sábado, junio 23, 2007

Memoria de un día

Una de las grandes epifanías del Ulises de James Joyce ocurre en el capítulo 17, el de “Ítaca”, cuando en la madrugada y antes de separarse, a sugerencia de Stephen Dedalus éste y su anfitrión, Leopoldo Bloom, orinan en la penumbra, lado a lado, con “sus órganos de micción vueltos recíprocamente invisibles por la interposición manual”, en acto de feliz entendimiento, y ambos observan cómo una estrella se precipita “con gran velocidad aparente a través del firmamento desde Vega en la Lira sobre el cenit más allá del grupo de estrellas de la Trenza de Berenice hacia el signo zodiacal de Leo”.
Por ello en nuestro Bloomsday mexicano, cuando de pronto tres de los peregrinos orinábamos en los baños del Tenampa, cantina en donde nos refugiamos para alimentar un poco el estómago y seguir brindando con cerveza, a la espera de que abriera el cabaret Bombay para el cierre de una jornada que había iniciado a las diez de la mañana, acordamos que el ejercicio de nuestro descargar la vejiga era uno más de los homenajes que dedicábamos ese sábado 16 de junio a la novela. Y se acercaba el fin de la fiesta literaria, acaso dos o tres horas más, para poder decir muy orondos: “Micción cumplida”.
En uno de los apartados del Tenampa, dos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras improvisaron con fragmentos de “Circe”, que uno leyó en inglés y el otro en español… Y hubo luego un espacio para conocernos o reconocernos, porque no sabíamos bien a bien con quiénes estábamos, y se hizo a la manera de los Alcohólicos Anónimos: “Me llamo tal y estoy aquí porque leí el Ulises hace un año y...” A partir de una convocatoria abierta, este 16 de junio nos reunimos por la mañana en un kiosco que está en las faldas del Castillo de Chapultepec alrededor de 30 joyceanos, que a la prensa parecieron pocos pero que eran mucho más de los que, en 1954, en Dublín, realizaron por vez primera el recorrido completo del Ulises y que pueden contarse con los dedos de una mano, y sobra uno: a saber, Flann O’Brien, John Ryan, Patrick Kavanagh y, en representación de la familia, Tom Joyce, “un dentista primo de James que por supuesto no había leído Ulises” (según reseña Antonio Rivero Taravillo en James Joyce. Cien años y un día: Ulises y el Bloomsday, Sevilla, 2005).
Acá, en el Bloomsday mexicano, fueron 30, fueron 40 y fueron 20, más o menos, según avanzaba el día, pues se trató de un maratón de doce horas completas, y un poco más, para los que continuaron la noche con baile en el Bombay a 15 pesos la ficha, y mientras la cantante del grupo Amigo le decía al mentado “Blusdei” que muchas felicidades en tu día, pásala muy bien Blusdei, lo mejor para ti Blusdei.
Fuimos de Chapultepec al Panteón de San Fernando, en coche o microbús por Reforma y con el delirio visual de las mujeres desnudas de los 400 pueblos; de San Fernando al Café La Habana, para la primera parada técnica; de ahí a la Biblioteca México, fundiéndonos en la Ciudadela con los danzoneros y con Hamlet; y, luego, al Claustro de Sor Juana, espacio musical adecuado para el capítulo de “Las sirenas”, porque ahí estuvo el salón de baile Smirna (el Esmeril le decían), donde escuchamos la caída del agua en las fuentes de la Plaza Regina… Y del Claustro a la Plaza de Garibaldi, con “Nausícaa”, la cojita Gerty MacDowell, de paseo entre mariachis y teporochos, sitio en el que bebimos cerveza irlandesa a cielo abierto y se leyó una de las “cartas sucias” de mister Joyce a Nora Barnacle, su dulce y pícara putita.
La pausa en el Tenampa nos preparó para el último jalón en el Bombay, en donde encontraríamos a Molly/Penélope y su monólogo afirmativo, porque sí ella dijo sí quiero sí, que han interpretado en diversos foros del mundo grandes actrices y acá lo hizo, decorosamente, María Luisa Vázquez, en bata de dormir.
Para entonces los chicos de la prensa, a quienes encargaron cubrir el Bloomsday mexicano, en su mayoría habían desertado. Escribirían luego notas apresuradas en las que confundieron nombres y fechas que mezclaron, además, con la pesca pobre de Internet (pues nada como la lectura directa). Y el tanto beber creó catarsis inesperadas, que se asentaron o aceleraron con el whisky Jameson… La lluvia apagó poco a poco la memoria del día; y así termina, cito del Ulises, “esta intermitente y cada vez más lacónica narración”.

Junio 2007

lunes, junio 18, 2007

La fiesta de un libro

Un grupo de lectores celebramos el Bloomsday, el día de Leopoldo Bloom, personaje de la novela Ulises (1922), de James Joyce. El objetivo fue reunir a una comunidad de lectores del Ulises que realizaba en México, cada quien por separado, sus rituales de celebración literaria de esa jornada del 16 de junio de 1904, y que son más de los que parecen. Al lanzar la convocatoria recibimos noticias de esas historias personales, de cómo el Bloomsday se convirtió en una fiesta secreta, ya sea bebiendo cerveza o whisky irlandeses, caminando por el centro de la ciudad y deteniéndose en los bares como si fueran pubs, o de cualquier otra forma que marcara tanto la imaginación como el recuerdo de los sucedidos de la novela, incluso visitando algún burdel honorable. Está el caso de Salvador Elizondo, principal introductor de la obra de Joyce en México, para quien el 16 de junio era un día de guardar. Y está una historia, que conocí apenas este año, de dos profesores de literatura que realizaron con sus alumnos un primer Bloomsday mexicano en el 2002. Uno de ellos es Ramsés Sandoval, que participó también en este segundo intento.
El Ulises sigue las andanzas de Leopold Bloom y Stephen Dedalus por la ciudad de Dublín. Se puede leer la novela con mapa, marcando sobre todo los momentos en que esos destinos se entrecruzan a lo largo del día hasta coincidir en el burdel de Bella Cohen a la medianoche. El libro cierra con el monólogo de Molly Bloom, quien casi no ha abandonado la cama, y que afirma con un “sí quiero sí me gusta sí” los distintas zonas de la vida por las que ha pasado la novela. Es una novela peatonal, y ocurre en un área muy limitada geográficamente, por lo que puede ser recreada en espacios similares, como la ciudad de México. O Londres o París o Roma o Trieste o Nueva York, donde también celebran el Bloomsday.
Nuestro Bloomsday aceptó tanto a fieles lectores del Ulises como gente interesada en acercarse por vez primera a la novela. Cual guías de turistas, fuimos explicando lo que sucede hora por hora; y leímos pasajes significativos. Algunos de los participantes tuvieron la experiencia de haberla leído recientemente en un taller de lectura del Ulises que se llevó a cabo en la Casa de las Humanidades de la UNAM a principios del año. Quienes no la conocen, recibieron una serie de entusiasmos por un libro que tiene fama de difícil pero que recompensa, con creces, esas posibles dificultades.
Para concretar este Bloosmday mexicano se buscaron equivalencias. La principal es que en espíritu, más allá del Batallón de San Patricio, nos parecemos mucho a los irlandeses: ellos han padecido a los ingleses, y nosotros a los estadunidenses, dos imperios; la religión también nos ha impuesto una cultura que pelea continuamente con nuestro pasado, celta o prehispánico; y nuestros centros históricos son similares, con cantinas o pubs cada cien metros. Convertimos el Castillo de Chapultepec en la Torre Martello, el lago de Chapultepec en la playa de Sandycove, y enterramos a Paddy Dignam en el Panteón de San Fernando, entre otras estaciones.
En un tiempo en que la literatura más ligera impera en el mercado, volver al Ulises siempre es refrescante: de la supuesta dificultad que implica su lectura sale uno renovado, agradecido, porque es compleja en la medida en que la vida lo es, y al leerla se descubren ciertas áreas ocultas de lo humano en una gran representación sinfónica. Para los ingleses es la novela más importante del siglo XX; entre nosotros, influyó tanto a Gilberto Owen como a Fernando del Paso y Salvador Elizondo, para empezar.
Ulises marcó al siglo XX de una manera total, pero en este asunto se puede ser muy obvio y es algo de lo que se ha escrito muchísimo. En las encuestas suele aparecer en la cima, junto con En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, como dos caminos transitados por la literatura en el siglo XX. Aunque ahora vamos en retroceso, y se prefiere lo simple, que simplifica el esfuerzo, sí, pero también nuestra capacidad de observación de la vida. Por ello celebrar el Bloomsday es realizar, además, un ajuste de cuentas con esa literatura de supermercado que hoy tanto nos invade.

Junio 2007