miércoles, enero 23, 2019


Fernando del Paso: una escritura siempre viva

La inútil certeza de la muerte de Fernando del Paso (1935-2018), ocurrida apenas el 14 de noviembre a las 9:05 en Guadalajara, Jalisco, provocó un aluvión acaso excesivo de valoraciones que lo singularizan y a la vez lo aíslan. La sorpresa tiende a exagerar y vuelve único lo que es, a la vez, común. Se trata, es cierto, de un autor en muchos sentidos excepcional, mas es difícil no ubicarlo entre sus contemporáneos igualmente excepcionales; y sus señas particulares (sobre todo, la pasión por la desmesura en la escritura) se vuelven el sello de una generación si lo pensamos en una foto grupal junto a, por ejemplo, Juan García Ponce (1932-2003) y Salvador Elizondo (1932-2006). Tres plumas desbordadas. Decir que una fue un poco más allá que las otras sería injusto. Marchan los tres a la par (aunque suene raro). Y son, también, muy diferentes.
Entre otras cosas, fueron lectores de James Joyce. Hay el relato de una mítica reunión de Elizondo con Del Paso cuando se propusieron traducir juntos Finnegans Wake. García Ponce arranca el capítulo segundo de su Crónica de la intervención (1982) con esta parodia del inicio del Ulises: “Imponente y rolliza, la tía Eugenia apareció al pie de la escalera con un elegante vestido negro y su bastón de ébano…”
En ese libro, por cierto, se propone García Ponce una intervención de la imaginación sobre la realidad; crea en él un movimiento estudiantil paralelo al sucedido en la historia patria, en un país también ficticio. Ello no oculta sino descubre, arma una verdad acaso más cierta que la conocida. Su extensa crónica del año 68 es potenciada por esa reconfiguración que logra el arte narrativo. Algo similar ocurre con Palinuro de México (1977) de Fernando del Paso al mezclar dos paisajes: el vivido por el autor en los años cincuenta, como estudiante de la Escuela de Medicina en el antiguo barrio universitario, y el del año 68, cuando ya existía, lejos de ahí, la Ciudad Universitaria. Esa desubicación no altera la sustancia, y hay una fecha fatal, la de la madrugada del 28 de agosto, cuando el protagonista intenta subir la escalera de su edificio frente a la Plaza de Santo Domingo luego de ser atropellado en el Zócalo por un tanque del Ejército, y muere en el intento. A propósito de ello, y acaso sin saber de Palinuro, escribe García Ponce esto que puede ser el epitafio del personaje: “Y ni un tanque ni aquel que lo conduce puede advertir que ha pasado por un cuerpo humano”.
El diálogo entre las obras de Elizondo, García Ponce y Del Paso será una labor a futuro. Debe decirse que caminaron juntos. Ahora las circunstancias imponen hablar del último de esos mohicanos, quien se presenta en sociedad en 1958 al publicar, en la colección Cuadernos del Unicornio, bajo la tutela de Juan José Arreola, la plaqueta Sonetos de lo diario. El año siguiente escribe dos cuentos, “El tesoro” y “El estudiante y la reina”; el segundo aparece en la revista veracruzana La Palabra y el Hombre. Hay otro, “La cama de piedra”, que dice haber enviado a Colombia, al Espectador o El Tiempo de Bogotá, y cuyo original no conservó. Y un cuarto relato recreaba esta experiencia: al ir en el autobús, por el norte de la Ciudad de México, vio a un hombre que cargaba un pequeño féretro blanco y a una mujer tras él que recogía crisantemos silvestres. Ante esa imagen poderosa se bajó del autobús y los siguió, con lo que conoció así los campamentos ferrocarrileros de Nonoalco-Tlatelolco. Ese encuentro será el germen de José Trigo (1966), su primera novela.
José de la Colina visitaba a Del Paso durante la hechura de José Trigo, y recuerda que éste armó, con papel y engrudo, una montaña, que era su Volcán de Colima, y con soldaditos de plomo imaginaba las batallas entre los cristeros y el Ejército federal, hecho del que algunos de sus personajes, luego instalados en los campamentos ferrocarrileros, fueron sobrevivientes. El otro suceso recreado en la novela será, claro, el movimiento ferrocarrilero de 1958-1959.
Del Paso se topa con éste sin planearlo. La historia se le impone. Algo similar ocurre con Palinuro de México. Hace poco, entre los papeles de su papá encontró Paulina del Paso el texto de la presentación del escritor en el ciclo Los Narradores ante el Público, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. El caos de la época había ocultado el recuerdo de esa conferencia, ocurrida en agosto de 1968. Del Paso entendió que se trataba de hablar de sí mismo y de leer enseguida fragmentos de una obra en proceso; y decidió fundir esos dos propósitos, por lo que se permitió reinventar su pasado y crear, a la vez, un entorno familiar que era reconocible y también imaginario. Dijo entonces: “En esta novela no me limito a contar lo que fue mi vida y la vida de los seres más cercanos a mí, cuento también, contaré lo que quise que fuera mi vida, hasta el momento o desde el momento en que la maravillosa aparición del azar en lo que escribo y cuento, haga que me olvide de mí mismo, y que comience a contar lo que quiero que haya sido, y sea la vida de mi personaje y de los seres que lo rodean”.
Estaba por nacer Palinuro. Y lo que entonces sucedía en las calles, en uno de los meses definitivos de la protesta estudiantil, terminó por filtrarse e incluso inundar esa novela en proceso. Esto crea una paradoja, pues puede decirse ahora que Palinuro nace y muere en agosto de 1968.
Del Paso no se propuso, en sus comienzos, escribir novelas históricas, y fue la historia la que se metió en sus libros. Quizá ya lo planeó así en el proyecto de Noticias del Imperio (1987), su tercera novela, para la que precisó toda una biblioteca como base de su investigación. Su último proyecto vasto, de reflexión teológica, Bajo la sombra de la historia, dejó un solo libro impreso (editado en 2011), uno más escrito a medias y el tercero enteramente en blanco. Mas ese título lo resume, por varias cosas. Están las páginas autobiográficas del primer tomo, que señalan lo cierto que heredó Palinuro de su vida; y está la cifra de un autor que escribió tres grandes novelas, mamotretos muy queridos, bajo la sombra, o el asombro, por la historia.
En la última década vio aparecer el cuerpo de su obra en pulcras ediciones del Fondo de Cultura Económica. Quizá le pudieron presentar recién impresa, en estos días, antes del fatal amanecer, La muerte se va a Granada (de publicación original en 1988), su pieza en verso en memoria de Federico García Lorca. Y recibió en España en 2015, con todo el garbo, el Premio Cervantes. Partió como los grandes. Sus libros, llenos de vida, están a la mano, no hay pretextos para no seguirlos frecuentando. Que así sea.

Diciembre 2018

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martes, enero 22, 2019


Alfred Hitchcock, hombre en suspenso

Una exposición algo limitada, que nada tiene que ver en calidad y amplitud con la de Stanley Kubrick que se montó hace un par de años en la misma Cineteca Nacional, ni tampoco, en lo que a Alfred Hitchcock respecta, con la que estuvo en París y Montreal casi dos décadas atrás (Hitchcock y el arte: coincidencias fatales), nos ha dado la oportunidad de volver a ver en pantalla grande parte de la filmografía (casi toda su etapa estadunidense) de aquel que fue bautizado comercialmente como el “mago del suspenso”, pero que siempre fue más allá de esa seña equívoca. Lo dice muy bien Guillermo del Toro en su volumen monográfico (de 1990, reeditado en estos días como acompañamiento de la muestra): “Hitchcock es el gran maestro de los sentimientos humanos (de las debilidades en especial) y no se limita a ser el ‘mago del suspenso’, título fácil que lo hace ver como el relleno de una variedad en una fiesta infantil”.
Sería, en tal caso, una fiesta infantil atacada por unas aves furiosas, como sucede en el cumpleaños de Cathy Brenner en Los pájaros (The Birds, 1963)… Por cierto, se pregunta Del Toro por qué son los pájaros los emisarios del caos en la cinta, eso qué significa; e incluye, al revisar la bibliografía clásica hitchcockiana, variadas respuestas. Está la de Truffaut, para quien las aves están “básicamente hartas de ser capturadas y confinadas en jaulas —si no son comidas— […] y han decidido invertir los papeles”. Coincide con él Robin Wood: “Los pájaros se están vengando del hombre por la persecución de que éste los hace víctimas”. El cineasta español Víctor Erice cree que la cinta plasma “una serie de obsesiones procedentes de la marcada educación católica” de Hitchcock, por lo que la aparición del mal puede tener un origen divino…
Por lo pronto, ya hemos dado un par de nombres a los que hay que acudir de inmediato para entender mejor a Alfred Hitchcock. Son los libros y los autores que pueden acompañarnos a las salas cinematográficas. El primero es François Truffaut y El cine según Hithcock (Le cinema selon Hitchcock, 1966; 1974 en español, con continuas reediciones en Alianza Editorial); y el segundo es Robin Wood y El cine de Hitchcock (Hithcock’s films, 1965; con una única edición en Era de 1968)… De estos títulos se sirve primariamente Del Toro, quien no tuvo acceso, claro está, cuando publicó su libro en 1990 e iniciaba su carrera como cineasta, al tomo que Camille Paglia dedica a Los pájaros, aparecido ocho años después. ¿Cuál sería la respuesta de Paglia al misterio de esas aves depredadoras? Cree que la autora del relato original, Daphne du Maurier, pudo haberse inspirado en los bombardeos a Londres durante la Segunda Guerra Mundial y el terror que éstos generaban; asegura además que en Hitchcock “la mujer es el cuervo, y sus tacones altos, semejantes a estiletes, son las garras de la naturaleza rapaz”… Combina ambas explicaciones al decir que la llegada de Melanie Daniels (Tippi Hedren) a Bodega Bay “se asemeja a los comandos que desembarcaron bajo el fuego y escalaron los acantilados de Normandía el Día D”. Habla de la vagina, a partir de William Blake, como la jaula del varón. Se pregunta si la furia de las aves es una exteriorización de las soterradas animosidades y de los celos criminales del triángulo femenino de la película: las dos novias de Mitch y su madre. Cita a Hitchcock cuando apunta: “Todo lo que puedo decir acerca de Los pájaros es que la naturaleza suele ser terriblemente dura con nosotros si jugamos con ella. Los hombres desenterraron el uranio de las entrañas de la tierra y mire lo que ha pasado. Los pájaros expresa la naturaleza y lo que ésta puede hacer, así como su inherente peligrosidad”.
Luego de evaluar todo ello concluye Camille Paglia que “Los pájaros no es sino una pelea entre los ‘pájaros del amor’ y lo que Truffaut llama ‘los pájaros del odio’, una batalla entre múltiples, contradictorios impulsos”.
Yo tengo una explicación más simple: las aves son símbolos fálicos. En Hitchcock siempre hay un componente sexual enrarecido. En De entre los muertos (Vertigo, 1958), por ejemplo, insiste en mostrar, aun con perspectivas forzadas, aquella torre Coit que está en la cima de una montaña en San Francisco, y que literalmente presenta (o representa) la potente erección del protagonista… Lo que recuerda al poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig y su “Epitalamio ancestral”:

Con pompas de brahmánicas unciones
abrióse el lecho de tus primaveras,
ante un lúbrico rito de panteras
y una erección de símbolos varones…

Bajo esta perspectiva podrían ser revisadas muchas de las películas de Alfred Hitchcock y uno encontraría, dispersos aquí y allá, esos “símbolos varones”. En Los pájaros esto se incrementa, pues las aves llenan la pantalla, en un paisaje casi orgiástico; y ese ataque final a Melanie Daniels, la escena en la que se invirtió mayor número de tiempo (con un esfuerzo similar al que llevó el asesinato de la ducha de Piscosis), es una tremenda violación múltiple. De hecho, luego de esa semana de estar enjaulada y rodeada de pájaros sujetos a su ropa la actriz tuvo un colapso nervioso que la condujo al hospital. A la vez, durante la filmación Tippi Hedren sufrió un gran acoso por parte del director (que en estos tiempos sería severamente sancionado por la opinión pública, con una condena unánime en las redes sociales). En lo privado, ella marcó sus distancias con Hitchcock, se atrevió a decirle que no; aun así, él consumó otro ataque sexual contra ella en un siguiente filme, Marnie, la ladrona (Marnie, 1964), en aquella otra escena en la que el marido (Sean Connery), casado con la joven mediante un chantaje (al hacerle saber que está enterado de sus continuos robos a hombres ricos), la penetra, en su luna miel, ante el rostro impávido de la mujer. Se dice que Tippi Hedren mantuvo, en esta segunda filmación, la misma frialdad con el director que su personaje con los hombres, y que su comunicación se dio a través de terceros. Por su rechazo, Hitchcock amenazó con hundirla. Y logró hacerlo, al congelarla como actriz. Esto no parece importarle demasiado a Camille Paglia, reconocida figura del feminismo moderno, para quien en el difícil diálogo privado con el cineasta Tippi Hedren tuvo la última palabra.
No es la mía una acusación a destiempo, pues se trata de anécdotas muy conocidas. Hay incluso una cinta para televisión, La chica (The girl, Julian Jarrold, 2012), que detalla lo ocurrido a Tippi Hedren. Tampoco se trata de desacralizar al director. Como titularía su obra biográfica Donald Spoto (otro de los autores básicos), tenía Hitchcock un “lado oscuro” que es acaso, además, una de las fuerzas que subyacen a su cinematografía: una visión compleja, algo tortuosa, de las relaciones humanas. Su cine, por lo mismo, no puede ser observado de modo inocente. Si lo celebramos sólo por su virtuosismo técnico o por crear sofisticados aparatos de entretenimiento, estamos siendo superficiales y se hace a un lado lo esencial. La oscuridad está en el fondo.

Dos asesinos

Véase, por ejemplo, la que se considera como la primera “Hitchcock movie”, El inquilino (The Lodger, 1927), en realidad la tercera de la lista, en donde ya aparecen temas u obsesiones que serán desarrollados en los títulos siguientes. Incluso hay un largo hilo que va de esa cinta, también llamada El asesino de las rubias, a Frenesí (Frenzy, 1972), la penúltima, en donde aparece un personaje que es conocido como “el asesino de las corbatas” (por ser ese su instrumento favorito para matar). Uno y otro son reencarnaciones de esa patología que ve en la mujer a la víctima o el enemigo a vencer, cuando la cercanía implica peligro. En El inquilino (qué curioso) hay una escena que parece anticipar el muy famoso asesinato en la ducha de Psicosis, cuando el huésped (Ivor Novello), del que entonces el espectador sospecha que puede ser el “vengador” (quien cada martes estrangula, en un Londres neblinoso, a una dama rubia) intenta ingresar al baño en el que Jane (Daisy Jackson) se asea. El seguro está puesto, y sólo tiene lugar un diálogo con la puerta de por medio. En el futuro, y en la imaginación de quien ve ahora ese filme, no habrá puerta que detenga al criminal, pues nada le cierra el paso a Norman Bates.
Daisy Jackson es la primera rubia Hitchcock. Y una de las más célebres será Grace Kelly, quien aparece en tres películas del cineasta británico: Con M de muerte (Dial M for Murder, 1954), La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y Para atrapar al ladrón (To Catch a Thief, 1955). Ella cuenta, como algo anecdótico (una curiosidad del “detrás de cámaras”), cómo en el primero de esos tres filmes, al trabajar en la escena en la que su personaje sufre un intento de estrangulamiento, el director pidió a los implicados que se comportaran como si se tratara de la filmación de un encuentro sexual. Este momento fue visto, ahora, en la Cineteca Nacional, exactamente como lo filmó Hitchcock, en tercera dimensión; y las manos de Grace Kelly salieron de la pantalla para tomar unas tijeras que terminará por incrustar en la espalda de su ejecutor.

La incomodidad del voyeur

Hitchcock hace parecer natural, e incluso alegre, lo más truculento. La ventana indiscreta cuenta cómo se realiza un feminicidio: el marido, harto del mal humor de su esposa, la mata y la hace pedazos, con un cuchillo de cocina y una sierra. Parte de esa historia es observada por un vecino fotógrafo que está encerrado en su departamento luego de haber sufrido un accidente, al capturar una imagen periodísticamente valiosa en una carrera automovilística. La parte alegre del argumento, los intentos del fotógrafo por no comprometerse con su novia y llevar un romance ligero, sin futuro, tiene el contrapeso de ese hecho sórdido que ocurre a unos pocos metros, en el departamento de enfrente. Quizá se trate de una de las cintas más complejas del autor, quien convierte ese patio trasero (una enorme construcción montada en un foro hollywoodense) en un sistema de multipantallas, en el que cada ventana cuenta una historia, la mayor parte del tiempo de modo gestual, con los recursos del cine mudo. Eso se admira aún más en la sala cinematográfica, donde La ventana indiscreta adquiere mayor potencia. Se diría que ese es su elemento natural, como cine puro, para brillar al cien por ciento.
Es un cuadro en el que están reflejados los futuros posibles de la pareja, e incluso las combinaciones que se pueden dar en las relaciones humanas, pues en el grupo están incluidos: una pareja de lesbianas, una familia convencional, los recién casados, la soltera joven acosada por los lobos, la soltera madura a la que deprime no encontrar un buen compañero, la escultora que disfruta su soledad creativa, el músico en sus crisis al intentar dar forma musical a una nueva melodía, la pareja madura con un perro como hijo (perrijos, les llaman ahora)… Son espejos de lo que viven o podrían vivir L. B. Jefferies (James Stewart) y Lisa Fremont (Grace Kelly). El reflejo más arduo, claro que está, es el de la pareja mal avenida, lo que desembocará en el crimen del que ellos serán testigos indirectos.
Es asombroso, en verdad, cómo todo esto puede estar ocurriendo en la pantalla; y aun en estos tiempos de grandes adelantos tecnológicos, la creatividad del cineasta, y su astucia para realizar este montaje, va más allá de lo que uno podría prever: se trata de un cine elevado a la décima potencia.
Además, en Hitchcock hay una suerte de denuncia implícita, que es también el señalamiento de una enfermedad común: en lugar de mirarnos a nosotros mismos, e indagar en nuestros miedos más profundos, nos detenemos a ver lo que le ocurre al vecino y lo juzgamos. El espectador va al cine a enterarse de lo que viven los otros. El arte cinematográfico ofrece la posibilidad de asomarse a un espacio privado, da licencia para observar.
El voyeur es el protagonista… pero todos lo son con él, hasta percatarse de que aquello que se mira es lo que mejor los retrata. El psicópata más truculento, ese que vigila desde un agujero a la dama que se prepara a ducharse, es alma gemela del cineasta y del espectador. Las ventanas son espejos. El que mira a los otros se mira en los otros.
No es gratuito que Psicosis arranque como una invitación a observar lo que ocurre en un cuarto de hotel, al que se accede precisamente a través de una ventana indiscreta. Se invade un espacio privado, de ahí la incomodidad de quien observa. ¿Y qué hay? Una pareja de amantes furtivos que acaban de tener sexo a media tarde, a la hora del almuerzo. Algo que acaso no debíamos estar viendo pero que nos interesa. Con igual morbo se llega al momento del crimen, en donde el espectador asume, con Bates, su travestismo, y su furia. Su gran cuchillo es, de nuevo, un evidente símbolo fálico.
Para el público que cae en las redes del cineasta hay un equilibrio extraño entre la fascinación, producida acaso por su virtuosismo técnico, su hábil manejo de las herramientas cinematográficas, punto en el que muchos prefieren detenerse, y esa incomodidad de ver a la humanidad retratada en sus aspectos más truculentos. Porque en sus películas el hombre no es sólo “el otro”, el de enfrente, sino también uno mismo. Si un momento lo descifra es el gran final de Vertigo: cuando James Stewart contempla el abismo y no se sabe cómo enfrentarlo. Lo que es triunfo y derrota: poder verse al fin de modo profundo (milagro que logra en sus mejores películas este mago del suspenso metafísico) y darse cuenta de lo inútil de ese descubrimiento.

Diciembre 2018

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Encuentros con Ida Vitale

Eran los años ochenta. Acababa de publicar Siglo XXI en tres tomos desencuadernables —sin que esa fuera la intención— las Obras completas de Felisberto Hernández a partir de una edición uruguaya, despojándolas de su aparato crítico, sin señalar los años de publicación de cada libro y con datos mínimos sobre el autor… por lo que era necesario ir a otras fuentes para darles un contexto adecuado. Para ubicarlo en su tiempo y ubicarse uno en su prosa como lector de ese extraño cuerpo narrativo. Estudiaba yo en la ENEP Acatlán, por los rumbos de las Torres de Satélite, y alguien me habló de un académico y poeta uruguayo, Enrique Fierro, entonces profesor en la escuela. Él podría hablarme de Felisberto. Lo ubiqué en su cubículo, me presenté como joven lector de su compatriota y le pedí una entrevista.
—Sé de alguien que lo conoció y con quien te gustaría hablar —me dijo.
Ese alguien era la poeta Ida Vitale.
Así pactamos una cita en la colonia Polanco a la que fui con mi amigo Daniel González Dueñas. Quisimos desarrollar algo que, los dos muy jóvenes, llamamos entrevista-ensayo; es decir, plantear a la entrevistada una serie de ideas en torno a la escritura de Felisberto para obligarla un poco a trabajar sobre ellas: las dualidades entre el niño y el adulto, entre pensamiento y sentimiento, sus antecedentes nacionales, la relación con Borges… Entonces no nos preocupamos por saber qué hacía esa pareja uruguaya en México, cómo es que habían llegado acá; ni siquiera preguntamos sobre sus proyectos escriturales. El tema obligado para nosotros era Felisberto Hernández.
Y ella respondió siempre de modo lúcido, brillante. Por ejemplo:
—¿Es la búsqueda del misterio más importante para Felisberto que una posible revelación final o culminatoria?
—Es muy probable. Le preocupa en especial la manera de excavar siempre más en la realidad. Sin duda, Felisberto vivió buscando ponerse en situación de misterio, de recibir esas imprecisas comunicaciones con el mundo. En “Tierras de la memoria” hay la escena del niño que, hospedado en una casa ajena, desnudo antes de tomar el baño, se le ocurre hurgar en el cesto de la ropa sucia. Esta imagen concentra la mayor parte de los motivos felisbertianos: la violación de un espacio ajeno (en este caso al estar en contacto con una prenda íntima femenina, como ruptura de una intimidad), la sutil perversidad (ese registro que nos coloca en una extraña incomodidad de la que a pesar de todo somos cómplices), la exigencia de estar despierto ante el misterio (no le importa tanto lo que descubre sino el riesgo, la osadía, el atreverse a atisbar). Él se pone en situación de receptividad. Mucho después se pusieron de moda las filosofías orientales que pregonan ese estado de apertura; Felisberto va tras ciertas esencias, ciertos estados naturales, ciertos esquemas que se repiten, situaciones clave: esas vueltas a determinados puntos de concentración o de dispersión.
Ese fue el tipo de respuestas que nos dio Ida Vitale. En circunstancias similares, ante dos jóvenes que piden que se hable de otro autor, la mayoría de los escritores, incómodos ante esto y con el ego algo herido, encuentran la manera de hablar de sí mismos. Con ella no fue así. Su concentración ante el tema propuesto fue absoluta.
Me dedicó entonces su Oidor andante, publicado por Premiá en 1982, en estos términos: “Para Alejandro, al empezar una era felisbertiana, con amistad, Ida”.

Léxico de afinidades

En el Paseo de la Reforma, frente a la llamada Glorieta de la Palmera, había entonces un local de la Librería Robredo y tenían pilas de libros de Francisco Tario. Sobre todo de sus dos primeros títulos, editados precisamente por Robredo: La noche y Aquí abajo, ambos de 1943. En sus ediciones originales, que nunca se agotaron. Compré ahí un ejemplar de La noche y se los obsequié a Enrique Fierro e Ida Vitale, sugiriendo alguna afinidad entre Felisberto Hernández y Francisco Tario.
El tiempo pasó. Eso siempre ocurre. Y ellos dejaron México, me parece. Pero solían regresar, por lo menos una vez al año. Recuerdo haber tomado un curso de cuento latinoamericano, en la Facultad de Filosofía y Letras, impartido por Enrique Fierro. En 1994 la Editorial Vuelta publicó Léxico de afinidades de Ida Vitale, y los mismos de antes, González Dueñas y yo, les planteamos a ambos desarrollar en esta nueva conversación un léxico de afinidades mexicanas, paralelo a aquel recién editado, y del que había escrito Álvaro Mutis lo siguiente: “Debo confesar que, cada vez que encuentro un libro como éste, envidio al lector a quien le espera un placer que no se sospecha. Sé que volveré muchas veces a estas páginas densas y ágiles a la vez, que el libro estará siempre en mi valija de viajero impenitente y que mi primer asombro se tornará intacto cada vez que lo abra al azar”.
Éste, el azar, me lleva ahora a la palabra “ajo”, entrada que se resuelve en unos versos alegres:

Ajo enemigo de la digestión apacible,
merodeador de azufres del infierno,
sólo el castigo del aceite hirviendo
te redime y te lleva al paraíso.

En “ingenio” anoté al margen el nombre de Juan José Arreola, creyendo que se refería a él al hacer esta descripción: “Conozco a alguien cuyo aplomo argumental deslumbra: con aislar una frase de un largo libro que no necesita leer o con detenerse en una fracción desamparada de la vasta realidad —de la deleznable realidad que puede desmentirlo—, erige una creación veloz que parece una diadema de cordura. […] Su ingenio es su acto de amor, su razón de ser en sí y de ser en los otros. No es su culpa que la realidad no esté a la altura de lo que ve en ella”.
Les propusimos en la charla, decía, crear un léxico de afinidades mexicanas, del que rescato ahora algunos de los conceptos de Ida Vitale.
Exilio: El exilio es una operación irreversible. Siempre que uno se traslada deja atrás una cosa que cambió, y a su vez uno cambia, nunca se puede volver a lo mismo. Ni uno vuelve siendo el mismo. En resumidas cuentas uno queda para siempre como el alma de Garibay, para siempre flotando entre dos mundos. En el Léxico digo que las palabras son nómadas y la poesía las vuelve sedentarias. En realidad la poesía se beneficia del movimiento, que es la duda. Todo movimiento es duda. Y la duda es siempre beneficiosa.
López Velarde, Ramón: No sé cuándo lo leí por primera vez, seguramente en la antología Laurel, pero me acuerdo de cuando más tarde leí el poema de Silvina Ocampo inspirado en la Suave Patria. Encontré una semejanza, una inspiración, y me pareció sorprendente porque pensaba que sólo yo había descubierto a López Velarde. Laurelno circulaba en Uruguay pero ese libro me lo regaló José Bergamín, que lo había editado y que estuvo en Montevideo varios años como maestro: era un generoso difusor de la literatura mexicana. Él fue quien me hizo conocer a Paz, por ejemplo. Pero López Velarde ha resultado para mí un choque totalmente novedoso, una poesía con humor, con un increíble manejo del lenguaje, con una voz que parecía espontánea, nutrida en un lenguaje popular, y a la vez refinadísima y culta. Una poesía llena de novedades para mí. Lo sigo leyendo, y recuerdo haber encontrado en México, en una espléndida librería que supongo que ya no existe, allá por la calle de Mariano Escobedo, una primera edición de La sangre devota, así como otra primera edición de Cernuda. Después me enteré de que López Velarde conocía a Julio Herrera y Reissig y, bueno, uno puede a posterioriencontrar las relaciones: una lengua artificiosa en el mejor sentido del término, no una lengua cotidiana. Quizás en López Velarde hay una tendencia hacia un lenguaje más inteligible: en el caso de Herrera y Reissig hay una mayor apuesta a lo exótico. A la hora de considerar esto hay que pensar que Herrera está en otro momento de la historia literaria y que murió un poco más joven, en 1910. Eso hace una diferencia importante. Las vidas también fueron distintas; la de López Velarde, en medio de todo, fue más realizada, se identificó más con el público. En el caso de Julio Herrera, alguna parte de los libros son ediciones póstumas.
México: Mi experiencia mexicana se concentra en una sola palabra: gratitud. Quizás una palabra que en sí es horrible, pero no hay otra que refiera lo mismo: completud. La gratitud proviene de que éste es un país que nos dio las posibilidades de hacer lo que queríamos, de no estar limitados. Siento que no encontré límites en México. México está acostumbrado a que no haya un modelo sino que todo está generándose. En otras partes del mundo hay una tendencia casi natural a que se debe andar por las mismas vías, los mismos cauces, como que está mal apartarse, proponer una cosa distinta: debe repetirse lo que se hizo. Creo que todos tendríamos que ser como somos y seríamos todos diferentes. En cambio, en las ciudades pequeñas hay una tendencia a que haya que vestirse o pensar de la misma manera, y de inmediato se notan quienes visten o piensan o escriben de modo distinto, o incluso quien (por decir ejemplos absurdos) no juega a la lotería o a la rayuela cuando a todos los demás eso les gusta. Por ello ahí se dan más los raros, o la rareza es un modo más natural de ser. Acá en México ser raro es como serlo en París: nadie se fija en lo que la gente usa o come, todo existe. En las ciudades chicas a veces se plantea ese absurdo: los que están más cerca son los que están más lejos. Hay como una colisión, una división de territorios, un recelo. Aquí hay una amplitud, o la gente ha tenido la inteligencia de darse cuenta de que el campo de cada uno necesita del territorio de los otros, de que todo se hace entre todos. La libertad es lo que permite arriesgarse a hacer algo que es distinto incluso para uno miso. Eso es fundamental, que uno pruebe a hacer una cosa que antes no hizo. En otro espacio, uno se pregunta primero cómo va a ser recibido, y en México no se pregunta, simplemente se hace.
Obsidiana: Negro. Ceremonia. Filos. Un collar que me regaló María Elena Walsh. En Léxico de afinidades elegí esa palabra porque me encanta el sonido obsius. Soy fiel a lo que digo en el prólogo de ese libro: uso las palabras que me cantan. Me llamó la atención el origen de la palabra, nunca había pensado que obsidiana era la piedra de Obsius. Fue la pre-lación la que me llevó a registrar la palabra en el Léxico. Finalmente, hay una respuesta inmediata a la palabra o no la hay. Cuando la hay, bueno, tiene sentido recibirla.
Raros: Los hemos encontrado porque están vivos. Por suerte, en Latinoamérica los hay todavía Obviamente, Macedonio Fernández era un raro; lo eran Felisberto Hernández, Juan Emar… Francisco Tario, al que no conocemos tanto, podría serlo también. Un posible rasgo común a todos ellos es el no ser asimilados por la sociedad en general, o el no estar en una relación fácil con ella. En realidad es difícil conocer a los raros. Por definición, el raro es el que no es conocido, al menos, el que no lo es fácilmente en su tiempo. A veces uno descubre un raro y el raro después se “normaliza”. Una de las catástrofes ecológicas de este siglo es la desaparición del raro. No se le conoce en este mundo en que todo está editado en revistas. Y es que por antonomasia el raro es el que no va a llegar fácilmente a la publicación. Es casi una casualidad descubrir a uno de ellos, e incluso, en muchas ocasiones, un privilegio. Rousseau era un naíf, y también un raro. Yo creo que Felisberto era un raro que se defendía de serlo: sabía que iba a ser triturado por la sociedad si era un raro. Entonces se escondió. Como ser humano Felisberto no era, digamos, un raro. Trataba de hacerse un caparazón, una defensa. En el Uruguay, por ejemplo, vivían dos escritoras, Clara Silva y su hermana Concepción. Clara era mucho más conocida, estaba casada con un crítico entonces muy renombrado, Alberto Zum Felde, que cortaba cabezas o las coronaba. Mientras que Clara en el fondo se sentía rara, Concepción lo era en verdad; era un personaje muy extraño que escribía sonetos. La forma elegida era muy académica y los sonetos eran perfectos, con un sentido de la medida, del ritmo, pero los versos podían ser intercambiados. Si se establecieran series de rimas, se podrían barajar sus versos porque no había mucha ilación entre el primer verso y el segundo. Concepción hablaba por saltos, por elipsis; por ejemplo, una vez le pregunté: “¿Y este año no publicaste un libro?” Y me contestó: “Mi perra tuvo diabetes”. En apariencia no guardaba una relación lógica con la pregunta, pero después entendí que sí la tenía: ella pagaba la edición de sus libros, había tenido que gastar en el tratamiento médico de la perra, por lo tanto le fue imposible publicar el libro. Pero con ese mismo mecanismo, cuando nadie buscaba la relación, podía escribir un soneto ininteligible, aunque fuera hermosísimo. Concepción Silva llamó la atención de Girondo, de Caillois, de Supervielle, de Ramón Gómez de la Serna. Son los ángeles del mundo laico. Porque además Concepción Silva no veía la realidad como la veíamos todos. Vivía en una casa que era una ruina, destartalada, con un patio al aire libre lleno de pastito y las baldosas rotas, esas casas antiguas de Montevideo. En el cuarto en donde ella escribía era notoria una rajadura de arriba abajo. Y a alguien se le ocurrió hacer una gestión para sacarla de ahí y conseguirle un departamento, un lugar donde no tuviera frío y estuviera más cómoda. Y ella decía: “Mi palacio, ¿cómo voy a dejar mi palacio?” Le resultaba una agresión lo que había sido una idea protectora. Evidentemente su visión de la realidad no tenia nada que ver con la nuestra. Por otro lado, era muy astuta para defenderse. Uno siente una cierta afinidad o una maravilla ante el ser que contra viento y marea es capaz de mantenerse fiel a sus visiones y que incluso llega a lanzarse de cabeza al abismo, o a lo que los demás consideran el abismo. Supongo que es la sobrevivencia del romanticismo en medio de un mundo no romántico, si hablamos de romanticismo no como una escuela literaria sino como una constante del espíritu.

Colofón

Reviso los poemarios de Ida Vitale y encuentro en casi todos ellos dedicatorias para Enrique Fierro, a veces de forma compacta (“Para Enrique”, en Oidor andante y Sueños de la constancia) y otra como una declaración de amor también sintética (“A Enrique, en cuya soledad habito”, en Procura de lo imposible). Decía él: “Ella es la poeta, yo el advenedizo”. Sé que Enrique Fierro murió en mayo de 2016 en Austin, Texas. Los recuerdo juntos y alegres.
Ida Vitale recibirá hoy el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances; y en abril el Premio Cervantes. Quizá en estos reconocimientos está la respuesta de lo que se preguntaba en un viejo poema:

A fuerza de decir esto no sirve,
de deshojar sin piedad por el aire
los amores del día, la esperanza,
y de no ver las plumas del recuerdo
que el viento trae a morir en las ventanas,
esta bahía de humo sin cesar ni motivo
que me sube en el pecho,
luego de este desprecio diario
a mi corazón,
¿qué tendré un día, cuando la niebla pase,
entre las manos?

Noviembre 2018

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