UN CARLOS FUENTES DE OPERETA
Al extraño caso de Emmanuel Matta, ese nombre inventado por Random House Mondadori de México y que tan poco éxito ha tenido entre lectores y críticos (a no ser que creamos esa versión inocente de los editores que dicen haber vendido en un semestre más de diez mil ejemplares y esperan agotar pronto el tiraje inicial de 25 mil, cuando los libreros exponen una situación del todo distinta), acaso no valdría la pena meterse si no fuera por la insistencia en construir quinielas o quimeras acerca de qué nombre u hombre real se esconde tras el seudónimo mercantil, con el insistido rumor de que podría ser Carlos Fuentes.
Estas discusiones forzosas (y tanto abruptas como brutas, porque se piensa en la inversión y se quiere recuperar el gasto con el cuento del gato encerrado cuando lo que hay es gasto encerrado) son, se nota a leguas (y a lenguas), una forma bribona de promocionar algo que de otra manera, por el peso de la escritura, no funcionaría. Y no hay aún la certeza de que incluso con este anzuelo mediático y medio ético se vaya a pescar algo más de lo que hasta ahora ya picó.
De nuevo lo que se dice alrededor del libro quiere tener mayor importancia que el libro mismo, que esta vez, sirva la reiteración como prólogo a lo que sigue, realmente no vale la pena. El misterio se agota cuando la sustancia es fútil y las pistas o pastas son torpes o están mal cocinadas. A Fuentes la especie puede funcionarle (pues se ha prestado al juego) porque, de ser él el autor, que no lo creo, si el libro fuera bueno se diría que salió un poco del bache en que hace tiempo se sumergió, y si fuera malo no sería suya lo firma, y como Pilatos…
Proponen igualmente los editores que Los misterios de La Ópera es incómodo para la crítica literaria por no saberse ante quién se enfrentan, si a Fuentes o Del Paso, Emmanuel Carballo u Óscar Mata (o ambos dos, al alimón, ¿por qué no?, en terrenos de lo absurdo todo es posible) o quien se quiera, y el amigo Braulio Peralta ha llegado a acusar a los periodistas culturales de poco profesionales o de plano flojos de la mente, pues se les ofrece un caso a investigar y no lo aceptan, lo desdeñan, se les pasa de largo… Cuando por la escritura, insisto, el tomillo (sin ajonjolí) no ameritaría ser tomado en cuenta: este sexteto operístico narrativo se lee en tres patadas y se olvida en una, los misterios son disparates no colosales (lo que implicaría engrandecerlos) sino vacuos (¡muuuu!), sin trasfondo social significativo ni traje literario “de categoría”, como acaso correspondería a un comensal asiduo al céntrico (y excéntrico también) restaurante bar que aparece en el título, y que es el espacio físico en donde se develan los supuestos misterios. Más opereta que ópera, y ni de tres centavos siquiera. Son apuntes, bosquejos, que un literato inexperto no supo desarrollar, y que un editor aquí miope valora como si se tratara de oro puro… y sólo es oropel.
Tampoco tiene caso ir caso por caso, pero intente alguien entusiasmarse con el cacofónico “caso de la casa” de la Valentina, por ejemplo, con una matrona que debe sus encantos a La Bandida, y sus desencantos (el asesinato de nueve de sus muchachas) a uno de los dos que le ayudan a mantener el tugurio como un lugar respetable, quien confiesa su culpabilidad (y su estolidez tremebunda) con estas líneas mal pergeñadas: “Es que nunca aceptaron mis requiebros, es que me llamaban El Pititilín, es que me convirtieron en el eunuco del harén, igual que el pinche pelón este, es que no me tomaban en serio, no me hacían caso, no me hacían caso a mí, Diódoro Canseco que combatí en el Bajío hasta que una bayoneta villista me atravesó los cojones, ténganme pena, ténganme compasión, las liberé de la prostitución, las liberé, las liberé…”
Y se le tiene pena por mal personaje, por ser un criminal predecible. ¿Dónde están las intrigas que revolucionarán nuestra inteligencia?, ¿de qué mata surgió este Emmanuel Matta, que no, seguro, de la de Mata Hari?, ¿cuáles son las fuentes reales (y no el Fuentes valedero) de las que mal se nutre el falsificado Matta?
Distingue a Los misterios de La Ópera el lugar común. El primero es el sitio en donde se concentran los relatos, bar o comedero turístico, ahora situado o sitiado entre las huestes lópezobradoristas; y cuando el ex tenor Matta se muda de ciudad por recomendación médica (y módica, porque no le aconsejan que se cambie a París), va a Veracruz y se instala en… ¡el Café de la Parroquia! Son también lugares comunes sus asistentes o asistontos Fortunato y Jacinto (si no, que lo diga Benavente), la pareja gay que apoya al investigador en sus pesquisas, y cumple el triste papel de patiños, como sucede a menudo en el peor cine nacional. Y lo son, al fin, las frases hechas que inundan la narración, según las cuales la pasión “es la inquietud que más ciega al ser humano”, o “la sencillez es lo que mejor oculta el misterio” o que para esconder algo hay exponerlo donde nadie lo busque, es decir a la vista de todos (según el precepto poeiano al que Fuentes, por cierto, ha dedicado variadas reflexiones).
Y hay torpezas incontables. En la página 67, por señalar una significativa, Matta pregunta algo, pero el narrador acota que lo insinúa, cuando el investigador inquiere de modo directo: “¿Cuánto le calculó?”. Cabe entonces no la insinuación sino la duda clara: si fuera Carlos Fuentes el autor de esta imitación barata de las historias de Péter Pérez, detective de Peralvillo y anexas (1952), de José Martínez de la Vega, ¿cometería tales errores?, ¿lo haría si acaso para despistar? Mas lo que se despista es el lenguaje, la escritura; y lo que no se arma aquí (más bien se desarma) es el misterio auténtico, profundo, que Matta, el falso escritor, mata certeramente.
Agosto 2006
Al extraño caso de Emmanuel Matta, ese nombre inventado por Random House Mondadori de México y que tan poco éxito ha tenido entre lectores y críticos (a no ser que creamos esa versión inocente de los editores que dicen haber vendido en un semestre más de diez mil ejemplares y esperan agotar pronto el tiraje inicial de 25 mil, cuando los libreros exponen una situación del todo distinta), acaso no valdría la pena meterse si no fuera por la insistencia en construir quinielas o quimeras acerca de qué nombre u hombre real se esconde tras el seudónimo mercantil, con el insistido rumor de que podría ser Carlos Fuentes.
Estas discusiones forzosas (y tanto abruptas como brutas, porque se piensa en la inversión y se quiere recuperar el gasto con el cuento del gato encerrado cuando lo que hay es gasto encerrado) son, se nota a leguas (y a lenguas), una forma bribona de promocionar algo que de otra manera, por el peso de la escritura, no funcionaría. Y no hay aún la certeza de que incluso con este anzuelo mediático y medio ético se vaya a pescar algo más de lo que hasta ahora ya picó.
De nuevo lo que se dice alrededor del libro quiere tener mayor importancia que el libro mismo, que esta vez, sirva la reiteración como prólogo a lo que sigue, realmente no vale la pena. El misterio se agota cuando la sustancia es fútil y las pistas o pastas son torpes o están mal cocinadas. A Fuentes la especie puede funcionarle (pues se ha prestado al juego) porque, de ser él el autor, que no lo creo, si el libro fuera bueno se diría que salió un poco del bache en que hace tiempo se sumergió, y si fuera malo no sería suya lo firma, y como Pilatos…
Proponen igualmente los editores que Los misterios de La Ópera es incómodo para la crítica literaria por no saberse ante quién se enfrentan, si a Fuentes o Del Paso, Emmanuel Carballo u Óscar Mata (o ambos dos, al alimón, ¿por qué no?, en terrenos de lo absurdo todo es posible) o quien se quiera, y el amigo Braulio Peralta ha llegado a acusar a los periodistas culturales de poco profesionales o de plano flojos de la mente, pues se les ofrece un caso a investigar y no lo aceptan, lo desdeñan, se les pasa de largo… Cuando por la escritura, insisto, el tomillo (sin ajonjolí) no ameritaría ser tomado en cuenta: este sexteto operístico narrativo se lee en tres patadas y se olvida en una, los misterios son disparates no colosales (lo que implicaría engrandecerlos) sino vacuos (¡muuuu!), sin trasfondo social significativo ni traje literario “de categoría”, como acaso correspondería a un comensal asiduo al céntrico (y excéntrico también) restaurante bar que aparece en el título, y que es el espacio físico en donde se develan los supuestos misterios. Más opereta que ópera, y ni de tres centavos siquiera. Son apuntes, bosquejos, que un literato inexperto no supo desarrollar, y que un editor aquí miope valora como si se tratara de oro puro… y sólo es oropel.
Tampoco tiene caso ir caso por caso, pero intente alguien entusiasmarse con el cacofónico “caso de la casa” de la Valentina, por ejemplo, con una matrona que debe sus encantos a La Bandida, y sus desencantos (el asesinato de nueve de sus muchachas) a uno de los dos que le ayudan a mantener el tugurio como un lugar respetable, quien confiesa su culpabilidad (y su estolidez tremebunda) con estas líneas mal pergeñadas: “Es que nunca aceptaron mis requiebros, es que me llamaban El Pititilín, es que me convirtieron en el eunuco del harén, igual que el pinche pelón este, es que no me tomaban en serio, no me hacían caso, no me hacían caso a mí, Diódoro Canseco que combatí en el Bajío hasta que una bayoneta villista me atravesó los cojones, ténganme pena, ténganme compasión, las liberé de la prostitución, las liberé, las liberé…”
Y se le tiene pena por mal personaje, por ser un criminal predecible. ¿Dónde están las intrigas que revolucionarán nuestra inteligencia?, ¿de qué mata surgió este Emmanuel Matta, que no, seguro, de la de Mata Hari?, ¿cuáles son las fuentes reales (y no el Fuentes valedero) de las que mal se nutre el falsificado Matta?
Distingue a Los misterios de La Ópera el lugar común. El primero es el sitio en donde se concentran los relatos, bar o comedero turístico, ahora situado o sitiado entre las huestes lópezobradoristas; y cuando el ex tenor Matta se muda de ciudad por recomendación médica (y módica, porque no le aconsejan que se cambie a París), va a Veracruz y se instala en… ¡el Café de la Parroquia! Son también lugares comunes sus asistentes o asistontos Fortunato y Jacinto (si no, que lo diga Benavente), la pareja gay que apoya al investigador en sus pesquisas, y cumple el triste papel de patiños, como sucede a menudo en el peor cine nacional. Y lo son, al fin, las frases hechas que inundan la narración, según las cuales la pasión “es la inquietud que más ciega al ser humano”, o “la sencillez es lo que mejor oculta el misterio” o que para esconder algo hay exponerlo donde nadie lo busque, es decir a la vista de todos (según el precepto poeiano al que Fuentes, por cierto, ha dedicado variadas reflexiones).
Y hay torpezas incontables. En la página 67, por señalar una significativa, Matta pregunta algo, pero el narrador acota que lo insinúa, cuando el investigador inquiere de modo directo: “¿Cuánto le calculó?”. Cabe entonces no la insinuación sino la duda clara: si fuera Carlos Fuentes el autor de esta imitación barata de las historias de Péter Pérez, detective de Peralvillo y anexas (1952), de José Martínez de la Vega, ¿cometería tales errores?, ¿lo haría si acaso para despistar? Mas lo que se despista es el lenguaje, la escritura; y lo que no se arma aquí (más bien se desarma) es el misterio auténtico, profundo, que Matta, el falso escritor, mata certeramente.
Agosto 2006
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal