LOS TOREROS TIENEN MIEDO/I
—Llegan a las 11:20, los cité a las 11 —reclamaba Silverio Pérez aquel viernes 16 de junio de 1995.
No sabíamos qué responder. Él se notaba intranquilo. Le dimos la explicación de rigor: que la salida de la ciudad de México fue lenta, que nos estuvimos deteniendo en Texcoco para preguntar por la casa de don Silverio Pérez... Nos decían:
—La casa está a unas cuadras pero ustedes deben buscar el rancho: avancen cuatro cuadras, tomen a la derecha, luego a la izquierda y llegarán a la carretera...
Nuevas preguntas y nuevas indicaciones precisas. Todos por el rumbo saben quién es Silverio Pérez y dónde vive.
—Al fondo, en aquella reja blanca.
Nos recibieron los perros. Fuimos hacia la puerta principal. Detuvo a los visitantes la molestia sincera del torero. No pensábamos incomodar al Faraón con el retraso irresponsable. Siguieron las disculpas.
—Cité al peluquero a las 11 y media —dijo.
Ese dato era una explicación de su incomodidad y de su dulce malhumor. Pasamos a la sala. Intenté algunos comentarios para desarmarlo, “con la garganta sequita” de la pena. Él fue a la cocina y pidió que al llegar el peluquero le dijeran que esperara. Se anunciaba una conversación difícil, apresurada... Ya estaba sentado. Desde un gran óleo observaba su esposa María de la Paz. Pregunté por la señora.
—Ella se está arreglando, se acostó hasta muy tarde, pero yo estoy aquí. ¿Comenzamos?
Había que acometer bien y pronto. El peluquero, don Román Alonso Germán, ya debía venir por ahí montado en su bicicleta desde Texcoco hasta Pentecostés, para la cita mensual.
Esa semana de 1995 fue de celebraciones y recuerdos para Silverio Pérez, “el amo del redondel” (como lo llamó Agustín Lara en el célebre paso doble). El 20 de junio fue San Silverio, y los tres que llevaban ese nombre en la familia (padre, hijo y nieto) se reunieron en el Rancho Silvita con toda la parentela. El sábado 24 Silverio Pérez y María de la Paz Domínguez (la Pachis) recordaron que 57 años atrás se casaron y pasaron su luna de miel en un cine, y que hacía siete cumplieron en gran fiesta sus bodas de oro: ella usó el mismo vestido de medio siglo antes.
Las fechas se acumulaban: en noviembre el Faraón de Texcoco arribó a los 80 años de vida; más de cuarenta años atrás dejó los ruedos...
Él se seguía sintiendo torero. Por las noches, cuando dormía, se soñaba en la plaza vestido de luces, frente al toro y con el miedo de siempre.
—Antenoche soñé que toreaba en Madrid —dijo.
Durante ese miércoles 14 de junio en que lo abordó el sueño taurino, estuvo revisando las crónicas de las corridas de San Isidro, pues seguía enterado de lo que ocurría en el medio. Se acostó a las 20:30 horas, según su costumbre. Y vino el sueño inevitable.
—Gracias a Dios que sólo fue eso, un sueño. Me dio miedo estar frente al toro y corrí mucho —contó y rió.
La plática tranquilizó al torero. Comentamos de Armillita y el banderillazo que recibió en la garganta, en España. Dijo:
—Yo recibí golpes con las banderillas, sobre todo en el rostro, pero no pasaba de un chichón. Tuve cornadas y puntazos, eso sí: tres cornadas, dos muy graves, y seis puntazos de esos que llaman limpios pues no tocan ningún órgano o vena.
—¿Siente que en esas cornadas graves se salvó de morir?
—En una sí me salvé, en una sí, en la de “Zapatero”.
—¿Con qué sentimiento recuerda esos años de torero?
—El toreo es algo precioso, pero no puede uno decir: hice esto, y esto otro. Tiene uno sus épocas, tardes buenas y tardes malas. Hay un factor en el toreo, quizá el más importante: la suerte. Puede un joven tener facultades pero ocurre que el toro no le ayuda, o tiene un percance o no le cae bien a la gente. Por eso muchos se quedan en el camino. A otros la suerte les sonríe, y van adelante, adelante.
—Usted tuvo esa suerte.
—Bendito sea Dios. Como católico que soy, Dios me acompañó.
—¿Y sí siente que se salvó?
—Decir “salvarse” es relativo. Cuando le toca a uno, no sólo en el ruedo sino en la vida, nada se puede hacer. El destino ya lo tiene uno marcado.
—Pero el torero cita a la muerte...
—Desde luego hay mucho peligro dentro de la fiesta, aún partiendo plaza. El del torero es un peligro anunciado, por eso es considerada como una gran fiesta: el triunfo de un torero es grandioso, como también lo es el fracaso. Son los contrastes que tiene el toreo, como el miedo. Todos los toreros tienen miedo: al ridículo, a estar mal, a la cornada...
—¿Cuáles son las faenas que más recuerda?
—La de “Tanguito”, la de “Pispireto”, la de “Cantaclaro”, la de “Guitarrista”... Fueron momentos bonitos, aunque viví también cosas difíciles como la cornada de “Zapatero”, que me quitó el poco valor que tenía.
—¿Hay veces que toro y torero no se entienden?
—Sí, depende de la forma de embestir del animal, hay toros que no se les puede dar la lidia, otros que...
—Es como el baile...
—Sí, es como una especie de ballet.
—O como el trato con las mujeres.
—También los toros se enojan. Desde que sale el toro está enojado, va a pelear, nació para eso.
Septiembre 2006
—Llegan a las 11:20, los cité a las 11 —reclamaba Silverio Pérez aquel viernes 16 de junio de 1995.
No sabíamos qué responder. Él se notaba intranquilo. Le dimos la explicación de rigor: que la salida de la ciudad de México fue lenta, que nos estuvimos deteniendo en Texcoco para preguntar por la casa de don Silverio Pérez... Nos decían:
—La casa está a unas cuadras pero ustedes deben buscar el rancho: avancen cuatro cuadras, tomen a la derecha, luego a la izquierda y llegarán a la carretera...
Nuevas preguntas y nuevas indicaciones precisas. Todos por el rumbo saben quién es Silverio Pérez y dónde vive.
—Al fondo, en aquella reja blanca.
Nos recibieron los perros. Fuimos hacia la puerta principal. Detuvo a los visitantes la molestia sincera del torero. No pensábamos incomodar al Faraón con el retraso irresponsable. Siguieron las disculpas.
—Cité al peluquero a las 11 y media —dijo.
Ese dato era una explicación de su incomodidad y de su dulce malhumor. Pasamos a la sala. Intenté algunos comentarios para desarmarlo, “con la garganta sequita” de la pena. Él fue a la cocina y pidió que al llegar el peluquero le dijeran que esperara. Se anunciaba una conversación difícil, apresurada... Ya estaba sentado. Desde un gran óleo observaba su esposa María de la Paz. Pregunté por la señora.
—Ella se está arreglando, se acostó hasta muy tarde, pero yo estoy aquí. ¿Comenzamos?
Había que acometer bien y pronto. El peluquero, don Román Alonso Germán, ya debía venir por ahí montado en su bicicleta desde Texcoco hasta Pentecostés, para la cita mensual.
Esa semana de 1995 fue de celebraciones y recuerdos para Silverio Pérez, “el amo del redondel” (como lo llamó Agustín Lara en el célebre paso doble). El 20 de junio fue San Silverio, y los tres que llevaban ese nombre en la familia (padre, hijo y nieto) se reunieron en el Rancho Silvita con toda la parentela. El sábado 24 Silverio Pérez y María de la Paz Domínguez (la Pachis) recordaron que 57 años atrás se casaron y pasaron su luna de miel en un cine, y que hacía siete cumplieron en gran fiesta sus bodas de oro: ella usó el mismo vestido de medio siglo antes.
Las fechas se acumulaban: en noviembre el Faraón de Texcoco arribó a los 80 años de vida; más de cuarenta años atrás dejó los ruedos...
Él se seguía sintiendo torero. Por las noches, cuando dormía, se soñaba en la plaza vestido de luces, frente al toro y con el miedo de siempre.
—Antenoche soñé que toreaba en Madrid —dijo.
Durante ese miércoles 14 de junio en que lo abordó el sueño taurino, estuvo revisando las crónicas de las corridas de San Isidro, pues seguía enterado de lo que ocurría en el medio. Se acostó a las 20:30 horas, según su costumbre. Y vino el sueño inevitable.
—Gracias a Dios que sólo fue eso, un sueño. Me dio miedo estar frente al toro y corrí mucho —contó y rió.
La plática tranquilizó al torero. Comentamos de Armillita y el banderillazo que recibió en la garganta, en España. Dijo:
—Yo recibí golpes con las banderillas, sobre todo en el rostro, pero no pasaba de un chichón. Tuve cornadas y puntazos, eso sí: tres cornadas, dos muy graves, y seis puntazos de esos que llaman limpios pues no tocan ningún órgano o vena.
—¿Siente que en esas cornadas graves se salvó de morir?
—En una sí me salvé, en una sí, en la de “Zapatero”.
—¿Con qué sentimiento recuerda esos años de torero?
—El toreo es algo precioso, pero no puede uno decir: hice esto, y esto otro. Tiene uno sus épocas, tardes buenas y tardes malas. Hay un factor en el toreo, quizá el más importante: la suerte. Puede un joven tener facultades pero ocurre que el toro no le ayuda, o tiene un percance o no le cae bien a la gente. Por eso muchos se quedan en el camino. A otros la suerte les sonríe, y van adelante, adelante.
—Usted tuvo esa suerte.
—Bendito sea Dios. Como católico que soy, Dios me acompañó.
—¿Y sí siente que se salvó?
—Decir “salvarse” es relativo. Cuando le toca a uno, no sólo en el ruedo sino en la vida, nada se puede hacer. El destino ya lo tiene uno marcado.
—Pero el torero cita a la muerte...
—Desde luego hay mucho peligro dentro de la fiesta, aún partiendo plaza. El del torero es un peligro anunciado, por eso es considerada como una gran fiesta: el triunfo de un torero es grandioso, como también lo es el fracaso. Son los contrastes que tiene el toreo, como el miedo. Todos los toreros tienen miedo: al ridículo, a estar mal, a la cornada...
—¿Cuáles son las faenas que más recuerda?
—La de “Tanguito”, la de “Pispireto”, la de “Cantaclaro”, la de “Guitarrista”... Fueron momentos bonitos, aunque viví también cosas difíciles como la cornada de “Zapatero”, que me quitó el poco valor que tenía.
—¿Hay veces que toro y torero no se entienden?
—Sí, depende de la forma de embestir del animal, hay toros que no se les puede dar la lidia, otros que...
—Es como el baile...
—Sí, es como una especie de ballet.
—O como el trato con las mujeres.
—También los toros se enojan. Desde que sale el toro está enojado, va a pelear, nació para eso.
Septiembre 2006
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal