domingo, marzo 21, 2004

FUENTES EL ESCRIBIDOR


Por lo menos tres son las máscaras de Carlos Fuentes. Una, la del brillante autor de Aura (1962), excepcional nouvelle que en el 2001 con tantos afanes publicitó, censurándola, un secretario de Estado del gobierno panista pero cuyos logros, sin duda, van más allá de ese risible y mojigato arranque sexenal. Dos: está el constante hacedor de una larguísima “comedia mexicana” en catorce estancias narrativas, mosaico balzaquiano de ímpetu desigual que Fuentes ha bautizado como “La edad del tiempo” e integra (según los últimos conteos) veintiún títulos publicados (de Los días enmascarados —1954— a Instinto de Inez —2001—) y al menos ocho por venir. Y tres: pensemos, al cabo, en Fuentes como “figura intelectual”, imagen que construyó desde la izquierda en los años cincuenta y sesenta con el grupo de la revista Medio Siglo (contemporáneos de Fidel Castro y el Che Guevara, Demetrio Vallejo y Valentín Campa) y que tuvo su crisis más aguda en la década siguiente cuando avaló aquella frase de “Echeverría o el fascismo” y publicó un Tiempo mexicano (1971) en donde pareció prestar su pluma al servicio del gobierno... Para quedarse luego, al final del siglo XX, en una geografía indecisa, turista “vip” o pasajero en tránsito de la realidad mexicana, extranjero en su tierra, aunque también annonciateur —en Cristóbal Nonato (1975)— del arribo panista a Los Pinos en el 2000.
El papel de Carlos Fuentes en nuestra historia literaria debe ser revisado conforme publica sus nuevos trabajos, sobre todo en la medida en que éstos alteran la perspectiva que se tiene de los anteriores, iluminando algunas zonas y oscureciendo otras. En los últimos tiempos, la expectación se ha topado con barreras: Fuentes reescribe a Fuentes, parodia o caricaturiza sus mejores momentos, como una suerte de kamikaze que se lanza contra su casa. Mas el a priori crítico del declive tampoco funciona. La poderosa presencia de Fuentes debe llevarnos a matizar, distinguir los fulgores momentáneos de lo que —según la frase clásica— por fugitivo permanece y dura.
Por ejemplo: Constancia y otras novelas para vírgenes (1990) parece indicar, prima facie, que lo que más interesa a Fuentes no es tanto la búsqueda de intensidades como la mera “constancia” creativa, la mano levantada en la lista de presentes. En este volumen de ejercicios post-áureos se cuenta la historia de un torero de una sola tarde, al que los aficionados acuden a ver con la esperanza de que se repita el milagro de la danza entre hombre y bestia. Lo que no ocurre nunca. Luego de un día de gloria se vuelve un monótono artista del ruedo, uno más en el paisaje taurino. Su prestigio viene de lo una vez realizado, y que tal vez (tal vez sí o tal vez no) pueda suceder nuevamente.
Fuentes apuesta, así, a la permanencia por tesón. De ahí también que a la par de la escritura creativa se haya esforzado por estar presente en el medio periodístico como tenaz buscador de definiciones de las distintas épocas que ha vivido el país. En Tiempo mexicano señaliza un trayecto que va de Quetzalcóatl a Pepsicóatl. Según su lectura, el periodo que abarca los sexenios de Miguel Alemán y de Gustavo Díaz Ordaz siguió el fantasma del “desarrollismo”: apoyos a las grandes empresas con la idea peregrina de que el enriquecimiento industrial generaría en automático una riqueza colectiva. Los esfuerzos democráticos de Lázaro Cárdenas fueron sepultados por décadas... pero retomados, al fin, por “el demócrata” Luis Echeverría, que “renuncia a una política de terrorismo y represión”. Fuentes pedía entonces que se concediera a Echeverría el beneficio de la duda; aseguraba que el sucesor de Díaz Ordaz, cualquiera que fuese, “no podía ser peor y, por simple comparación, saldría ganando”. Y explicaba el 10 de junio de 1971, Jueves de Corpus sangriento, como un intento de las fuerzas más regresivas de México para desmentir y desacreditar al presidente, “para atemorizar a los ciudadanos y hacerles creer que cualquier iniciativa política libre está condenada, de nuevo, a la represión”. Con esta misma idea Carlos Fuentes armó un relato del conjunto Agua quemada (1981): “El hijo de Andrés Aparicio”, sobre el que vale la pena detenerse para entender ese momento del escritor.

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Carlos Fuentes publicó Agua quemada a 10 años de aquel Jueves de Corpus. El libro cierra con “El hijo de Andrés Aparicio”, en donde se cuenta la historia de Bernabé, un muchacho de la colonia Nezahualcóyotl que es reclutado en la brigada de los gavilanes por dos personajes: el señor Ureñita y el licenciado Mariano Carreón, y que el 10 de junio aprovecha la confusión para matar a un compañero.
El cuento vuelve a esa tesis planteada una década atrás por Carlos Fuentes en por lo menos dos libros: Tiempo mexicano y Perspectivas mexicanas desde París, tomo de conversaciones con James R. Fortson que apareció como suplemento de la edición correspondiente a diciembre de 1973 de la revista Él. En el relato hay una queja contra “los criptocomunistas colados en el gobierno, pero nomás por seis años, bendito principio de no-reelección”.
Fuentes dejaba a Echeverría con las manos limpias y acusaba a “los representantes del régimen pasado”: el procurador Sánchez Vargas y el regente de la ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, presidente del PRI durante el gobierno de Díaz Ordaz.
Crítico férreo del gobierno diazordacista, Carlos Fuentes fue también un insistente defensor del echeverriato. Además creía en la inerte expectativa sexenal de que a un presidente “malo” sucede, con fortuna, un presidente “bueno”, y confiaba en que, después de 30 años de mediocridad, se repitiera con Echeverría la grandeza de un Lázaro Cárdenas.
Avaló, sí, aquella frase de Fernando Benítez según la cual México se encontraba en esta encrucijada: “Echeverría o el fascismo”. A mediados de 1971, para Fuentes esta era “la disyuntiva mexicana”: democracia o represión. Para el narrador era claro que Echeverría se había decidido por lo primero. Pese a las señas en positivo de que el tiempo mexicano por venir era el de la democracia, según Fuentes el entonces presidente se equivocó en un punto básico: no desmontó el aparato represivo creado en 1968. Y: “De él se valieron rápidamente los poderes afectados por la mínima apertura auspiciada por Echeverría para tenderle, el 10 de junio de 1971, una gravísima trampa”.

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Ese día, los estudiantes marchaban pacíficamente a lo largo de las calles custodiadas por granaderos. Sigo el relato: “En dos ocasiones, la marcha fue interrumpida por jefes de la policía, que solicitaron a los manifestantes un permiso municipal para recorrer las calles, como si un derecho constitucional pudiese supeditarse a los reglamentos secundarios. Entonces, intempestivamente, los estudiantes fueron atacados por los Halcones; avanzando en formación y al ritmo de tropas de asalto, armados con bastones de karate, pistolas y fusiles, algunos a pie y otros en automóviles y guayines, los Halcones golpearon, dispararon, atacaron a representantes de la prensa nacional y extranjera, asesinaron a más de 30 estudiantes e hirieron a muchísimos más”.
La policía no intervino, y se limitó a disparar gases lacrimógenos de vez en cuando. “Sin embargo, muchos radioaficionados pudieron oír las órdenes de la policía para combinar sus movimientos con los de los Halcones en las ondas de sus aparatos y grabarlas; los Halcones llegaron al lugar de los hechos en típicos camiones grises de limpia de la municipalidad; pudieron atravesar sin obstáculos las filas de los granaderos y de los tanques antimotines para agredir a los manifestantes; pudieron, sin temer la intervención policiaca, matar, repartir garrotazos y aun perseguir a los estudiantes refugiados en el hospital Rubén Leñero.”
Para Fuentes, la colusión era evidente e indicaba hacia un responsable: el regente Martínez Domínguez, “quien ya tenía preparada la consabida explicación: se trataba de un simple choque entre facciones estudiantiles rivales”.

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En junio de 1973, preguntó James R. Fortson a Carlos Fuentes: “¿Qué piensas tú del hecho de que los sucesos del 10 de junio de 71, pese a la promesa de Echeverría de esclarecerlos públicamente en un plazo perentorio, no se hayan aclarado?” Así respondió Fuentes: “Me parece una de las cosas malas de este régimen. Yo creo, en primer lugar, que el 10 de junio fue una provocación de Martínez Domínguez y los tapados quemados como Corona del Rosal para desprestigiar al nuevo presidente y forzarle el rumbo por el camino de la represión, toda vez que esa gente siente que sólo se justifica si justifica la necesidad constante de represión. En términos políticos, el problema fue resuelto con la destitución de Martínez Domínguez, ¿verdad? En términos políticos, digo, en términos pragmáticos y transitorios, pero no en términos legales. Seguimos con nuestra pesada herencia colonial: la ley se obedece, pero no se cumple. Lo que ha quedado en entredicho, y esto es muy grave para Echeverría, porque le resta confianza entre muchísima gente, es el respeto a la ley. La falta de una investigación verdadera y de un castigo a los responsables prolonga depresivamente esa esquizofrenia rampante en toda la América Latina: el divorcio entre el país real y el país legal”.
Las conclusiones de Carlos Fuentes llegan hasta este nuevo tiempo mexicano en el que “fiscalías especiales” buscan desenredar un pasado turbio: “El 10 de junio se cometió un crimen. Y si ese crimen no es castigado, será difícil, a pesar de las manifiestas buenas intenciones de Echeverría, creer en su política de apertura democrática. El problema es espinoso porque el crimen del Jueves de Corpus es hijo del crimen de Tlatelolco: obedece a una misma política y, acaso, lo cometieron las mismas manos y lo imaginaron las mismas cabezas”.

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Este asunto del Jueves de Corpus es significativo en el intento de comprender a Fuentes: en estos años pierde el piso de la realidad mexicana en su apoyo de un gobierno que resultó tan nefasto como los anteriores (y como los que lo seguirían), e incluso cambia su residencia a Francia. El movimiento implica un desencuentro consigo mismo y con el país. Adolfo Castañón lo percibe entonces como “un príncipe que se pasea por París vestido de blanco en señal de duelo por su novia muerta, América”.
El crítico de izquierdas entra en crisis, y se exilia.

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Dos fuerzas han convivido —y combatido— en la obra de Carlos Fuentes y trazan el marco de sus logros mayores y de sus más estruendosas caídas: el genio y el ingenio. Lo que encontramos, grosso modo, en su narrativa es un indudable y reiterado oficio, que suelta aquí y allá chispazos ingeniosos con otros momentos, mucho menos frecuentes, de verdadera genialidad.
La región más transparente (1958) —como luego ocurrirá con Terra Nostra (1975) y Cristóbal Nonato— refleja al Fuentes descubridor de realidades sociales, ciudadano del mundo, visionario político; al escribidor y no al creador. El tiempo (ese tiempo al que Fuentes encontró edad y círculo) afectó negativamente a la novela, la envejeció, si no por el modo en que ha ido cambiando el escenario citadino sí porque el efecto caricaturesco —en el retrato de líneas gruesas de los salones literarios a la manera del Aldous Huxley de Contrapunto— llamaba entonces a una complicidad que ahora es diálogo de sordos: el juego privado —private joke— perdió sus referentes.
Para Borges, en los relatos árabes es difícil encontrar la palabra “camello” porque es un simple medio de transporte, un elemento natural del paisaje —lo que por sabido se calla—; en cambio, si a un extranjero le interesa ubicar su relato en Arabia pondrá en un primer nivel a los camellos como rápida señal exterior, el signo más primitivo para dar la ubicación del lugar. En Fuentes y La región más transparente, la palabra “México” —o “el mexicano” o “los mexicanos”— aparece cada dos o tres páginas en todo tipo de definiciones rimbombantes puestas hasta el fastidio: “México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento”, “Los mexicanos nunca saben quién es su padre; quieren conocer a su madre, defenderla, rescatarla”, etcétera, lo que lleva a pensar que la novela ha sido escrita desde fuera o para gente de fuera. José Joaquín Blanco percibe que en La región “los personajes se comportan como menores de edad: guiñoles, mitos, símbolos, caricaturas traídas y llevadas por destinos surrealistas que los sobrepasan”. Se lee hoy esta novela como un dilatado artículo periodístico para consumo externo, más que como un trabajo narrativo de largos alcances.
Lo mejor de La región más transparente vino después de su publicación; pensemos sobre todo en las huellas de ese ejercicio novelístico menos en la novela de la Onda que en José Trigo (1966), de Fernando del Paso, texto en el que se establece una suerte de continuidad entre lo rural de Pedro Páramo (1955), por ejemplo, y lo urbano de La región. ¿Más importante el legado que la obra? Eso parece.
Paradojas de la escritura: Fernando del Paso dedica un promedio de diez años a la escritura de cada una de sus tres novelas mayores —José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del Imperio (1987)—, mientras que Fuentes se entrega por décadas a la total desmesura: Las buenas conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962), Cantar de ciegos (1964), Cambio de piel (1967), Zona sagrada (1967), Cumpleaños (1969), La cabeza de la hidra (1978), Una familia lejana (1980), Gringo viejo (1985), La campaña (1990), Diana o la cazadora solitaria (1994), La frontera de cristal (1995), Los años con Laura Díaz (1999)... Además de todo lo que viene: La novia muerta, El baile del Centenario, Emiliano en Chinameca, La silla del águila, El camino de Texas, Crónica del guerrillero y el asesino, Crónica de una actriz renuente, Crónica de una víctima de nuestro tiempo, más otros títulos periféricos como En esto creo (2002) o Viendo visiones (2004).
La crítica literaria ha sido sensible a esta rara singularidad de una obra aparatosa que contiene un vacío a la vez abrumador y profundo. Adolfo Castañón opina, por ejemplo: “Si a Carlos Fuentes le cuesta trabajo entendernos, a nosotros nos cuesta trabajo entenderlo a él porque no siempre nos entendemos a nosotros mismos, porque no escribe para ser entendido sino para saciar a los dioses formidables de su vocación de escritor y tal vez a los ídolos críticos de una modernidad que puede confundirse con la moda”. Y Evodio Escalante: “¿Qué pasa con la literatura de Carlos Fuentes? ¿Por qué las obras supuestamente maduras del autor al que leíamos con vehemencia, arrebato y deslumbramiento durante la década de los sesenta, nos decepcionan, nos gustan a medias o simplemente nos dejan impávidos? ¿Qué ha cambiado en nosotros como lectores, o qué ha cambiado en Fuentes para que la antigua magia deje de producirse? ¿Somos ya menos crédulos? ¿Confiamos menos en las alucinaciones colectivas? ¿O, acaso, a fuerza de zarandearlo, exhibirlo, pasearlo y prodigarlo, se le agotó el demonio de la escritura? Quiero decir, ¿se ha vuelto tan obediente que ha dejado de producir cosas interesantes? [...] Una cierta sordera, una cierta nebulosidad se interpone entre los textos y el lector. La magia se ha perdido. El novelista mexicano más importante no logra electrizar la mente de sus coterráneos. Hay demasiada tierra o demasiados falsos contactos, o los tiempos ya son otros —y entonces se pierde la sintonía—, o abruptamente sucede que lo que el escritor tenía que decir ya lo dijo y es como si se vaciara o se hubiera secado la fuente que lo convertía en un notable emisor de signos literarios”.
Carlos Fuentes es un narrador perdido en el meandro de sus excesos.

***

Mas ese caótico laberinto tiene un centro: la nouvelle Aura. No se caería en una exageración al decir que por sí mismo ese título da un lugar significativo a Fuentes en la historia literaria. Sesenta páginas de concentración extrema nos hacen olvidar esos amontonamientos de paja que el narrador ha llamado “La edad del tiempo” y que sufren los embates del mismo. Piénsese en su obra como una “ciudad de los palacios” en otras épocas gloriosa y que hoy es ruina sobre ruina. Uno de los pocos edificios que perduran es de los más vetustos y está en Donceles 815, antes 69, donde la anciana Consuelo Llorente, viuda de un militar que sirvió al Segundo Imperio, se halla en una sombría “muerte sin fin” convocando a los espectros de su juventud perdida y de su marido muerto.
Entre tantos desaciertos de una escritura sorprende la perfección de Aura. El “tú” que estructura la novela tiene su cifra parcial en el epígrafe de Jules Michelet (tomado de su célebre estudio sobre la bruja medieval): “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
La “segunda visión” (alter ego, otro u otra que mira y ordena) es aquella que se permite tutear al personaje para conducirlo al encuentro con su pasado: Felipe Montero, joven ex becario de la Sorbona, es también el general Llorente; en la muchacha Aura reencarna la belleza de doña Consuelo. El futuro es, siempre, un retorno.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos —asegura la anciana.
Para el escritor Carlos Fuentes, la vuelta a Aura ha sido imposible. Cuando la disfrazó de Constancia (en el volumen Constancia y otras novelas para vírgenes) fue para caricaturizarla con desgano y hacerla representar una idea simple: la de que el exilio fue una “constante” del siglo pasado. En Instinto de Inez, en sus metamorfosis la nouvelle se ve también reducida a oprobiosos clichés.
—Deja que recupere fuerzas y la haré regresar —promete doña Consuelo al final de la historia.
No regresó. Aura es, al cabo, el único libro válido de Fuentes. Para usar la fórmula proustiana, se diría que es su solitario “tiempo detenido”.
Febrero 2004
ANIMALES EN CELO


Con la música de Pedro Navajas a todo lo que da entra el fornido Axel a escena, y no lo ve uno pasar por la esquina del viejo barrio sino en uno de los stands más amplios, acondicionado como club de mujeres, de la Expo-sexo que por estos días (de aquí hasta el domingo) se lleva a cabo en el Palacio de los Deportes.
Las chicas gritan desde las mesas, aplauden entusiasmadísimas. Axel viste de un blanco celestial: sombrero, saco y pantalón. La camisa es roja. El cabello, corto; moreno él. Musculoso y sin pelo en pecho. La piel como aceitadita. Su rutina atraviesa por un caos melódico que brinca de Michael Jackson a ritmos tropicales. “Ay, mamá, la rumba me está matando...”
Fuera, el sombrero; fuera, el saco; fuera, el cinturón... Tan desprendido el muchacho, se va quitando de todo lo que tiene hasta que llega al límite existencial: la tanguita roja con una suerte de hilo dental que se perfila en la entrepierna. La sorpresa de la tarde es que invita a una de las chicas a subir con él, la sienta en una silla plegable y le despliega un numerito candente y sudoroso, uf. Tímida al principio, la dama se deja hacer. Luego él le dirige las manos a los glúteos... “Agárrate del cachetón, agárrate del cachetón”, dice el presentador ocurrente.
Risas por todos lados. En cada mesa hay escenas de rubor y alegría por el sano esparcimiento. Axel toma a la dama entre sus brazos y la lleva a unas alturas que serán místicas o iniciáticas para ella, y que a las demás causarán envidia.
—Seguramente lo has hecho muchas veces —comenta el presentador—. ¿No? ¿Es tu primera vez?
Ella ríe. Rojísima de la alegría y como resultado de su encuentro cercano en los brazos de Axel. Sus anteojos están empañados, como si hubieran pasado por una tormenta.
—Y esto es sólo una probadita —dice el que tiene el micrófono—. Hoy no están ustedes casadas ni tienen novio. Pueden hacer lo que quieran, decir lo que quieran y, sobre todo, tocar lo que quieran.
Hay un espacio vecino similar pero al revés: con hombres sentados en las mesas y mujeres que se desvisten al ritmo que mejor les acomoda. Para ese otro club hay que hacer fila, a cien pesos la entrada y mucha paciencia; para este otro, de mujeres, no, aunque el cover es el mismo.

***

La minoría femenina que llegó a la expo sexual encuentra en ese espacio del club de damas un refugio ante tanto galán panzón que circula por los pasillos. En los momentos más bochornosos de la tarde aquello semeja uno de los accesos a la estacion Pino Suárez del servicio metropolitano a hora pico. En la fila india obligada, le dice un amigo a sus acompañantes: “Nunca habíamos estado tan juntos, saliendo de aquí los voy a querer más”. El entorno se vuelve sensual, hasta el hot-dog de la cafetería adquiere connotaciones de espanto puritano.
Poco después de las dos de la tarde, cuando ya empezaban las protestas, se dio el banderazo de arranque para esta muestra de Sexo y Entretenimiento. Cómo contener a tanto animal en celo que imaginaba mil y un sorpresas en esos espacios embodegados. ¡Qué no habría allí! Pero además del boleto de entrada había que permitir un cateo riguroso que en la euforia podía confundirse con cachondeo. Luego, aparecieron dos damas desnudas... pero pintadas, en maquillaje no brutal sino frutal de cuerpo entero. ¿Muy fresas? Naturalezas no muertas sino bastante activas. Más adelante, un similar doctor con aspiraciones presidenciales se echaba una bailadita con un condón que tenía su don para el movimiento.
En los puestos todos estaban puestísimos para ponderar las bondades de sus productos. Se publicitaba, por ejemplo, un te sensual cien por ciento natural que mejoraba significativamente el desempeño y el placer de los implicados en la maroma, hombres o mujeres. O había revistas para leer con una sola mano. O películas eróticas o erécticas; lubricantes, aceites para masajes, juguetes, afrodisiacos, retardantes... Todo lo que a un defensor de la moral escandalizaría, pero que a un frecuentador de esos ámbitos del placer le parece apenas indispensable: canastá básica para la erotomanía, o para la convivencia natural con la pareja sin burocratismos.
La simple belleza de las sombras... La forma más discreta de comprar... Una experiencia que tienes que vivir. Haz de tu deseo una realidad... ¿Amor o pasión? Ése es el dilema...
¿Para dónde mirar? Tampoco había mucho. Eran mayores las expectativas que la realidad pequeña y embodegada. La gente, además, siguió llegando por toda la tarde, y eso que era el primer día y entre semana. Siguiendo con esa tendencia, sábado y domingo aquello parecerá un juego swinger surrealista, de cuerpos contra cuerpos. ¿Orgía perpetua?

***

—¿Cómo te llamas?
—Eli... Mejor pónme Vampmaster, así me conocen todos.
Tiene un portal de internet que da acceso a muchos sitios para adultos. Sin preguntarle, él fija los límites:
—No aceptamos ni pedofilia ni necrofilia.
—¿Zoofilia sí?
—Tampoco.
A esas horas de la tarde está volviendo a arreglar su stand pues una manta le cayó encima a los lubricantes.
—¿Has experimentado resistencias a tus páginas?
—Pues sí, siempre hay quien se queja de que las fotos son muy fuertes y eso.
—¿Pero no has tenido ningún pleito legal?
—No, nada de eso.
—Muchos de los frecuentadores a esos sitios de internet se decepcionan porque cada paso dado implica un costo, y hay que dar el número de la tarjeta y no hay seguridad de que se hará mal uso...
—Bueno, nosotros trabajamos directamente con los bancos y el servicio es seguro; y hay quien puede estar navegando una semana con nosotros viendo fotos y video sin costo alguno.
—Ah.

***

Por ahí anda Julia Taylor, estrella porno del filme Cleopatra, pero no están sus coestrellas Bobbi Eden, Jessica May, Laura Ángel, Lucky y Rita Fatoyano... ¿Nombres reales o apodos? Ella es húngara, se exhibe en un sofá, mas no se parece a la Cleopatra que está en los carteles. Le falta el maquillaje de época; no tiene las pirámides en donde, aseguran, se filmó la cinta; y le sobra, acaso, la ropa.
El ideal femenino lo fija alguien en los altavoces: guapas, frondosas y candentes. En uno de los escenarios, en el pabellón oeste, hay espectáculo continuo con bailarinas que cumplen rutinas estilo Flashdance que hubieran escandalizado a Bob Fosse y Liza Minelli. Un purista se preguntará si esto es arte o mero entretenimiento. El punto de acuerdo es que las muchachas están como lo marca la receta. Aunque sus bailes sean monótonos no lo son esos órganos vitales que brincotean entre tamborazo y tamborazo para asombro de la ingeniería.
El calor se vuelve insoportable no por las tentaciones sino por tanto mortal que busca lo que no hay, o lo que hay en cualquier sexshop respetable. El sitio más fresco es el club de damas, donde tres galanes de negro suben al escenario y resuelven sus pasos de baile a lo Back Street Boys.
Bajan los hombres de negro y sube un Neo matricida, con lentes oscuros y una gabardina como la que usa Keanu Reeves en la saga Matrix. Del disfraz, no es difícil adivinarlo, luego de algunas maromas sólo quedará una tanguita naranja, frontera entre el deseo y el pecado.
—Y esto es sólo una probadita de lo que podemos ofrecerles. Esta tarde, chicas, es para ustedes.
Y Neo corre hacia los desvestidores.
Febrero 2004
EL CLUB DEL INSOMNIO


La felicidad sí puede ser comprada...
¿Por qué no creerles? Una dama tenía problemas graves de memoria; al hijo de otra le salieron hongos en los pies que le provocaban sudoraciones y mal olor... Ambas encontraron un remedio milagroso para sus tribulaciones, el mismo que hizo felices a un padre y una hija, según se desprende de este sincero testimonio: “Trabajo en una agencia de publicidad. Desde hace tiempo mi padre estaba muy enfermo de diabetes. Últimamente estaba muy mal, lo veíamos bastante decaído. Un día llegó un cliente a mi oficina y me ofreció el Calcio de Coral. Cuando lo vi chequé las propiedades que contiene y me pareció bien. Tú haces hasta lo imposible porque tu familia mejore, y dije: por qué no, vamos a intentarlo. Fui observando cómo mi padre poco a poco empezó a tener mayor vitalidad, empezó a levantarse, a tener más fuerza, más ganas de vivir... Y realmente comprobé que el Calcio de Coral es una maravilla. Gracias a él mi padre tiene más de mes y medio que se levantó de la cama”.
El padre atestigua la declaración de amor de su hija... hacia el producto salvador. La observa enternecido y la secunda con una voz cansada, la voz de alguien que acaba de salir apenas de la pesadilla de la enfermedad: “Gracias a mi hija y al Calcio de Coral mi nivel de vida ha mejorado bastante. Por eso es que le doy gracias nuevamente al Calcio de Coral. Después de tanto tiempo con mi problema tan fuerte de diabetes no puedo creer que en unos meses, en un mes, estoy caminando nuevamente...”
Empuja la silla y, como Lázaro, se pone de pie; abraza luego a la hija, que llora en sus brazos.
Si los infomerciales compitieran por los Óscares, acaso esta doble interpretación merecería un premio compartido. Y es sólo un destello de esa larga barra de comedia involuntaria que se inicia por televisión hacia la medianoche, y se prolonga hasta pasado el mediodía. Ante los ojos insomnes, estos programas hacen uso de las más rudimentarias técnicas de la publicidad (como el testimonial, ya sea de un consumidor pagado o un falso especialista) y en su mayoría utilizan doblajes realizados por enemigos de la lengua castellana u oscuros poetas de vanguardia, con lo que se crean gloriosos espacios de arte goyesco o grotesco.
Llame ahora, aproveche, no puede dejar pasar esta oportunidad, si es usted de los primeros 200 en hablar recibirá gratis ... Los productos cambian, las frases se repiten. Se apela siempre a la novedad, a la mejora técnica, a los avances de terceras o cuartas generaciones. Hay muy recientes descubrimientos de la ciencia que pueden estar a nuestro alcance con sólo tomar el teléfono, para conseguir lo imposible: bajar dos tallas en dos minutos, desaparecer cicatrices y arrugas, lograr peinados de salón en menor tiempo y a bajo costo, limpiar la casa sin agobiarse, preparar hot-cakes perfectos, tener unos lentes de sol con garantía de por vida, un brillo labial indeleble, tocar guitarra o teclados al instante para seducir, por fin, a la chica de nuestros suspiros... La imaginación, se lee en la pantalla, es el límite.
Adiós a la infelicidad, una camiseta remodeladora puede cambiarle la vida. Un hombre, por ejemplo, sufrió una separación: su mala mujer se fue sin dar explicaciones y le dejó a los hijos. La crisis fue honda y profunda. Pero encontró el AB Control Power Net a un precio superespecial y: “Me siento delgado, feliz”. Le demostró a ella, de paso, que podía dejar de ser el marido fodongo que antes era, una de las causas posibles del abandono.
Para el insomne la madrugada avanza, y los homenajes a Eugene Ionesco y los hermanos Marx se suceden uno tras otro, en una avalancha sin fin que lo impele a uno salir de la cama, tomar el teléfono y dar el paso a la dicha, el cielo que nos tienen prometido. Todo va a mejorar, la vida va a ser distinta...
El paquete Hairagami, de peinetas y listones para el cabello, ha hecho de la Tierra un espacio más habitable. “A mis amigas les encanta” dice Harmony, “me hacen muchos cumplidos. Es fácil de usar y puedes llevarlo a cualquier parte, ya sea algo elegante o para ir a la escuela, para lo que quieras. ¡Es increíble!”
Por si el testimonio mentiroso no fuera suficiente, los presentadores revelan certezas incuestionables: “Presentamos el novedoso equipo completo para peinados Hairagami. Es una colección de accesorios exclusivos para peinados que puede usar para crear hasta 250 peinados diferentes en minutos. Por un tiempo limitado, puede usted probar el equipo completo para peinados durante 30 días...”
La ganga es efímera: algo que cuesta 3 mil pesos puede ser adquirido por sólo 795 pesos, más gastos de envío, ¿qué espera?, sólo hoy, sólo en los próximos veinte minutos, es una oferta limitada... Y así, día tras día.
“Hola, amigos, soy Joe Palmer. Por años he buscado la herramienta eléctrica perfecta, una que pueda hacer prácticamente todo, y lo bastante potente para construir muros, taladrar madera, metal, concreto, una herramienta con versatilidad para cortar, dar forma y ensamblar todos esos importantes proyectos caseros... ¿Y dónde está esa herramienta? ¡Aquí la tienen!”
Vuelven a circular, en la calle, los microbuses. Poco a poco las sombras de la noche se alejan y con los primeros hilos de luz nacen, en la pantalla, los coros del Himno Nacional. Algunos canales comienzan su programación normal; otros mantienen la barra de infomerciales hasta casi la hora de la comida. En algunos casos se diría que un ejército de performanceros ha tomado las cadenas de televisón por asalto y realiza prácticas del teatro del absurdo... “¡No puedo creerlo! ¡Asombroso! ¡Genial!”, saltan los deslumbramientos desde el monitor.
La niña toca el rostro de su madre y exclama: “¡Qué suave!”, pues ella se ha puesto la nueva crema rejuvenecedora, que le ha dado resultado... ¡en segundos! Las arrugas siguen ahí, pero ya no se ven ni se sienten.
¿Quién no busca la felicidad propia o de la familia? ¿Quién no quiere mejorar? Llame ahora y arrepiéntase después. Se aceptan todas las tarjetas de crédito. Marque ya.
Marzo 2004
EL CLAN BARTLEBY


1.

Recientemente, Enrique Vila-Matas colocó el nombre de Bartleby en la portada de uno de sus libros, y en cierta manera (pues los espacios de la buena literatura no son amplios) popularizó tanto al personaje creado por Herman Melville como a un fenómeno de la ficción: los escritores que no escriben porque dejan de hacerlo o nunca lo hicieron. También llama a esta corriente “literatura del no”. Mas el protagonista de la novela corta Bartleby (1856) no es exactamente un literato: labora como amanuense o copista judicial en el despacho de un abogado en Manhattan, y su negativa a seguir copiando y cotejando escritos es también una renuncia vital. El lánguido “preferiría no hacerlo” se convierte en una condena autoimpuesta: el hombre, al fin, “prefiere” no vivir más.
El relato se inicia de modo naturalista, con la descripción de las rutinas oficinescas y las peculiaridades de los otros dos escribientes: el malhumor de uno por las mañanas tiene el contrapeso de la ligereza del otro, mas los papeles se invierten por la tarde. Pero hasta ahí el equilibrio no se rompe. Es Bartleby quien vuelve raro ese espacio laboral, y su presencia oscurece el entorno: lo que pareciera en un principio normal y hasta divertido (por cotidiano), se vuelve miserable. La soledad de Bartleby es la soledad del que narra y de quienes con él trabajan... es decir, una condición de la humanidad.
El suceso particular, entonces, se dispara y altera el contexto: el “uno” se vuelve “ellos”, y también “todos”. Esto, que parecería simple, no ocurre en otras narraciones: las transformaciones del doctor Jeckyll en el señor Hyde (en la famosa novela de Stevenson) no modifican la percepción que tenemos del Londres en que se desarrollan los hechos. Lo singular de Bartleby, y acaso por ello nos sigue estremeciendo su lectura, es que el abandono del personaje entra en comunicación directa con quienes siguen la historia desde fuera de la página. “Oh, Bartleby”, lamenta el narrador, pero también: “Oh, humanidad”.
Vila-Matas prolonga los ecos de Bartleby a los creadores. Sin embargo, el ensayista y novelista español no se detiene en lo que podría ser pensado como otra continuación, una curiosa línea narrativa seguida en diversas geografías entre el cierre del siglo XIX y principios del XX. El hombre incrustado en el sistema que por depresión o enfermedad o por una serie de feroces malentendidos o por alteraciones de su cuerpo abandona su vida útil, está en La muerte de Iván Ilich (1884-1886), de León Tolstoi; en El pabellón número 6 (1898), de Anton Chejov; y en La metamorfosis (1915), de Franz Kafka.
Quizá no sea Bartleby el modelo de esas narraciones; el que compartan un registro no refiere influencia sino afinidad. Léanse esas novelas cortas “de corrido”, y se verá que no sólo se comunican, o que son esencialmente la misma historia: hay una dura progresión, como si se ingresara a una mina y se fuera descendiendo por estancias similares pero con detalles que las hacen únicas... hasta llegar a la pesadilla de la pesadilla, la soledad más profunda.
Acaso Bartleby abre un camino que llega a Gregorio Samsa. Uno prefiere no hacer ya nada; el otro despierta convertido en escarabajo, y aunque tiene la responsabilidad de mantener a la familia, y sabe que es indispensable para los suyos que siga trabajando, no puede hacerlo: una extraña metamorfosis lo aparta de una vida que no era normal ni humana pero que así lo parecía. La enfermedad que aqueja a Gregorio Samsa es el síndrome de Bartleby.


2.

Si asumimos que con Bartleby se abre una cadena, tendría que entenderse que quienes la siguen no son precisamente continuadores. Coinciden ciertos libros (los cuatro que aquí se revisan) en dos cosas: son novelas breves, y tienen como elemento percutor de la narrativa un distanciamiento del personaje (físico o metafísico) con su entorno cotidiano. Sin saberlo acaso los autores, a fuerza de repeticiones se crea una suerte de progresión, que va de una lánguida melancolía en Melville a la metamorfosis en Kafka.
Bartleby “prefiere” detenerse; al Iván Ilich de León Tolstoi lo atrapa la enfermedad, que viene luego de un accidente casero... Diría la psicología que el mismo Iván Ilich busca lastimarse, y algo en lo profundo lo lleva a ello porque siente que su vida normal sólo lo conduce al vacío: “Una vez subió la escalera para enseñar al tapicero cómo debía hacer el drapeado, dio un paso en falso, pero como era hombre fuerte y ágil, mantuvo el equilibrio y sólo se golpeó contra la manija del marco. El golpe dejó señal, el dolor se sintió varios días y luego pasó”.
En La muerte de Iván Ilich un funcionario de la Rusia zarista se dedica a la construcción de un mundo de simulaciones. Con el ascenso en la burocracia se le exige que todo en él se transforme: “En el fondo le pasaba lo que a todas las personas que sin ser ricas tienen la pretensión de parecerlo: cortinados, ébanos, flores, alfombras, bronces, todo lo que se ha inventado para parecer de alta posición y de verdadera riqueza y elegancia”.
Iván Ilich hace lo que los otros en su orbe oficinesco: busca ascender. Se encuentra atrapado, pues, en la pirámide social. Ha dejado atrás a unos, y hay otros arriba de él a quienes intentará derrocar. Cuando la enfermedad lo “saca del juego”, sus primeras reacciones son de confusión y temor: perderá sus privilegios, lo conseguido hasta entonces. Espera que la familia lo reconforte, pero incluso en ese terreno íntimo deja de funcionar: ya no sirve para los otros. Si no es útil, es desechable.
Quienes han leído La muerte de Iván Ilich no dudan en calificar esta noveleta como magistral. Lo es entre otras cosas por su construcción: el capítulo inicial cronológicamente debería ser el último, cuando los compañeros de Iván Ilich reciben la noticia del deceso. La narración se inicia con la muerte y cierra con la muerte. Y la vida que se cuenta será una existencia yerta, una muerte en vida; y sólo al morir, en el instante en que todo acaba, accede el protagonista a la plenitud, acaso porque “vivimos más intensamente mientras nos precipitamos al vacío” (J. M. Coetzee).
“¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?”, se pregunta Iván Ilich. Narra Tolstoi: “Buscó su miedo anterior y no lo encontró. ¿Dónde está la muerte? No sentía ningún miedo porque no existía la muerte. En lugar de ella vio la luz”. Y: “¡Es así! ¡Qué alegría!” Tanto en Bartleby como en La muerte de Iván Ilich, lo que abre como un distanciamiento cierra con el último suspiro. En su misterio, uno opta por ya no vivir. El otro se aleja accidentalmente, y en el proceso de su enfermedad descubre el sistema de falsedades en que ha estado inmerso... “Ha terminado la muerte”, se dice a sí mismo, aliviado, Iván Ilich. “La muerte no existe ya.”
El síndrome de Bartleby es, entonces, una cura.


3.

Las burocracias son letales. Contaba Jorge Luis Borges que una de las etapas más tristes de su vida fue cuando trabajó en una biblioteca. El primer día llegó con gran contento por pasar sus jornadas laborales entre libros, y recibió unos 15 tomos para que elaborara fichas. Lo hizo a buen ritmo. Iba por más, cuando uno de sus compañeros lo detuvo. “Oye, no trabajes a ese ritmo, nos haces quedar mal a los otros”, le dijo. Se esperaba de él que se ajustara a las rutinas establecidas: extenderse en los saludos matutinos, comentar los partidos de futbol del fin de semana, las películas en cartelera, la salud familiar, el estado que guardaba la nación... Tomar uno de los libros fichables y leerlo, era considerado como ofensa: eso significaría que despreciaba la conversación de sus compañeros. Un día, alguien encontró un título acreditado a Jorge Luis Borges. “Mira”, le comentó, “éste se llama igual que tú. Qué curioso, ¿no?” Respondió Borges: “Sí, qué curioso”.
La oficina del Bartleby de Melville es pequeña: un abogado, tres copistas. El Iván Ilich de Tolstoi es parte de una compleja estructura piramidal, en la Rusia zarista. En El pabellón número 6, Anton Chejov sigue al doctor Andrei Efímich Raguin, director de un hospital miserable de provincias, cuya vida transcurre a partir de itinerarios perfectamente establecidos. Su mayor anhelo no es mejorar el establecimiento que dirige, ni dar mejor atención a los enfermos o instalaciones limpias... Querría todo eso pero no sabría cómo realizarlo. Lo único que desea es encontrar a alguien que sepa y que le guste mantener una conversación inteligente.
El ambiente oficinesco de Bartleby, La muerte de Iván Ilich y El pabellón número 6 nos acerca a “hombres sin atributos”, y no se espera de ellos algo sublime. Andrei Efímich es asiduo a los libros, y le sirven para ubicarse en el mundo: “Y de improviso, bajo el efecto de los buenos pensamientos entresacados de la lectura, dirige su mirada al pasado y al presente de su vida. El pasado es repugnante, mejor no acordarse de él. Y en el presente sucede lo mismo que en el pasado”.
A Bartleby lo invade la melancolía, a Iván Ilich la enfermedad... Andrei Efímich encuentra en Iván Dimítrich, un loco del pabellón número 6, a su mejor compañero de charla, y su afición a visitarlo crea la sospecha de que se le han desajustado los tornillos: un doloroso malentendido lo aísla de su vida “normal”. Será Andrei Efímich como Borges en la biblioteca: un raro, alguien que no quiere actuar como los otros y que se pone (o es puesto) al margen. Ofende que Andrei Efímich tome sus distancias frente a aquellos que “gastan su energía vital, su corazón y su inteligencia en partidas de cartas y chismorreos” y que no saben y no quieren “emplear su tiempo en una conversación interesante y en la lectura”.
Lo que primero es un rumor luego es considerado como una certeza: Andrei Efímich no está bien. Pierde el empleo, pierde el poco dinero ahorrado, y sus amigos, por ayudarlo, le construyen una tumba. Y se vuelve espectador de su caída: “Mi enfermedad consiste sólo en que en 20 años, en toda la ciudad sólo he encontrado a una persona inteligente, y resulta que además es un loco. No hay enfermedad alguna, sólo que he caído en un círculo vicioso del cual ya no hay salida”.
Mas al alejarse del mundo material, Andrei Efímich se reconcilia con su mundo interno.



4.

Ya se sabe: al despertar, luego de una noche intranquila, Gregorio Samsa amanece convertido en un escarabajo... Las traducciones lo presentan como un “monstruoso insecto”, pero Vladimir Nabokov ha explorado la metamorfosis del personaje para concluir que no es cucaracha (como muchos suponen) sino escarabajo. A sus lecciones de literatura europea incluso llevaba Nabokov un dibujo de Gregorio Samsa, que amaneció hacia las 6:30 de esa mañana y se dio cuenta de que no podía ir a trabajar. En los cinco años que llevaba empleado (desde una crisis financiera que derrumbó a su padre), no había faltado nunca a su deber como viajante de comercio... Pero Samsa no está enfermo, como Iván Ilich; no “prefiere” abandonar el trabajo y la vida, como Bartleby; ni su aislamiento se debe a un malentendido, como sucede al Andrei Efímich del Pabellón número 6. No hay una explicación lógica: sólo amanece transformado en insecto, y le costará adaptarse a su nueva condición.
Es sorprendente cómo cuatro novelas tan distintas, como son estas de Melville, Tolstoi, Chejov y Kafka, pueden ser al mismo tiempo tan parecidas. Hay un resorte similar, algo que saca a los protagonistas de su vida cotidiana (sea un recurso naturalista o fantástico); y el fin es también el mismo: Bartleby se queda como dormido, “con reyes y consejeros”; Iván Ilich aspira el aire, se detiene en medio del suspiro, se estira y queda muerto; Andrei Efímich piensa en la inmortalidad, y la desecha, después ya todo desaparece y él deja de existir para siempre. Al Gregorio Samsa de La metamorfosis le espera un destino común a los otros personajes: “Y en tal estado de apacible meditación e insensibilidad permaneció hasta que el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vivir aquel comienzo del alba que despuntaba detrás de los cristales. Luego, a pesar suyo, su cabeza hundióse por completo y su hocico despidió débilmente su postrer aliento”.
Inquieta a Samsa la situación económica de la familia: hasta antes de la metamorfosis, la casa depende de él; luego, su padre y su madre, y la hermana Grete, despertarán del cómodo letargo en que vivían (pues vivían a costa de Gregorio) y se lanzarán al mercado laboral.
Nabokov también se ha detenido en ese doble proceso que se percibe en el relato: al comienzo, Samsa es un insecto y sus familiares son humanos; en el sufrimiento, el insecto se humaniza y los parientes del protagonista se animalizan hasta el punto de agredirlo y provocarle la muerte del modo más grotesco: “En esto, algo diestramente lanzado cayó junto a su lado, y rodó ante él: era una manzana, a la que pronto hubo de seguir otra. Gregorio, atemorizado, no se movió: era inútil continuar corriendo, pues el padre había resuelto bombardearle. Se había llenado los bolsillos con el contenido del frutero que estaba sobre el aparador, y arrojaba una manzana tras otra, aunque sin lograr por el momento dar en el blanco”.
Desde Bartleby, esa irrupción del absurdo parece atacar directamente a la realidad: el hecho aislado modifica nuestra idea del mundo. Lo que parecería normal ya no lo es, y lo anormal se comunica con ciertas pulsaciones realmente humanas. Una oficina en Wall Street, la burocracia de San Petersburgo, la administración de un hospital de provincias, y la existencia gris de una familia en Praga, sufren ese desfase de uno de sus integrantes que no se rebela a la estructura sino que es “puesto a un lado”. En Bartleby hay un “no” preferible y definitivo; en los otros, algo interno los lleva a dar la espalda y lanzarse en una búsqueda que será trágica y luminosa a un tiempo.
El “no” de Bartleby pone a temblar al mundo.
Febrero 2004