martes, marzo 23, 2021


Octavio Paz y Carlos Fuentes: una amistad documentada

Si nos asomamos a este libro como quien mira el fondo de una enorme taza de café recién terminada, de la observación de los posos de esa lectura extensa, poco menos de 600 páginas, obtenemos, entre muchas, algunas imágenes memorables: el joven Carlos Fuentes como partícipe de una sociedad secreta llamada “basfumismo”; este mismo novel narrador regañado por su tutor Alfonso Reyes al calificar a La región más transparente, primera novela de su discípulo, no como un libro transparente sino “turbio y feo”; un Octavio Paz petulante que reconoce en público deudas no declaradas o apropiaciones (de Rubén Salazar Mallén y Samuel Ramos) en El laberinto de la soledad bajo el argumento de que “el león se alimenta del cordero”; el poeta deambulando por París entre el matrimonio de los Mandiargues, como si se rigieran los protagonistas, en un novelesco ménage à trois, por las leyes de la hospitalidad de las novelas eróticas de Pierre Klossowski, tercia que se rompe por la aparición inesperada de un cuarto en discordia, el pintor Francisco Toledo…
El “golpe de calor”, según entiendo, ocurre cuando se pasa de una temperatura corporal regular a más de cuarenta grados centígrados, como cuando se sale de una habitación climatizada a un exterior veraniego en el norte del país. Lo que provoca Estrella de dos puntas/Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (2020), el libro de Malva Flores, es algo similar, que podría llamarse “golpe de pasado”: de un presente erróneo y problemático, como el que vivimos, en donde efectivamente cada uno es una isla, porque aislados estamos por la pandemia, nos confronta un relato que resume avatares ocurridos en la segunda mitad del siglo XX y disputas o querellas que no está claro si han sido ya resueltas, como aquellas polémicas del echeverriato o el salinismo en torno a la relación de los intelectuales con el poder.
Así, encarcelados por la emergencia sanitaria, en los muros de nuestra celda desfila una memoria crítica de un pasado quizá no tan lejano, pues de algunos de sus episodios hemos sido testigos. La autora no acude a su memoria, claro. Parte de lo relatado sucedió cuando aún no nacía o era muy pequeña. Ella vino al mundo en 1961. Se sirve de un impresionante aparato de investigación que incluye tanto la revisión hemerográfica como bibliográfica y consultas a fondos privados (en el país y el extranjero) de correspondencia entre los implicados y sus conocidos. Lo que une a esta vasta recopilación es el hilo de Ariadna de los encuentros y desencuentros entre Paz y Fuentes, transformando la obra no en una relación cronológica que anda a la caza de chismes sino, sobre todo, en una historia intelectual con un tinte final dramático. ¿Cómo es que estos “compañeros de viaje” terminaron sus días en el mundo casi sin dirigirse la palabra, pues se habla de algunos últimos encuentros cordiales en la antesala de un consultorio médico? Se trata de una hermandad quebrada y del largo historial de sus afinidades (numerosas) y sus desavenencias (pocas aunque cruciales).
La gran ruptura, que es para Malva Flores en realidad sólo la gota que derramó el vaso, fue la publicación de un ensayo crítico en la revista Vuelta, escrito por Enrique Krauze, quien se propuso desenmascarar a Fuentes, y generó un carnaval o circo de varias pistas, no sólo con dos amigos enfrentados sino cada uno de ellos con una revista de apoyo (Vuelta contra Nexos), foros alternos como el Encuentro “La experiencia de la libertad” (o Encuentro Vuelta) y el Coloquio de Invierno, e incluso con instituciones que los respaldaban (Televisa, para el primero; Conaculta y la UNAM, para el segundo). Dicho sea en términos pugilísticos, fue todo un match. Se habló aun de un duelo, en términos literarios, de lucha libre o nuevamente boxeo, de rudos contra técnicos o pesados contra ligeros.

Vidas paralelas… y para leerlas

La historia de los dos amigos contiene eso y más. La portada, no sé si políticamente correcta, coloca a Paz a la izquierda y a Fuentes a la derecha. La imagen imposible de una estrella de dos puntas deja sueltos el arriba y el abajo, que es acaso el espacio a cubrir o descubrir. La autora ha de buscar afanosamente un punto en el que logre mirar de modo simultáneo a los dos lados, en vidas paralelas, por lo que se acude sin remedio a Plutarco, biógrafo de Alejandro y César, “por la muchedumbre de hazañas de uno y otro”, quien acaso proporciona con un epígrafe el lente adecuado para alistarse a la observación: “Porque no escribimos historias, sino vidas, ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces, un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para declarar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades”.
Vidas paralelas… y para leerlas, en el juego obvio de palabras. Paz tendrá dos encarnaciones en la obra narrativa de Fuentes, una como el Manuel Zamacona de La región más transparente y otra como el Maximino Sol de Adán en Edén, poeta este último, resume Malva, “que distribuía premios y sancionaba a todos los escritores del país, privilegiando siempre a sus colegas del verso por encima de los narradores”.
Al libro se le llama “crónica” porque quien lo rige es el dios Cronos. Es el tiempo, sea el tiempo nublado de Paz o el tiempo mexicano de Fuentes, el que gobierna. No se trata de un estudio o un ensayo, sino de una historiografía. Es decir, lo que ata el relato son las vidas paralelas o los relatos cruzados. El espejeo constante en uno y otro destino, aunque sus oficios principales fueran en cierto sentido contrapuestos: uno el poeta, y el otro el narrador. Ambos, en el reloj de la historia, diplomáticos hasta llegar a la cima de esa pirámide burocrática, como lo es el ser embajadores. Y renunciantes, los dos, en momentos clave de la historia patria: la matanza de Tlatelolco, en un caso; y la designación de Gustavo Díaz Ordaz, perpetrador de esa masacre, como embajador de México en España, en el otro.
Ambos, además, con una vida muy activa en terrenos fuera de lo literario, constituyéndose en eso que suele llamarse “intelectual”: el ropaje más público de un oficio íntimo y en algunos casos casi secreto. Acá, la obra y la acción van de la mano. Podrían escribirse varias historias con este par de ases; en una se omitirían sus acciones cotidianas y el narrador se centraría en el diálogo de las obras. ¿Cuál es el peso final de sus escrituras? ¿Son equiparables sus logros literarios? En la otra, los libros pasarían a segundo término y se hablaría sólo de sus actuaciones en la vida pública. Quizá, de nuevo, el equilibrio está en lograr un punto de mira en el que estos ámbitos tengan su peso. Es un ejercicio de acrobacia: observar a uno y al otro; observarlos a ambos. Asomarse a sus libros. E intentar que la mirada sea objetiva o neutra.
Tal fue el reto. Y tales fueron, me parece, las reglas que la misma Malva Flores se impuso. Ni con dios ni con el diablo. O con ambos. Es una suerte de arbitraje que da valor al libro y a la vez lo limita. No es una “defensa” de Paz o Fuentes. Se expone a ambos, en sus glorias y sus miserias, y se da contexto social a esos momentos con la reacción de aquellos que los circundaban, amigos o discípulos. Es un dúo que se transforma en coro. Fuentes y Paz confrontados entre ellos y juzgados por su entorno, en un vaivén que llega a producir vértigo. Esas son las reglas que la autora fijó para su empresa. Ir de uno al otro, seguirles la pista desde el primer encuentro, cuando eran jóvenes y lúcidos (no ilusos), y verlos discurrir.
La base es, pues, el diálogo. Y todo en el libro se vuelve dialógico… Hasta que el diálogo se cancela y quedan sólo los silencios de los protagonistas, por ocasión de la ruptura, y las interpretaciones. Y un ruego trágico, no aceptado, de acudir a la cama del amigo moribundo.
Lo que da consistencia al libro, me parece, es el rigor, la búsqueda no a ciegas sino documentada. También el afán de mirar hacia las dos puntas y no “preferir” una a la otra. El intento de ser el justo observador de este espejo doble.

¿Una primera traición?

De un ejercicio así de vasto uno como lector obtiene lo que quiere. Puede ganar el pasmo de encontrarse de pronto con medio siglo o más de querellas intelectuales, con sus pequeñas y grandes miserias, o el recurso de estacionarse en dos o tres episodios que nos resulten significativos.
Está, por ejemplo, la identificación del poeta de La región más transparente, Manuel Zamacona, con Octavio Paz, y el posible uso de las ideas de Paz en el Laberinto de la soledad como sustento de la novela… cuestiones sobre las que Paz no se pronunció, en un silencio que Malva Flores interpreta como molestia e incluso una primera traición. Dice: “La celebridad de Fuentes a raíz de la publicación de La región más transparente no fue el motivo de su primer distanciamiento sino, más bien, aquello que Paz vio como una apropiación de sus ideas y hasta de sus palabras”. ¿Dónde vio Paz esto? No veo la cita que sustente este resquemor.
En cambio, Alfonso Reyes fue muy directo al expresar a Fuentes su molestia, cuando le escribe: “Ahora bien: no voy a negarte que si yo hubiera conocido el carácter de tu novela cuando me pediste permiso de bautizarla con mis palabras, hubiera dudado en concedértelo, pues siempre hay lectores y críticos malévolos que pueden atribuirte el deseo de lanzarme un sarcasmo; y, sobre todo, yo hubiera preferido que no empeñaras mi frase, aplicándola a un objeto tan turbio. ‘Turbio’, no es censura: tú has querido conscientemente hacer un libro turbio y feo, ¿verdad?”
Malva Flores da, además, un valor excesivo a una crítica de Elena Garro en la que ésta afirma que Fuentes toma el estilo del Adán Buenosyares, de Leopoldo Marechal, y lo impone, como en calca, a la sociedad mexicana… cuando es sabido que el modelo de la novela-mural, que Agustín Yáñez y Fuentes aplicaron a la realidad nuestra, en Al filo del agua y La región más transparente, viene directamente del Manhattan Transfer de John dos Passos, a quien se le ocurre realizar novelas con esa técnica al observar, en una visita a México, a Diego Rivera cuando pintaba uno de sus murales en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. Además, Fuentes es claro al decir a Carballo que no había leído Adán Buenosayres antes de escribir su primera novela, y que se enteró de esas afinidades justamente al leer el texto crítico de Elena Garro.
Quizá se le da peso a esa sospecha (utilizando incluso un fragmento de la novela argentina como epígrafe del capítulo respectivo) para equilibrar el libro por las denuncias, mejor fundamentadas, de quienes encontraron en el Laberinto de la soledad el robo o préstamo de algunas ideas centrales (en lo que ya se mencionó más arriba), cuestión en la que Paz, al asumirse como el lobo que se alimenta del cordero, pareció dar la razón a sus críticos.
Los silencios, pues, también son interpretados. A Fuentes se le acusa de no haber reaccionado, décadas más tarde, a la quema de una efigie de Paz en el Paseo de la Reforma. El que calla, otorga, se dirá. Lo que también da pie a una lectura entre líneas.
Quizá en el fondo de esta investigación hay una novela o una película oculta, y ésta sería la historia simple de esa amistad, o enemistad, como quiera llamársele. Malva Flores prefiere detenerse en las polémicas y sus oposiciones, que es lo que al fin puede documentarse y donde ella se encuentra más a sus anchas, como ya lo hizo en El ocaso de los poetas intelectuales y la “generación del desencanto” (2010) o en Viaje de Vuelta: estampas de una revista (2011).
Si se tratara del cuento de los dos amigos éste iniciaría en 1950 con el joven Fuentes presentándose en la Embajada de México en París con el Laberinto de la soledad bajo el brazo, para conocer al segundo secretario de esa instancia diplomática y autor de ese ensayo deslumbrante. Los seguiría en sus diálogos frescos, la declaración de sus afinidades, la conformación de su fraternidad, los entusiasmos de uno y la reserva del otro por la revolución cubana, el afecto de los apoyos cuando la crisis del 68, los afanes de Paz por hacer una revista con Fuentes y la posible deslealtad de éste al comprometer a nuevos participantes en la empresa… Pero la historia es extensa y lo arduo, incluso en la práctica de resumirla, está en fijar esos instantes y darles el contexto adecuado, sin caer en interpretaciones fáciles o esquematismos. Cifrar cada época y cada paso.

La amistad es como las plantas

Otros emparejamientos: Fuentes seducido por el poder con Echeverría, quien lo nombró embajador; y Paz creyente de las promesas modernizadoras de Salinas de Gortari. Cada punto merecería la exposición de un largo contexto, y en eso es exhaustivo el libro de Malva Flores. A veces la relatoría de las querellas se extiende demasiado, dándoles un peso excesivo a voces secundarias, y entonces los personajes centrales se diluyen.
Hay una carta que en la historia íntima de esa amistad es significativa; en ella Paz agradece a Fuentes sus felicitaciones por habérsele otorgado el Premio Cervantes. Es una misiva “al filo del agua”, pues vendrían luego los desencuentros. Dice Paz: “Hace mucho tiempo que tú y yo no hablamos de verdad y llegué a temer que nuestra amistad se hubiese secado un poco. La amistad es como las plantas: hay que regarla a diario. A veces, también, hay que podarla: demasiado frondosa deja de dar flores y frutos. Y mucho sol —un acuerdo total— la marchita. Las diferencias —si se dicen— son un agua milagrosa. Por fortuna, tú y yo no coincidimos en muchas cosas, aunque sí, creo, en lo esencial”.
Y cierra: “En fin, la amistad no consiste en tratar de tapar las nubes sino en lograr, por la conversación, que revienten en lluvia y así nos fecunden. ¿No crees?”
La amistad al fin se nubló o todo alrededor de ellos se inundó, en un largo naufragio. Y el punto de quiebre fue menos, quizá, la publicación en Vuelta de ese ensayo de Krauze, como el hecho de que Paz no hubiera pensado en advertir a Fuentes de que lo publicaría, como sucedió, en algún momento parecido, en Plural, para que éste tuviera el antecedente y pudiera tomar la decisión de reaccionar o no a la crítica que se avecinaba.
Adolfo Castañón le refirió a Malva Flores una conversación que tuvo con el poeta en la que le preguntó si no hubiera sido más amistoso y cortés enviar a Fuentes el ensayo de Krauze antes de publicarlo. Paz nada respondió; guardó silencio.
Como disculpándolo, construye Malva este encadenamiento, que marca una suerte de credo en el Paz editor: para el poeta, dice, “la crítica debe realizarse a pesar de la amistad; no se debe confundir la crítica contra una persona con la crítica a las ideas de una persona y, sobre todo, el director de una revista no puede censurar la crítica”.
Fuentes, como un caso contrario, contó que cuando era director de la Revista Mexicana de Literatura llegó a sus manos un ataque salvaje contra Octavio Paz y se negó a publicarlo.
—Entonces usted no cree en la libertad de crítica y de expresión —le dijo el autor.
—En lo que creo es en la amistad —contestó—. Y aquí no se publican ataques contra mis amigos.
Acaso dos posturas opuestas en cuanto a las responsabilidades de un editor y los compromisos de la amistad. La forma de esta compleja Estrella de dos puntas, ya lo he dicho, es dialógica, espejeante, confrontativa. Hay idas y venidas; vueltas y revueltas. También queda expuesta la forma de actuar de la sociedad artística, o intelectual, mexicana, en su lucidez y en sus excesos.
De eso se trata: de una conversación extensa entre dos amigos, por varias décadas, y de la ruptura, que significó el fin de esa charla. Un silencio coronado por la muerte.
El acierto de Malva Flores, me parece, está en el hecho de haber logrado que esa configuración imposible de una estrella de sólo dos puntas se complete.

Marzo 2021

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jueves, marzo 04, 2021


La musa virtual
Samuel Noyola

El 12 de abril de 2007 Samuel Noyola envió el siguiente poema en un correo electrónico a Daniel González Dueñas con esta nota: “Querido Daniel: me acabo de encontrar tu tarjeta dentro del laberinto de mis papeles. Espero que hayas leído Palomanegra productions. Me interesa tu opinión. Te mando lo más reciente que he escrito. Tú sabes que no escribo mucho. Un abrazo”.
El poema no aparece en El cuchillo y la luna (2011), volumen armado por Minerva Margarita Villarreal y Víctor Manuel Mendiola, que recoge Nadar sabe mi llama (1986), Tequila con calavera (1993) y Palomanegra productions (2003). Alejandro Toledo


Tus pechos erizados apuntando hacia Venus
Los libros no leídos que escribo a duermevela
El espectro del alma proyectada en mis dedos
La órbita terrestre en los nopales elípticos
La nada que respira con la nariz de humo
El paso treceavo contra la doble A
La música de Mozart cantada por un simio
Mi muerte adelantada en un sucio periódico
El dinero perdido en el Casino Etílico
La tarola norteña y la copa de un álamo
Los misiles prendidos en el pastel de Irak
Mil genes femeninos: 108 del hombre
La cámara secreta del fotógrafo ciego
La ruleta sin rumbo del taxista perdido
El brillo de la Aurora en los ojos de Pedro
Un e-mail redactado pa'todas mis hermanas
La fuente de la vida que chorrea en el desierto
Mis días sandinistas y un amor valenciano
Un infante educado por el haz digital
Los poemas baratos de un poeta becado
Una vaca sagrada en mi patio trasero
El laberinto de Escher, las líneas de mi mano
Mi madre recostada en una alfombra flotante
El litigio del cielo en La Tremenda Corte
Un ovni matutino como un disco compacto
La pirámide trunca del reino tepaneca
Las plantillas cortadas de un cartón reciclado
El tic-tac de una bomba en el avión del tiempo
Los claveles temblando que aguardan las tijeras
El aforismo pobre del filántropo rico
El Challenger que vuelve con la raza sisqueada
La catarina:
joya que posa en la memoria
La cara del vacío sin mirada ni dientes
Los paneles solares y el panal avispero
Un reloj descarado sin sus bigotes crónicos
La hoja mariguana como mano bendita
Y la piedra del cuarzo como un altar colgante
Los orines del gato perfumando su insidia
Y el olor del pescado en el mercado púbico
El orgasmo en el sueño de la musa virtual.

Enero 2021

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En busca de Samuel Noyola
Un jardín más oscuro

No lo encontraba al mediodía sino muy temprano en las mañanas, cuando yo salía, hacia las 6, a recoger el automóvil, que estacionaba a dos cuadras de mi casa, en un garaje de la calle Mitla, en la colonia Narvarte, para ir luego por mis hijas a El Altillo y llevarlas a sus respectivas escuelas, que estaban en el sur de la ciudad. El trayecto a pie en la oscuridad, de Vértiz (donde aún vivo) a Mitla, era a veces arriesgado. Uno de esos días un tipo me vio a la distancia y empezó a seguirme:
—¡Jefe, jefe! —gritaba.
Caminaba yo aprisa y el otro también.
—¡Jefe, jefe!
Fingí meterme a un edificio de Monte Albán, calle paralela a Vértiz, porque en esos trayectos había trabado amistad con el portero, que a esa hora solía barrer. Me quedé en la puerta, escondido, con un dedo suspendido en el timbre del portero, al que llamaría si fuese necesario. Me quedé quieto ahí y el otro, probablemente un ratero, al suponer a la distancia que había entrado, desistió. Entonces, luego de unos minutos, seguí mi camino a la casa de Mitla, donde una anciana y su hija me rentaban un espacio de su garaje para guardar el Tsuru.
Según mi blog, el primer encuentro con Samuel Noyola ocurrió en septiembre de 2004. Entonces, en ese apunte, me reservé el apellido del personaje. Transcribo.

“El vértigo me hizo mártir”

Por cumplir obligaciones paternas, mucho tiempo he estado levantándome temprano. No es extraño que me encuentre en la calle a las seis de la mañana; a esa hora camino dos cuadras para llegar a la casa donde guardo el automóvil. Todavía está oscuro y, por lo mismo, debe uno tomar sus precauciones. Voy rápido y evito a los solitarios por temor a que me asalten; no obstante, el paisaje más común a esa hora es el del padre que acompaña a la hija recién ingresada a la preparatoria (adolescente espantadiza), porque las clases empiezan a las siete.
El otro día, al doblar la esquina hacia Mitla, vi a la distancia que caminaba por la acera un hombre que llevaba como gorro un pasamontañas, una chamarra de vaquero, de barba y bigotes crecidos a lo Robinson Crusoe. Calculé que llegaríamos al mismo tiempo frente a la casa a la que iba yo por mi coche. Para que esto no ocurriera aceleré el paso, metí la llave, abrí la puerta del garaje... y lo sentí caminar atrás de mí. Algo hizo que me volviera a observarlo y creí reconocer el rostro, visto entonces de perfil y alejándose.
Mientras sacaba el auto barajé nombres y caras. Pensé en quienes hace diez o quince años eran considerados jóvenes poetas y creí ubicarlo entre ellos. Recordé entonces un encuentro de escritores en Zacatecas, me parece, donde a la luz de la borrachera este personaje había recitado en una plaza y de memoria (junto con Marco Antonio Campos) el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Y, como si apareciera la ficha en el monitor de la computadora, surgieron en mi memoria los pocos datos que tengo suyos: que es de Monterrey y tiene un par de poemarios; que enamoró a Paz, precisamente, cuando se le apareció en la puerta de su departamento y se puso a citar largos versos de sus libros; que éste lo llevó a Vuelta, donde formó parte en un par de números del consejo editorial...
Ahora que escribo, puedo precisar que nació en 1964 y es autor de Nadar sabe mi llama (1986) y Tequila con calavera (1993); e incluso he hallado algunos de sus poemas. Estos versos vienen al caso: “Porque desde la firme rosa madre vengo cayendo,/ como abeja en celo volaba vagabundo/ hacia la soledad de un jardín más oscuro,/ caí largo hasta que el vértigo me hizo mártir,/ luego me perdió para siempre el infarto del amor”. En una reseña, Víctor Manuel Mendiola lamentó que no hubiera sido considerado en Prístina y última piedra: antología de poesía hispanoamericana presente (Aldus, 1999), de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras.
Esa madrugada enfilé con mi automóvil por Mitla y vi que el hombre se había detenido a descansar en la entrada de un edificio; era, obviamente, un vagabundo. Traía una mochila no grande y un periódico, objetos que en ese momento había dejado en el suelo. Frené, bajé la ventanilla, y le pregunté: “¿Eres Samuel?”
A esas horas, cuando la noche no se ha ido del todo y el día aún no comienza, los encuentros parecen irreales. Nos reconocimos. Me habló de una presentación literaria a la que había ido en la Casa del Escritor Refugiado y donde se encontró con los “amigos” (y pensé que debió haber aprovechado para ingresar ahí como “escritor refugiado”). Me pidió cincuenta pesos pero yo traía (no miento) la cartera vacía. Le apunté en un papel mi número telefónico y nos despedimos. Sentí la mano rasposa, era la mano de alguien que vive en la calle.
¿Cómo llegó a esa situación? He preguntado y se cuentan de él historias terribles. Por desgracia se peleó con todos y con todas. Acaso no convenga entrar en detalles que surgen de testimonios muy subjetivos, contados desde el punto de vista del que se sintió agredido o embaucado por él. Tampoco me distraigo al evitar su apellido, aunque el lector tiene suficiente información para adivinarlo o indagarlo. Importa el presente del poeta, que de las blancas hojas de la poesía al parecer descendió a la triste condición de quien no tiene casa ni cama donde pasar la noche ni, como diría Rubén Bonifaz Nuño, mujer en que caerse muerto.
¿Necesita ayuda? No lo sé. Se le veía tranquilo. Acaso ha ido construyendo esa soledad y la disfruta, aunque esta visión positiva suena tan ilusoria como la compasión a la que se podría llegar muy fácilmente. Fijémoslo así, como está ahora, vagando por las calles y con el estómago vacío, como personaje de Knut Hamsun; quizá de esa manera, por esa vía, llegue a una nueva iluminación, a un segundo nacimiento, y resurja como poeta. Ciérrese, pues, este retrato con un verso suyo quizá esperanzador: “Cuando desperté me llamaba el Sol”.

Una verdad, un mensaje, una herencia

Hasta ahí el apunte de 2004. Pensé no sólo en el autor noruego Knut Hamsun (por sus novelas Pan y Hambre y la Trilogía del vagabundo), sino también en Efrén Hernández, quien como estudiante pobre de provincia llegó a pasar malos ratos en el centro de la ciudad de México y nunca logró vivir en la abundancia; y pensé, sobre todo, en Cipriano Campos Alatorre (1906-1939), quien murió joven y dejó apenas esbozada su carrera literaria. Al reunir lo disperso en el volumen Seis cuentos y un fragmento de novela (1952), los editores de la revista América, Marco Antonio Millán y Efrén Hernández, dieron esta explicación: “El material aquí inserto no es lo único ni lo mejor que este verdadero peón del florecimiento del cuento mexicano produjera, sino sólo la parte de su obra que nos queda, pues él mismo, en algún arrebato de comprensible desolación, y a modo de protesta en contra de un medio impío e inepto, se puso a destruir lo no editado, que fue precisamente lo que empezara a señalar [su] entrada a sus días de realización y madurez”.
En el prólogo, cuenta Hernández haberlo visto, muy de pasadita, en la oficina de publicaciones de la Secretaría Educación Pública cuando Cipriano fue a visitar a Salvador Novo. Laboraban ahí, entre otros, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer y Valerio Prieto, de oficio dibujante, además del propio Efrén.
Éste, un distraído natural, no supo de la visita hasta que Novo se le acercó a preguntar:
—¿Vio al joven que acabo de salir a despedir?
Confesó Efrén que estaba entregado a la lectura e inquirió la razón de la pregunta.
—Pues porque es un genio —afirmó Novo.
Desde su restirador, don Valerio Prieto intervino:
—Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y… Bueno. No debería uno fijarse en estas cosas; más, lo cierto es que me quedé pensando en los parches de sus pantalones. Pobrecillo.
—Pues es un genio —insistió Novo.
Y le dijo a Efrén:
—Hablamos de usted. Si vuelve se lo voy a presentar.
Hasta entonces, Novo tampoco lo conocía. Llegó por propia cuenta y le leyó fragmentos de una novela inédita.
No fue necesario que Salvador Novo presentara a Efrén y a Cipriano. Fue éste quien se apersonó horas más tarde en el cuartito en donde vivía Efrén e intentó justificar su intromisión:
—Salvador Novo… Hoy… Y yo me tomé la libertad.
—Ya, ya sé. Haz el favor de entrar. Casi estaba esperándote. Te invito a que me acompañes a comer.
“Desde entonces”, dice Efrén, “fue hablar, hablar y hablar; vagar, leer, crecer, echar raíces, a lo largo de los años que nunca imaginé tan descontados, de su nerviosa y fértil compañía. […] Allí mismo en mi cuarto, en las calles, en los jardines públicos, en su escuela rural de Xochimilco, en el cuarto de él, en los cafés de chinos.”
Y así lo describe, en un párrafo que es espejo de muchas historias similares: “Él era todo; una verdad, un mensaje, una herencia. Que —con qué rencor lo digo, y lo recalco— malograron las patas de caballo de la irresponsabilidad y pequeñez de los doctos de entonces. Sin codicia, ni ambición egocéntricas. Abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas —que no se le iba nada—. Muy trigueño. Siempre el mismo y único traje, remendado, negro verdeante de gastado. No loco ni locuaz; sólo azorado, inquieto, libre en el pensamiento, y acertado y ligero en el hablar. Un tanto fatigado a causa de la intensidad de sus asombros. Y también alicaído un poco —al principio nada más un poco— a cuenta del desequilibrio enorme, en la lucha por lo material, de su inocente soledad, sinceramente sola, en contra de la convención instintivamente encubierta, casi universal, de los indiferenciados; pero él sereno siempre, e inextraíble del camino recto”.
Sus alternativas laborales se fueron cerrando. La caída fue notoria. Y un día desapareció. “No para siempre, no. No para siempre todavía.”
Lo reencuentra Efrén frente al escaparate de una librería mientras éste hacía cuentas de si le alcanzaba para comprar algún título. Lo percibe lento, extraño, callado, distinto. Caminan un poco. Efrén lo convence de ir a un café… Con lo poco que balbucea Cipriano, logra Efrén armar el cuento de su cerrazón: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual… Todo esto así, confusa, torpe, lenta, borrosa, dificultosamente relatado”.
No estaba Efrén, tampoco, en posición de apoyarlo. “Yo no podía acá, entre la gente”, dice, “mucho más que Cipriano.”
Tiempo después encontró en Revista de Revistas el retrato de su amigo y la mala noticia.
Décadas más tarde la especialista universitaria Lourdes Franco Bagnouls buscó ese artículo de Revista de Revistas leído por Efrén, cuyo título era “Un novelista malogrado por la muerte”, y fijó así, al menos, el mes y el año de la desaparición física de Cipriano Campos Alatorre: febrero de 1939.

Ya no sé si le pegaba a la muerte

Los encuentros con Samuel Noyola siguieron. Había escuchado que quienes le daban asilo terminaban arrepentidos. Se decía que una vez al regresar a un departamento y darse cuenta que había perdido u olvidado la llave, optó por tirar la puerta. Un sábado o un domingo, como a las ocho de la mañana, lo encontré deambulando por Vértiz. Siempre traía bajo el brazo un periódico del día. Por el temor de que supiera cuál era mi edificio, y al verlo con la intención de escoltarme, caminé no ya de norte a sur sino de sur a norte, hacia la glorieta de la SCOP.
No hablábamos de su situación. Su rostro era sereno, tranquilo; no andaba en busca de algo. No se le notaba ninguna ansiedad. Sólo deambulaba por la colonia, como si recorriera el Viejo Oeste en una película de Sergio Leone. La charla era literaria. De pronto recitaba algo para mí incomprensible y que según él era alemán, y acaso hablábamos de los amigos mutuos, quizá Daniel González Dueñas y Daniel Sada. Nos habíamos visto todos, semanas o meses atrás, en la Casa del Escritor Refugiado.
Al llegar a Vértiz y Luz Saviñón encontramos en la esquina a una señora que vendía tamales. Al suponer que estaba en ayunas le propuse invitarle uno; rechazó la oferta. No recuerdo si me pidió dinero otra vez; me parece que no.
Así dos o tres encuentros más, yo con la angustia de que supiera dónde vivía. Llegaba a la casa y le decía a mi mujer:
—¿A quién crees que me encontré? A Samuel Noyola.
—¿Y supo dónde vives?
—No.
Teníamos ese miedo: de que se nos metiera a la casa y la destruyera.
En mis salidas madrugadoras tomaba Mitla y daba la vuelta a la derecha en Eugenia, justo a espaldas del salón de baile La Maraka. Un día me di cuenta que en un auto, en la esquina, estaba Samuel. Pensé que había convencido a alguien de que le prestara el coche para dormir. Otra vez me tocó presenciar esta escena: Samuel estaba sentado en el asiento del copiloto, un auto se le emparejaba, él bajaba la ventanilla, le daban algo que parecían billetes y él, a cambio, entregaba algo pequeño. Eso lo vi varias veces. Y en esas circunstancias no pensé en detenerme y saludarlo.
Lo que en el documental de Diego Enrique Osorno, Vaquero del mediodía (2019), llaman un homenaje en Bellas Artes fue en realidad la presentación en el restaurante del recinto de la colección La Centena, fruto de coediciones del Conaculta con editoriales independientes (Verdehalago y Ediciones Sin Nombre, entre otras); ahí se publicó, en 2004, Tequila con calavera. Los autores fuimos convocados a un desayuno y rueda de prensa. En efecto, Samuel llegó limpiecito, radiante. Se le veía feliz de reencontrarse con los escritores y de ser ubicado en ese medio. Quizá hablé ese día con José María Espinasa sobre su caso; y me dijo que sus amigos habían pensado negociarle, o solicitar sin que se enterara, una de las becas del Fonca, pero suponían que eso no resolvería nada.
Le propuse a Noyola que tomáramos un taxi para regresar a la Narvarte, pues lo consideraba como mi vecino, pero me dijo tener otros planes.
El último encuentro fue a la distancia, tal vez al mediodía o ya por la tarde. El camión de la basura estaba estacionado en Mitla y Torres Adalid; alrededor de él dos vagabundos se gritaban y lanzaban cosas, en una pelea territorial. Eran dos furias encontradas. Samuel perdió la batalla y se fue mentando madres por Torres Adalid hacia Eje Central.
Y ya. No volví a saber de Samuel Noyola… hasta ahora, que vi el documental, en donde, entre otras peripecias, se resume su paso por la colonia Narvarte. El año pasado aparecieron carteles en la zona, sobre todo en los alrededores de La Maraka, que anunciaban el documental. Quedan los restos de algunos. Alcanzan todavía a leerse estos versos:

Soñé con un amigo que está muerto.
No sé si por furia o alegría
nos empezamos a golpear.

Ya no sé si le pegaba a la muerte
o al amigo.

¿Cómo cerraría Efrén Hernández estas notas? Tal vez como lo hizo cuando refirió sus encuentros con Cipriano y el relato de sus tribulaciones. Diré, pues que, esto “sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo”.

Diciembre 2020

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