viernes, septiembre 28, 2012


Prólogo a Obras completas II (Fondo de Cultura Económica, 2012), de Efrén Hernández

Como ya se ha citado en el tomo anterior, en esa ficha autobiográfica rescatada que acompañó la primera edición de Obras (1965) ofrecía el propio Efrén Hernández este panorama sintético de su escritura: “Algunos cuentos, algunos versos, una pieza de teatro, dos novelas, y un libro ya casi terminado de ideas y pensamientos”. Más la crítica, aparecida en diarios y revistas.
Tal apunte ha sido una de las guías esenciales a la hora de “fijar” la obra completa de Hernández, o de proponer uno de sus posibles establecimientos. En el tomo primero quedaron agrupados la poesía y sus trabajos narrativos, con las sorprendentes novedades de un relato, “Animalita”, y la novela corta Autos, aparecidos al revisar en los papeles del escritor. Este volumen segundo ha sido dividido en dos secciones, teatro y prosa crítica. Lo que los archivos muestran, entre otras cosas, es que si su salud física menguó su impulso creativo miró siempre hacia muy adelante. Se diría que hasta las últimas horas estaba su cabeza llena de proyectos.
Quizá los archivos debieron haber sido revisados a finales de los cincuenta o principios de los sesenta por los allegados al autor, cuando se tenía un paisaje claro tanto de lo que había publicado como de lo que estaba escribiendo hacia la época en que lo sorprendió la enfermedad. Ha explicado Dolores Castro que esa exploración fue un propósito incumplido por ella, dedicada a sus siete hijos; por Rosario Castellanos, que se fue a Chiapas, y por Octavio Novaro, quien se ocupaba de su empresa editorial… Para la familia de Efrén, a la muerte de éste siguió un periodo lleno de tribulaciones. Si alguna herencia dejó, fue su pobreza.
Por todo esto, el armado de la obra en 1965 no fue completo; y cuarenta años más tarde hubo que enfrentarse a un rompecabezas de difícil definición, con unos papeles amarillentos que tenían, muchos de ellos, el tiempo contado. Fue necesario, además, hacer un rastreo en diarios, suplementos culturales y revistas para saber cuáles de los originales mecanográficos habían visto la luz, ya fuera antes o después de 1958, año de la muerte de Efrén Hernández.
Otra cosa: pese a que tuvo una participación directa en América, no usó Efrén la revista como foro personal. La escritura y su papel como editor eran procesos paralelos que sólo a veces se tocaban; en sus días finales siguió en búsquedas extravagantes que permanecieron inéditas y cesaron con el último suspiro. Se percibe, en esos últimos textos, la certeza de que escribía a contratiempo, sabiéndose ya con un pie en el infinito.
Respecto a esa etapa final existen testimonios interesantes. Uno es de Andrés Henestrosa, encargado entonces del departamento de literatura del INBA, quien dio noticia en El Nacional de la muerte de Efrén Hernández, ocurrida la tarde del martes 28 de enero de 1958. En principio, Henestrosa confunde lugar de nacimiento, pues lo presenta como nativo de Celaya —cuando en la mayoría de las fuentes aparece como nacido en León—; luego el autor de la nota informa que Efrén Hernández “pasó en la capital la mayor parte de su vida, o quizá fuera mejor decir de su muerte, porque agónico siempre estuvo”. Y lo define por medio de su naturaleza endeble, frágil, quebradiza: “un vaso en que borbotaba un espíritu alerta, sutil, muy inclinado a buscarle el lado optimista a la existencia”.
A continuación Henestrosa cuenta una visita que hizo al escritor ocho días antes de su muerte, en un momento en que parecía fuera de peligro después de unas semanas de gravedad. “Platicaba con algunos amigos cuando llegamos a su casa Elvira Gascón y yo. La gran artista española le llevó un ramo de flores, cortado en su propio jardín, húmedas de lluvia. Efrén tomó el ramo, midió el alcance de aquel gesto, dijo algunas palabras de gratitud y puso las flores en un vaso. Tenía la barba crecida, los cabellos en desorden, pero no podía ocultar el pudor que padecía de que una dama lo encontrara en aquellas circunstancias.”
Y comenta que después de las noticias tan alarmantes sobre la salud de Efrén Hernández, la visita produjo un inmediato consuelo: creyeron verlo en franco alivio, en plena convalecencia. “Contó que el médico le había recomendado una pequeña temporada en una tierra más baja, menos inclemente que ésta de México, ya definitivamente descompuesta. Le ofrecí un viaje a Juchitán, para un mes y medio más tarde. Pareció gustarle la idea.”
Elvira Gascón y Henestrosa salieron de la casa de Tacubaya convencidos de que Efrén estaba a salvo. “Pero aquel alivio era sólo aparente. La muerte cuando quiere descarga el golpe definitivo, parece que gusta que su víctima se confíe, se descuide, arrime las armas. Y he aquí que cuando esperábamos verlo levantado, vuelto a sus libros y al menester de las letras, nos llega la noticia de su muerte. Se fue Efrén Hernández cuando buscaba anhelosamente un poco de reposo y de sosiego para dar cima a unos libros que tenía en el telar.”
También la poeta Dolores Castro recuerda esos últimos días del escritor. Cuando Efrén enfermó, ella y su marido —el poeta Javier Peñalosa— enviaron a la casa de Tacubaya a un médico que lo examinara. Éste les comentó que nunca había visto nada igual, pues Efrén padecía desnutrición desde la primera etapa de su vida; agregó que jamás había conocido a alguien con tan poca grasa en el cuerpo. “Efrén contaba que desde que se vino a vivir de León a la Ciudad de México se había hecho alérgico a los duraznos porque de joven no comía más que eso. Comía lo que podía, casi lo indispensable. Tenía normas alimenticias un poco raras, como decir que sólo podía comer calabacitas.”
Uno de los últimos textos que leyó en voz alta a Dolores Castro y otros asiduos pertenecía a una obra de teatro sobre un rey que tenía graves sueños premonitorios, y que era como el anuncio de la muerte del propio Efrén. Sigue Dolores Castro: “Estaba muy mal, eran muy pobres. Efrén siempre fue pobre. Murió porque no le funcionaban los riñones. Fue una enfermedad como de un mes”.
Luego de la muerte de Efrén, la viuda, Beatriz Ponzanelli, y la hija, Valentina, vivieron con Dolores Castro alrededor de un mes; el otro hijo, Martín, se quedó a cuidar la casa de Luis G. Vieyra número 68 hasta que la vendieron a Selma Ferretis; con el dinero de la transacción se hicieron de otra propiedad no muy lejos de ahí, en San Miguel Chapultepec. Martín consiguió un empleo en la Lotería Nacional. “Durante todo ese tiempo”, cuenta Dolores Castro, “al haberse cambiado con cierta prisa y haber sufrido tanto la familia con la enfermedad y la muerte del padre, empezó a rodar el material inédito de Efrén Hernández. Todos decíamos que queríamos rescatar sus textos, pero no fuimos. Y en aquella época no había tanta facilidad para copiar. Creo que Martín sí los rescató y los puso en cajas, pero no a toda la gente le dio la posibilidad de verlos.”
Estos testimonios hablan, por un lado, del poderoso deseo de Efrén Hernández, pese a su quebrantamiento físico, por terminar esos libros que tenía en el telar o a medio hacer, y que en distintas fases del proceso creativo fueron hallados entre sus papeles; por otro, delatan el destino mismo de muchos de sus escritos, que no fueron considerados para el volumen de Obras de 1965 por no estar al alcance de quienes estuvieron a cargo de esa edición, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider. Este segundo y último tomo de sus Obras completas intenta presentar las piezas faltantes del rompecabezas.

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La primera sección abre con un libreto fílmico escrito o concebido a ocho manos por Dolores Castro, Rosario Castellanos, Marco Antonio Millán y Efrén Hernández: Dicha y desdichas de Nicócles Méndez: tragiburledia cinematográfica. Al parecer fue un encargo de Andrés Serra Rojas, que dirigía el Banco Cinematográfico, quien propuso a Efrén trabajar un guión para el comediante Mario Moreno Cantinflas.
En una nota periodística de finales de los años cuarenta se lee que Efrén escribía entonces el argumento cumbre para Cantinflas, con la colaboración de Millán y las “jóvenes poetisas”. “Los cuatro, por su lado, idearon situaciones de fina comicidad y luego se reunieron para comunicarse lo que habían elaborado. Para esto ya Efrén había construido la base, la columna dorsal del asunto: la vida de un hombre provinciano muy ingenioso, que poco a poco se va abriendo paso, en diferentes actividades, hasta llegar a triunfar en lo que es su vocación: el teatro. En cierto modo es la biografía del propio Mario. Muchos hechos verídicos de su vida están recogidos ahí”.
También podría decirse que la que se presenta ahí es la biografía del mismo Efrén, quien encontró en el comediante una suerte de alter ego, por el arribo de un provinciano a la Gran Ciudad e incluso por la mezcolanza caricaturesca del habla popular con una lengua pretendida (en un caso) o auténticamente culta o literaria (en el otro), que caracterizó a ambos en las diferentes esferas en donde se movieron.
Sigue la nota periodística: “Efrén, que no había escrito nunca para el cine y que no es un técnico en ese arte, elaboró el argumento con una intuición sorprendente. Consultando libros especializados y haciendo rendir un jugo inusitado a su experiencia de espectador cinematográfico, está por terminar, no sólo el asunto, sino también el script, el guión. Y su perfección es tal —según personas competentes y autorizadas para juzgar— que al director de la cinta ya no le costará ningún trabajo realizarla. Todo está previsto, está en su lugar”.
Y resume: “Efrén se ha bebido materialmente el espíritu de Cantinflas —sus tics, su idioma, sus típicas salidas— y lo ha encerrado en el chispeante personaje de su cinedrama. Ha enaltecido, además, la comicidad de su protagonista, con la gracia alada y fina de su humorismo insuperable”.
No sabemos si el mejor guión que Cantinflas iba a tener en sus manos llegó alguna vez a ellas. Más tarde se publicó en América (núm. 65, abril de 1951) como obra colectiva. Seis años después Efrén lo presentó bajo su nombre, según consta en un certificado de registro del libreto del 28 de enero de 1957 que firma Luis Echeverría, abogado, como Oficial Mayor de la Secretaría de Educación Pública; finalmente, en una carta del 18 de mayo de 1957 dirigida al señor Efrén Hernández Hernández, se le comunica que “habiéndose terminado los trámites de registro del argumento cinematográfico ‘Nicócles Méndez’ de la que es usted autor, remito con esta nota el Certificado y un ejemplar sellado con el número de registro que le correspondió”, misiva firmada por el licenciado Manuel White M.
Resulta arduo averiguar con qué propósitos realizó Efrén Hernández los trámites de un guión escrito casi una década atrás, y es también difícil discernir ahora las razones por las que en ese registro, realizado exactamente un año antes de su muerte, omitió el crédito de sus compañeros. Dolores Castro opina que, en cuanto a ella y Rosario Castellanos la invitación a participar en ese proyecto fue un acto de generosidad con dos jóvenes que se iniciaban en el mundo de las letras; generosidad también respecto a Millán, que era su mejor amigo. Sin embargo, considera que el guión puede acreditarse casi enteramente a Efrén Hernández.

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Primero, un guión para Cantinflas que no llegó a ser filmado; luego, una obra de teatro escrita para la actriz María Douglas que no pudo escenificarse… Considera Gaëtan Picon que las obras significativas nacen venciendo resistencias, a veces interiores, a veces exteriores, pero en estos dos casos los muros permanecieron imbatibles. Pese a sus empeños, estas tentativas —fílmica y dramatúrgica— constituyen dos caminos que no prosperaron en vida del autor, aunque una vez aparecidos en la letra impresa tendrán aún la posibilidad de realizarse, sea en el teatro o la pantalla, o simplemente a través de la lectura.
Casi sin rozar el mundo, tal es la pieza de teatro que anuncia Hernández en su ficha autobiográfica. Originalmente se tituló Una ilusión llamada existencia (o Esta ilusión que es nuestra existencia), que remitía de algún modo a Un tranvía llamado deseo (1947), de Tennesse Williams, precisamente una de las obras en que se consagró María Douglas en los foros mexicanos. Por ello sus amigos sugirieron a Efrén buscar otro título. Se publicó un primer tratamiento del cuadro final en la revista América (época V, núm. LXX, septiembre de 1956), y en los archivos apareció completa en sus cuatro actos. Anótese aquí que Emilio Carballido rescató la obra en Tramoya (núm. 23, enero-marzo de 1982), consintiendo o ejecutando él mismo una “peinadita” o “poda ligera” que la alteró notablemente, por lo que se ha preferido volver al original mecanográfico.
Como ocurre con su narrativa, Casi sin rozar el mundo tiene su base en la biografía del autor. El hecho que está detrás es su casamiento con Beatriz Ponzanelli, realizado (según cuenta la leyenda) como ceremonia civil en un balcón de la casona familiar de la dama, a escondidas de los padres, con César Garizurieta, conocido como El Tlacuache (que ya figura en “Tachas”), como oficiante, y tanto él como Efrén Hernández subidos a una escalera de madera. A la mañana siguiente de esa boda secreta, el escritor se presentó a recoger a su esposa y mostró los papeles que acreditaban la unión legal, noticia que generó un duro distanciamiento entre la familia y Beatriz. Molestaba a la familia Ponzanelli el que Efrén Hernández no fuera lo que se dice un hombre acaudalado o “de bien”, según la rígida visión de ese clan.
A esa historia apunta ya el relato “Una historia sin brillo” en su párrafo final: “Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio; y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias”.
No se oculta la cercanía con los acontecimientos. La heroína de Casi sin rozar el mundo es Anángela, viuda reciente, cuya hija se fugó tiempo atrás con un pobre diablo que irrumpe el día de los funerales del suegro (sin saber, es cierto, que hay un muerto) con el propósito de robar las joyas de la casa, pues —según cree este individuo— pertenecen a su esposa. Se le nombra Santo, para resaltar de forma irónica su condición de ladrón; y a través del cinismo de este personaje se resumen dos años de un matrimonio en apariencia desigual. No se sabe hasta qué punto Hernández habla por sí mismo, pues todo el tiempo juega con el guiño autobiográfico. Dice Santo en algún momento de la pieza: “Confieso que [mi esposa] no ha recibido el [pago] que se merece exactamente, sino que ha tenido que pasar brujeces, y uno que otro interrogatorio policiaco, pero, ¿qué otra cosa podría ser? Esa es mi propia vida y, sin embargo, en casi dos años tiempo de sobra ha tenido para arrepentirse, y de volver a ellos, a sus padres, digo, y a su elevada esfera. Y el hecho es que continúa a mi lado. Y así, no hay duda que conmigo sufre; pero es de concluirse que ella misma piensa que más sufriría si me dejara”.
Prevalece la óptica que pudiérase llamar opuesta, es decir lo que sucedió a la familia Ponzanelli luego de que Beatriz y Efrén decidieran estar juntos; los sucesos son contemplados más desde ese ángulo que desde el punto de vista de la pareja. Resulta perceptible, además, una enorme admiración hacia Anángela, la suegra, que pierde a su marido y se descubre en una inesperada pobreza con su mansión “sumida en sombra”, como diría Hernández, y llena “de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias”.
Cuando comienza la obra, la duda del espectador se concentra en cómo resolverá Anángela, ahora sola en el mundo, su inesperado apremio económico y cómo avanzará la relación con esa hija mal casada, de la que se ha distanciado. Hernández maneja esto a través de contrapuntos, y las dos esferas implicadas en el casorio (el México principesco y la picardía de los pobres) resuelven parte de sus diferencias a través del lenguaje, en el movimiento del “usted” jerárquico al “tú” coloquial, con un “ustedes” que se convierte en “túes”.
El autor se aplica varios disfraces: él es Santo, ladrón y borrachín, o su tío (o hermano, en una primera versión) Nabucodonosor, que protege a Nina (o Gema, como se le nombra en algunas páginas del original, en quien se retrata a Beatriz); y es también un vecino de ellos, “el loco ese que se pasa las noches escribiendo”, a quien se menciona en el acto segundo, como si el edificio dramático pudiera ser poblado, a lo Escher, por los varios “yo” (reales, imaginarios o potenciales) de Efrén Hernández.
Casi sin rozar el mundo es aquí acompañado por un apunte teatral de pastorela, Adanijob, y por Cederano, pieza completa y lista para escenificarse, de donde acaso procedían esos diálogos que leyó Efrén a sus últimos visitantes, con un tono sorprendente que tiene su inspiración directa en el Panchatantra, ya que se define en el último parlamento como adaptación de una historia original hindú, atribuida a un doctor Berzabuey y realizada por Efrén Hernández y Octavio Novaro. En cuanto a este último crédito no hay en los papeles explicación alguna, mas ya se ha visto que era dado Efrén a compartir sus escrituras.

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Aunque sin ánimo exhaustivo, la edición de 1965 daba herramientas para un futuro armado de la obra completa. Otro instrumento fundamental para ello, además de la ficha biográfica, fue la bibliografía establecida por Luis Mario Schneider, texto que guió treinta años después a María de Lourdes Franco Bagnouls en la compilación de la prosa crítica, aparecida bajo el título de Bosquejos (1995), cuya clasificación genérica, apunta la investigadora universitaria, “fluctúa entre el ensayo y la reseña, la nota periodística o el simple discurrir de las ideas, donde la pluma sustituye a la voz, el papel a la taza de café y el lector al contertulio con el que se discute acaloradamente un asunto de conciencia”.
A lo consignado por Schneider, agregó ella siete artículos más provenientes de América, revista que constituye la columna vertebral de ese volumen. Se ha seguido aquí, en lo posible, dicha edición universitaria, incluso asumiendo el aparato crítico, con algunas leves adecuaciones y agregando a la vez material no considerado por la investigadora, como la conferencia “Dos líneas sobre el cuento y sus efectos en el alma del niño”, o toda una serie de presentaciones que preparó Efrén a mediados de los años cincuenta para una cita semanal en Bellas Artes titulada “Viernes poéticos”, en donde fungió como anfitrión de Renato Leduc, Gabriela Mistral, Manuel Ponce y Jaime Sabines, entre muchos. Esta serie se encontraba en limpios originales mecanográficos.

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Volvamos a la ficha autobiográfica: ¿qué era ese libro casi terminado de ideas y pensamientos? En la prensa aparecieron series de fragmentos bajo el título Manojo de aventuras, algunas bajo el seudónimo de Till Ealling: hay una en el número 56 (junio de 1948) y otra en el 57 (septiembre del mismo año) de la revista América; y en El Libro y el Pueblo (marzo de 1954), se presentaron con la firma de Efrén Hernández unos “Renglones tomados de Manojo de aventuras”.
Parecería evidente que si un determinado material es extraído de algo es porque ese algo existe ya como conjunto. Sin embargo, el libro “casi terminado” nunca se publicó. Las tres muestras conocidas de Manojo de aventuras están en Bosquejos con una disposición tipográfica inadecuada, en donde el pensamiento se pierde y pasa por compactos párrafos de prosa común, acaso por un mal entendimiento de lo que es la literatura fragmentaria. El resto, la parte desconocida, aguardó entre los papeles del escritor, a excepción de unos “Fragmentos póstumos” que presentó en los años setenta la revista La Palabra y el Hombre (julio-septiembre de 1972). Pero el conjunto ahí estaba. Con esos descubrimientos y lo anterior había forma, pues, de reconstruir ese Manojo, y es lo que se presenta en el apartado final de esta obra completa.
Según parece, la escritura fragmentaria acompaña a los autores heterodoxos. Recuérdese, si no, al Equinoccio (1946) de Francisco Tario o a las Voces (1943, 1948) del argentino Antonio Porchia. Al revisar las fechas, se verá que se trata de búsquedas contemporáneas: el pensamiento de este trío de “raros”, para seguir con la calificación o clasificación heterodoxa de Rubén Darío, fluía por vías distintas en tiempos casi iguales.
En Efrén, el fragmento es el territorio en donde se despliega el pensamiento estético, ese que anda a la caza de definiciones universales de lo que son la vida y el arte; en el fragmento intenta, entre otras búsquedas, una confrontación en torno a dos mundos en apariencia antagónicos, mas al fin complementarios, como son la realidad y la literatura. Efrén establece esos territorios para definir sin soberbia alguna su proyecto escritural, cuando anota, por ejemplo, que “la poesía no se entrega sino a los humildes y a los desinteresados, a los que la persiguen, olvidándose por ella, aun de sí mismos”. Acaso Efrén fue eso, un hombre que buscó olvidarse de sí mismo hasta el punto de desintegrarse (como un “cuerpo que no añade peso al mundo”, diría él), con el propósito último de rozar, al volverse casi viento, las cimas poéticas. O también apunta, acaso describiéndose, que “la originalidad es un premio reservado al que es verdaderamente contemplativo, al vigilante que sí se ha entregado a ver el mundo con sus propios ojos”.

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Cierra el tomo con unos últimos apuntes ensayísticos y narrativos pertenecientes a proyectos inconclusos; y un necesario dossier que resume la histórica crítica de la obra, desde aquel epílogo temprano de Salvador Novo al relato “Tachas” (1928) hasta los textos de Villaurrutia, Paz, Rosario Castellanos o José de la Colina, entre otros. Se incluyen también las evocaciones de Marco Antonio Millán y Valentina Hernández; o los distintos prólogos que han acompañado compilaciones o antologías, como el de Alí Chumacero para las Obras de 1965 o uno de Ana García Bergua para una antología universitaria del año 2002.
Esta edición contó con diversos apoyos académicos. Le fueron de gran utilidad los Índices de América, revista antológica (1940-1969), tesis presentada el año 2000 en la Universidad Iberoamericana por Elvira Acuña González. En la captura y cotejo de los materiales mecanográficos colaboró José Julián González Osorno, de la Universidad Nacional Autónoma de México; y la actualización de la bibliografía de Luis Mario Schneider fue realizada por la investigadora Yanna Hadatty Mora, de la misma universidad. Como suele decirse en estos casos: las posibles omisiones, o los yerros posibles, son entera responsabilidad del compilador.

Septiembre 2012

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lunes, septiembre 17, 2012



Prólogo a La noche (Atalanta, 2012), de Francisco Tario

Allá por los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, las familias Paz-Garro y Peláez-Farell eran vecinas. Las calles en donde vivían aún permanecen en la geografía de la ciudad de México; las guías actuales ubican esas casas en la colonia Hipódromo Condesa. Coincidían una y la otra por su respectivo patio trasero. En una, la de los Paz-Garro en la calle Saltillo, había frecuentes tertulias de tono decididamente poético a las que acudían las máximas figuras de la lírica mexicana de ese entonces; en la otra, la de los Peláez-Farell en la calle de Etla, y según testimonio de los propios poetas, continuamente se escuchaban por las noches sonidos extraños (extravagantes, decía Octavio Paz), como si de la epifanía del verso se pudiera ir, con sólo saltar la barda, a Transilvania o a uno de esos sitios que la literatura de terror ha vuelto míticos y en donde el grito o el aullido pueblan la atmósfera nocturna. De esos muros salía también música, cual si un pianista melancólico viviera ahí encarcelado por un vampiro o una siniestra criatura de laboratorio. ¿Qué pasa en ese lugar?, ¿qué clase de locos viven junto a ustedes?, preguntaban sus invitados a Octavio Paz y Elena Garro. No sabemos, respondían ellos, habrá que averiguarlo.
Y lo hicieron. Se trataba del matrimonio Peláez-Farell: él, de nombre Francisco, había publicado ya algunos libros bajo el seudónimo de Francisco Tario; y ella, Carmen, era una mujer hermosa y feliz, madre de dos hijos (Sergio y Julio) y atenta escucha de los relatos de su marido, en los que aparecían féretros con la sexualidad en crisis, ropas de vestir excitadas y deseosas, o gallinas con instinto asesino, entre otros personajes de una galería singular… Pero los gritos y los aullidos no salían de los libros sino que se debían a una costumbre curiosa: había comprado Francisco un gran aparato para grabar discos de gramófono, que era un mueble del tamaño de un ropero, y por las noches montaba dramatizaciones hogareñas con su hermano Antonio Peláez (de oficio pintor) y otros figurantes, quizá Rosenda Monteros (actriz) o José Luis Martínez (historiador y crítico literario). Llegó a estar con ellos en varias ocasiones el torero Manolete al que, ya pasado de copas, le daba por cantar esta tonada que era en él la máxima expresión de la euforia: “Ya se murió el burro que acarreaba la vinagre, / ya se lo llevó Dios de esta vida miserable”.
En esos discos había una adaptación del Drácula de Bram Stocker, una lectura de poemas realizada por el propio Paz (el vecino curioso cayó en la trampa y su voz fue grabada, acaso por vez primera) e interpretaciones pianísticas a cargo de Francisco Peláez… al que a partir de aquí se llamará con su nombre de pluma, Francisco Tario. Algunas de esas grabaciones hace poco fueron restauradas y digitalizadas por la Fonoteca Nacional y pronto se podrán escuchar. Alimentarán la leyenda de un autor raro o marginal de las letras mexicanas, un extravagante, como lo calificaría Paz. O, para decirlo con Julio Cortázar, un cronopio auténtico.
Hay en Tario la costumbre de sorprender. Su escritura consiste en una o muchas vueltas de tuerca humorísticas o sarcásticas, y la vez serias y terribles, a las ceremonias de la humanidad. Se ríe del hombre y su circunstancia. Toma asuntos como el amor y el deseo y los transporta, sea al ataúd (cuya sexualidad se frustra cuando recibe un cuerpo masculino, al que escupe en pleno velorio) o a un traje gris que, para no espantar a los mortales, asesina a un hombre en una carretera y se viste con su cuerpo para, de esa forma y con ese disfraz, poder acechar a coquetos y autónomos vestidos femeninos en un cabaret.
Lo extravagante acompaña a lo monstruoso. Para huir de las definiciones a la mano (que conciben al monstruo como anormalidad, algo que se sale de la norma o de un sentido, por lo común estrecho, de lo normal), acudo a una distinción surgida de la propia obra de Tario, poblada de monstruos y fantasmas, y separo a los unos de los otros. Lo que mata al fantasma, decía Tario, es el olvido. Esto significa que la esencia del fantasma es el recuerdo y que su permanencia incorpórea se mantiene en el mundo sólo a partir de la memoria. El fantasma es un recuerdo a punto de ser olvidado (parafraseando a Salvador Elizondo), pero que se obstina en continuar vivo.
Hay fantasmas en la obra de Tario. Están el cuento magistral que se llama “La noche de Margaret Rose”; en “El éxodo” refiere una redada de fantasmas ocurrida en Inglaterra en el año 1928; y dedica Una violeta de más a su mujer ausente, Carmen Farell, a la que llama “mágico fantasma”.
También están esas otras presencias inquietantes (féretros, perros, trajes grises…) que no entran en ese terreno de lo fantasmal sino que representan a lo “otro” alterado —por así decirlo—, lo que probablemente definiríamos como monstruoso.
Los monstruos tienen, literariamente hablando, un aura romántica. Es un concepto que ha perdido en la actualidad ese halo, pues la noticia diaria está llena de personajes monstruosos y de hechos que pueden ser así calificados. Lo anormal es la norma en estos tiempos. En Tario hay aún el anhelo de sorprender. Su tercer libro de relatos (el primero, de 1943, fue La noche; el segundo Tapioca Inn: mansión para fantasmas, de 1952), que se titula Una violeta de más (1968), se inicia con “El mico”, en donde asistimos al parto singular de una especie de animal anfibio (o de un enano con características zoomórficas) que sale expulsado del grifo, al abrir la llave del agua, y se convierte, a lo Cortázar, en el inquilino inesperado de un hombre soltero. El mico, escribe Tario, “era pequeño y rojo como una zanahoria”; también lo llama “un mísero renacuajo”, y “un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo”.
El mico es el otro; el monstruo es el otro. O quizá se trata, más bien, del reconocimiento de lo semejante en los otros, el enfrentarse a espejos inesperados en donde se descubren rasgos comunes, pero ocultos, que nos espantan. Lo que aterra al narrador de “El mico” es la convivencia, y cómo sus costumbres solitarias se ven alteradas por este monstruillo nacido absurdamente en la bañera.
Esas dos recurrencias en Tario, la del fantasma y la del monstruo, tienen quizás estas características: en un caso, el de los fantasmas, se trata del recuerdo y su obstinada lucha por permanecer; en el otro, el del monstruo, es la semejanza informe la que nos aterra al confrontarnos con el espejo. Entre una cosa y la otra está el sueño, motor de la fantasía, que ata y desata a esas presencia (y lo hace una y otra vez, como ocurre en el cuento “Entre tus dedos helados”, hasta conformar un laberinto) esas presencias.

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Francisco Peláez Vega vino al mundo el 9 de diciembre de 1911 en la ciudad de México. De su infancia hay noticia de que pasaba largas temporadas en Llanes, en el norte de España, de donde es originaria la familia. Ahí nació, diez años más tarde, su hermano Antonio, que será un pintor destacado y con quien llevará una gran amistad. En el cuento “Por el monte hacia el mar” (Luz de dos, Joaquín Mortiz, 1978), la escritora mexicana Esther Seligson imagina a los hermanos Peláez en ese Llanes en el que el ruido del oleaje y el viento estaban imbricados en la vida del pueblo y en las anécdotas familiares, anécdotas cuyo común denominador eran los fantasmas, “las historias de los personajes del pueblo, de los vivos y de los muertos, de los que aún lo habitaban y de los que se habían ido a otras tierras, de los que existieron y de los que no”.
En aquellas raras conversaciones que Tario sostuvo con José Luis Chiverto, ocurridas en Llanes a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta para el periódico El Oriente de Asturias (recogidas en este volumen como anexo), Tario hablará de la infancia como “el espejo en el cual nos seguiremos mirando”, y es probable que de esas estancias primeras en Llanes hayan surgido muchas de las fantasías que recreará luego en sus textos. De ahí proviene, directamente, la novela Jardín secreto, publicada de manera póstuma. Serán dos mares muy distintos los que alimenten su escritura: ese océano Atlántico del norte español, conocido y sentido en la niñez, y ese otro océano descubierto más tarde, el Pacífico, de la costa acapulqueña.
En un diario personal fechado en 1931, del que sobreviven unas pocas páginas (correspondientes a los meses de enero y febrero), obtenemos una estampa más o menos precisa del momento en que Tario entra a la edad adulta. Tiene 19 años, trabaja con el abuelo en la Casa Peláez, es arquero del Club Asturias (a las órdenes del entrenador español Juan Luque de Serrallonga) y empieza su noviazgo con Carmen Farell. Se lee en el apunte del 12 de enero, por ejemplo: “Es domingo. Será la inauguración del Parque Alianza y jugaremos contra el Germania. Hace un día espléndido. Me levanto a las 8 y tomo un baño de regadera antes de irme al campo. Desayuno un trozo de lomo y una cerveza helada. Salgo con Manuel para buscar a Poncho; iremos juntos al partido, que terminó con una victoria nuestra 2-1. He quedado muy satisfecho de mi actuación”.
Era conocido en las canchas como Paco Peláez, el Elegante Peláez o incluso el Adonis Peláez, y vestía con gorras y suéteres a lo Ricardo Zamora (el gran arquero español); una revista deportiva de la época lo definió en su portada como “el portero de más clase en México”. En el boletín Los Asturianos en México se lee que el momento cumbre de su carrera fue un partido Asturias-América, en el que ganó el Asturias 2-0: “En aquel partido la figura más vigorosa del field fue Paco Peláez, que rayó a altura inconmensurable: aquella tarde sus paradas geniales las hubiera rubricado el divino Zamora”.
Como Goethe y Byron, creyó Tario en el esfuerzo físico como preparación para el trabajo intelectual. A la vez que juega futbol se dedica a escribir una novela, que se trata sin duda de aquel proyecto narrativo a la manera de los rusos (Dostoievski, sobre todo) que se llamó Los Vernovov, cuyos originales más tarde destruiría.
Según Alberto Arriaga, estudioso de esa etapa deportiva, la vida de Paco Peláez en las canchas termina una noche de septiembre, quizá de 1934, cuando el atlantista Juan Trompito Carreño clava sus “tacos” en los riñones del guardameta; las zapatillas de futbol eran casi armas punzo-cortantes, y la lesión lo empujará al retiro. En los álbumes del escritor hay varias fotografías de los momentos en que es atendido en el césped.
Vendrá luego la boda con Carmen Farell, una ceremonia aclamada por las crónicas de sociales debido a la singular belleza de los contrayentes; el refugio en el piano, como dedicado intérprete de los valses y los nocturnos de Chopin… y una escritura que también tendió a lo nocturnal. El ser que publica en 1943 La noche y Aquí abajo se ha transformado incluso físicamente: esa larga cabellera que exhibía en los lances futbolísticos es sustituida por una cabeza a rape, y no firma los libros Paco Peláez, el guardameta, el Elegante Peláez, sino Francisco Tario, palabra esta última tomada de una lengua prehispánica, la purépecha, y que según él mismo significa “lugar de ídolos”.
Sobre todo en La noche se lleva a cabo una operación imaginativa admirable. En un terreno literario como el mexicano de esa época, en donde bajo las leyes del nacionalismo imperan afanes realistas recargados y hasta rutinarios —más o menos del estilo que manejará el mismo Tario en su novela Aquí abajo—, en los cuentos intenta algo distinto: se trata de dotar de alma o espíritu a objetos y animales, que el féretro hable de lo que es la vida de los féretros; que un traje gris testimonie su infructuosa búsqueda del placer; que una gallina planee la muerte de quienes la van a devorar… Un temperamento enrarecido guía a la escritura, un poco con el afán de sorprender o irritar pero también debido a un gran desencanto respecto a lo que es la vida de los hombres. Se le podría describir como un “artista grotesco”, según lo define Wolfgang Kayser: alguien que “juega, medio risueño, medio horrorizado, con los profundos absurdos de la existencia”. En “La noche de los cincuenta libros”, propone Tario una ars poetica de carácter extremo:
"Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito. […] Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias…"
Por estar inscrita en una tradición más directa y convencional, fue mejor atendida la novela que el conjunto de relatos. En cuanto a La noche, la primera respuesta crítica la dio José Luis Martínez, que seguirá a Tario en el resto del trayecto, y que al leerlo lo encuentra aislado de sus contemporáneos y le supone maestros como el Villiers de L’Isle-Adam de los Cuentos crueles (1883) o el Barbey D’Aurevilly de Las diabólicas (1874), e incluso lo hermana con Schwob, Huysmans y el Marqués de Sade. Cree adivinar Martínez, además, las lecturas tempranas que Tario ha hecho de Jorge Luis Borges y lo considera asiduo visitante de la Antología de la literatura fantástica (1940), de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, de la que “La noche de Margaret Rose” parece descender en línea directa.
¿Tenía Francisco Tario ese equipaje literario? Es difícil aseverarlo. Tal vez como un gesto de arrogancia, a José Luis Martínez le aseguró desconocer a la mayoría de los autores de esa lista. Entre los libros que pertenecieron a su biblioteca personal se descubre ahora la colección de La Pajarita de Papel, en donde hay varios títulos prologados o traducidos por Borges, y un par de ejemplares de la Antología de la literatura fantástica.
La vía de Aquí abajo parecerá a él mismo insatisfactoria, pues era como arrojar agua al mar (hacer lo que estaban haciendo otros); el camino de La noche, y con éste los preceptos enunciados en “La noche de los cincuenta libros”, se continuará de algún modo en los volúmenes de escritura fragmentaria llamados Equinoccio y La puerta en el muro (ambos de 1946); acaso también en Tapioca Inn: mansión para fantasmas, que tal vez falla por ser demasiado festivo o carnavalesco (con la mano muy suelta y poco tino); y al fin en Una violeta de más, su volumen más sólido, summa de aprendizajes. También hay que considerar esos otros libros que son eco de aventuras amorosas: Yo de amores qué sabía (1950) y Breve diario de un amor perdido (1951); y el tomo en que da constancia de su fidelidad a una geografía, Acapulco en el sueño (1951), en donde se establece un diálogo entre las fotografías de Lola Álvarez Bravo y la prosa de Tario.
Lo que muestra este abanico es que Francisco Tario podía frecuentar diversos registros en una escritura que nunca se queda quieta, aunque a la distancia pueda afirmarse que la columna vertebral (que va de La noche a Una violeta de más) fue el cuento fantástico. Esos otros registros se integran a la obra (lo romántico fundido con lo fantasmal, por ejemplo, o lo psicológico como base del misterio), y tienen acaso como punto de arribo el relato “Entre tus dedos helados”, con Tario en la plenitud de su expresión, en su mejor forma como cuentista, en el que “mezcla en forma asombrosa el sueño o el delirio con instantes de lucidez y levanta un edificio frío y oscuro, pero fabuloso, donde el terror y la fantasía pueden avecindarse” (María Elvira Bermúdez).
De 1943 a 1952 la actividad social y literaria de Francisco Tario es frenética; es la época de su encuentro con Acapulco (en donde administró un par de salas cinematográficas), y es también el tiempo en que vivía en el número 24 de la calle de Etla. Luego vienen el silencio y el exilio en Madrid; y ocurre en esa ciudad, en marzo de 1967, la muerte de Carmen Farell. Ella lo acompañó siempre, fue su ancla en la vida, además de ser una escucha atenta de sus ficciones; antes de dar un texto a la imprenta, éste debía pasar por los oídos de Carmen y recibir de ella el fallo: era publicable o no. De ahí la dedicatoria de Una violeta de más: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”. La muerte de Carmen es, por ello, el comienzo del fin.
Tario se va de México como quien busca salvarse de sí mismo. En los años treinta fue portero de futbol y pianista; en los cuarenta y comienzos de los cincuenta, un escritor constante y un asiduo a las reuniones sociales, una especie de socialité a la manera proustiana: las herencias familiares lo ponían en una situación económica de cierto privilegio y pudo hacer con su tiempo lo que viniera en gana, mientras otros escritores peregrinaban en el periodismo, la burocracia gubernamental o la diplomacia. Mas con los años “fue haciéndose grave y solo, cada vez más solo”, ha dicho Antonio Peláez. “Quizá descubrió finalmente que la soledad era su verdadera condición.”
Del repliegue en España surgirá Una violeta de más, como lo último de su pluma, aunque dejó terminadas tres obras de teatro (recogidas en El caballo asesinado y otras piezas teatrales, 1988) y la novela Jardín secreto (publicada en 1993), con el encargo a los familiares, a lo Franz Kafka, de que se destruyeran los originales mecanográficos. También olvidó en el camino un par de cuentos, que aparecieron en México en la Cultura, suplemento del periódico Novedades: uno es “Jud, el mediocre” (14 de octubre de 1951) y el otro “Septiembre” (20 de abril de 1952).
En el agitado año de 1968, Una violeta de más semeja una aparición. “¿Es necesario recordar que Francisco Tario nació en México y ha vivido casi toda su vida en México?”, se pregunta Ramón Xirau al reseñar el libro. “¿Es necesario recordar que, hace veinte, hace quince años su obra tuvo entre nosotros verdadera vigencia?” La memoria de los lectores podía ser corta pero se tenían, en ese volumen, dieciséis nuevos cuentos de Francisco Tario, la mayoría de filo fantástico y todos de hechura impecable. En el primero, “El mico”, algo había de la “Casa tomada” de Cortázar… Claro, después de Borges o Cortázar los cuentos de Tario serán leídos de otra forma, hay ya una tradición en la que podía ser insertado. La crítica tiende a considerarlo un escritor “raro” (según la propuesta de Rubén Darío en su libro Los raros) o un auténtico “cronopio” (en la terminología de Cortázar), de la estirpe del uruguayo Felisberto Hernández, con el que suele asociársele. Comparte con Felisberto la pasión por el piano y esa capacidad imaginativa de dotar de alma o espíritu a objetos y animales; las obras de ambos crecen al margen de las corrientes literarias dominantes (que las apartan por extravagantes) y serán descubiertas por las nuevas generaciones. El universo de Felisberto se activa por la sensualidad y la mirada; en Tario, el motor de su narrativa es un diálogo incesante entre el presente y la memoria, la vigilia y el sueño, lo romántico y lo grotesco, el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Se diría que la mayor fidelidad de Francisco Tario fue hacia esa forma personal de interpretar lo fantástico, corriente en cierto modo inaugurada por él, para la literatura mexicana, desde La noche, libro al que vuelve en la línea final de “Entre tus dedos helados”: “Y la envolví entre mis brazos, notando que la noche se echaba encima”.
Francisco Tario pasó a poblar definitivamente el universo de los fantasmas el penúltimo día de 1977 en la ciudad de Madrid. Aun ahora su obra (potente de imaginación, refinada de procedimientos literarios y loca de invención, como la ha descrito Jacobo Siruela) es una casa vecina en la que por las noches la República de las Letras escucha sonidos inquietantes.

Septiembre 2012

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