Y: soy el padre que busca a su hijo durante la lluvia y ve que otro hombre lo tiene en sus brazos. O: soy el sueño que sueña un río que irrumpe en una ciudad...
A los terapeutas no les gusta que el sueño se convierta en una creación múltiple sino que encaminan al narrador al punto de crisis, llevan al paciente hacia un dolor original, primario. Si hay llanto, creen haber encontrado el acceso principal al Gran Trauma.
En un curso de terapia gestalt, varios de los participantes se sometieron al ejercicio de contar un sueño. La mayoría entraba en crisis con facilidad, pues esto dejaba contento al médico que dirigía el taller. Una mujer contó sólo sueños placenteros, reflejo de una gran serenidad, una paz interior que, descubriría luego, era sólo una máscara que le gustaba mostrar, un deseo por desgracia entonces no conseguido.
Hablo no ya de sueños sino del pasado. Me acerqué a esa mujer serenísina y salí con ella un par de veces; recuerdo que pasamos un buen domingo en las lagunas de Zempoala y comimos trucha en Malinalco. Escalamos juntos el Popocatépetl, pero llevó a su sobrino o su hermanito como chaperón, lo que resultó inadecuado por peligroso... pero peligroso el niño, que rompió sus lentes a uno de los guardias alpinos.
Un día me habló ella para invitarme a que pasáramos el fin de año juntos en un rancho. Como estaríamos solos y eso no se vería bien, yo tendría que ir todos los días a dormir a un pueblo que estaba a unos ocho o nueve kilómetros. No acepté. Me pidió que la llevara, cuando se fuera de viaje, a la estación de autobuses. Llamó el 31 de diciembre por la mañana para decirme que se iba justo a medianoche, y como yo había prometido... Dejé la cena familiar como a las diez para ir por ella; vi que subía al autobús. “Ahí va una mujer sin traumas”, pensé.
Agosto 2006
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