martes, septiembre 19, 2006

ORIANA FALLACI EN TLATELOLCO

A los cables de las agencias internacionales acerca de la muerte en Florencia de la periodista italiana Oriana Fallaci (1929-2006), en algunos diarios mexicanos se ha agregado al paso que ella vivió o sufrió acá el dos de octubre de 1968. En L’Europeo del 17 de octubre de ese año apareció la crónica “Oriana Fallaci cuenta la noche de sangre en que fue herida”, que sirvió de base textual a la película El grito, de Leobardo López Aretche; en el libro La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, hay un testimonio de Fallaci obtenido en los días siguientes a la matanza en un cuarto del Hospital Francés, que arranca con un tajante: “No, no voy a dar ninguna entrevista, ninguna, no después de lo que me pasó; me han disparado, me han robado mi reloj, me dejaron desangrarme ahí en el suelo del Chihuahua, me negaron el derecho de llamar a mi embajada…”, pasa luego a algunas amenazas: “Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olímpicos; es lo menos que pueden hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país”, y borda enseguida verbalmente unos primeros apuntes del relato que se publicaría quince días después en L’Europeo:
“¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (también en Vietnam señalan los sitios que se va a bombardear con luces de bengala) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué se yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape. Al contrario. Yo estaba tirada boca abajo en el suelo y cuando quise cubrir mi cabeza con mi bolsa para protegerme de las esquirlas un policía me apuntó el cañón de su pistola a unos centímetros de mi cabeza: ‘No se mueva’. Yo veía las balas incrustarse en el piso de la terraza a mi alrededor. También vi cómo la policía arrastraba de los cabellos a estudiantes y a jóvenes y los arrestaban. Vi muchos heridos, mucha sangre, hasta que me hirieron a mí y permanecí tirada en un charco de mi propia sangre durante cuarenta y cinco minutos”.
Sobrevivió a la masacre lo suficiente para realizar en los años setenta una serie de conversaciones con gente del poder, incluidas en un tomo que es hoy libro de texto en las escuelas de periodismo, Entrevista con la historia (1974, que dedica “a todos aquellos que no gustan del poder”), también algunas recopilaciones periodísticas y novelas, y para convertirse, al final de sus días y luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, en una apasionada fundamentalista del antifundamentalismo islámico, aspecto este último en el que se ha insistido al dar la noticia del deceso.
Como la memoria es corta, habría que dilatarla un poco para situarse, primero, en ese punto donde dejamos a Oriana Fallaci en una de las terrazas del edificio Chihuahua en Tlatelolco, o imaginarla, pequeña de estatura, frente a personajes temibles al estilo Henry Kissinger, asesor incómodo de varios mandatarios estadunidenses (Kennedy, Johnson, Nixon), al que retrata mejor que nadie, y quien dijo luego que haberla recibido era “la cosa más estúpida que había hecho en su vida”, porque la periodista supo verlo como era y con preguntas de doble filo lo hizo hablar abiertamente, habilidad no muy común que ella desarrolló con gran maestría.
El retrato es tan hábil que Kissinger termina la entrevista, en la que se ha descrito a sí mismo como un cowboy que avanza solitario por la calle principal del pueblo para enfrentar a los maleantes, con estas palabras: “No le diré qué soy. No se lo diré jamás a nadie”. Pero ya lo ha hecho. Véase, si no, este otro momento del diálogo:
—Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo consigue que lo tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y luego se le juzgue como un despeocupado tenorio, o mejor dicho, un playboy? ¿No le molesta?
Pregunta por la que llega el funcionario a asegurar que esa reputación en parte es exagerada: “Lo que importa no es hasta qué punto es cierta o hasta qué punto me dedico a las mujeres. Lo que cuenta es hasta qué punto las mujeres forman parte de mi vida, son una preocupación central. Pues bien, no lo son en absoluto. Para mí las mujeres son un hobby. Nadie dedica un tiempo excesivo a los hobbies”.
Arranca el libro con este hueso duro de roer, sigue con nombres hoy no muy reconocibles (pero están Golda Meier, Yasser Arafat e Indira Gandhi) y cierra con Alejandro Panagulis, líder de la resistencia griega cuando la dictadura de los coroneles, que padeció cárcel y tortura, y de quien la periodista se enamoró y que se convirtió en su compañero sentimental por cuatro años, hasta que lo asesinaron el primero de mayo de 1976 en un fingido accidente automovilístico.
El credo de Oriana Fallaci tenía estos puntos de partida: “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo”; “No consigo prescindir de la idea de que nuestra existencia dependa de unos pocos, de los hermosos sueños o de los caprichos de unos pocos, de la iniciativa o de la arbitrariedad de unos pocos”; “Quien determina nuestro destino no es realmente mejor que nosotros, no es más inteligente, ni más fuerte ni más iluminado que nosotros”; y este elogio del periodismo: “¿Qué otro oficio permite a uno vivir la historia en el instante mismo de su devenir y también ser un testimonio directo?”
Ciao, Oriana Fallaci.

Septiembre 2006

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