miércoles, marzo 23, 2005

PETER PARAMOUNT

Antes de cerrar el expediente del medio siglo de Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo (1917-1986), habría que revisar lo aparecido en estos días, en especial el libro Un extraño en la tierra (2005), de Juan (Antonio) Ascencio, que en el subtítulo se presenta como “biografía no autorizada”, lo que remite un poco a esos tomos periodísticos de temporada que tratan de figuras del espectáculo o la política y cuyo giro consiste en resaltar lo escandaloso. ¿Cómo es que sobre un escritor fallecido casi dos décadas atrás se impone esa valoración entre lo permitido y lo no permitido? ¿Qué alcance tiene esa leyenda? ¿Fue una ocurrencia de los editores para llamar la atención y mejorar las ventas? ¿Biografía no autorizada por quién?
La respuesta a esto es muy simple, si se piensa en el control férreo que ha querido ejercer la Fundación Juan Rulfo sobre los estudiosos del autor, quienes se ajustan a las normas que les imponen y reciben privilegios o trabajan por la libre y a contracorriente, como lo hizo la catalana Nuria Amat hace un par de años en la preparación de Juan Rulfo, el arte del silencio (2003). Puede uno suponer que para curarse en salud, como escudo legal protector (él mismo es abogado), Juan (Antonio) Ascencio decidió ese subtítulo, pues recrea en su trabajo situaciones que a la viuda y los herederos de Rulfo podrían incomodar, como la cura del alcoholismo por electrochoques, el hábito de la envidia hacia el medio socioliterario y las constantes aviadurías en oficinas públicas en los tiempos del partido único, o las infidelidades platónicas o reales.
También debe considerarse que Random House Mondadori, una de cuyas ramas es Debate —donde aparece Un extraño en la tierra—, tiene ahora los derechos para editar Pedro Páramo y El Llano en llamas (1953) —que perdió el Fondo de Cultura Económica—, y quizá la frase de portada marca un propósito diplomático, como para los editores lavarse las manos ante la Fundación y la familia del autor en cuanto a lo que narra Ascencio y que habrían preferido no se tocara. Se trata, para decirlo en extenso, de una biografía no autorizada por la Fundación Juan Rulfo.
Nuria Amat reconstruyó la vida de Rulfo desde la distancia europea y confió en personajes mexicanos como informantes, mas en ocasiones no le cuadran los datos; Ascencio, en cambio, va a las fuentes directas. Este ya es un punto a su favor sobre todo tratándose de un personaje tan esquivo como lo puede ser Juan Rulfo, encerrado en sí mismo e imaginativo en exceso cuando se proponía (des)orientar a sus lectores. Al que se dejaba, le daba referencias imposibles y lo remitía a firmas inexistentes. O se resguardaba en la mejor de sus expresiones: el silencio.
Claro que Nuria Amat es escritora y Juan (Antonio) Ascencio no lo es, o no hay antecedentes suyos, me parece, en las revisiones críticas de los últimos tiempos como ensayista o narrador. Ascencio suelta por ahí que le mostraba sus cuentos a Rulfo; y que Rulfo buscó recomendarlo como asesor del Centro Mexicano de Escritores, pero no hay forma de entender cómo alguien que no era escritor “profesional” pretendiera orientar a otros escritores. “Escapé como pude”, dice. Supongo que el “Antonio” de su nombre lo desechó para firmar al modo rulfiano: Juan Ascencio. Ha ejercido como librero y abogado. Como no es un practicante asiduo, a veces le falla la pluma (repeticiones, cacofonías, frases oscuras); y a ratos su biografía se vuelve una deshilvanada cronología.
Su carta mayor para emprender el trabajo fue que conoció a Rulfo y lo trató en la época final. Luego de su muerte se dedicó a entrevistar a la gente cercana, con lo que consiguió testimonios importantes que dibujan muy bien la trayectoria del artista.
Una línea que pudo haberse desarrollado mejor es la de los poderes literarios. Refiere Ascencio que durante el siglo XX se padeció en México una sucesión de cacicazgos culturales, que enlista: Federico Gamboa, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas, Fernando Benítez y Octavio Paz. No contó Rulfo con la bendición de estos últimos y, según Ascencio, tejía lamentaciones como la que sigue: “Los escritores que quieren becas de la Guggenheim vienen conmigo a que les firme cartas de recomendación. No sirven de nada. Ésas se las dan a los que indica Octavio Paz. Por eso dicen que en México la literatura descansa en Paz. Él tiene un dedo presidencial infalible para las becas. Por eso tiene tantos barberos; puro recomendado”.
Los desencuentros con Paz tuvieron el colofón de una cena en casa de José Luis Martínez, en donde el poeta toma al narrador de la solapa y empieza a zarandearlo y le reclama: “¡Tú andas diciendo cosas de mí!” Por lo que se vuelve incomprensible eso que Paz declaró a la prensa en los funerales de Rulfo, de que lo unió a él una amistad profunda y sentía haber perdido algo muy personal (quizá una solapa menos que zarandear), como muestra de esos frecuentes dobleces de la “vidita literaria”.
Un extraño en la tierra, de Juan (Antonio) Ascencio, será una importante base anecdótica para los biógrafos futuros de Rulfo, que deberán ponderar el precio que implica sujetarse a lo oficialmente aceptado y la libertad de enfrentar los momentos críticos de una vida como explicación posible tanto del origen de la obra como de los tortuosos acallamientos.

Marzo 2005

miércoles, marzo 16, 2005

ÚLTIMAS TARDES CON TERESA

El domingo 6 de marzo murió Teresa Wright (1918-2005), que interpretó a la joven Charlie en La sombra de una duda (The Shadow of a Doubt, 1943), de Alfred Hitchcock... La prensa de espectáculos suele tener una memoria de corto plazo, y quizá por ello se deja sorprender por lo que cada semana productores y distribuidores presentan como nuevo y no lo es en tanto mera repetición de fórmulas, en la gris inercia de una “fábrica de entretenimiento” con dominio de trasnacional. Si hubiera la costumbre de ir hacia atrás, de revisar la historia cinematográfica (lo que no es difícil ahora que muchos filmes están a la mano en formato dvd), acaso el fallecimiento de la actriz habría merecido, por ejemplo, algo más que un cable apresurado que remitía su aura a los años cuarenta del siglo XX, es decir a la prehistoria.
Pero la prehistoria aún puede inquietarnos. Muriel Teresa Wright nació en Nueva York el 27 de noviembre de 1918. Podría decirse que resolvió su vida y su carrera gracias a los escritores. Se casó con dos de ellos, uno el novelista Nivel Busch y otro el dramaturgo Robert Smith. Y su debut en la pantalla fue en una cinta de William Wyler realizada a partir de una pieza teatral de Lillian Hellman, película que se conoce en español como La loba pero que debía llamarse Las pequeñas zorras por su título original: The Little Foxes (1941). Luego participó en La sombra de una duda, en la que Hitchcock contó con el apoyo como guionista de Thornton Wilder, el futuro autor de la novela Los idus de marzo (1948), y de cuya colaboración (entre narrador y director) resultó un libreto cinematográfico impecable. Fue tal el aprecio de Hitchcock por el encuentro con Wilder que en los créditos aparece dos veces, la segunda como “agradecimiento especial”.
Tanto en La loba (que debían ser zorras) como en La sombra de una duda, tiene Teresa Wright un papel similar: la muchacha inocente a quien de pronto le es revelada la parte oscura del mundo. En el primer filme interpreta a Alexandra Giddens, hija única del matrimonio por conveniencia entre Horace Giddens (Herbert Marshall) y Regina Hubbard (Bette Davis), y es el retrato de una familia sureña en ascenso económico en cuyo interior se mueven dos actitudes contrapuestas: una, la que representa el padre, de buscar el progreso común, suyo y del pueblo; y la otra, encarnada por la madre y su parentela, de pisotear a quien se deje para construir un imperio económico, la conquista de la felicidad propia a través de la infelicidad general, como “pequeñas zorras” que irrumpen en el viñedo y lo destruyen, según la referencia bíblica.
El final es ambiguo pues aunque Regina deja morir a su marido y logra, entre tanto, aventajar en un negocio a sus hermanos, a quienes convertirá en empleados, la hija Alexandra presencia esta maniobra y abandona la casa para luchar contra esa casta de líderes corruptores, para quienes incluso el crimen es una estrategia comercial. En la última escena, la madre observa desde la ventana y se sumerge en una oscuridad que podría calificarse como “social”, porque se extiende a toda la nación: las pequeñas zorras tomarán el mando.
Por otro lado, el ejercicio de Hitchcock partió de un plan algo perverso: llevar el “mal” a un pacífico pueblito californiano, Santa Rosa, y a una típica familia norteamericana. Contaba Teresa Wright que cuando en junio de 1942 visitó al cineasta británico, éste ya visualizaba entera la película (“como si tuviera una pequeña sala de proyecciones en su cabeza”) y se la refirió con los elementos que tenía a la mano en el escritorio. Al asistir al estreno, se dijo: “Esto ya lo había visto yo antes”, pues se remitía a esa versión hablada.
El juego básico de la trama es la existencia de dos personajes con el mismo nombre: el tío Charlie Oakley (Joseph Cotten) y la sobrina Charlie Newton (Teresa Wright). Uno es el “asesino de las viudas”, que visita Santa Rosa entre otras cosas porque la policía lo investiga y persigue, aunque no hay aún suficientes pruebas que lo inculpen. La otra es una muchacha con inquietudes, que en la rutina se siente asfixiada y espera que pronto ocurran cambios en su vida.
Charlie Newton cree en el tío como su alma gemela. Ella le dice esto que enseguida se transcribe, y que en él provoca gran inquietud: “Estoy contenta de que mi madre me haya puesto tu nombre y crea que nos parecemos. No somos simplemente un tío y su sobrina, somos algo más. Te conozco. Sé que no le cuentas a la gente muchas cosas, y yo tampoco. Tengo la sensación de que dentro de ti, en algún lugar, hay algo que nadie sabe, algo secreto y maravilloso. Yo lo descubriré. Somos casi mellizos, ¿no lo ves? Debemos saber”.
Probablemente Teresa Wright fue seleccionada para ese papel por recomendación de Thornton Wilder, que la conoció en Broadway como actriz sustituta de Dorothy McGuire en la puesta de una obra suya: Nuestra ciudad (Our Town, 1938). Uno en los diálogos, otra en la actuación, supieron dar a la cinta ese toque provinciano, dulzón, que contrasta con la dureza y energía de Cotten y la habitual malicia hitchcockiana.
Antes de sepultar a Teresa Wright como “una de las grandes actrices del cine estadounidense de los años 40”, habría que verla otra vez por lo menos en esos dos momentos: sorprendida por el nacimiento de una nación de pequeñas zorras, o atemorizada por las sombras que se crean en el rostro que mira en el espejo.

Marzo 2005

lunes, marzo 07, 2005

LAS FRONTERAS DEL DIABLO

Producto típico de la fábrica hollywoodense es el filme Constantine (2005), basado en la historieta para adultos Hellblazer. Lo primero a lamentar es que en el paso del cómic a la pantalla se haya perdido el público maduro, pues los productores calcularon que con ese perfil la cinta habría tenido una distribución limitada y, en consecuencia, una notable merma en las ganancias. Esto implicó una primera renuncia al original. ¿Cómo es que un cómic hard puede convertirse en una ligera ficción para adolescentes?
Lo otro es el posible error de casting (o miscast) que significa haberle dado el papel de John Constantine a Keanu Reeves, cuya presencia (o ausencia activa) en la saga Matrix de los Wachowski no termina aún por olvidarse, y que vuelve a lo mismo: la lucha entre humanos y robots tiene su correspondencia en esta guerra entre Dios y el Diablo; y Constantine, como Neo, es uno de los elegidos para definir una batalla que parece crucial, con un Cristo posmoderno cuyo sacrificio lleva a las fuerzas en pugna a encontrar nuevo equilibrio... (Cosa curiosa: en ambos enfrentamientos, con Lucifer o el señor Smith, el protagonista tiene la humorada de hacer con la diestra un gesto obsceno que ya se está volviendo el sello de Reeves, su triste momento estelar.)
Los seguidores de la historieta hubieran agradecido la elección del cantante británico Sting, que es el modelo gráfico de John Constantine, pero se optó por lo aparentemente seguro y de esa manera se volvió a filmar Matrix con un discurso no filosófico-cibernético sino teológico-migratorio. De hecho, en el desenlace del circo de los hermanos Wachowski el hacker Neo era ya caricatura de sí mismo, y en esta nueva entrega la parodia se eleva al cuadrado o a la décima potencia, con un héroe que también viste de negro y anda por ahí no para dar de baja programas desquiciados sino deportando diablillos ilegales con su ametralladora-crucifijo, inverosímil policía fronterizo que custodia el muro acuoso que separa la tierra del infierno.
Si en el largometraje tanto se insiste en el verbo “deportar”, llama la atención que al entrevistarse con la prensa tanto a los guionistas Kevin Brodbin y Frank Capello como al director Francis Lawrence les haya parecido disparatada esa lectura política tan claramente expuesta en la cinta. ¿Cómo se les ocurrió iniciar con un paisaje mexicano como cuna del mal y con un indígena poseído que cruza la frontera y a cuyo paso se derrumba la vida? ¿Por qué ambientar esa guerra teológica precisamente en los comercios latinos del centro de Los Ángeles? ¿Con qué intención ponen en boca de John Constantine esa frase graciosa que es preludio al ataque demoniaco, y de uso común en el sur de los Estados Unidos: “Caballeros, o se regresan o los deporto”? ¿Será que para estos artistas de la cinematografía México es el infierno, California la tierra y Washington el cielo que les tienen prometido?
Por alguna especie de ceguera divina, este súmmum teológico-migratorio es también puesto a un lado por un espectador atento a la fotografía, los efectos de sonido, los trucos generados por computadora o la peripecia argumental, lo cual tiene un efecto adormecedor: la imagen vence al entendimiento, seduce y apaga la crítica. Además, los medios impresos y electrónicos relacionados con la industria del espectáculo imponen día a día esa inercia de lo que debe ser percibido sólo formalmente, y en este caso fijarían como parámetros la brillantez de la puesta en escena, la belleza de la actriz británica Rachel Weisz o la impasibilidad de Keanu Reeves, por ejemplo. Y se juzga al todo por sus partes.
Con el escudo del glamour y lo espectacular, Hollywood globaliza el enceguecimiento, vuelve comunes sus tortuosos fantasmas; pocos rechazan el juego simbólico porque “no lo ven”. Incluso los hacedores del filme parecen no darse cuenta de lo que se pone en movimiento, porque son artesanos y fabricaron su montaña rusa. Siguen las reglas industriales: algo que sorprenda al principio, después un descanso, enseguida una caída leve, otra más pronunciada... Y el gran final, con vistosos disfraces o sofisticados trucos cibernéticos.
El cinéfilo asume la película con el mismo ánimo de quien va a pasar un buen rato, del que sólo busca divertirse con un entretenimiento inocuo y que acaso esta vez no le satisfaga pues el parque de diversiones tiene tema religioso, la lucha de ángeles y demonios, y un trasfondo de reacomodos limítrofes entre el primer mundo y sus vecinos pobres. Habría que ser cristiano devoto para inquietarse con ese Lucifer trasnochado, o ciudadano wasp para temer a la amenaza sureña sobre la que tanto alerta Constantine.
¿Será que se trata nada más de un filme desafortunado y no habría que tomarlo en serio? Uno de los rasgos del efecto cinematográfico es que actúa sobre el inconsciente. El rito de ver una película imita la actividad onírica: cuando las luces se apagan es como si los párpados se cerraran. De la oscuridad surgen imágenes que son atisbos de miedos inescrutables y mediante el análisis ulterior, diría Freud, puede resolverse el enigma, el misterio que está detrás de la representación... O su mensaje último.
Sólo que el sueño de Hollywood no es nuestro sueño, aunque a veces así lo parezca.

Marzo 2005

sábado, marzo 05, 2005

HOLLYWOOD Y LAS GATIMELÓDICAS

Otra de las metamorfosis asombrosas que ha hecho Hollywood con el “séptimo arte” —además de volverlo producto meramente comercial y máquina de mensajes políticos, y de esterilizar así las búsquedas estéticas—, es convertir a las películas en largos y sofisticados anuncios publicitarios. Pocos filmes escapan de esa calificación. Incluso una cinta tan respetable como Blade Runner (1982), de Ridley Scott, tiene sus patrocinadores: Coca-Cola al comienzo, con un gran monitor en donde una geisha recomienda la bebida; Atari a medio largometraje, cuando Rick Deckard (Harrison Ford) anda a la caza de replicantes por las calles de esa ciudad de Los Ángeles del futuro; y al final, en la entrañable secuencia de la azotea, en que aparece como fondo un espectacular luminoso de TDK.
Desde esa perspectiva, adquiere nuevos sentidos el discurso del androide Roy Baty (Rutger Hauer) antes de morir: “He visto cosas que los humanos ni se imaginan...”, pues no sólo seguimos la trama sino que, acaso sin darnos cuenta, estamos siendo adiestrados para convertirnos no en robots sino en obedientes consumidores.
Tómense algunos títulos al azar y obsérvense desde el punto de vista de su mensaje comercial: en la comedia Lo que ellas quieren (Wath Women Want, 2000) se cuenta paso a paso cómo se origina la campaña publicitaria de una muy conocida marca de accesorios deportivos; en Alien contra Depredador (Alien Vs. Predator, 2004), un arqueólogo encuentra en sus excavaciones en Teotihuacán la tapa antigua de un refresco y la convierte en amuleto; en Constantine (2005), al exorcista que interpreta Keanu Reeves le llama la atención en su paseo nocturno el anuncio de una camioneta y detiene en él la mirada unos segundos...
Una cinta que debió haber sido reconocida en su tiempo por sus aportaciones en el campo del comercial extendido, y que injustamente no fue considerada para los premios Oscar de ese año, es Josie y las Gatimelódicas (Josie and the Pussycats, 2001), que no deja cuadro sin anuncio. Se trata, probablemente, de la película con más publicidad en la historia del cine. Cada escena tiene sus respectivos anunciantes, por lo que se pegan logotipos de las firmas patrocinadoras en los sitios más singulares: si las chicas del grupo gatuno-musical viajan en una avioneta, el interior muestra calcomanías de una cadena estadounidense de supermercados; si están en la habitación de un hotel, las alfombras lucen estampas de una marca de cosméticos y hay pegotes de esa firma en los cristales de las ventas; si una de estas adolescentes aspirantes a roqueras se ducha, hay calcomanías de un conocido negocio de hamburguesas en su entorno y su delicada esponja de baño se asemeja a unas papas a la francesa metidas en su cajita roja con una estilizada eme amarilla; cuando hay algún pleito físico contra los malos, se hacen tomas en contrapicada para que destaque el tapete del anunciante de esa secuencia.
Lo curioso es que el filme trata de los mensajes subliminales, de cómo son colocados como oculta pista de fondo en insulsas canciones pop; y las inocentes chicas del grupo musical descubren ese plan malévolo y lo combaten. Pero fracasan, pues el largometraje protagonizado por ellas sirve a unos amos todavía más poderosos.
La estrategia se ha vuelto universal: en una película mexicana reciente, Temporada de patos (2004), se publicitan consolas y juegos de video, pizzerías, dulces y un refresco de agua carbonatada... Cada personaje tiene algo que vender, y con ello se pierde acaso su posible eficacia dramática al ser transformados en espectaculares móviles. Si en Estados Unidos los argumentos a este respecto se dan en torno a que simplemente se están haciendo negocios (y que el comercio es el fin último de todo lo que se produce), en México se retuerce la margarita: se alega que contratar anunciantes es una forma válida para que los directores puedan seguir filmando y realizar su “obra personal”, pues de otro modo tendrían que buscar un oficio diferente y nuestro cine se vendría abajo... ¿Qué tan personal puede ser una ficción que ha sido agredida de esa manera por la publicidad?, ¿no es esa otra forma de que el cine de México continúe su caída libre?
Se actúa por espejeo, como ha ocurrido tantas veces: lo que se hace del otro lado del río Bravo es aplicado acá sin considerar las pérdidas que en el proceso sufre, en uno y otro país, el arte cinematográfico.
En los años sesenta, Herbert Marcuse describía a las sociedades industriales como un mundo regido por la abrumadora necesidad de producir y consumir el derroche; la necesidad de un trabajo embrutecedor y modos de descanso que alivien y prolonguen ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios administrados, una prensa libre que se autocensura, una libertad de escoger entre marcas de fábrica y artefactos... En ese contexto podemos ubicar el papel del cine de empresa, que es fábrica no de sueños sino de consumidores.
Triste es decirlo: en nuestro tiempo unidimensional, cuando se va al cine la mayor parte de las veces ya no ve uno cine sino publicidad o propaganda política, o una mezcla rara de anuncios, discurso político y ficciones mal dispuestas. Y el espectáculo cinematográfico se torna así un pasmoso trompe-l’oeil, aletargante engaño a la vista.

Marzo 2005
EL CINE PSICÓTICO

Es sorprendente la poca imaginación que muestra Hollywood en su oferta cinematográfica, sobre todo si se piensa en una industria poderosa que realiza inversiones millonarias en pagos a directores, guionistas, cinefotógrafos, actores, publicistas... que buscan acaso realizar su mejor esfuerzo. Quizá la clave está en la palabra “industria”: se trata no de presentar una obra artística (una historia original contada de la mejor manera) sino un producto que cumpla una función en el mercado, con una corrida exitosa en las salas o con buena venta en sus versiones en video o DVD, y por ello se acude a fórmulas que ya han funcionado.
Se diría que los productores creen estar armando montañas rusas, y varían poco los trazos pero mantienen el recorrido en su esencia (con banderitas de barras y estrellas aquí y allá, puestas como al descuido), pues se han dado cuenta que la gente gusta de subirse a esas construcciones mecánicas y no se exige sino un poco de más emoción: se perfeccionan los efectos de sonido o los trucajes computarizados y se amplían las pantallas.
Del otro lado están los espectadores, que parecen no cansarse ante lo previsible y acuden como somnolientos a ver lo que ya han visto antes con otros protagonistas, por la vía directa del remake o una leve variación. Es decir, a Hollywood no le importa repetirse; y a quienes van a los complejos cinematográficos tampoco les molesta que esto así ocurra. Lo rutinario tiene un efecto tranquilizador; se acude al cine sólo para pasar el rato. Sin embargo, cada cinta es presentada como si fuera “otra cosa”, un paso adelante.
Incluso cuando Hollywood se renueva lo hace para convertir lo nuevo en algo ya conocido: si un joven director en un principio sobresale, para su segundo o tercer filme será otro más de sus obedientes artesanos. Se trata, según el viejo precepto gatopardista, de que todo cambie para que todo siga igual. De ahí la estrategia de inmovilizar lo que podría ser “arte” y que de ese modo (al trabajar con esquemas probados, a la caza de consumidores y no de espectadores) ya no lo es. Técnicamente se tiene “lo mejor” como para convertir metáforas escritas en grandes secuencias de imágenes; podría llegarse a extremos que la imaginación nunca pensó alcanzar... Mas no se trata de eso. Habrá que insistir: a Hollywood no le interesa el cine como “séptimo arte”, ni lo que ahí se realiza puede ser apreciado de esa manera.
Hace poco el pasmoso George W. Bush sugirió que en ese condado de California se encontraba el corazón de los Estados Unidos, pero debería pensarse en su industria cinematográfica como una fuerza de ataque tan o más efectiva como la militar, con misiles que van de país en país sin que se oponga, prácticamente, resistencia. Esos misiles pueden incluir mensajes degradantes para otras naciones, por ejemplo, y nada ocurre, porque el rostro que lo acompaña es atractivo: George Clooney o Julia Roberts, Uma Thurman o Brad Pitt. La sonrisa esconde el puñetazo, la agresión.
Un poco al azar, tómese una cinta como Mente siniestra (Hide and Seek, 2005), por estos días en la cartelera, en la que actúan Robert De Niro y la extraordinaria jovencita Dakota Fanning. Despójese al largometraje del enigma publicitario, y se revelará otra película de psicóticos, un enésimo Norman Bates con graves conflictos de personalidad: el padre de familia vencido por el fantasmal Charlie, que es su alter ego, su otro yo. Hasta el cuarto de baño tiene presencia, según el modelo hitchcockiano.
Podría pensarse que productores, guionistas y director se reunieron para planear un estreno más de temporada, y se hicieron la siguiente pregunta: ¿cómo filmar otra vez Psicosis (Psycho, 1960)?, ¿qué variaciones podrían intentarse? Uno de ellos propuso desviar la atención del espectador: enfocar el misterio en la hija, en una menor, como si de ella viniera el mal, y descubrir luego que.... “Perfecto”, diría uno de los inversionistas. Otro recordó el viejo truco de los vecinos en conflicto, también como táctica distractiva. “Genial”, celebró el socio capitalista, atento no a la redondez de la trama sino del negocio. Cambiaron la regadera por una tina; a la madre posesiva por una esposa infiel... Para cuando el espectador ya no tuviera dudas sobre la personalidad torcida del personaje interpretado por De Niro, se creó una frase ingeniosa que revela su locura; es cuando le dice a Dakota: “Siento que nuestras relaciones se están poniendo un poco tensas”, con un pie en la farsa.
Es patético ver a Robert De Niro en algo como esto, y también es lamentable que Dakota Fanning sólo pueda mostrar en filmes de este tipo su gran capacidad histriónica, pero una cinta como Mente siniestra (también de título siniestro en español, pero es lo que los distribuidores consideran atractivo para un país con un bajo nivel cultural) es un reflejo claro de Hollywood, de cómo funciona su maquinaria: sus inercias, su pobreza creativa, su desprecio a lo sensible, sus trampas... La industria está condenada a repetirse, y nosotros estamos condenados a seguir fielmente, estreno a estreno, semana a semana, sus insultantes ficciones empresariales.
Decía Aristóteles que donde hay mucho ingenio hay poca riqueza, y al revés: que la gran riqueza va normalmente acompañada de un ingenio parco. Así es la imaginación del poderoso Hollywood: pobre, muy pobre.

Febrero 2005