sábado, octubre 09, 2021



Miguel Ángel González: de la Roma al Palacio del César

Eran los días de Miguel Ángel González en la Ciudad de México. El Mago había adoptado como refugio para sus entrenamientos el gimnasio Margarita, entre otras cosas porque le queda muy cerca de su casa. Todos los días, hacia las 12 horas, el automóvil tomaba vía recta por la calle Chiapas, cruzaba el eje Cuauhtémoc —frontera de la Roma— para entrar en la colonia Doctores, rodeaba el mercado Hidalgo y llegaba a Doctor Arce para estacionarse frente a los baños. Era un viaje de menos de diez minutos, en una zona que domina el peleador; recorre Miguel Ángel en la memoria la infancia y la adolescencia, los inicios... Es el camino a los orígenes, la recuperación de los pasos perdidos.
En el Margarita lo esperaban el exolímpico Gerardo Aceves y Jorge Lobo Morales, excampeón de Norteamérica. Ambos suben al cuadrilátero con el Mago, uno con guantes y careta, el otro como asesor técnico o entrenador emergente, ya que en Big Bear retomarían las prácticas Abel Sánchez y los sparrings oficiales. ¿Seguirían entonces con él Morales y Aceves?
Miguel Ángel quería apoyarse en la veteranía. A mediados de 1996, el respiro de la pelea pospuesta por Óscar de la Hoya para el 18 de enero de 1997 le daba esas libertades.
—Hay que preparar a Miguel Ángel sobre todo defensivamente —decía Lobo—, para que resuelva el estilo que mostró De la Hoya contra Chávez, con una defensa antigua, con los brazos adelante.
Aceves iba dando indicaciones en lo que Jorge Morales y Miguel Ángel boxeaban tres rounds: era el tercer hombre en el cuadrilátero.
Luego, cuando ya se han cumplido las otras fases del entrenamiento con pera fija y costal, y González ya está en la regadera, Gerardo Aceves explica cómo encuentra al superligero:
—Miguel no sabe dar paso atrás. Queremos que tenga buen juego de piernas, bastantes desplazamientos en círculo, la guardia bien hecha... También le estoy dando manoplas para darle velocidad y coordinación.
—¿Le has encontrado muchas carencias?
—Algunas, sí, pero muy notorias, sobre todo en los pies. Te digo que no da un paso atrás, se queda parado.

***

El día no comenzaba en el Margarita. Antes había que ir a correr a los Viveros de Coyoacán, hacia la siete de la mañana. La noche se prolongaba más allá de lo acostumbrado, por el horario de verano. Y las nubes que despertaban con el día mantenían una luz como de atardecer.
Hacia las 10 horas, Miguel Ángel se tomó una pausa para hablar de su vida. La cita fue en “El Romano, la casa del campeón”, el restaurante que antes era ostionería y hoy pertenece a los hermanos González. Rostros conocidos atestiguan la charla: James Dean, Elvis Presley, Marilyn Monroe, Madonna, George, John, Paul y Ringo, en carteles dispersos por el local.
—Siempre has sido romano, ¿verdad?
—Sí, nací en la colonia Roma, en el Centro Médico. Y viví muchos años en la calle Coahuila, entre Jalapa y Tonalá, muy cerca de lo que era el cine Estadio... Para entonces ya habían destruido el cine Roma, que estaba en contraesquina de mi casa.
Miguel Ángel no cumplió los nueve rounds de embarazo: se saltó el último. Su madre, doña Rafaela Dávila Portillo, empezó a sentir de pronto fuertes dolores y vio como que algo se iluminaba frente a ella, como si una estrella se le pusiera enfrente. Entonces la tuvieron que llevar al hospital.
Por esa anécdota lleva Miguel Ángel en los calzoncillos de pelea una estrella, como amuleto.
—¿Cómo era el ambiente familiar?
—Siempre fuimos de clase media baja: nunca ocurrió que no tuviéramos para comer. Mi padre, Abel González, tenía dos grúas y trabajaba para agencias de seguros. La verdad es que mi padre pudo ser rico; por su mala cabeza, por los amigos, dejó perder mucho dinero... A nosotros nos tuvo siempre bien.
El departamento de Coahuila 106, interior 5, era el refugio de ocho hermanos: seis hombres, dos mujeres. Los juegos en los pasillos se transformaban en equipos de futbol, partidos de tochito... “Mi padre fue buen beisbolista. Era catcher y jonronero. Y quería un hijo pelotero. Nos metió a una liga en la que todos fracasamos. Mi hermano Abel, por ejemplo, se espantó del beisbol una vez que salió un roletazo, él bajó el guante y la pelota le saltó a la cara y lo golpeó. A las canicas no jugábamos.”
La Roma era una colonia muy tranquila, no el barrio bravo del que acostumbran salir los peleadores. Quedaban algunos riquillos, y chicos y chicas fresas. En la frontera estaba la colonia de los Doctores. Y más allá, la temida Buenos Aires.
—Íbamos al parque Estadio, frente al cine. Ahí estaban los Multifamiliares Juárez; y en un sótano, había un gimnasio.
El ring de ese gimnasio era aprovechado por los alumnos de la primaria Benito Juárez para el juego de “las luchitas”, que continuaba la fascinación por las películas de luchadores enmascarados que proyectaban en la televisión. La vanguardia la formaban los de sexto año; atrás venían los más pequeños. El solitario gimnasio se llenaba de pronto de pequeños que pedían permiso a los entrenadores para sus batallas en el desierto. Cuando los más grandes terminaban sus confrontaciones míticas, subían al cuadrilátero los menores.
Cierta vez, cuando el barullo menguaba, se le ocurrió a uno de los entrenadores, quizá el peso completo Joaquín Rocha, medalla de bronce en México 68:
—¿Y por qué no aprenden a boxear? Así le pueden ganar a los otros niños de su salón.
Dos luchadores se miraron. Uno se llamaba Alejandro. El otro Miguel Ángel. Estaban en cuarto año de primaria.
—Bueno —dijo Alejandro—, podemos venir por las tardes.
—Sí, está bien —comentó después Miguel Ángel—, pero mejor no decimos nada a nuestros papás.

***

La realidad no fue lo fantástica que prometía. Cuenta Miguel Ángel González Dávila: “Uno piensa que al entrar al gimnasio vas a pegarle a la pera y el costal, y no ocurrió: nos pusieron a dar pequeños saltos en un cuadrito, a caminar... Me aburrí y dejé de ir”.
Las pasiones verdaderas —el futbol, sobre todo— llamaron al olvido al deporte de los golpes. De la primaria Benito Juárez —de no tan ilustre memoria: ahí se encontraron de niños Luis Echeverría, José López Portillo y Arturo Durazo Moreno—, el Mago saltó a la secundaria Sor Juana Inés de la Cruz, a unos pasos de La Ciudadela.
En esa época ocurrió el reencuentro con el boxeo... vía la televisión. Era 1984. Miguel Ángel tenía entonces 14 años de edad. Se había anunciado, con insistencia, la pelea entre Tommy Hearns y Marvin Hagler. Entre hermanos asumieron un juego:
—Yo soy Hearns, tú Hagler —propuso Fernando, el mayor, a Miguel Ángel.
Y había que esperar el resultado: primer round, segundo round, tercer round... ¡Nocaut! “Sentí bonito cuando alzaron a Marvin Hagler y él gritaba que era el campeón... Por ese entusiasmo volví al gimnasio.”
Tito Ramírez y Joaquín Rocha recibieron al adolescente. Sin ser peleonero, mostró lo que aprendía en un par de enfrentamientos en la secundaria. El más memorable inicia en el salón de clases con un maestro al que, por su voz que era como un susurro, le decían “El mago de los sueños”. De apellido Villagrán, tal vez. Para intentar escucharlo, Miguel Ángel se acercó a una banca vacía de la primera fila. A los pocos minutos llegó el dueño de la banca, uno de los dos gordos del salón. No era el imponente “come niños” sino el que le seguía en altura y ancho, de nombre Héctor Piña Guzmán.
Con señas y en baja voz, el reclamo:
—Dávila, dame mi banca.
—Espérate que no escucho.
—Dámela.
—Espérate.
—Nos vemos a la salida.
—¿Nos vamos a pelear por una banca?
—Por esa y por muchas que me debes.
Suena la campana... de fin de clases. La pelea está por comenzar. Cada muchacho va seguido por su bolita de amigos. Se encaminan a La Ciudadela.
Miguel Ángel quiso hacer del enfrentamiento cosa ligera, y jugó con Piña dando saltitos... Hasta que el gordo lo alcanzó con un volado de derecha en el rostro que casi lleva al futuro campeón al nocaut. Entonces Miguel Ángel se recupera y despliega sus habilidades como púgil: recto de derecha y un diente menos.
—¡Va! —grita Piña, para que la pelea siguiera.
Izquierdazo, otro diente flojo. Nocaut técnico indudable. Al ver al gordo tan maltrecho Miguel Ángel se preocupó de que lo fuera a acusar.
—Oye, no le vayas a decir a tu mamá.
—No, no te preocupes, el tiro fue derecho.

***

Pocos sabían que Miguel Ángel González asistía al gimnasio de los multifamiliares Juárez. “Me daba pena decir que practicaba el boxeo, o aparentar que era boxeador.”
Se entrenó silenciosamente y llegó su debut como amateur en una arena de Azcapotzalco. Estamos a finales de 1984 o principios de 1985. Por cuestiones de organización Miguel Ángel no tenía rival de su peso, y lo pusieron con un tipo mal encarado, alto y fuerte. A éste llegó alguien y le preguntó:
—¿Con quién vas a pelear?
—Con este niño —respondió, señalando a Miguel Ángel.
En la mente del muchacho aparecieron entonces las discusiones familiares.
—¡Cómo permites que tu hijo siga en el boxeo! —decía la madre.
—Déjalo, mujer, a la primera se va a desencantar.
Esto pensaba el muchacho mientras lo encaminaban al cuadrilátero. “Y gané. No llegamos al tercer round. Me gustó.”
Peleó como peso mosca... hasta que el 19 de septiembre, como a las 7:19, Miguel Ángel estaba en clases en la preparatoria número 6 de Coyoacán cuando el edificio se empezó a mecer. El terremoto tendría consecuencias en su carrera pues dañó el gimnasio de sus inicios. Casi un año olvidó los guantes. Cada tanto, Joaquín Rocha le insistía para que siguieran juntos. Buscaron nuevos gimnasios mas nunca se pusieron de acuerdo... Pasó el tiempo.
Aquí hace su aparición, en la historia de Miguel Ángel González, el tío. Ya es cuento viejo: encontró al sobrino dándole a una almohada como si fuera costal, le dijo que tenía unos amigos que entrenaban peleadores, lo llevó a los baños Granada y dejó que se presentara él solo ante Pancho Rosales.
—Señor, quiero entrenar.
—¿Sabes caminar?
—Sí, ya he peleado varias veces.
Sigue Miguel Ángel: “Salía de la escuela, hacía la tarea y me iba a los Granada... Regresaba noche a mi casa”.
El establo en pleno se cambió de pronto al gimnasio México, a la vuelta de la Arena México. “Salí campeón en varios torneos, y me encaminaba al debut como profesional”, dice.
El hijo de Pancho Rosales, de nombre Carlos, le había dicho:
—Vas a debutar en Coatzacoalcos.
—¡Órale!
Pero antes ocurrió una llamada telefónica que daría nuevo sentido a su carrera.
—Soy Vicente Torres, entreno a la selección olímpica. Quiero verte en el Comité Olímpico Mexicano. ¿Puedes ir mañana?
—Claro, sí, don Vicente. Ahí estaré.
Fue el llamado del Borrego.

***

Aparece así para Miguel Ángel González el camino olímpico. Por él habrá de llegar a Seúl 88.
En el Comité Olímpico fue recibido por Vicente Borrego Torres y los que serían sus compañeros: Guillermo Tamez, el Gitano Rodríguez, José de Jesús García, Martín Aramillas, Mario González, Benjamín Falcón... Primer torneo internacional: medalla de bronce. En vía ascendente siguieron las victorias. En una de esas se enfrentó con Gabriel Ruelas. “Le di una tranquiza”, dice. Y siguieron también los viajes: Colombia, Venezuela, Cuba, con medallas de oro, plata y bronce. ¿El final natural eran los Juegos Olímpicos?
—Estás muy joven —le dijeron—, te falta experiencia.
Mas las fórmulas fallaban: le faltaba experiencia, sí, pero ganaba medallas; los otros tenían esa experiencia, pero no medallas. “Si no hubiera ido a Seúl siento que me habría decepcionado del boxeo.”
Ante las dudas, don Pancho Rosales fue hábil y acudió al periodicazo. “Miguel Ángel se ha ganado a pulso su boleto para la Olimpiada”, declaraba a la prensa el viejo mánager. Y la presión tuvo éxito... sin que el boxeador se enterara. De última hora le avisaron que siempre sí iba, y tuvo que bajar de peso. A la primera y única pelea llegó con la salud menguada, y con los jueces prácticamente en contra. El retador era dos cosas: coreano y zurdo. “En el primer round no me vio. En el segundo empecé a sentir los estragos del peso pero nos dimos. En el tercero sólo aguanté. La pelea fue muy pareja. Yo hubiera dado empate.”
Pero los jueces vieron triunfar al coreano. Y Miguel Ángel hizo el viaje de regreso a la Ciudad de México pensando que de boxeo ya era suficiente. ¿Los planes? Terminar la preparatoria, realizar los exámenes pendientes... La fama olímpica le dio un bono extra: “Tuve muchas novias, y muy guapas”.
Otra vez una llamada telefónica le cambió la jugada.
Hay una función en Ciudad Victoria. José Sulaimán quiere que debuten los ex olímpicos. ¿Te programamos?
El dilema: ¿hacerlo o no hacerlo?, ¿cerrar la experiencia boxística con unos Juegos Olímpicos en los que fracasó o iniciarse como profesional? Funámbulo, Miguel Ángel pasó varios días entre el sí y el no para el pugilismo. Su madre, sobre todo, creía que era tiempo de cambiar. Las hermanas se agregaron a esta postura.
—Si no la haces en el boxeo métete de cómico —sugería la mayor.
Miguel Ángel se hizo una promesa: “Sí, me lanzo como profesional, pero si pierdo una me retiro”. El debut fue el 21 de enero de 1989. El lugar ya ha sido nombrado. En los récords que circulan en el extranjero se lee: “Victoria City”. El rival fue Isidro Pacheco. Y todo se definió en cinco rounds, por nocaut técnico. Le pagaron ochocientos mil pesos. Un mes más tarde volvió a pelear en Ciudad Victoria, ahora contra Leonardo Lozada: noqueó en el primer round. Y el dinero se empezó a convertir en una razón más para continuar en los cuadriláteros. El “cuando pierda me retiro” lo ha llevado a 41 peleas ganadas, cero perdidas, y 31 nocatus. Y aún sigue diciendo, siete años después, que si llega a perder pensaría en cambiar de vida, colgar los guantes.

***

Porque mantenerse tanto tiempo victorioso no ha sido fácil. Lo llamaban “el olímpico invicto”. De Ciudad Victoria se fue a Tijuana, de Tijuana a la Ciudad de México, de ahí a Piedras Negras... Sólo dos veces ganó por decisión; en las otras peleas noqueó. Pronto se internacionalizaría. La empresa Top Rank ya le estaba preparando contrato pero Miguel Ángel tuvo problemas con la visa, y unos amigos le consiguieron una pelea en Tokio.
Miguel Ángel era oriental, pero de la parte oriente de la colonia Roma. Sus ojos semirrazgados lo hicieron simpático a los japoneses. Lo anunciaron como Tokio Santa. Quizá el “Santa” era porque se acercaban las fiestas de fin de año. El “Tokio” naturalmente era cosa regional. “Pero nunca supe la verdadera historia de por qué me llamaban de ese modo.”
Y el 17 de diciembre se plantó en el ring frente al coreano Tae-Bok Yum. A los cinco rounds, Yum se derrumbó.
—En un mes te volvemos a programar, quédate en Tokio.
—Bueno.
Y al mes, el 21 de enero de 1991, lo pusieron con otro coreano: Yung-Yong Lee. Noqueó el Mago en nueve rounds. El 16 de marzo acabó en siete asaltos al indescifrable Tae-Jin Moon, número nueve del mundo en los pesos ligeros. “La gente en las calles de Japón me reconocía, se acercaban a darme las manos, fotografiarse conmigo. Y me iban a ver a las arenas. Además, al ganarle a Moon demostré que ya estaba listo para los grandes peleadores.”
Se vislumbraba el título mundial. De ser número 30 en las clasificaciones brinca al doce, luego ocupa el noveno lugar. En México cierra la figura ganándole a fuertes peleadores, y concluye esa primera etapa al pactarse la pelea ante Ramón Marchena, por el cinturón interino del Consejo Mundial de Boxeo. El retador oficial era Darryl Tyson. ¿Quién contra él, Marchena o González?

***

Si la vida de Miguel Ángel González fuera llevada al cine esa pelea contra Marchena, el 16 de marzo de 1992 en el Frontón México, ocuparía por lo menos un rollo completo, por ser rica en imágenes dramáticas. En las conferencias de prensa Marchena no dejó de insultarlo y amenazarlo:
—¡Te voy a noquear! ¡Eres un novato! ¡No tienes nada que hacer conmigo, maricón!
Recuerda Miguel Ángel: “Si en la escuela no fui dejado menos lo iba a ser en el ring. Me pedían que contestara a sus palabras, mas yo pensaba: le voy a responder con los guantes”.
Ya en el ring, Marchena le escupía al rostro e intentaba el combate corto. Quería que Miguel Ángel perdiera la cabeza y se le entregara. “Lo tiré en una ocasión, y él se burló de mí como diciendo: me levanto y te doy duro.” A la segunda caída Miguel Ángel lo reta:
—¡Órale, machito, levántate!
Marchena, en la lona, mueve la cabeza para indicar que no puede seguir. Corría el cuarto round.

***

En la antesala del cinturón mundial de los ligeros, surgió un coro de voces alrededor de Miguel Ángel González.
—¡Miguelito, cuídate!
O también:
—Es tu oportunidad para poder vivir mejor, salir de pobre...
Para la pelea contra Ramón Marchena le pagaron 35 millones de viejos pesos, muy por encima de los ochocientos mil que obtuvo por su primera pelea. Miguel Ángel pensaba: “Ya soy rico”. Y lo que ganaría para disputar el campeonato duplicaba lo de aquella noche en el Frontón México... “Con eso podré dar el enganche para un departamento, ayudar a mi familia...”
La conquista tuvo que ser doble. Darryl Tyson se había lastimado de una costilla, y Miguel Ángel hizo la petición de enfrentar a uno de los clasificados. Y fue contra el colombiano Wilfrido Rocha, el 24 de agosto de 1992: lo acabó en nueve asaltos... Aunque en el segundo round González besó la lona. “Fue una pelea muy dramática. La gente pensó que ya estaba perdido. Rocha quizá salió al tercer round con la idea de que iba a tratar de recuperarme evitando el intercambio rudo de golpes. Pero no: salí a atacar. Lo tiré en el cuarto round.”
Declinaba el empuje de Rocha, las cejas le sangraban... pero Miguel Ángel también sufría: tenía reventada la nariz, estaba peleando con una fuerte hemorragia que le dificultaba la respiración. Sonó la campana que llamaba al descanso. Terminaba el noveno round. El nuevo llamado a la batalla tuvo una sorpresa: Rocha no se levantó. Los de su esquina indicaron que el colombiano se rendía.
Y se coronó Miguel Ángel González por el Consejo Mundial de Boxeo. Vinieron las defensas. La primera, con Tyson: el 5 de diciembre. Debía demostrar que merecía estar arriba: fue su tercer triunfo por decisión, en 27 peleas. Las tres que siguieron tuvieron altos grados de dificultad y se resolvieron por la misma vía: contra Bruno Rabanales, Héctor López y David Sample. Así corrieron 1993 y 1994. Para el 95 el empuje de Miguel Ángel se apagaba. Siguió defendiendo el cinturón —lo hizo diez veces— y siguió ganando, pero algo ocurría en su modo de pelear. Él mismo ha reconocido que le costaba dar el peso. “Mi principal rival era la báscula”, resume.
Debía convertirse en superligero, pero el campeón a vencer era Julio César Chávez.
Su última defensa fue contra Lamar Murphy, el 19 de agosto de 1995. “Aguanté por valentía, fui castigado. No podía defenderme, no estaba bien físicamente. Aún así, dominé en casi todos los rounds. Al final fue cuando sí desmerecí, el cuerpo no me dejaba.”
Ganó por decisión. Hubo protestas.
Esa pelea lo hizo reflexionar. Y decidió abandonar el título ligero, renunciar a él, y tomar el reto de volverse campeón superligero. Lo que implicaba destronar a Chávez... Tal pelea se fue posponiendo, pues para entonces la tempestad superligera vivía en crisis existencial...

***

—Y le pediste muchas veces a Chávez que te diera la oportunidad...
—Sí, y recibí muchas promesas. Él decía que esa pelea no le convenía económicamente, quizá tenía razón... Mi promotor de entonces no supo explotar mi carrera.
—Tú hablabas mucho en la prensa sobre Chávez.
—Dicen que el que no habla Dios no lo oye. Incluso en la conferencia de prensa que hicieron en México para anunciar el pleito entre Chávez y De la Hoya los reté a ambos. Les dije que los respetaba pero ya bastaba de andar corriendo...
—¿Había una obsesión por pelear con Chávez?
—A lo mejor sí porque con ello vendría el título, y sería algo espectacular. Pelear con Chávez o De la Hoya también daba la oportunidad de que la gente me reconociera más, demostrar que puedo con los grandes. En este peso me siento muy bien tanto física como mentalmente, como para poder retar al que sea.
—Por lo que ocurrió el 7 de junio, por la derrota de Chávez, te convertiste en el retador de Óscar de la Hoya. Supongo que has estudiado esa pelea, te puede servir para lo que ocurre en enero. Óscar de la Hoya se vio muy superior técnicamente...
—De hecho casi no hubo golpes, no apareció el Julio César Chávez que aprieta. Esto quizá por la misma cortada, psicológicamente ya no estás bien. Tengo la impresión de que si Óscar de la Hoya no noquea antes del cuarto o el quinto round, ya no lo hizo. Ahí es donde se empieza a complicar la pelea. Y que obviamente se trata de irle a atacar, no esperarlo. Y empezarlo a preocupar, no dejarlo pensar. Es rápido de manos, pero no es un peleador rápido: tiene ráfagas, momentos. Pelea como amateur. A mí no me impresionó Óscar de la Hoya, para mí esa no fue pelea. Sé que ha madurado. He visto todas sus peleas, y sí me doy cuenta que ha aprendido. Pero no es algo del otro mundo.
—El lugar común es que tu defensa es el punto flaco...
—Sé que dejé mucho que desear en algunas peleas, en las que sí fui tocado, pero mi rostro está limpio. Me vi mal cuando ya no daba el peso, ahora el momento no es el mismo. En mis 27 peleas no me han cortado, o sólo una vez pero por un cabezazo; sólo con Rocha me sacaron sangre de la nariz. Todo esto habla de que soy un peleador técnico, esa es la verdad. La confianza que me doy es que me conozco como peleador. Sé quién es Óscar de la Hoya pero también sé quién es Miguel Ángel González. No me impresiona mi rival.
—Beristáin ha dicho que en esa pelea del 18 de enero peligra tu integridad, que las fuerzas son desiguales...
—No me interesa lo que diga Beristáin o lo que diga Carlos Rosales... Este último no me da ni un round. No me interesa. Me conozco como peleador. A Óscar de la Hoya lo tienen como el gran monstruo. Estoy seguro que voy a ganar, no sé por qué vía, pero voy a ganar.

***

Y no: perdió por decisión. Los jueces vieron así el combate: John Keane dio 117-110, Bob Logist 117-111 y Anek Hongtongkam 117-109. Ofreció González una pelea digna, mas el chico de oro lo controló con una fórmula simple: poderosos jabs de izquierda que le entraban casi francos al mexicano.
Un año después pudo quitarse, además, su obsesión por enfrentarse con Julio César Chávez: fue el 7 de marzo de 1998 en la Plaza de Toros México... Estaba en disputa el título superligero del CMB que dejó vacante De la Hoya (cuando decidió subir a welter). Ninguno se lo quedó. El duelo entre Chávez y González fue cerrado, poco espectacular. Y al final de los 12 asaltos los jueces marcaron... empate. Lo memorable de esa noche fue la gran rechifla.

De puño y letra: historias de boxeadores (2005)

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