miércoles, diciembre 28, 2005


EL FINAL DEL JUEGO

En la víspera de la Navidad estrenó Steven Spielberg en Estados Unidos la cinta Munich, que llegará a México a principios del 2006. Es un intento más de este millonario fabricante de Hollywood por demostrar que sus habilidades no se limitan a la creación de vacuos entretenimientos (en una época en que el cine es menos arte que espectáculo, y donde el director es gerente o artesano de una previsible montaña rusa) sino que tiene “conciencia social”, como también la creyó tener George Lucas al realizar la saga de Stars Wars, inspirada (por absurdo que parezca) en la guerra de Vietnam... aunque sería complejo dilucidar a favor o en contra de quiénes estaba y cuál fue su lectura final del hecho histórico.
Antes de arriesgarse a ingresar a la sala para ver el filme de Spielberg, habría que tener a mano algunas viejas notas que nos darán acaso asideros para juzgar, luego de que se estrene, el nuevo producto cinematográfico.
Ya hubo un intento fallido porque esa jornada trágica del 5 de septiembre no se olvidara. Ocurrió en Atlanta, en 1996, durante la llamada Olimpiada del Centenario. El día de la inauguración, el 19 de julio, la ceremonia se convirtió en un amplio recuento de esos encuentros deportivos, mas se omitió tocar el asunto de Munich 72. Los deudos, sin embargo, andaban por ahí, y narraron a quien se los encontraba las inútiles peregrinaciones para que en los Juegos del 96 el Comité Olímpico Internacional rindiera homenaje a sus parientes.
Uno de los aparecidos era Gur Weinberg, hijo de Moshe Weinberg, entrenador de lucha israelí. “No deseo tener el sentimiento de que mi padre murió en vano”, decía. “Fue parte de la historia. Sería triste que haya muerto y no se le reconozca por ello.” Otra era Yehudit Salman, hija del asesinado juez de lucha Yosef Futtfreund: “Pensábamos que iban a recordar, que quizá dijeran algo. Han recordado todo en relación con el centenario. Pero hay que recordar las cosas buenas y malas”. Y una más era Ankie Spitzer, esposa del entrenador de esgrima Andrei Spitzer...
¿Pero qué fue exactamente lo que ocurrió? Está en los recortes periodísticos de entonces; y en los libros.
La ciudad es Munich. La fecha, martes 5 de septiembre de 1972. Eran las 4:30 horas en el pabellón 31 de la Villa Olímpica. Un comando de ocho palestinos pertenecientes a la organización extremista Septiembre Negro irrumpió en el pabellón 31. El entrenador Moshe Weinberg reaccionó como padre protector, y se interpuso entre los fedayines y los atletas como muro frágil pues al instante se convirtió en la primera víctima: fue acribillado.
Los segundos que Weinberg logró contener a los terroristas fueron valiosos para muchos atletas que lograron escapar. Diez se quedaron en un departamento, a puerta cerrada. El tiroteo siguió, y a Joseph Romano, levantador de pesas, lo alcanzó una bala fatal que logró traspasar la madera.
¿Músculos contra balas? Debían dejar hacer a los extremistas. Nueve atletas israelíes se convirtieron entonces en rehenes. Hacia las 7:30, hora del desayuno, los deportistas que se alojaban en la Villa Olímpica —aquellos que no escucharon el tiroteo en la madrugada— se dieron cuenta de que algo raro estaba ocurriendo. Las historias empezaron a correr aquí y allá: un grupo terrorista tenía como rehenes a unos atletas de Israel.
Sin embargo, las actividades olímpicas se cumplieron normalmente hasta las 15:30, en que Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico Internacional, dispuso la suspensión por 24 horas. Dijo que la muerte de algún atleta decretaría el fin de esos juegos, palabras que después olvidó.
En el pabellón 31 se vivió el terror. Los de Septiembre Negro buscaban negociar: a cambio de los rehenes, exigían la liberación de doscientos prisioneros árabes de las cárceles de Israel.
Los plazos empezaron a correr y a vencerse. El primero, a las 11:00; el segundo, a las 13:00; el tercero, a las 15:00... Al edificio tomado lo rodearon francotiradores alemanes, que esperaban la orden para actuar.
A las 22:00 horas, tres helicópteros despegaron hacia el aeropuerto militar de Fürstengeldbrück, a 80 kilómetros de Munich, donde esperaba un avión con destino a El Cairo y... cinco tiradores de élite de la policía de Munich. El plan de los alemanes fracasó, y originó la masacre de los rehenes así como la muerte de cinco de los ocho palestinos y un policía. Al parecer, al primer disparo estalló como respuesta una granada en uno de los helicópteros. Ese fue el inicio del tiroteo. Ahí cayeron David Berger, Zeev Friedman, Eliezer Halfin, Mark Slavin, Andrei Spitzer, Amitzur Shapiro, Jakov Springer, Rahat Shorn y Yosef Futtfreund.
El miércoles asistieron 80 mil personas a la ceremonia fúnebre en el estadio olímpíco. “The games must go on”, dijo, no obstante, Avery Brundage, presidente del COI, el mismo que ignoró la matanza de Tlatelolco en México 68: “Los juegos deben continuar”. Por disposición oficial, la tragedia debía ser olvidada.
¿En qué habrá convertido el empresario Spielberg el asalto terrorista del grupo Septiembre Negro?, ¿quiénes serán para él aquí los extraterrestres?

Diciembre 2005

martes, diciembre 20, 2005


SIMPATÍA POR EL DIABLO

Tiempo atrás circuló en Acapulco el rumor de que en una de las casas del fraccionamiento Brisas Guitarrón, en la parte sur del puerto, vivía el diablo. Se construyó al respecto un cuerpo coherente de anécdotas que acaso valga le pena revisar. Se habló entonces, por ejemplo, de monjes que llegaban ahí para oficiar misas negras; se identificó como de sangre unas manchas en el piso, debajo de un árbol de plátanos. Ante una figura itifálica del dios Pan que adornaba la fachada, los peatones se persignaban y murmuraban, para conjurar los posibles maleficios, este rezo: “Pinche diablo, chinga tu madre”. Una muchacha vecina soñaba por las noches que era atacada sexualmente por los habitantes de esa residencia infernal. En las escuelas religiosas se llegó a dar la confirmación de que, en efecto, el ángel caído se había instalado en Acapulco. Y por los mismos medios académico-religiosos, el rumor aterrizó en otros Estados de la República: en aulas ultraconservadoras de Guadalajara era posible escuchar la docta certeza de que el diablo tenía su dirección postal en Guerrero.
Un día, un grupo de reporteros locales se armó de valor para llevar a cabo una peligrosa marcha a la casa del diablo. Tocaron a la puerta, dijeron a quién buscaban, fueron recibidos cortésmente; en las manchas del piso bajo el árbol del plátano identificaron la sangre de la que tanto se hablaba (cuando eran sólo sudores del mismo árbol)… Se enfrentaron luego a una iconografía extravagante. Habrán visto por ahí un ángel exterminador metálico, y muchas otras figuras en bronce y plata, desde joyería hasta piezas monumentales. La anfitriona (una mujer perfectamente normal) se espantó de la seriedad y el miedo de los periodistas, con sus medallitas virginales en el pecho; en cambio, el anfitrión tomó a broma la visita. Luego las cosas más o menos se aclararon, pero el peregrinar de los hombres de la prensa alertó a ambos sobre un terror popular que iba in crescendo y tal vez, en algún momento, podría volverse incontrolable, pues el miedo (como sentenció Fassbinder) devora el alma, y más cuando el enemigo es el propio Satanás.
Si tomaron bien sus notas, habrán apuntado los reporteros que ese a quien los vecinos identificaban como el diablo era húngaro, nacido en Kondoros en la primera mitad del siglo XX, y que de niño había admirado a Racoczy Ferenoz, soberano de Transilvania, del cual hizo, en su primera infancia, una escultura en barro. Persistió en el trabajo artístico hasta que los rusos invadieron Hungría, y él fue culpado por tener en su poder un rifle inservible: lo llevaron preso a la cárcel de Maria Nostra. Por esa costumbre de modificar con sus manos los objetos, daba forma al migajón de los panes antes de llevarlos a la boca, lo que era un doble alimento pues satisfacía su hambre física y su hambre artística. Luego de cinco años, una revuelta lo liberó y él huyó hacia Austria, primero, y luego a Francia, en donde siguió ejerciendo el oficio de escultor. A finales de los años cincuenta o principios de los sesenta cruzó el Atlántico, para instalarse inicialmente en la ciudad de México y después en ese Acapulco que Francisco Tario había dibujado, una década atrás, como un sueño.
A Pal Kepenyes el rumor de su condición diablesca (y otras circunstancias menos enigmáticas o más terrenales) lo hizo abandonar la casa de Guitarrón y se mudó a un lugar cercano, cuya seña geográfica es una metáfora compleja: Cumbres del Llano Largo, más que un llano en llamas puesto que es montañoso, planicie no plana sino encumbrada. A esta nueva casa le falta a propósito, en la estancia principal, una pared, gracias a lo que se tiene una vista panorámica de la bahía de Acapulco; y el umbral es, también, un espacio de esculturas móviles que el artista llama “vivos”, y que son, siempre, más de lo que parecen a simple vista por su condición variable, puesto que asumen como parte de un proceso lo que en otros casos se presenta como enemigo de lo artístico: el paso del tiempo.
La viveza de estas esculturas convive con su intemporalidad: las edades no se disuelven. A veces, en la obra de Pal Kepenyes, los cuerpos humanos representan el paso de las generaciones, la cadena familiar. Hay la idea de que el arte detiene o captura el instante; aquí se vuelve movimiento. Nada está fijo: ni el objeto observado ni el espectador, que puede jugar con las permutaciones de estas esculturas que admiten ser tocadas.
No deja de ser una extravagancia el hecho de que un artista de origen húngaro, aunque ya mexicano por haber adquirido la nacionalidad, viva en estas montañas de una llanura larga cercanas al puerto de Acapulco, donde sus piezas se cocinan con soplete. Él entiende el rumor maléfico, que corrió por el puerto años atrás, como una especie de asombro que se atrevió a manifestarse sólo como desconfianza hacia aquello que no puede ser razonado y con frecuencia es mal entendido. En un manifiesto escrito, apunta: “Los gritos no son para que los escuchen los vecinos”, pero los vecinos sí escucharon.
Su obra en bronce, cuya divisa es la alteración, adquiere la consistencia del mito pero también de lo que está por venir: construye antigüedades futuras, como una antropología puesta de cabeza. El hombre de hoy mira las cosas como las miraron los antepasados y como las mirarán, probablemente, los seres de las épocas nuevas.
La vida del húngaro Pal Kepenyes es una novela que acaso merece pronto ser escrita; y su trabajo escultórico variable y ondeante (alguna vez designado como surrealista) sigue a la caza de espacios en los que pueda perdurar. Se dirá, al fin, que los rumores no eran desacertados: el diablo de la creación habita en las montañas llaneras de Acapulco.

Diciembre 2005

lunes, diciembre 12, 2005

DEJEMOS A RULFO EN PAZ

Como se vio en los días que siguieron al desarrollo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y hasta su conclusión, el pleito de los Rulfo no era directamente con Tomás Segovia (quien en esta comedia de enredos no dijo lo que dijeron que dijo, y al que con seguridad ninguno de los Rulfo ha leído en sus libros, aunque sí, y mal, en sus declaraciones) ni con Juan Goytisolo (cuya obra, para el que la conozca, se sostiene por sí misma) sino con Octavio Paz: identificaron a los autores galardonados en las últimas versiones del premio Juan Rulfo como “gente de Vuelta” (revista que circuló en las últimas décadas del siglo XX), y por ello consideraron que éste se convirtió en “botín de un grupúsculo”. Su actitud fue eco de un malestar paterno, un rencor también heredado (por cosas oídas en la infancia), asunto vivo sólo para ellos y, en tal caso, para los espectros de Octavio Paz y Juan Rulfo.
Éste creía, en efecto, que su obra era menor que la del premio Nobel numéricamente hablando. Una vez, como satisfecho de una travesura, contó a Juan Ascencio lo que sigue: “Me pidieron mis libros para exhibirlos en Alemania. También van a exhibir los de Octavio Paz. Yo pensé: con dos libros tan chiquitos voy a quedar muy desairado. Entonces se me ocurrió mandar todas mis traducciones. Tengo más de cincuenta. Ya le gané. Van por valija diplomática, para llegar a tiempo”. También Ascencio refiere un desencuentro de ambos personajes durante una cena en casa de José Luis Martínez, en donde un Paz furioso —y quizá medio borracho— toma de las solapas a Rulfo y le reclama: “Tú andas diciendo cosas de mí”.
Las razones de sus diferencias son sinrazones, en la fiesta literaria de los egos. En ese afán de competencia la pregunta de quién es más grande (o mejor o más importante o lo que fuere) resulta vana, pues no son figuras equiparables. Se podría designar a uno, a Octavio Paz, como “intelectual”; y al otro, Juan Rulfo, como “artista”, con lo que ninguno pierde. A Rulfo lo define así Nuria Amat en su biografía (Ediciones Omega, Barcelona, 2003), al compararlo con el escritor suizo Robert Walser: Dice: “Walser, como ocurre también con Rulfo, es un artista. No un intelectual. Asume que no tiene nada que decir ni escribir aparte de lo que ya ha producido. Se siente acosado por la sociedad y los editores. Y sus reacciones son intempestivas en estas situaciones sociales. Tanto Walser como Rulfo se sienten víctimas de conspiraciones de amigos y editores. Se sienten perseguidos”.
Paz, en cambio, desde muy joven se inventó como miembro activo de la “inteligencia”. De hecho, El laberinto de la soledad (1950) puede leerse como su plataforma de despegue. Hace en este ensayo histórico un repaso crítico de las principales figuras intelectuales de la modernidad, desde José Vasconcelos hasta Emilio Uranga, pasando por Samuel Ramos, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas; y las conclusiones del libro muestran la ambición de Paz por ser considerado como una figura que va a dominarlo todo. Con él nace el mexicano universal: “Allá, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
Una manera de saber qué pensaba Paz de Rulfo es revisar los ensayos. En el tomo cuarto de las obras completas (Generaciones y semblanzas, dominio mexicano) hay varias menciones; la primera es al paso, en un texto sobre Ramón Xirau (“Borges no substituye a Reyes, Rulfo no desaloja a Martín Luis Guzmán...”); la segunda se da en similares circunstancias, al contextualizar el trabajo poético de Marco Antonio Montes de Oca; en la tercera reseña la traducción francesa de Al filo del agua, de Agustín Yáñez, y no le extraña que junto con Pedro Páramo (que apareció en francés en 1958) “dos de las mejores novelas de la literatura mexicana sucedan en la provincia”. Ahí mismo, en una nota al pie de 1972, ubica a Rulfo como “autor de una de las pocas ‘obras maestras’ de la literatura latinomericana”. Mas cuando entra de lleno al tema del narrador, en el artículo “Paisaje y novela en México: Juan Rulfo”, prefiere detenerse en los escritos mexicanos de Malcolm Lowry y D. H. Lawrence; y sugiere un simbolismo inconsciente en el título de Pedro Páramo, lo que para los familiares de Rulfo, en su afán de guardianes del mausoleo, podría indicar una descalificación.
Paz no sólo se sabía buen escritor, por lo mismo de que le urgía el reconocimiento a lo largo de su carrera literaria fue creando acompañamientos críticos con los que logró alzarse (achaparrando a los otros) como patriarca o tirano de las letras mexicanas. Armó, en paralelo al PRI, una dictadura perfecta que tuvo sus beneficiarios y sus víctimas. En cuanto a lo último está el caso, muy conocido, de Jorge Aguilar Mora, quien publicó La divina pareja: historia y mito en Octavio Paz (Era, México, 1978), en donde se lee, por ejemplo: “Paz se ha impuesto con su inteligencia y con su asombroso estilo y, al mismo tiempo, parece haberse robado la inteligencia de sus comentaristas, de sus reseñadores, de sus apologistas”. Tales atrevimientos le costaron el exilio a Aguilar Mora, quien en uno de sus regresos aseguró que para escribir en México había que apretarse el cinturón o bajarse los calzones.
Mas el edificio que Paz construyó para glorificarse ya es antiguo, y quizá se esté resquebrajando; y no sostienen esas ruinas ni Juan Goytisolo ni Tomás Segovia, que no miraron a Paz como un tótem sino como un igual e incluso dialogaron de tú a tú con él. En Poética y profética (El Colegio de México/FCE, 1985) se burla Segovia de esa idea paciana de la tradición en la ruptura, que le suena como a revolucionario institucional.
Alguien debería enterar a los Rulfo de que los fantasmas de esta batalla librada a destiempo son ya sólo eso: espíritus que deambulan en el laberinto de su propia soledad.

Diciembre 2005

martes, diciembre 06, 2005

HÉROE DE LA CLASE TRABAJADORA

Se trata de una rara locura mexicana. Quizá se manifieste en varios países pero tal vez no con la intensidad y constancia que se da entre nosotros. Fue extraña, por ejemplo, la reunión de fieles beatlémanos en una tienda de discos de la Zona Rosa el 9 de octubre pasado para celebrar el cumpleaños 65 de John Lennon: hubo pastel y grupo de tributo (uno de los tantos que circulan por la República), en el lanzamiento de la antología Working Class Hero. Fue inverosímil, además, asistir este fin de semana a uno más de los festivales en torno al Cuarteto de Liverpool que se realizan, siempre a principios de diciembre y desde hace once años (a iniciativa de Ricardo Calderón, del club Seguimos Juntos), en un espacio cercano a La Villa de Guadalupe, con grupos de disfrazados coveristas, conferencias y venta de discos, películas, playeras, chamarras, calcetines, carteles y toda la memorabilia que pueda imaginarse. Este jueves próximo, a un cuarto de siglo del asesinato de Lennon, habrá sin duda conmemoraciones en distintas ciudades, a la espera o con la llegada del dvd de la cinta documental Imagine (Andrew Solt, 1988). Y se escucharán de lunes a viernes, como ha venido ocurriendo desde tiempos inmemoriales, dos horas de música beatle (a las ocho de la mañana y a las 13 horas) en la radio de frecuencia modulada.
¿Por qué la beatlemanía persiste en México? Cuenta el mito que el 28 de agosto de 1965, en pleno diazordacismo, los Beatles (o los Beaceps, como les llama José Agustín en De perfil) pudieron haberse presentado en el estadio de la Ciudad Deportiva, hoy conocido como el Estadio Azul... pero las autoridades temieron que su presencia provocara alborotos y cancelaron el concierto. Es decir: nunca se les escuchó en vivo, los discos y las películas llegaban con gran retraso, ¿qué los hace tan entrañables? En un texto de diciembre de 1980 (incluido en Crines: otras lecturas de rock, 1994), propone Héctor Manjarrez lo siguiente: en los años sesenta los Beatles fueron el grupo que mejor expresó a un mayor número de gente; siempre respondieron en el momento preciso a lo que sentían sus coetáneos, e incluso muchas veces se anticiparon. Lo que se vive hoy es eco de esa época, pero además las composiciones de George Harrison, John Lennon y Paul McCartney, sobre todo (sin menospreciar a Ringo), han desarrollado sus propias raíces. Ciertas piezas de los Beatles (sigo a Manjarrez) pueden resonar a nuestros oídos como los lieder de Schubert y Schumann a los oídos del siglo XIX: música popular con toda la armonía, toda la nostalgia y todo el deseo de su tiempo.
En el prólogo a la nueva edición de la biografía oficial, asombra a Hunter Davis la permanencia del fenómeno. Escribe: “Quizá lo más sorprendente de los Beatles a lo largo de las últimas décadas sea el hecho de que cuanto más nos alejamos de ellos, más grandes resultan”. En busca de explicaciones, se detiene en siete aspectos. Los tres primeros son la influencia musical, política y comercial: el reconocimiento de los nuevos grupos a los aportes de los Beatles, su posible influencia en cambios sociales (por ejemplo, hay la idea de que ayudaron al colapso de la Unión Soviética) y las ventas actuales de sus discos (el recopilatorio 1 vendió 21,6 millones de copias). Luego está su presencia académica (los Beatles como asignatura escolar), la industria que sigue apoyándose en ellos (los festivales, el turismo en Londres y Liverpool, las disqueras independientes que ofrecen versiones alternas de sus álbumes, los grupos de tributo y los fabricantes de memorabilia), y la presencia de objetos relacionados con el cuarteto en subastas de todo el mundo: en 1999 la letra manuscrita de “I am the Walrus” fue adquirida por ochenta mil libras.
El último punto es el de la bibliografía beatle, ya muy amplia y en franco proceso expansivo: el especialista Mark Lewisohn (autor, entre otros títulos, de The Complete Beatles Recording Sessions: The Official Story of the Abbey Road Years 1962-1970) prepara, para el siguiente lustro, una amplia historia beatle en cuatro o cinco tomos. En español aparecieron este 2005 la biografía de Hunter Davis (Ediciones B) y Lennon recuerda (Aguilar), de James S. Wenner, con las entrevistas completas de 1970 a la revista Rolling Stone, todavía al calor de la ruptura, mismas que generaron un diálogo ríspido con McCartney. Éste respondió primero en Melody Maker y luego en el disco Ram (1971), con la canción de apertura “Too Many People”, en donde le decía a John que sólo era un chico tonto que destruía sus oportunidades. Lennon reaccionó con “How do you Sleep?” (“¿Cómo puedes dormir?”) y “Crippled Inside” (“Lisiado por dentro”), de Imagine (1971), y a la portada del disco de McCartney (con éste sosteniendo los cuernos de un carnero) opuso una postal inserta en el elepé con Lennon tomando por las orejas a un cerdo...
La historia beatle es un asunto al que se va y se viene. Los fanáticos de entonces y de ahora comparten varios traumas: el de la separación es uno, con la posibilidad en los años setenta de que se reunieran de nuevo (hubo la mediación, incluso, de la Organización de las Naciones Unidas); y otro trauma es el del asesinato de John Lennon, el 8 de diciembre de 1980 frente al edificio Dakota en Manhattan, veinticinco años atrás.
Desfase o anacronismo, locura mexicana o universal, el cuento y la música beatle siguen siendo poderosos. Y aunque el sueño terminó, como sentenció Lennon en “God”, el sueño extrañamente continúa.

Diciembre 2005