lunes, julio 25, 2005

SE QUIEREN COMER EL MUNDO

El estreno de La tierra de los muertos (Land of the Dead, 2005) puede llevarnos a revisar la saga que a lo largo de casi cuatro décadas ha ido construyendo George A. Romero (Nueva York, 1940).
Habría que situarse, en principio, en 1968, que es el año de El planeta de los simios (Planet of the Apes), de Schaffner, 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey), de Kubrick, y El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby), de Polansky, sí, pero también de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead), del debutante Romero. Desde ópticas muy diversas (la ciencia ficción en los dos primeros casos o la visita a zonas oscuras de la experiencia humana en los siguientes), estas cintas representan el espíritu de una época particularmente agitada por la música rock, la liberación sexual, el hábito de las drogas entre los jóvenes y una actitud pacifista contraria al espíritu bélico de las grandes potencias, todo lo cual se concentra en el término “contracultura” y en las revueltas estudiantiles de 1968 en varias ciudades europeas, en los Estados Unidos de Norteamérica y en México.
Para Romero es claro que esos seres que salen de sus tumbas y destruyen un modo de vida que buscaba erigirse como ejemplar representan el empuje social de una década. El horror implica aquí, en realidad, un miedo a lo diverso. En una entrevista para Film Coment (mayo-junio 1979), lo explica de esta manera: “En La noche de los muertos vivientes aparece la nueva sociedad y ataca cada aspecto de nuestra sociedad y derrumba nuestras creencias religiosas y el concepto que tenemos acerca de la muerte”.
Algo similar ocurre en El planeta de los simios con el descubrimiento de una civilización invertida, en donde los humanos se convierten en mascotas o esclavos de los primates. Este filme abre con un par de interrogantes en voz del capitán Taylor (Charlton Heston), que el 23 de marzo de 2673 registra en su bitácora de vuelo lo que sigue: “¿Acaso el hombre, esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me envió a las estrellas, sigue librando guerras contra su prójimo?, ¿sigue matando de hambre a los hijos de su vecino?”, lo que se complementará, primero, con el diagnóstico posterior sobre los humanos que hace el doctor Zaius (de que su sabiduría va a la par de su idiotez y es un animal belicoso que lucha contra todo lo que lo rodea, incluso él mismo) y, al final, con el descubrimiento de las ruinas de la Estatua de la Libertad y el grito de Taylor al darse cuenta de que los hombres, en efecto, destruyeron la Tierra: “¡Malditos locos! ¡Volaron el planeta! ¡Dios los condene a todos al infierno”.
La cinta de Romero es menos reflexiva; no hay en ella quien filosofe sobre la condición de los hombres. Por un derrame químico en un cementerio, los muertos salen de sus tumbas movidos por un solo instinto: el apetito de carne humana. Cuando la víctima no es destrozada por completo, las mordeduras la integran al grupo de muertos vivientes, que se vuelve más numeroso. Son zombies caníbales o vampiros devoradores. Acaso se les podría definir como a Hannibal Lecter: se quieren comer el mundo.
Romero realizó este primer largometraje fuera de Hollywood como producto independiente, con cien mil dólares y en blanco y negro. Ocurrió que los espectadores pronto lo convirtieron en un clásico del gore, hecho que a la vez sorprendió e incomodó a Romero, ya que él buscaba hacer también otro tipo de cine. Sus cuatro intentos por desprenderse de ese disfraz de creador de monstruos (como sucesor sangriento de James Whale) fracasaron, y una década después tuvo que dar el segundo paso de lo que ya entonces se perfilaba como trilogía con El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 1978), en donde la acción se ciñe a un centro comercial (el Monroeville Mall de Pennsylvania) y presenta a los muertos vivientes como feroces consumidores (o mejor, consumidores de los consumidores): se acercan por cientos al lugar no por las rebajas de temporada sino por la carne fresca que ahí se resguarda. Los efectos especiales y de maquillaje a cargo de Tom Savini dieron particular virulencia a esa película, y los resultados alentaron a Savini a realizar en 1990 un remake de La noche de los muertos vivientes.
La tercera de la serie, El día de los muertos vivientes (Day of the Dead, 1985), fue pobre en todos sentidos. La historia avanza sólo porque Romero muestra un aprendizaje en estas criaturas cuyo sueño eterno fue interrumpido, y que a ratos recuerdan su vida pasada y a ratos parecen tratar de entender qué les sucede. La monstruosidad está más en los pocos humanos sobrevivientes, que terminan asesinándose entre ellos.
Se vio en este cierre parcial de la saga un declive, y sorprende ahora la ampliación a un cuarto episodio, La tierra de los muertos, que puede ofuscar a quienes carezcan de antecedentes o cuyas referencias se limiten a parodias (que hay muchas) o remakes, el de Savini o un Amanecer de los muertos (2004) de Snyder, que revolucionan el ciclo en cuanto música y ritmo cuando el paso de los zombies de Romero es más bien lento. En La tierra... el edificio social se derrumba, literal y metafóricamente, y se abre la posibilidad de la convivencia igualitaria entre muertos vivientes y humanos. “No dispares”, dice uno de los protagonistas, “ellos también están buscando su lugar en el mundo.” Sin duda halló aquí Romero la manera de concluir con maestría lo iniciado cuarenta años atrás.

Julio 2005

miércoles, julio 20, 2005

LA DAMA Y LOS INQUISIDORES

Definió los años cincuenta de una manera inequívoca: ese fue para Lillian Hellman (1905-1984) un “tiempo de canallas”. Lo vivió, o sufrió, así. Ella y su compañero, el novelista Dashiell Hammet.
En junio de 1951, él fue llamado a comparecer ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, formado por los senadores McCarthy y McCarran y los diputados Nixon, Walter y Wood, que se dedicaban con esmero a cazar comunistas. Por negarse a dar nombres de los contribuyentes al fondo de finanzas del Congreso de Derechos Civiles, Hammet fue enviado a la cárcel bajo la acusación de desacato.
Menos de un año después, el 21 de febrero de 1952 Lillian Hellmann recibió un citatorio para presentarse ante el mismo Comité el 21 de mayo a las 11 horas. Tenía tres meses para pensar y repensar sobre su posición ante los inquisidores. Por las ideas de ambos, y sobre todo por ese rechazo común a delatar, aunque fuera sólo para guardar las formas y con nombres sacados de la imaginación (lo que solía satisfacer a los miembros del Comité, como señal de “buena voluntad”), podría esperarle un futuro similar al de Hammet.
Algunos de los que acudieron ante ese grupo de legisladores anunciaban que actuarían con entereza y terminaban colaborando dócilmente. Quien se ufanaba ante los amigos de que no daría nombres se convertía al instante, por temor, en “testigo bien dispuesto”. Otros firmaban lo que fuera con tal de salir pronto del interrogatorio; así lo hicieron Elia Kazan y José Ferrer, por ejemplo. A Gary Cooper le preguntaron si había mucha propaganda comunista en los guiones que le proponían, y él respondió algo que tampoco tuvo gran lógica y hasta sonó gracioso:
—No, no me parece que la haya, pero tampoco estoy muy seguro porque acostumbro leer mis guiones por la noche.
Era una cacería de brujas inverosímil: bajo el temor de que se infiltraran comunistas en la sociedad estadounidense, se imponía un severo régimen de vigilancia sobre las conciencias. La ejemplar “democracia americana” se comportaba como una vulgar dictadura.
Curiosamente, el día en que le llegó el citatorio Lillian Hellman revisaba su ficha para el Quién es quién en los Estados Unidos, en la que se detallaba su biografía. Habría podido escribir que era una sureña nacida el 20 de junio de 1905 en Nueva Orleáns, y que vio a la familia de su madre (perteneciente a la clase alta de Alabama) enriquecerse y afianzar su fortuna a costa de los negros pobres, experiencia que se refleja en Las pequeñas zorras (The Little Foxes, 1939), una de sus primeras piezas teatrales. Está ahí también su rebelión temprana ante la adinerada familia de su madre, a quienes describe como una “cuadrilla de villanos de comedia”. Encontraba las luces en el lado paterno y en su nodriza, de nombre Sofronia. Según Rosario Castellanos, Lillian Hellman perteneció “a una nueva camada de jóvenes ‘duros’ que van a relacionarse entre sí y con el mundo de afuera no por lazos tan precarios como los estados de ánimo, sino por ligas más duraderas como las convicciones”.
Su primera obra de teatro fue La hora de los niños (The Children’s Hour, 1934), muy celebrada. Se casó con el guionista Arthur Kobe, pero terminó viviendo con Dashiell Hammett. Compartían una afición a la bebida que no siempre controlaron. Estuvo en España durante la guerra civil; también en el frente ruso; y en Londres durante los ataques aéreos. Siguió escribiendo teatro (Días por venir, Tormenta sobre el Rhin, El viento penetrante, En otro lugar del bosque, Jardín de otoño) y participó en adaptaciones de sus libretos al cine. Se interesó en la obra del narrador y dramaturgo ruso Anton Chejov, de quien recopiló y prologó su correspondencia.
¿Algo de esto la incriminaba? Aunque se sentía de “izquierdas”, no había pertenecido al Partido Comunista. En tal caso, la que se presentaría ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas era una dramaturga importante y una guionista exitosa.
En los días previos se le ocurrió enviar una carta al Comité, donde entre otras cosas señalaba que “hacerle daño a gente inocente que conocí hace muchos años para salvarme yo misma es, en mi opinión, un acto inhumano, indecente y deshonroso”. Por lo que fijaba así su postura: “Estoy dispuesta a prescindir del privilegio que me protege de la auto-acusación, para relatarles todo lo que deseen saber sobre mis opiniones y acciones, con tal de que su Comité se abstenga de obligarme a mencionar otras personas por sus nombres. Si el Comité no puede acceder a mi petición, me veré obligada a acogerme a la Quinta Enmienda de nuestra Constitución durante el curso de la vista”.
Ese 21 de mayo el diálogo con los legisladores fue ríspido. Estuvo con ellos, exactamente, una hora con siete minutos. Entre otras cosas le preguntaron si era miembro del Partido Comunista o si lo había sido alguna vez o en qué año había dejado de serlo. Lillian Hellman se acogió siempre a la carta enviada al Comité y repetía como cantinela:
—Me veo obligada a no contestar esa pregunta.
Lo que enojaba a los funcionarios. Y como se aludía tanto a la carta, del abogado de Lillian Hellman surgió la petición de que fuera leída en voz alta; se repartieron, además, copias a los periodistas presentes. Algo era claro: hablaría de sí misma, no de otras personas; ningún nombre saldría de su boca... Entre el público surgió una exclamación: “Gracias a Dios que por fin alguien tuvo agallas para hacerlo”.
Y el Comité decidió que no había razones para volver a citarla. Salió victoriosa.
Su actitud fue ejemplar pero el macarthismo realmente le hizo daño. En ese tiempo, Lillian Hellman y Dashiell Hammet fueron proscritos de Hollywood, de la televisión y de la radio. Ella pasó de ganar de ciento cuarenta mil dólares al año (antes de aparecer en la lista negra), a cincuenta, luego veinte y luego diez mil dólares al año... Tuvo que vender su granja en Pleasantville, en la que tanto Lillian como Dashiell la pasaban muy bien. Llegó a trabajar con nombre falso en un almacén, en la sección de comestibles... Una frase define su estado anímico: “Cuando desperté, el mundo parecía arruinado”.
El despertar se dio, acaso, hacia 1960, cuando estrenó Juguetes en el desván (Toys in the Attic) y vino una recuperación de su obra teatral. A la vez, William Wyler filmó La hora de los niños, historia de un amor entre mujeres. En los años siguientes terminó cuatro tomos autobiográficos: Una mujer inacabada (An Unfinished Woman, 1966), Pentimento (1976), Tiempo de canallas (Scoundrel Time, 1976) y Quizás. Un relato (Maybe. A Story, 1980)... El tercero de ellos gira alrededor de su comparecencia ante el Comité, y cierra de esta manera: “He escrito aquí que me he recuperado. Lo digo en un sentido mundano porque no creo en la recuperación. El pasado, con sus placeres, sus recompensas, sus locuras y sus castigos, permanece para siempre en cada uno de nosotros, y así debe ser”.
Además: “Al terminar de escribir sobre esta parte desagradable de mi vida, me digo que existió un entonces y que existe un ahora, que los años que separan el entonces del ahora, así como el tiempo de entonces y el de ahora, se funden y son uno mismo”.
Para Lillian Hellman, ambos fueron tiempos de canallas.

Junio 2005

lunes, julio 18, 2005

EL AGENTE PROVOCADOR

Así como sorprende que siete décadas atrás Alfred Hitchcock hubiera previsto en Sabotaje (Sabotage, 1936) la explosión de un autobús de doble piso en las calles de Londres, del mismo modo inquieta por su exactitud actual el perfil de los terroristas trazado hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela en que se basó el cineasta. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo; y otra que la humanidad no avanza sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias.
En la película, desde los primeros minutos retrata Hitchcock la supuesta peligrosidad de Carl Anton Verloc, cuando un apagón sacude a Londres: el agent provocateur ocasiona fallas graves en la estación eléctrica de Battersea, pero el resultado de su malicia es una suerte de fiesta nocturna en la ciudad. Es decir, la gente toma con ligereza lo que se proponía causara terror. Por ello quienes tienen bajo salario a Verloc, funcionarios de alguna embajada extranjera, le exigen que su próxima tarea no llame a la risa. “Lo que queremos”, dicen, “son hechos alarmantes.” En caso contrario Verloc, que se ha tomado la vida con calma y en realidad no quiere dañar a nadie, vería esfumarse su salario. Debe dar así un paso más arriesgado: en la novela, atentar contra el observatorio de Greenwich; y en el filme, colocar un paquete explosivo en la estación del metro de Picadilly Circus. En ambas empresas fracasa, pues improvisa como mensajero a Stevie, el hermano menor de su esposa Winnie, que en un caso se topa con unas raíces en el parque cercano al observatorio; y en el otro se distrae en el camino hasta que logra tomar el autobús de doble piso que lo llevará al otro extremo de la ciudad, para transformarse Stevie, a las 13:45 horas en la cinta y a hora imprecisa de la mañana en el relato, en los restos de un ser humano.
Al lograr por fin comportarse como un terrorista, Verloc diseña el camino de su perdición, pues atenta contra una parte de sí mismo. La muerte en la cinta es perturbadora porque implica a un joven al que el espectador ha seguido por varios minutos y con quien incluso ha simpatizado, y a mucha gente inocente que lo acompaña en el autobús. Hitchcock sintió necesaria esa “variación” con respecto a la historia original (en donde la única víctima es Stevie), pues era una clara puesta en escena de lo que provoca el terrorismo.
El personaje más temible, sin embargo, es un proveedor en explosivos, que es quien surte a Verloc. Este ser inverosímil lleva siempre consigo lo suficiente para hacer explotar una cuadra completa: es una bomba ambulante. La policía lo tiene identificado pero cualquier intento por arrestarlo terminaría de modo trágico, pues, explica: “Camino siempre con la mano derecha cerrada sobre la pelota de goma que tengo en el bolsillo del pantalón. La presión hecha sobre esa pelota opera el detonador que va dentro del frasco de mi faltriquera. Es el principio del disparador neumático instantáneo de un lente fotográfico... Veinte minutos exactos tienen que transcurrir desde el instante en que oprimo la pelota hasta que ocurre la explosión”.
Más allá de los detalles mecánicos hay en este personaje, al que sólo nombran como el Profesor, una fuerza maligna ante la cual las razones pierden su sentido, y cuyo desapego al orden social lo pone del lado de la muerte, “que no conoce el freno y a la que no es posible atacar”. Su divisa es el desastre ciego, sin otra bandera ideológica que la fascinación por el caos.
No se ignora en estas líneas que en una versión cinematográfica reciente de la novela de Conrad (Secret Agent, 2003) ese papel explosivo lo esteriliza, y no estelariza, Robin Williams, en un largometraje que es un difuso equívoco, muestra atroz de cómo el cine moderno, con mejores herramientas que en otros tiempos, se ejercita en el declive: lamentablemente, ese filme grotesco no recupera ni los hallazgos de Hitchcock, al que parece ignorar, ni la sabiduría narrativa del escritor. Hay errores de todo tipo: de guión, en primer lugar; de casting, en segundo (es posible decir que no se acertó con el actor adecuado para ninguno de los papeles); y de dirección, también. Por lo que no debe dársele más espacio del que merece.
Hitchcock cambió el título de la novela de Joseph Conrad porque su película inmediatamente anterior así se llamaba, El agente secreto (The Secret Agent, 1936). Volverá años después al tema del terrorismo, y encontrará una variante para la palabra Sabotaje y está es Saboteur (en español Saboteador, 1942), su quinto filme hollywoodense, cinta que comienza con un incendio en una fábrica de aviones, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Habrá también alguna audacia de su parte, el anticipo de lo que vendría, por pensar en un grupo de activistas (en este caso nazis) sembrado en territorio estadounidense, y que atenta, por ejemplo, contra un barco en los muelles de Manhattan.
De la novela y las experiencias en la pantalla sobrevive una sombra poderosa, que es la del terrorismo, tal vez encarnada en esa figura del Profesor, cuyos pensamientos sólo acarician imágenes de ruina y desesperación, terrible en la sencillez de su designio y que se pasea insospechado y fatal, “como una peste por la vía llena de hombres”. La frontera del suspenso, Londres lo sabe, es el terror.

Julio 2005

lunes, julio 11, 2005

LONDRES NO DEBE REÍR

Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el pasado 7 de julio apareció, setenta años atrás, en una película sobre saboteadores dirigida por Alfred Hitchcock (basada en una novela de Joseph Conrad) y con una secuencia en la que explota una bomba en un autobús de doble piso de la ruta 24, exactamente a las 13:45 horas y en la zona oeste de la ciudad, y lo deja tan destruido como ese otro autobús de la ruta 30 cuyos escombros se dispersaron el jueves a lo largo de Tavistock Square, cerca del Museo Británico.
En reiteradas ocasiones, el cineasta lamentó haber filmado ese momento, entre otras cosas porque moría ahí el joven Stevie, hermano menor de la protagonista, que transportaba hacia Picadilly Circus dos latas con la cinta Bartolomé el estrangulador y un paquete con lo que él creía eran partes de un proyector cinematográfico pero que en realidad eran explosivos. Hitchcock narra los últimos minutos de Stevie, quien primero se entretiene con un vendedor callejero, que usa al muchacho para mostrar un par de productos de limpieza personal (una pasta de dientes y un fijador para el cabello), y luego se distrae con el “Desfile del alcalde”. Cuando Stevie logra subir al autobús, ya el tiempo se le vino encima; el marido de su hermana, Carl Anton Verloc, le había pedido que llegara a Picadilly Circus a más tardar a las 13:30 horas, y dejara en el guardarropa de la estación del metro tanto las dos latas como el paquete cerrado, programado éste para estallar 15 minutos después. No puede Verloc en persona transportar la bomba porque la policía sospecha de él y lo tiene acorralado.
Se activan los relojes de la ficción. Stevie viaja ya en el autobús de doble piso. Es sábado, hay tráfico en Londres. Está en marcha, además, la conocida maquinaria del suspenso: el espectador sabe algo que el muchacho ignora y espera, el espectador, que un milagro ocurra y Stevie y los otros pasajeros, ajenos a la amenaza que se cierne sobre ellos, se salven de un destino trágico. Son las 13:43. Una vecina de asiento trae en brazos a un perrito, con el que Stevie juega; 13:44. El autobús se frena por la luz roja del semáforo. Luz verde; 13:45...
A propósito de Sabotaje (Sabotage, 1936), Hitchcock le confesó a François Truffaut: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”.
Antes, en un artículo publicado en 1949, “El placer del miedo”, abordó Hitchcock el mismo asunto, según esta idea: cuando el público se identifica con un personaje da por supuesto que se instala una especie de manto invisible que protege al que lo lleva. “Una vez que las simpatías han quedado claramente establecidas y el manto está terminado no es aceptable —en opinión del público y en opinión de muchos críticos— violar el manto y conducir a su portador a un final desastroso.” Lo cual lleva a Hitchcock a Stevie y a Sabotaje, pues “ese episodio era una clara cancelación del manto invisible de protección que llevan los personajes simpáticos de las películas”. Y: “Además de eso, como el público sabía que [el paquete] contenía una bomba y el chico no, permitir que la bomba estallara era una violación de la regla que prohíbe una combinación directa de suspense y terror, o de advertencia y sorpresa”.
Así las cosas, cierra el director británico, tanto el público como la crítica —cuya sensibilidad se había sentido tremendamente ultrajada— fueron de la opinión unánime de que Hitchcock debería haber estado sentado en el asiento contiguo al del muchacho, preferiblemente en el asiento en el que Stevie había dejado la bomba.
No hubo en la realidad de estos días suspenso ni advertencia; simplemente, sorpresa y terror, pues las bombas, esa del autobús de la ruta 30 más las de las estaciones del metro, estallaron sin aviso previo.
En el filme, en el episodio de Stevie, buscó Hitchcock una situación análoga a otra que sucede en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela de Conrad, cuya aparición también le mereció a su autor algunos reproches, por lo que tuvo que explicar que no había perversidad en su intención, ni desdén oculto contra la sensibilidad natural de las personas en la raíz de sus impulsos, en ese retrato de los anarquistas. Es decir, Hitchcock se disculpa técnicamente (por una frontera rota entre el suspenso y el terror, en camino hacia Psicosis), mientras que Conrad lo hace moralmente.
También en la novela muere Stevie. Por encargo de Verloc, lleva explosivos en una lata de barniz y tropieza con unas raíces de árbol en el Greenwich Park cuando se dirigía al observatorio de ese nombre, atentado ocurrido históricamente y con el mismo saldo, un hombre despedazado por un estallido y del que el novelista supo sólo dos cosas: que tenía un retraso mental y que su hermana, al enterarse de su muerte, se suicidó.
Lo que el Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una “humanidad siempre tan trágicamente dispuesta para la autodestrucción”.

Julio 2005
UN NARRADOR EN SOLEDAD

En algún momento de la novela Soledad (1944), el protagonista Aquiles Alcázar confía en que sobre los siglos flotará la memoria de su nombre para enseguida preguntarse: “¿Cómo harán para recordarme? Nada he escrito y nada dejaré a la posteridad que diga quién fui”. Por lo que concluye que la grandeza se consigue no por lo se es sino por lo que se hace y él, aunque tiene la certeza de que podría hacer grandes cosas, no las ha llevado a cabo todavía, cuando rebasó ya la frontera de los cincuenta años de edad. Sólo se le conoce por ser el oficial quinto del Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública; se califica a sí mismo como eminente polígrafo o probo funcionario, pero sabe al fin que si algún recuerdo suyo puede haber será el de “un ser insignificante y humillado en su tiempo”. Seis décadas más tarde, ¿cómo le hizo el mundo para no olvidar a Aquiles Alcázar?
Como aquel Enoch Soames que va al futuro para saber si queda alguna huella de su trabajo literario, para descubrirse sólo como personaje de un relato de Max Beerbohm, autor contemporáneo suyo al que Soames desprecia, así, tal vez, Aquiles Alcázar se encontró un domingo, en alguno de sus paseos en tranvía por el centro de la ciudad de México a comienzos de los años cuarenta, con Rubén Salazar Mallén (1905-1986), y le refirió una jornada reciente, otro mal domingo melancólico, acaso uno de los peores. Y: “Mientras avanzaba en el recuerdo, una pesada congoja se iba apoderando de él. Se hizo severos reproches, afeó rigurosamente su conducta, cierto de que habría procedido ‘como un imbécil’; pero debajo de la severidad y del rigor palpitaba el llanto”.
Para esto (piénsese que es enero de 1944), Salazar Mallén estaba por cumplir los cuarenta años. Había nacido en Coatzacoalcos, Veracruz, el 9 de julio de 1905. Muy joven se trasladó a la ciudad de México y sufrió una hemiplejía. Resume Javier Sicilia, uno de sus más atentos lectores, esta primera parte de su vida: “Escribe novelas que incinera. Hace un periodismo mordaz que le da cierto renombre. Como todos los inconformes se rebela y milita en las filas del vasconcelismo [...]. Decepcionado ingresa en 1930 al Partido Comunista. Una nueva decepción paradójicamente lo lleva al fascismo”.
Luego simpatizará con el anarquismo. Antes, en 1932, publica en los dos primeros números de la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta, un par de fragmentos de su novela en proceso Cariátide, acusados, primero en la prensa y después judicialmente, como obras pornográficas de ínfimo valor literario que dañaban a la moral pública. Todo porque Salazar Mallén recurría a las “malas palabras”. Había por ahí un “cabrones”, o un “jijos de la chingada”, pero tampoco se exageraba del recurso.
Contra aquellos fragmentos aparecieron en el periódico Excélsior editoriales de este tipo: “En las páginas de la revista de ‘literatura’ pueden leerse expresiones de una crudeza tal, que se resistiría a repetirlas el más soez carretero en cualquier sitio donde no estuviera rodeado de los de su laya”. O: “Jamás en la historia del periodismo mexicano habíanse dado a la lúz pública palabras tan soeces como las que leímos en la novela que aparece en el número citado de Examen. Ni en los teatros de más baja categoría, destinados a representaciones obscenas, se pronuncian vocablos tan canallescos y mal sonantes, y sería necesario buscar un léxico igual o parecido en las pulquerías y en los lupanares de la ciudad”.
A la campaña en contra de Salazar Mallén, Jorge Cuesta y la revista Examen, se unieron los periódicos El Universal y La Prensa, e incluso El Machete, órgano de difusión del Partido Comunista. Ante la consignación, hubo apoyos escritos de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri, entre otros. Este último, por ejemplo, apuntaba: “Creo que si aparecen algunas palabras malsonantes en un fragmento de novela, se deben al deseo de extremar la nota realista, y no a una deliberada y punible intención de inmoralidad”.
El licenciado Jesús Zavala, juez tercero de la Primera Corte Penal asumió el proceso 1325-32 contra Cuesta, Jorge y Salazar Mallén, Ruben, por el delito de ultraje a la moral pública o a las buenas costumbres. Pero el juez determinó, entre otras consideraciones, que esas malas palabras utilizadas por los personajes de Salazar Mallén “aunque choquen al oído, no son morales ni inmorales”, y por lo tanto decretó la libertad por falta de méritos de los procesados. Tiempo después, acerca de este episodio escribiría José Emilio Pacheco: “El gran mérito literario de Rubén Salazar Mallén, y la deuda no reconocida que nuestra narrativa tiene con él, es que desde 1932 [...] se atrevió a dar existencia literaria al lenguaje que verdaderamente empleamos los mexicanos”.
Cariátide, no obstante, nunca fue publicada en forma completa. Lo único que sobrevivió al escándalo fueron los fragmentos aparecidos en Examen, y que rescató Javier Sicilia en Cariátide a destiempo y otros escombros (1980). El resto al parecer fue incinerado por el autor.
Salazar Mallén dividió su obra novelística en dos grupos. En uno de ellos colocó a las novelas que se sustentan en la vida privada: Camino de perfección (1937), Soledad (1944) y La iniciación (1966). En el otro, aquellas cuya base es la vida social: Páramo (1944), Ojo de agua (1949), Camaradas (1959), ¡Viva México! (1968), La sangre vacía (1982) y El paraíso podrido (1986). Tiene prosa ensayística, la mayor parte recogida en Objeciones y reflexiones (1985).
Pocos de sus libros, sin embargo, han sido reimpresos. El que mejor ha caminado es Soledad, que hasta los años setenta llegó a tener una edición por década. En el 2003, la UNAM lo incluyó en su colección Confabuladores, con prólogo del mismo Sicilia, en donde se califica a Salazar Mallén como el más incómodo de nuestros escritores. Lo es tanto por su actividad como polemista (tuvo un intercambio ríspido con Octavio Paz, al que acusó de plagiarle sus ideas sobre el complejo de la Malinche) como por lo inatrapable de su obra, que parece no sobrevivir del todo al cambio de siglo. La permanencia de Soledad acusa, tal vez, la fragilidad de sus otros títulos...
Esto habría provocado alguna sonrisa en Aquiles Alcázar, oficial quinto del Departamento de Bellas Artes, en ese falso encuentro con Salazar Mallén a bordo de un tranvía de la ruta Portales, que en su viaje de subida pasaba por setenta y dos cantinas y cervecerías. Acaso el funcionario se puso de pie, retorciendo las manos inconscientemente, y en voz alta, sin importarle que los demás pasajeros pudieran oírlo, no repitió lo que Enoch Soames le dijo a Max Beerbohm (“Trate de que sepan que existí”) sino que exclamó con tembloroso acento:
—¡Qué cosas inspira la soledad! Y yo qué solo estoy, Dios mío... ¡qué solo!

Julio 2005

martes, julio 05, 2005

UNA APARIENCIA DE LIBERTAD

Con el apoyo de los intelectuales consultados por Dominique Simonnet para su libro La más bella historia del amor (La plus belle histoire de l’amour, 2003; edición en español del Fondo de Cultura Económica), puede asegurarse, sin que éste haya sido el propósito de esa obra, que Robert Louis Stevenson tenía razones válidas para atemorizarse a finales del siglo XIX del matrimonio, según lo apunta el escritor escocés en el tomo ensayístico Virginibus Puerisque (1881), en donde ironiza con aquellos que se disponen a casarse de modo parecido a como se dispondrían para morir, situación que vivió en carne propia al unirse, en 1880, a Fanny Osbourne.
Debe considerarse, además, que por esos mismos años Stevenson publicó Olalla (1881), relato largo o novela corta —excepcional en su trabajo narrativo— que gira en torno a un deseo terrorífico, y donde el descubrimiento del objeto amoroso va de la mano con la posibilidad de que el goce sea en realidad una caída.
La cadena parece complicada, pero no lo es tanto: la circunstancia del casamiento de Stevenson puede tener eco en la publicación posterior de un ensayo largo donde se expone esa moderna desconfianza hacia el matrimonio y preferencia por la soltería, y en ese relato romántico que suele ser colocado en las estanterías entre las ficciones de terror. Esto (boda de Stevenson-Virginibus Puerisque-Olalla), más un tomo periodístico en el que se intenta historiar al amor, forman el coctel de estas líneas.
En el principio es el éxtasis; se lee así en la traducción de Olalla realizada por Alfonso Reyes: “La sorpresa me inmovilizó. Su belleza se me entró hasta el alma. Olalla, en la sombra de la galería, brillaba como una gema de colores. Sus ojos aprisionaban y retenían los míos, juntándonos como en un apretón de manos. Y aquel instante en que, frente a frente, los dos nos mirábamos, y, por decirlo así, nos bebíamos el uno al otro, fue un instante sacramental, porque en él se cumplieron las bodas de las almas”.
¿Bodas del alma? A la vez que desea a Olalla, rechaza el protagonista integrarse a la familia de la joven: no podría, dice, dar el nombre de hermano a aquel muchacho simplón ni el nombre de madre a aquel bulto de carne tan hermoso como impasible, “cuyos ojos inexpresivos y perpetua sonrisa me eran ahora francamente odiosos”. Quiere a Olalla pero no a los parientes de Olalla. Lo que recuerda aquella célebre sentencia de Adolfo Bioy Casares: uno no se casa con una mujer, uno se casa con una familia.
Se crea en el relato un complejo mecanismo de fascinación y rechazo. El protagonista va hacia Olalla como “se acerca al abismo el hombre atraído por el vértigo”; entiende que las leyes que gobiernan la tierra precipitan a Olalla a sus brazos, y retrocede ante la idea de semejantes nupcias; dice: “Yo no quería ser amado de esa suerte”. Y: “El amor ardía en mi pecho con furia, y la ternura me derretía: yo la odiaba, la adoraba, la compadecía, la reverenciaba con éxtasis. Por una parte ella era una cadena que me unía a muchas cosas idas; por otra, la que me unía a la pureza y la piedad de Dios: algo a la vez brutal y divino, entre inocencia pura y desatada fuerza del mundo”.
Pertenece Olalla a una dinastía española en decadencia; por eso evita la unión carnal, para no preservar ese letargo familiar, esa temible corriente río abajo en que se encuentra atrapada. Afirma: “La raza existe: es muy antigua, siempre joven, lleva en sí su eterno destino; sobre ella, como las olas sobre el mar, el individuo sucede al individuo, engañado con una apariencia de libertad; pero los individuos no son nada”.
¿Será esto críptico?, ¿se entenderá que se habla aquí de familias y matrimonios, lo que Olalla evita para no prolongar esa tradición del horror?
En Virginibus Puerisque, define Stevenson al matrimonio como una especie de amistad reconocida por la policía. Históricamente, los dos guardianes del matrimonio han sido el Estado y la Iglesia. Desde la antigüedad, el ideal del matrimonio es “dar a la ciudad, a la patria, buenos ciudadanos y jefes que perpetuarán el orden social y la descendencia” (Paul Veyne). Con los romanos se convierte en un contrato; en la Edad Media la Iglesia lo instituye como sacramento. Incluso en el Renacimiento el control es estricto. Alrededor de 1700, madame de Maintenon escribe: “En vez de hacer felices a los humanos, el matrimonio hace desdichados a más de dos tercios de la gente”. Pues había incluso un mercado conyugal. Llegó a establecerse una “tabla de matrimonios”: según el monto de la dote de una dama (moneda de cambio), se tenía derecho a un comerciante, un dependiente o un marqués.
También históricamente el papel del matrimonio ha sido controlar a la sexualidad y al amor. Hay, no obstante, una lenta revolución amorosa que en Europa se desarrolla de 1860 a 1960, y donde puede ubicarse la reflexión de Stevenson, pues a finales del siglo XIX fue cuando “se despertaron nuevas conductas [...] en oposición a la moral oficial victoriana, que comprometieron la emancipación de los cuerpos y las mentalidades” (Anne-Marie Sohn). Es hasta entonces cuando se da fin, por ejemplo, al matrimonio concertado...
Tenía sus razones Stevenson, pues, para descreer del tipo de matrimonio que se practicaba en sus tiempos (y que en muchos casos persiste), herencia catastrófica, campo de batalla o prisión del amor.

Julio 2005