jueves, septiembre 16, 2021



El "malogrado" Bryce Echenique

Lo conocí en abril de 1999, en una mesa redonda de narradores latinoamericanos en la Capilla Alfonsina. Además del peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939), estaban entre otros el paraguayo Augusto Roa Bastos, pequeño y formal, y el chileno Antonio Skármeta, de amplia sonrisa, figura televisiva quizá demasiado histriónica. Cerca de ellos, a la derecha de los asistentes, había un diván, y Skármeta improvisó una ficción en la que veía ahí a don Alfonso Reyes, recostado, en la lectura de alguna obra clásica o quizá dormitando luego de una larga jornada escritural. A Bryce Echenique, de lentes y bigote un poco a lo Groucho Marx, acaso ya algo bebido, esto le causó gracia, y pensó a su vez en don Alfonso, en el mismo diván (pequeño el hombre pero de mano larga), en una entrega amorosa furtiva, y Bryce no dejaba de decir con una voz rasposa que resonaba en la Capilla Alfonsina: “¡No escarmientas, Skármeta, no escarmientas!”
Esto escandalizó a algunos, no a quienes lo habían leído, siguiendo en sus novelas la evolución del niño Julius hasta convertirse primero en Pedro Balbuena y luego en el irreverente Martín Romaña, en tres puntos centrales de su trabajo narrativo: Un mundo para Julius (1970), Tantas veces Pedro (1980) y La vida exagerada de Martín Romaña (1981). Es decir, ya en esos títulos se crea la simbiosis que acaso alienta sus antimemorias, la identificación del personaje ficticio con el autor.
Entiendo que desarrolló este último proyecto autobiográfico en medio de las tormentas relacionadas con plagios numerosos (para sus columnas periodísticas) y la obtención confusa, por lo mismo (con detractores también cuantiosos), del Premio FIL 2012 de Lenguas Romances, que le entregaron en su casa en Lima, sin testimonio fotográfico, a escondidas, poco antes de que arrancara formalmente la feria del libro de ese año. Todas estas eran situaciones acordes con ese personaje tragicómico que se fue gestando en su literatura. Quizá con ese ánimo o desánimo emprendió las antimemorias, con título y técnica en homenaje a André Malraux (“mezclando [Marlaux], como lo había hecho en sus anteriores obras, lo verdadero y lo imaginario, la experiencia y el sueño, de un modo tal que el lector queda con la tarea de discriminar lo uno de lo otro”), con tres estancias: Permiso para vivir (1993), Permiso para sentir (2005) y Permiso para retirarme (2021).
No lo aplica a sí mismo, o acaso lo hace indirectamente, cuando asegura que la fatalidad acompaña a los grandes peruanos a la tumba mucho antes de tiempo, siempre, convirtiéndolos con mucha frecuencia en el “malogrado”: el malogrado futbolista, el malogrado músico, el malogrado maestro… y el malogrado escritor, podría agregarse. Cierra: “Son cosas que los peruanos aceptamos como grandes verdades” (Permiso para retirarme, Anagrama, Barcelona, p. 97).
Le ocurrió. Se malogró pero se repuso. O se malogró pero deja obra. Como quiera verse. Es raro que alguien tan original haya recurrido al plagio. El desastre parece acompañarlo siempre, y es parte del personaje, que, por otro lado, él recrea como heredero de la picaresca (tanto en las novelas como en las antimemorias), un junior peruano, hijo y nieto de banqueros, que muy joven hace el viaje a Europa para convertirse en escritor, con tres o cuatro matrimonios y muchas relaciones extraconyugales (igualándose con Casanova, atractivo, según él, para las jóvenes más guapas de Europa), estancias académicas en París, Montpellier, Madrid y Barcelona, y reclusiones en centros de salud mental (como el Frenopático de Barcelona) por aquejarlo la depresión… Le apasiona Stendhal, sobre todas las cosas, aunque también le es fiel a Italo Svevo y Marcel Proust. Éste era el escritor favorito de su madre, quien aprendió francés para leerlo en su idioma original, como preparación al viaje en que conocería sus aposentos.
Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde ella se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (p. 78).
El cierre de las antimemorias es otra vuelta de Bryce Echenique, quizá la última, alrededor de sí mismo. Resuelve la faena con apuntes breves, instantáneas de su vida y retratos de quienes lo han acompañado en el camino, desde aquella comunidad que se creó en la azotea de un edificio de París, en donde se alquilaban los cuartos de empleadas o chambres de bonne, su amistad con Julio Ramón Ribeyro (aquejado por el cáncer y al que describe como “el hombre más flaco que vi en mi vida”), sucesos tragicómicos como aquel que Vargas Llosa bautizó como “El vía crucis rectal de Alfredo Bryce” (transferido a Martín Romaña por medio de la ficción), las presencias femeninas (Maggie, Pilar, Inés…), las mudanzas, los viajes, los recuerdos de infancia (donde rescata a mamá Rosa, la nana que lo crió de niño y que figura en Un mundo para Julius)… con el tope de haber llegado a una “alta edad”, como le dice Elena López Rupay, su hacendosa empleada: “Está usted tan viejo que ya ni se acuerda que dentro de una semana cumple los ochenta años”.
Ochenta y dos serán, al escribir estas líneas. Desde ahí vuelve la mirada al pasado, para reírse de sí mismo y de los otros, pues tal ha sido su santo y seña. En algún sentido, su obra es el lado paródico del boom latinoamericano.
Hay dos momentos de sus novelas que me parecen significativos para entender a Bryce Echenique y los contextos en que se ha movido. Uno, el primero, ayuda además a cifrar a ese Perú que por estos días, en las últimas elecciones, mostró la confrontación de unos extremos que parecen condenarlo. Me refiero al viaje en auto por la ciudad de Lima que emprende el niño Julius (nacido en un palacio de la avenida Salaverry) con el chofer para llevar a la nana, precisamente, a su casa; desde la ventanilla del coche observa las grandes mansiones de su barrio, paisaje que cambia abruptamente al llegar a las zonas pobres: “Con la oscuridad de la noche los contrastes dormían un poco, pero ello no le impedía observar todas las Limas que el Mercedes iba atravesando, la Lima de hoy, la de ayer, la que se fue, la que debió irse, la que ya es hora de que se vaya, en fin Lima. Lo cierto es que de día o de noche las casas dejaron de ser palacios o castillos y de pronto ya no tenían esos jardines enormes, la cosa como que iba disminuyendo poco a poco” (Editorial Laia, Barcelona, 1979, p. 289).
Y: “Pero van saliendo también de ahí y el Mercedes atraviesa toda una zona que no tarda en venirse abajo desde hace cien años y desciende a un lugar extraño, parece que hubieran llegado a la luna: esos edificios enormes, de repente, entre el despoblado y las casuchas con gallinero, son como pálidas montañas y hay una extraña luminosidad, ni más ni menos que si avanzara ahora por un lago seco, dentro del cual el camino se convierte en caminito que el tiempo ha borrado y el Mercedes sufre nostálgico de las más grandes autopistas” (p. 290).
El otro momento es cuando Martín Romaña se une, en pleno mayo del 68 en París, a la que él cree es una manifestación silenciosa, e imita los movimientos, las gesticulaciones, que supone parte activa de la protesta… para descubrir, al fin, que sólo se trata de un grupo de sordomudos de paseo por la ciudad.
Tal es el humor que suele acompañar, tanto en sus ficciones como en la vía antimemoriosa, a este autor de prosa bien lograda, pero en su vida, a ratos (¡ay!), malogrado, según lo dispone la maldición peruana. Se le diría: “¡No escarmientas, Bryce, no escarmientas!”

Agosto 2021

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