lunes, noviembre 25, 2019


José de la Colina o el travestismo literario

Diez años atrás,
en el cumpleaños 75 de José de la Colina (1934-2019),
celebrado en la Sala Manuel M. Ponce
del Palacio de Bellas Artes, leí estas cuartillas.
AT

Recuerdas que en aquella época, finales de los años ochenta del siglo pasado, sentías cierta incomodidad ante la persona de José de la Colina. A la vez que te desempeñabas como crítico literario de El Semanario Cultural por él dirigido, ejercías como reportero de cultura en la revista Proceso, y ocurrió que el tratamiento de algunos temas, como las sospechas por aquella salida abrupta de Mario Vargas Llosa del país luego de su definición del Estado mexicano como una “dictadura perfecta” en el Encuentro Vuelta (por la tele, en vivo y a todo color), o el seguimiento tuyo de una polémica sobre la intervención posible de sor Juana Inés de la Cruz en la Segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres, polémica en la que se oponían los temperamentos de Octavio Paz y Antonio Alatorre, el tratamiento de esos temas en Proceso, decías, había provocado enojos múltiples en el futuro Premio Nobel de Literatura y, por ende, entre aquellos que la vidita literaria consideraba como “gente de Vuelta”.
Tú habías sido, en cierta forma, árbitro en el asunto de si se podía acreditar como de la Décima Musa la continuación de la obra de Salazar y Torres… pero la polémica comenzó cuando Vuelta tenía ya impreso y a punto de enviar a librerías el rescate, con el crédito en portada a sor Juana y con un orondo prólogo de Octavio Paz en donde se ufanaba por el descubrimiento y se apoyaba en el investigador Guillermo Schmidhuber (pretendido descubridor de la comedia perdida) para asegurar que se trataba de una pieza juvenil de Juana de Asbaje. En Proceso revisó Alatorre los elementos en que se basaban Paz y Schmidhuber, cotejándolos con sus propias investigaciones (pues él había hallado el mismo suelto pero de impresión posterior, y no lo había dado a conocer como de sor Juana porque no tenía aún armado completo el rompecabezas), para concluir que no pudo haber intervenido, de modo alguno, la poeta y dramaturga. Luego de muchos meses de réplicas y contrarréplicas, quiso Schmidhuber (nunca a la altura de la polémica) zanjar la cuestión con un absurdo estudio estilo-estadístico que sólo probó que él andaba ya perdido en el espacio. Y aunque nunca lo expresó abiertamente, en el asunto de la Segunda Celestina se supo Octavio Paz vencido.
Por eso y muchas cosas más (como dice la canción), cuando en Nueva York se encontró Paz frente al editor de cultura de Proceso el reclamo en torno a la suspicacias que había levantado la salida de Vargas Llosa y el tono de un penúltimo resumen tuyo sobre el enredo sorjuanista, fue enérgico; y el remate, la chute, en verdad no tuvo medida: “Y ese joven Toledo”, dijo don Octavio, con palabras que hasta la fecha lastiman a tu progenitora; “y ese joven Toledo”, dijo, como acordándose Paz del capítulo sobre el complejo de la Malinche que es central en El laberinto de la soledad; “y ese joven Toledo”, dijo el poeta, con su particular movimiento de dedos, como si arrojara una moneda al aire para definir águila o sol o como si impulsara una canica (en este caso de las grandes, de las bombochas); “y ese joven Toledo”, dijo, “¡que se vaya a la chingada!”
Al día siguiente o dos o tres días más tarde, no lo recuerdas bien, la Academia Sueca decidió otorgar a Paz el Nobel de Literatura. Te encargaron en Proceso una encuesta amplia con la comunidad intelectual y entre otros buscaste telefónicamente a José de la Colina. Le explicabas apenas de qué se trataba cuando te dijo: “No quiero nada con la canalla de Proceso”, y colgó. Pensaba, pues, De la Colina que quienes trabajaban en esa revista eran gente baja y ruin, como define la Real Academia Española el término “canalla”. Ergo, debía él considerarte parte de esa grey que en respuesta lo bautizó como José de la Calumnia.
Elucubraste además, posteriormente, que acaso lo habías traicionado al dejar en la encuesta sus palabras tal cual las había dicho, y se te ocurrió que si te lo encontrabas reclamaría tu proceder… Mas colaborabas en El Semanario Cultural, y entregabas cada lunes tus balbuceos reseñísticos o ensayísticos, y ni modo de mandar los artículos por correo electrónico, método entonces aún no inventado por el hombre; y el envío de faxes era extrañamente complicado por tus rumbos, y también se enmarañaba hasta el absurdo la recepción en el periódico Novedades que editaba el suplemento. Planeaste entonces llegar al edificio que aún está en la esquina de Balderas y Morelos, en el centro de esta ciudad convertida ya en Smógico City, lo más temprano que se pudiera, seis o siete de la mañana, deslizar tu colaboración por debajo de la puerta de la oficina del suplemento y correr canallescamente hacia la estación del metro Juárez, cual si huyeras del lobo feroz. Así por varias semanas. Hasta evitabas el elevador del diario, que en esas circunstancias se convertía en una trampa, y brincabas como oveja por las escaleras, zona abierta y más segura.
Cierta incomodidad, ¡hablabas de cierta incomodidad! Le temías, reconócelo; temías entonces la furia de José de la Colina quien, como Huberto Batis en el Sábado de unomásuno, tenía fama de perturbar con legendarios y elocuentes arrebatos las conciencias de los colaboradores.
Contigo, dilo ahora, eso nunca ocurrió. Pasado el tiempo, un viernes, esperabas en la fila el pago de tus colaboraciones en El Semanario, sumido en alguna lectura, y cuando alzaste la vista del libro encontraste atrás de ti, formado y casi pacífico, a José de la Colina. Saludos, una conversación que se armó con rapidez sobre Las aventuras de Pinocho del florentino Carlo Collodi, sobre las que estaba escribiendo él varios artículos seriados que ubicaría años después en Libertades imaginarias (2001).
Luego, vía Juan José Reyes, te llegó una carta manuscrita en la que muy respetuosamente te corregía De la Colina algunos vicios estilísticos: cuando decías que una novela iniciaba con un alegato pacifista, por ejemplo, él te explicaba que lo correcto era decir que la novela “se” iniciaba con dicho alegato. Y fue así también como se inició algo parecido a la amistad (al menos ya no le huyes), sobre todo a partir del reencuentro en Milenio, aunque se te dificulta todavía tratarlo de “tú” no porque te parezca muy mayor (sólo te lleva 29 años más un día, porque él es del 29 y tú del 30 de marzo, Aries ambos y a mucha honra) sino por considerarlo como un maestro de esos que empiezan a escasear y crees tú que a los maestros debe tratárseles de usted, ¿no lo cree usted así, don Pepe?
No sabes qué habrá pensado De la Colina cuando lo incluiste en El hilo del Minotauro (2006), antología de “cuentistas mexicanos inclasificables”, los raros de nuestras letras, editada por el Fondo de Cultura Económica. En un ensayo sobre Salvador Elizondo que viene en su Personerío del siglo XX mexicano (2005), él propone (siguiendo a Julien Cracq) que todas las literaturas tienen un camino real, visible, institucional, reglamentado y una vía excéntrica, “secreta a veces, sólo frecuentada por minorías de lectores y discípulos devotos” (que tiende a convertirse al fin, agregarías tú, en el real camino real), y en donde ubica a Julio Torri, Francisco Tario, Pedro F. Miret, Gerardo Deniz y Salvador Elizondo; a esa lista tú sumaste a Efrén Hernández, Esther Seligson, Adela Fernández, Samuel Walter Medina, Humberto Rivas, Luis Ignacio Helguera y Javier García-Galiano, entre no muchos otros (pero sí algunos más). Te preguntas ahora, ¿le incomodará a De la Colina haber aparecido en una colección narrativa de escritores “raros” o preferiría andar muy a sus anchas por el camino real?
Y no imaginas qué pensará ahora en que para participar en un homenaje por sus 75 años de vida has retomado una argucia recurrente en sus artículos de altura ensayística, o ensayos articulados, cuando para hablar de sí mismo usa la segunda persona (acaso herencia de don Primo, ese entrañable Tusitala de su infancia), entre otras herramientas, porque algo que tiene José de la Colina es un sentido amplio de ductilidad de la lengua, sometida por él a severas y enriquecedoras genuflexiones, siempre en juego (o fuga) y siempre en busca de armónicas disonancias, como una expresión llevada al límite de sus posibilidades. Por esta calistenia verbal tiene ahora De la Colina, te parece, un control casi absoluto de su instrumento que es el idioma español. Dirías, y tal era tu propuesta para el homenaje (una tesis que apenas te ha alcanzado el tiempo para esbozar), dirías que ejerce una suerte de travestismo literario porque sabe servirse de distintos estilos, ponerse distintos ropajes, y ajustárselos muy bien: si habla de Rulfo se vuelve enteramente rulfiano; si el sujeto a revisar es Juan José Arreola, sus frases adquieren las difíciles maneras arreolianas; e incluso si dedica una semblanza a Fred Astaire o Dámaso Pérez Prado, caraefoca, su prosa comienza a bailar tap o mambo: “…y a echarle gana y a echarle gana y riñones a la cosa rica aymamá, disparando el pie pa’este lado, girando todo el busto con los brazos replegados, ahora pa’cá, ondulando sin perder el tipo, no se me desmelene, mi rey, síguela, síguela, síguela, qué es lo tuyo, reina, dámelo, pero qué bonito y sabroso bailan el mambo las mexicanas, mueven la sintura y los hombros igualito que las cubanas, cantaba la voz cálida de Beny Moré, y el mambo crecía en expansión de estallantes astros, desbordaba el salón de baile o el teatro de revista a partir de los caderazos y muslazos de las autóctonas y calipígicas y piernudas y oxigenadas Dolly Sisters…” (Personerío, p. 45).
Travesti su escritura, acláralo antes de que se te venga el mundo encima (y mejor ya termina): travesti su escritura, no él.

Noviembre 2019

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domingo, noviembre 10, 2019


La mirada de Juan Antonio López

Juan Antonio López recuerda un viaje al sureste con su padre. Él tenía 16 años y por ser el hijo mayor don Juan López Bernal lo invitó a acompañarlo a esas vacaciones que acostumbraba realizar con los amigos. Era el verano de 1979. En una tienda de Felipe Carrillo Puerto, Quintana Roo, entre la oferta de la fayuca, que en ese tiempo proliferaba en las zonas portuarias, se detuvieron ante una camarita de 35 mm, china, de lente fijo, que el muchacho miró con cierta ansia.
—¿La quieres?
—Sí.
Con ese artefacto básico tomó Juan Antonio sus primeras fotografías. Todo era muy fácil: se trataba sólo de fijar el encuadre y disparar. Al regreso a la ciudad de México llevó el rollo a un local del centro para revelarlo.
Un año después entró trabajar como office-boy, el chico de la oficina, a una agencia de publicidad: limpiaba, hacía mandados, llevaba los trabajos terminados a los clientes... Recuerda que se perdía a ratos en la oicina del patrón, Herminio Núñez, cuando éste no estaba, a ver libros de imágenes que él tenıá ahí; algunos estaban incluso retractilados, y eran abiertos por Juan Antonio. Le llamaron la atención, sobre todo, las fotografıás grandes, hermosas, de paisajes. A veces en el trajín se enteraba de que los diseñadores buscaban una imagen con tales y cuales características, y él les decía dónde la había visto o les llevaba el libro.
Con el tiempo el dueño de la agencia lo invitó a aprender un oicio y Juan Antonio se interesó por la técnica del fotolito; compraron la máquina y lo enviaron a un curso con la empresa Agfa. Con ese aparato vertical, además de tomar logos o ampliar imágenes, páginas o lo que se requiriera, Juan Antonio empezó a experimentar con la foto directa de algún producto.
Un oficio lo llevó al otro, digamos, y con sus ahorros se compró la primera cámara profesional: una Yashica de 35 mm con zoom... que llevó al segundo o tercer viaje que hizo con su padre al sureste, y también a los viajes familiares. En su barrio corrió la voz de que tenıá una cámara y lo contrataron para bodas, fiestas de XV años o bautizos; tomó postales promocionales de algunos grupos de música tropical de conocidos.
Hay una historia paralela a su camino laboral: su gusto por el atletismo. Ya andaba metido en maratones y medio maratones y pertenecıá al grupo de Sergio González, corredor de élite también aficionado a la fotografía, que regalaba fotos a sus corredores de ellos mismos en competencias. En ese tiempo Juan Antonio compró su segunda cámara, una NikonFM, y se acercó al líder de la agrupación para que le enseñara cómo lograr mejores retratos. Su ámbito era ese, el mundo de los corredores.
En la agencia de publicidad duró seis años. Después tuvo la oportunidad de ingresar a la Universidad Nacional en labores de intendencia. Tenıá 23 años. La UNAM no le era un espacio ajeno, pues siempre ha vivido en las cercanías con la Ciudad Universitaria, entonces en Copilco el Alto, ahora en el Pedregal de Santo Domingo. Además, entre todo esto había estudiado en el CCH Sur; luego cursarı́a Comunicación y Periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Recuerda haber ido al Estadio Olímpico como a los seis años para ver un partido de Pumas. Era universitario por los cuatro costados.
Su primera oficina fue la Dirección General de Incorporación y Revalidación de Estudios. Tomó un curso de fotografía en San Ildefonso... y supo que se abría una plaza de fotógrafo en la Dirección General de Información, para la que concursó. De veinte que se presentaron, Juan Antonio fue el elegido.
Desde sus inicios se dio cuenta de que no sólo se trataba disparar la cámara burocráticamente; cada orden de trabajo implicaba aprendizajes, por los personajes que iba conociendo en las conferencias o las entrevistas que le tocaba cubrir. Siempre ha buscado que su trabajo sea a la vez profesional y personal. Lo que se refleja es su forma de interpretar ese espíritu que habla por la raza. El campus de Ciudad Universitaria fue su primer laboratorio; luego, éste se extendió por las visitas frecuentes al viejo barrio universitario... Y más adelante, a los muchos espacios que hay en el país (y más allá) con el sello de la Universidad Nacional.
Ası́ fue armando su archivo fotográfico. Son miles las instantáneas en las que ha quedado fija su mirada como fotógrafo universitario. Vía los boletines, éstas han aparecido en los diarios importantes del paıś; su ámbito más frecuente ahora son las páginas de Gaceta UNAM. Quizá soñó con tener alguna vez en sus manos un libro de imágenes suyas, similar a aquellos volúmenes que revisaba detalladamente en la agencia de publicidad, y éste es ya un sueño cumplido. Podrá sentarse a contemplar no ya esos hermosos paisajes que de adolescente lo asombraron sino el paso de la vida universitaria en su mirada.
Una de sus pasiones es salir al campus, cámara en mano, esperar a que ocurra el milagro y capturarlo; en este ámbito diverso, rico también en su arquitectura, todo puede ocurrir.
Hace poco me preguntó si ver y mirar eran lo mismo. Venía Juan Antonio de dar una plática a jóvenes del CCH Sur y había intentado marcar esa diferencia. Le recordé, entonces, lo escrito al respecto por Efrén Hernández en uno de sus relatos: “Ver es dejar que la luz obre sobre el dispositivo de los ojos. El que abre los ojos, el que no se los tapa, ése es el que ve. Mirar, en cambio, es entregarse por medio del sentido de los ojos, es polarizar las potencias del ser hacia el objeto que capturan los ojos [...] Mirar no es como ver. Mirar es entregar el alma al objeto que capturan los ojos. Es algo más que ver, es ver con sed”.
Y eso es lo que ha hecho Juan Antonio López en sus labores como fotógrafo universitario: ver con sed.

Ciudad Universitaria, noviembre 2019

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Salvador Elizondo en el ensayo

La agudeza de nuestra conciencia
sólo puede existir en la medida
de la intensidad de nuestras obsesiones.
Salvador Elizondo

El 3 de mayo de 1979, a petición de Octavio Paz y Ramón Xirau, envió Salvador Elizondo (1932-2006) al director en turno de El Colegio Nacional un currículum vitae que es un buen retrato del escritor en esa época. Lo recupero en sus partes sustanciales porque en ese texto el propio Elizondo hace un ajuste de cuentas preliminar con su vida y sus libros. Así se presenta:

Mi nombre es Salvador Elizondo Alcalde. Nací en la ciudad de México en 1932. Soy hijo de padres mexicanos. Hice mis estudios de primaria en el Colegio Alemán y en el Colegio México, de secundaria en una escuela particular en los Estados Unidos y de preparatoria en la Universidad de Otawa. Posteriormente hice los cursos para el diploma en Inglaterra, Francia e Italia. Solamente obtuve el de Cambridge años más tarde. Como nunca pude revalidar mis estudios hechos en el extranjero he tenido que asistir a la Universidad a título de alumno irregular. Con este carácter cursé el primer año de la carrera de Artes Plásticas dos veces: la primera en la Escuela La Esmeralda y la segunda en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Academia de San Carlos), estudios que más tarde seguí por mi cuenta en Europa hasta que decidí seguir la carrera literaria en la que a la fecha me desempeño. En 1959 ingresé, como alumno irregular, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma para seguir la carrera de Letras Inglesas que abandoné al presentar con éxito el examen para el diploma de Cambridge. Entre mis maestros de entonces recuerdo con particular afecto y gratitud a Julio Torri.

La escuela particular en los Estados Unidos, en la que cursó sus estudios secundarios, es, claro, la Escuela Naval y Militar del Lago Elsinore, que será el escenario de una novela corta aparecida casi diez años después de que fueron escritas estas líneas (Elsinore, 1988). En el párrafo se dibuja además el carácter multicultural de la formación de Elizondo (desde su paso por el Colegio Alemán hasta sus estudios en Estados Unidos, Canadá y Europa), además del tránsito de las artes plásticas a la literatura, que tiene como punto de arribo (cual Ulises en busca de Ítaca) el magisterio de Julio Torri. Recuérdese “A Circe”, de Torri, que abre Ensayos y poemas (1917), y la respuesta elizondiana, “Aviso”, segundo texto de El grafógrafo (1972), en memoria de su maestro… y ambos reacción literaria a aquel pasaje de la Odisea.
El navegante de Torri va resuelto a perderse, mas las sirenas no cantan para él; el de Elizondo, igualmente “dispuesto a naufragar en un jardín de delicias”, descubre que “el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo” y, para cerrar: “Su carne huele a pescado”.
Vuelvo al currículum. Habla Elizondo de su regreso a la Universidad en 1964, ahora como maestro de literatura: “primero en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos; desde 1968 doy la clase de Poesía Mexicana Moderna y Contemporánea en la Escuela para Extranjeros y desde 1976, como Profesor Asociado, soy titular del seminario de Poesía Angloamericana Comparada en la Dirección de Estudios Superiores, de un curso de Poética y de un Taller de Poesía en la Facultad de Filosofía y Letras”. Asimismo, a partir de 1968 se desempeñó como asesor literario del Centro Mexicano de Escritores.
Enlista, luego, sus libros. El primero, Poesía (1960); luego, Luchino Visconti (1963); y el tercero, Farabeuf o la crónica de un instante (1965). Es decir, siguen las navegaciones: del verso a la crítica cinematográfica, y de ahí a la novela. Al fin parece instalarse como narrador, sobre todo por el sonoro éxito de Farabeuf (novela por la que recibe el Premio Xavier Villaurrutia, traducida además en esa década al francés, alemán, italiano y croata) y publica en 1966 el conjunto de relatos Narda o el verano y la Autobiografía (también conocida como Autobiografía precoz), que es una suerte de apéndice malévolo de Farabeuf; de 1968 es la novela El Hipogeo Secreto y de 1969 los relatos de El retrato de Zoe y otras mentiras. También de 1969 es su primer tomo ensayístico, Cuaderno de escritura. La lista del currículum no termina ahí: aún aparecen El grafógrafo (1972); una reunión de artículos periodísticos, Contextos (1973); la antología de poesía mexicana moderna Museo poético (1974), y su Antología personal (1974).
Dice enseguida: “Durante los últimos cinco años he escrito una gran cantidad de artículos de crítica literaria y de artes plásticas que actualmente estoy revisando y seleccionando para formar con ellos dos o tres volúmenes que incluirían también los prólogos que he escrito para una docena de libros que por ser casi todos de edición limitada fuera de comercio son poco conocidos”.
Esto ya nos sitúa en los años posteriores a 1979, cuando redacta este currículum, y quizá el afán de reunir ese cuerpo de escritos críticos, con esa intención exhaustiva, no se haya cumplido. Habrá ensayos y conferencias, mezclados con ficciones, en Camera lucida (1983); y una buena reunión consagrada a ese género, su libro ensayístico más integral, es Teoría del infierno (1992), en el que me detendré más adelante.
Siguió reuniendo, sí, sus textos periodísticos: Estanquillo (1993) y Pasado anterior (2007, edición póstuma)… En la ampliación del panorama parece que llegamos a una suerte de hoyo negro, pero no es así. Tendríamos, es verdad, que toparnos con esa corriente interior elizondiana, de pensamientos sobre la vida y el arte, que son los diarios y los noctuarios, escritura secreta, de estudio, a la que hemos ido accediendo poco a poco en lo que de ella ha rescatado la fotógrafa Paulina Lavista, viuda de Salvador Elizondo. A saber: la sección Noctuarios que aparece en El mar de iguanas (2010); y el gran tomo de Diarios 1945-1985 (2015), que es sólo una parte de los más de cien cuadernos, unas treinta mil páginas, que dejó listos Elizondo con la recomendación de que se publicaran veinte años después de su muerte.
Y aquí el paisaje se invierte o aclara. Quizá pueda decirse que para Salvador Elizondo la escritura era una labor diaria, que tenía en primera instancia el despliegue de los cuadernos y se bifurcaba hacia la creación literaria, el texto periodístico o el ensayo, o se conformaba con permanecer en ese límite marcado por el diario personal. Piénsese acaso en un Elizondo ensayista a la manera de Montaigne, en este sentido: “Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos”.
Lo expuso así Elizondo: “En las páginas de mi diario la vida transcurre conforme a otra estructura del tiempo”.
Insisto: en los cuadernos de Elizondo podemos encontrar una suerte de corriente interior de su escritura, y la revisión de éstos ayuda a entender sus avances, si la confrontamos con la obra publicada. En los cuadernos está el ensayista a lo Montaigne, en estado puro, que llevará luego algunos de esos impulsos, depurados, al conocimiento público.
Pero el currículum aún no termina. Habla enseguida Elizondo de los autores que ha traducido (William James, Malcolm Lowry, Paul Valéry, Georges Bataille o Sthéphane Mallarmé, entre otros), de la suerte de sus libros en otros idiomas, la inclusión de textos suyos en antologías extranjeras, críticos que se han ocupado de su obra, participación en suplementos culturales y revistas, becas recibidas e incursiones como jurado en concursos literarios…
El envío del currículum rindió frutos, y el 28 de abril de 1981 Salvador Elizondo ofreció su discurso de ingreso a El Colegio Nacional; su tema: “Ida y vuelta: Joyce y Conrad”.

***

James Joyce es uno de los centros activos de su pensamiento literario. Según sus Diarios, lo descubre en 1955, a los 23 años. El 22 de marzo apunta: “Anoche terminé el Ulises. Qué libro tan maravilloso. Es la más grande lección de literatura de muchos siglos para acá”.
El 22 de mayo dice haberle robado cien pesos a su mamá para comprar Finnegans Wake; y al día siguiente presume tener ya el ejemplar en sus manos. A la vez se topa con Pedro Páramo; y combinará esas lecturas en la redacción de un cuento rulfiano que utiliza la técnica del monólogo interior.
Ulises se convertirá, en esos años, en libro de cabecera y volverá a leerlo íntegro en 1956, con el apoyo del estudio de Stuart Gilbert que revisa la novela de Joyce capítulo por capítulo. Escribe Elizondo el 10 de junio, días antes del celebrado Bloomsday, el día que ocurre el Ulises, que es el 16 de junio: “Hoy terminé de leer Ulysses. Es verdaderamente prodigioso. Creo que si no fuera porque tengo tantas ganas de leer a Shakespeare me pondría a leerlo en el acto nuevamente. El último monólogo interior de Molly Bloom es la más bella pieza jamás escrita”.
Alguna vez tuve ese ejemplar del Ulysses de Elizondo en mis manos, edición de The Modern Library, firmado por él en Nueva York el 23 de abril de 1956. En las páginas finales escribió con pluma fuente: “Este es el libro más genial que jamás se ha escrito”.
Sigo, rápidamente, las huellas de Joyce en sus Diarios: en 1958 relee Dubliners (“No cabe duda de que Joyce es el más grande escritor de nuestro tiempo”), e incluso se propone adaptar “Eveline” para la televisión; e intenta una “Aproximación a James Joyce” que al parecer no sale de ese espacio íntimo, apuntes que no serán incluidos en Cuaderno de escritura, donde, no obstante, está la “Invocación y evocación de la infancia”, dedicado a Proust y Joyce.
En la “Aproximación a James Joyce” discute Elizondo con Stuart Gilbert y Carl Gustav Jung (una lectura exegética y otra psicoanalítica), para concluir:

La esencia del Ulises no reside en la forma misma con que a nosotros nos es dado comprender la novela. Si se busca bien en los intersticios de esa forma aparentemente compleja se llega forzosamente a Moby Dick, por lo que a la historia de las formas literarias respecta. Sin embargo, no se trata aquí de un realismo simbólico, es decir, de un realismo que propone símbolos constituidos por objetos de la realidad, símbolos que fundamentalmente nunca traspasan los límites entre la novela y la poesía. Moby Dick es la transcripción real de la realidad al plano de la literatura por medio de la realidad-apta-de-ser transformada-en-símbolo. El Ulises, por el contrario, independientemente de su carácter simbólico (carácter que, por lo demás, está más allá de su forma), no es sino una recreación, una reconstrucción detalladísima de la vida, pero no de la vida con el sentido trascendental que le dan la mayor parte de los pensadores, sino de esa vida que se desarrolla dentro de los límites de la percepción sensible, inmediata.

Para Elizondo lo que el Ulises de Joyce propone es una percepción dinámica del mundo.
Algo más de sus Diarios y su obsesión joyceana: el 30 de agosto de 1967 mira una foto de Ezra Pound y lo define esencialmente como un artífice, “como Joyce”, escribe. Y se dice: “Aspiro a ese artesanato”.
Hay una entrada del 17 de noviembre de 1979 que refiere la experiencia de haber visto la pieza teatral Exiles de Joyce con la actuación de Ofelia Medina:

Estuve feliz. Hace unos treinta años que no gozaba del teatro como anoche. Dando por descontado a Joyce, que es el más grande artista de este siglo, la puesta en escena era verdaderamente perfecta. La directora Marta Luna me parece que fue la revelación. […] Ya nunca hay confusión de sentimientos. Todo está claro. Claridad restallante. La confusión está en todo lo que escribimos. Lo que hacemos está muy claro. No hay duda más que acerca de lo que pensamos. Yo creo que Exiles es una gran obra y que su estreno en México constituye el único acontecimiento digno de un cierto interés. Digo de un cierto interés porque la personalidad de su autor, con ser contradictoria, insiste en algunos aspectos de estética histórica que son especialmente interesantes para nosotros. Nótese por ejemplo la identidad que hay entre Irlanda e Hispanoamérica por lo que respecta a la apropiación y superación de la lengua de los conquistadores por los aborígenes.

Casi termino este recuento: en 1982 Paulina Lavista le avisa que el hijo de ambos nacerá el 16 de junio, y eso le produce gran alegría… aunque finalmente el nacimiento ocurrirá el día 17; en 1985 celebra al mismo tiempo el Bloomsday y el Día del Padre, y escribe: “Anoche estuve leyendo hasta muy tarde Ulysses. Formidable, con ningún libro me he reído ni gozado tanto como con éste y en esta lectura. Yo creo que es la quinta en mi vida. Sin contar las que he hecho de estudio. Just for the pleausure of it”; y: “¿Por qué, a la quinta lectura, el Ulysses me parece tan diferente? Mucho más rica que las anteriores. Más espléndida y radiosa, produce un goce como no lo había sentido antes. Tenemos una historia común de casi cuarenta años, la edad que cumple mañana Paulina. […] No tengo por qué quejarme de no poder ver la TV mientras dure el encanto del Ulysses”.
Al final de los diarios, como para sellar este capítulo, aparece aún una fotografía de la sección de la biblioteca de Elizondo dedicada a los libros de Joyce y sobre Joyce.
Esta relación apuntada o apuntalada en los Diarios tiene ecos en la obra, desde el ensayo “Invocación y evocación de la infancia”, de Cuaderno de escritura; el “Ida y vuelta”, lección inaugural en El Colegio Nacional que cierra Camera lucida, a los textos sobre Joyce de Teoría del infierno, en cuya portada original (de Ediciones del Equilibrista) aparecía el joven dublinés como artista adolescente, y que son dos: “Ulysses”, concentración de sus visitas a esa jornada dublinesa, y “La primera página de Finnegans Wake”, el intento de Elizondo por traducir al español mexicano esa novela infinita: una sola página ameritó 33 notas explicativas. Transcribo el primer párrafo:

Riocorrido más allá de la de Eva y Adán; de desvío de costa a encombadura de bahía, trayéndonos por un cómodio vícolo de recirculación otra vuelta a Howth Castillo y Enderredores.

Como contaba Elizondo, ese proyecto nació del encuentro con Fernando del Paso, quien publicó en 1966 la novela José Trigo, claramente influida por Joyce… mas ahí chocaron las formaciones de ambos: uno educado en escuelas oficiales de la Ciudad de México y con poco conocimiento de las lenguas extranjeras, y el otro de formación cosmopolita, con un dominio casi perfecto del inglés, entre otros idiomas. Elizondo se percató entonces de que Del Paso admiraba a Joyce por medio de las traducciones de Dámaso Alonso y J. Salas Subirat… Esa fue una de las razones por lo que esa iniciativa de que dos emimentes joyceanos mexicanos tradujeran Finnegans Wake no fructificó. (Del Paso, por otro lado, adquiere su cosmopolitismo por medios propios, al convertirse en un escritor errante que va de Estados Unidos a Inglaterra, y de Inglaterra a Francia, durante la escritura de sus siguientes novelas, Palinuro de México y Noticias del Imperio.)

***

James Joyce es uno de los centros activos del pensamiento literario de Salvador Elizondo, sí, pero no el único. En Cuaderno de escritura intenta un primer mapa, aún no muy integrado, en el que destacan Joyce, Proust y Borges… y donde aparece, en un apunte primero, esa “Teoría del infierno” que encontrará su versión final en 1992, en el libro homónimo de ese ensayo, donde logra Elizondo plasmar una buena parte de su cartografía esencial.
Me explico: la “Teoría del infierno” del Cuaderno de escritura abarca tres páginas; la del segundo libro se extiende a 22, y aún continúa Elizondo su exploración con temas paralelos o derivados en “Retórica del Diablo”, “Quién es Justine”, “El matrimonio del cielo y el infierno” y “George Bataille y la experiencia interior”… Hay una obsesión por retratar al mal (desde la teología, la poesía, la memoria sádica o el ensayo antropológico) que está presente a la vez, yo diría, en el carácacter de la escritura de Salvador Elizondo, y que también fue parte de su personalidad pública. Por esta frecuentación de oscuridades Manuel Durán (en Tríptico mexicano: Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, México, 1973) lo define como un “escritor maldito”; explica el crítico:

Como en Baudelaire, hay en Elizondo un dandy y un snob que coexisten con un escritor de gran talento y que le ayudan eficazmente a expresarse; a partir de cierta categoría, de cierto nivel, el dandysmo no se presenta como afectación algo ridícula sino como filosofía, como ética, como manera de verse a uno mismo y contemplar a los demás, con cierto desdén, que es como el alejamiento necesario para un buen encuadre, para un lento travellingpor un interior lujoso y decadente (como esos travellings insistentes, que parecen acariciar cada objeto, cada personaje, en las películas de Luchino Visconti, que tanto agradan a nuestro autor).

Acaso podría decirse que en esa “Teoría del infierno” y sus derivaciones está el marco teórico de la literatura elizondiana o, mejor, el piso en el que se apoya su escritura… aunque se trata, más bien, de una atracción o una fascinación ineludibles. Elizondo revisa, por ejemplo, el mito de Orfeo, para encontrar como figura permanente de la literatura occidental al poeta que se sacraliza descendiendo a los infiernos. La idea del genio, escribe, “ha contribuido en una medida considerable a mantener vigente la tradición de que los literatos tienen acceso, aunque sea temporalmente, a los infiernos y se tratan familiarmente con los diablos, como si fueran personas de la misma especie”.
Esa visita a los infiernos deja a Elizondo ante la “Retórica del Diablo”, según esta ecuación simple: “Saber o investigar si el Mal es una condición general del universo y de la humanidad es cosa que atañe a los moralistas. Lo cierto es que el Diablo es una de las formas más frecuentes y más paradigmáticas, en la literatura, de esta preocupación”.
Su punto de partida, previsible, es el Antiguo Testamento; luego se detiene en San Agustín, Dante, Milton y William Blake. En otro hilo, revisa la leyenda del Doctor Fausto, “el hombre que, por la ciencia, puede invocar al Diablo”, personaje protagónico en obras de Marlowe, Goethe y Thomas Mann:

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Satanás se concretiza como personaje literario; es, en cierto modo, el representante simbólico del espíritu de la literatura. Las obras en que disfrazado o evidente el Diablo es el principal personaje proliferan a tal grado que será fácil encontrarlo en todos los niveles. Se conforma lentmente la base de un gran edificio que conocerá la identificación de las dos negaciones supremas que el hombre ha concebido: el diablo y la muerte.

Y me pregunto ahora, al transcribir esta conclusión elizondiana, si el Diablo no encarna en el doctor Farabeuf. La respuesta puede ser positiva si seguimos revisando esta primera parte de los ensayos de Teoría del infierno, donde se configura esta representación integral de las obsesiones literarias de Salvador Elizondo, pues va del infierno al Diablo y de éste al Marqués de Sade. Hay en Sade un cirujano Rodin que acaso tendrá descendencia en las páginas de Elizondo. Y Sade leído por Bataille lleva a definir el erotismo como una figuración de la muerte. Parece acercarse a ello Baudelaire: “Hay en el acto de amor una gran similitud con la tortura o con una operación quirúrgica”… Para Elizondo, en esta frase de Baudelaire “está contenida la esencia del erortismo que según Bataille es la violación de la interioridad del cuerpo humano que alcanza su más alto paroxismo en la fascinación que produce la contemplación de la tortura”.
Los dos ensayos siguientes, dedicados a Blake y Bataille, insisten en estas imágenes, que regirán (o rigieron, pues hablamos de una puesta en página a posterori), sobre todo, la escritura de Farabeuf o la crónica de un instante. No se olvide que en Les Larmes d’Eros, de Bataille, encuentra Elizondo aquella imagen del supliciado chino que será (o fue, sigue siendo, perpetuamente) central en su novela, y en la que Bataille, según Elizondo, advierte “todas las características esenciales del erotismo: la crueldad, la violencia, la violación de la interioridad del cuerpo humano, la profanación de las estructuras vitales, el atentado contra la interdicción, la fascinación del suplicio y el éxtasis místico”.
En otro contexto, en el intento de explicar de un modo didáctico dos procesos artísticos paralelos de los años sesenta, relacioné la llamada “ola inglesa”, la recepción a gran escala de grupos musicales británicos en los Estados Unidos, con el boom de la literatura latinoamericana, que implicó la difusión de autores como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes en territorio europeo, principalmente en España. En el juego comparativo me referí a los escritores mencionados como Los Beatles de la narrativa hispanoamericana, y dejé aún otros espacios para ser rellenados; a Salvador Elizondo, y a esto iba, me lo figuré entonces como una suerte de Mick Jagger, el líder de los Rolling Stones, también presencia algo infernal. Y luego de la “Retórica del Diablo” me los represento ahora, juntos (a Jagger y Elizondo), en la interpretación de aquella pieza que manifiesta compasión (“sympathy” en el original en inglés) por ese personaje, pieza musical que fue creada, por cierto, luego de la lectura de una novela en la que también hace su aparición el mismo (y eterno) Diablo; la novela se llama El maestro y Margarita y es de Mijaíl Bulgakov.

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En Cuaderno de escritura hay ensayos sobre poesía y artes plásticas; sabemos que Elizondo intentó ese género literario y también en su arranque artístico se vistió con el traje de pintor.
En cuanto a lo primero, en Cuaderno de escritura revisa “La poesía de Borges”; y en Teoría del infierno se detiene en cuatro poetas mexicanos para él fundamentales: José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Ramón López Velarde y José Gorostiza. Considera Elizondo que la poesía es, esencialmente, una descripción de la tierra de nadie que se extiende entre el panorama subjetivo y el panorama objetivo; y al leer a Gorostiza encuentra, otra vez, el mito de Orfeo como fundamento poético, para decir: “Todo poema refleja el drama del descenso a los infiernos de la nada, viaje a la muerte en el que se cifra no solamente el significado del poema que puede ser único, múltiple, o no ser, sino el movimiento por el que se cumple la poesía”.
Y en lo que respecta a las artes plásticas, en Cuaderno de escritura se limita Elizondo a mostrar empatía por contemporáneos afines a sus búsquedas, como Alberto Gironella, Francisco Corzas, Sofís Bassi y Vicente Rojo… Con Gironella se planta, previsiblemente, ante la recreación en lienzo que éste hace de la imagen fotográfica del supliciado chino hallada en Bataille, para decir: “La condición esencial de la tortura es su antítesis: el sacrificio de quien la sufre. Sólo la relación que existe entre los amantes es tan estrecha y solidaria como la que existe entre el supliciador y el supliciado”.

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Y acaso otro de sus temas centrales es la escritura, aquello que fue concentrado, del modo más sintético posible, en “El grafógrafo”. Por la revisión de los diarios, y luego de atender esas concreciones que fueron los artículos periodísticos y los ensayos de largo aliento, además de la obra narrativa, uno se percata de que en el ejercicio cotidiano Elizondo es aquel que siempre escribe, escribe que escribe, mentalmente se ve escribir que escribe… Es decir, la escritura, diurna o nocturna, era su forma natural de respirar. Aunque sus libros se fueron haciendo breves, aún con esa tendencia a la síntesis acaso heredada por su maestro Torri de publicar sólo lo esencial, surgía un brote constante, casi sin sosiego, al enfrentarse caseramente a los cuadernos, en páginas en las que Elizondo, día a día, escribe, escribe que escribe, mentalmente, etcétera. Pudo haber dicho, a lo Flaubert: “El grafógrafo c’est moi”.
Esto queda expuerto en el ensayo final de Teoría del infierno, titulado “La autocrítica literaria”, en el que se hace las siguientes preguntas:

¿cómo podría ese escritor que se llama Yo crear una obra sin que para ello empleara o aplicara, al acto mismo de crear esa obra, una potencia que no fuera, ella misma, acentuadamente crítica?, ¿cómo podría ese Yo crear una obra que no estuviera hecha de la substancia de sí misma que el concebirla crea?, ¿de qué podría estar hecha la obra si no de sí misma y de la conciencia de sí misma en su creador?

Para ofrecer esta respuesta:

Sería necesario obtener, no una crítica tardía de la obra, sino una crítica inmediata de la escritura: una crítica que estuviera empleada como método y que se fundara en el esquema “Escribo. Escribo que escribo, etcétera…” Es decir, sería necesario poder verse escribir como procedimiento mismo de la escritura.

En Salvador Elizondo se cumple ese procedimiento. El escritor se enfrenta a un laberinto múltiple conformado, como en Borges, por espejos, y en el que a ratos se asoma, como una réplica deformada, la imagen del supliciado chino. La página del libro o del cuaderno es el escenario en el que ocurre ese desgarramiento.

Cuadernos Hispanoamericanos, junio 2019

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