martes, mayo 25, 2004

GEORGE W. BUSH VA A TROYA

En un par de días, asistí a dos espectáculos artísticos contrastantes: uno es un filme hollywoodense con un presupuesto de 109 millones de dólares; y el otro es un monólogo teatral que se representa una vez por semana, tiene una escenografía básica y no ha de costar por la temporada más de cien mil pesos. Los “efectos especiales” de la cinta son extraordinarios, se tiene lo último en cuestión de tecnología; en la pieza se utilizan un par de regaderas, una botellita de plástico con gasolina para crear un círculo de fuego, algunas percusiones, una red de pescar, cuatro plumas de ave y un trompo luminoso. La película contrató a grandes actores por sueldos millonarios y a muchos extras (multiplicados por los artesanos de la clonación digital); en el teatro hay sólo un actor, que no ha de cobrar gran cosa, y lo auxilian dos bailarinas de flamenco. Se dirá que no hay posibilidad de comparar una cosa con la otra. Es verdad.
La cinta traduce un discurso político actual al campo de la épica, es decir “utiliza” una obra clásica para sus propios fines. No es que a Hollywood le interese Homero, y que guionista y director, fascinados con la Ilíada, se hayan esmerado por dar a los versos del poeta griego una fiel traducción a la pantalla. Los primeros veinte minutos de Troya son tan insistentes en el mensaje que es difícil no darse cuenta: en las guerras se forjan los imperios; sólo el que combate es recordado. Se caricaturiza a los políticos por su ambición, es verdad, pero se respetan sus decisiones: hasta el rebelde Aquiles terminará por disciplinarse y obedecer al rey.
No es posible, ya, ir al cine para maravillarse con la fastuosa producción y las grandes actuaciones. A Hollywood le importa la guerra, y retoma una obra clásica para imponer a los espectadores los códigos del conquistador: el combate es cruel, significa que muchos esposos no volverán a casa, pero al mismo tiempo es “necesario”. La batalla ofrece a guerreros y gobernantes la posibilidad de acceder a la gloria, a la inmortalidad. El de la butaca es apabullado por esas consignas bélicas; y lo “espectacular” se torna sólo una estrategia de los productores para que el adicto al cine baje las armas y “se entregue”: el asombro es, digamos, su caballo de Troya. Lo preocupante es que pague uno para que lo instruyan, para que se acepte una ideología, para oír un discurso de George W. Bush disfrazado de Agamenón o Menelao.
La obra del teatro propone un diálogo distinto con el espectador: desde que se llega al foro se topa uno con el que va a actuar, que hace ejercicios de calentamiento y limpia, incluso, el espacio en el que se moverá por poco más de una hora. Tiene una silla asignada, pues es “uno de nosotros”. Ese igual hará una confesión múltiple: no se disfraza con engaños, sino a la vista de todos: es él y es ella, es todos, a lo que llega por sus gestos, sus movimientos, sus cambios de voz. El texto, del novelista austriaco Peter Handke, corre paralelo a una compleja coreografía en la que intervienen los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua.
El actor no es Brad Pitt (se parece un poco a Antonio Banderas) mas no necesita serlo: tiene los recursos profesionales para convencer, o mejor: para comunicar. Los artificios que la obra utiliza son los del arte, no los del poder político. El libreto original de Handke es abierto y arriesgado: compromete tanto al escritor como al espectador futuro, enfrenta ambos a un espejo. Al final el actor se queda con el público y celebran todos, con gran aplauso, la comunión del hombre con el hombre. Esto recuerda al poeta argentino Antonio Porchia: “La confesión de uno humilla a todos”.
Es cierto: no pueden ser comparadas la cinta Troya, que se exhibe ahora en miles de salas del mundo, y Autoconfesión, pieza de Gerardo Trejoluna, que se presenta los miércoles en el foro La Gruta. Una es teatro puro, arte en serio; y la otra es... sólo un grosero discurso propagandístico representado con tecnología de punta, en pantalla ancha y con sonido Dolby.

Mayo 2004

martes, mayo 18, 2004

LA DANZA DE UNA MANO

Me sorprendió leer en las páginas de Milenio un reportaje de Blanca Valadez acerca de un misterioso síndrome de la mano ajena o extraña. En el sumario se apunta que el hecho de que una mano adquiera autonomía parece el argumento de una película de ciencia ficción, mas yo recordé una novela de Gérard de Nerval (1808-1855) leída veinte años atrás, La mano encantada, y de la que guardaba sólo la imagen vaga de una mano solitaria que se aleja, brinca que brinca, por uno de los puentes de París luego de que su dueño mereció el castigo de la horca.
Lo que en el siglo XIX era fantasía, en el XXI parece una enfermedad documentada con todas las de la ley. En el reportaje se habla de una mujer, Mariana, que sufre al no poder controlar a esa mano diestra “rebelde”. El protagonista de la novela es un aprendiz de sastre, Eustaquio Bouteroue, que en un arranque de valentía le busca pleito al sobrino militar de su esposa, y consigue que lo convoquen a un duelo para la mañana siguiente. Como no es ágil en el manejo de la espada, falta a la primera cita pero la segunda no la puede evadir. Va entonces por consejo y ayuda con un prestidigitador de los que se instalan en el Puente Nuevo. Éste, maese Gonin, le proporciona por cien escudos, a pagar luego de haber obtenido los resultados, un hechizo mágico en la mano derecha para vencer a su adversario.
En el cuartucho de maese Gonin, lo que el personaje experimenta podría hoy ser encontrado en las páginas médicas: “Entonces fue cuando Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le espantó muchísimo. Le parecía que la mano se le hinchaba, y a pesar de esto, caso rarísimo, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir sus articulaciones como un animal cuando despierta”.
Adivinará el lector que la mano resolvió el duelo con “destreza” (palabra que, por cierto, viene de “diestro” y que implica agilidad, soltura, habilidad, arte), y dejó al arcabucero clavado con la espada en el suelo como un escarabajo. Se pensará que el castigo por esa muerte fue la horca, pero esto no es exactamente así. Se olvida Eustaquio de ir con maese Gonin y rendirle los honores de los cien escudos por el hechizo salvador, y esto tendrá la consecuencia de que la mano se le comporte de un modo inapropiado en un momento para él vital: visita al magistrado Chevassut para solicitarle su protección. El diálogo es amable, y Chevassut (que no suele actuar con derechura) no ve problema por silenciar el asunto y despistar a los agentes de la justicia; mas entre agradecimiento y agradecimiento, la mano encantada de Eustaquio Bouteroue abofetea hasta dos veces al funcionario: “Esta repetición era ya insoportable, y el señor Chevassut corrió hacia la campanilla para llamar a sus gentes; pero el pañero le persiguió continuando la danza de su mano, lo cual constituía una escena rarísima, porque a cada señor bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en excusas llorosas y ahogadas súplicas que contrastaban del modo más grotesco con sus obras”.
La mano ajena —o extraña o rebelde o poseída, como se le quiera llamar— hace de las suyas, y pierde a Eustaquio, como esperamos que no pierda a aquellos que por estos días padecen ese síndrome y que luchan a brazo partido, se diría, por controlar a un miembro querido pero autónomo.
La sentencia al protagonista se cumple en la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Delfina y del Puente Nuevo. Mas al ahorcado le sobrevive la mano, que se mueve aun cuando Eustaquio está ya frío y colgante, y el verdugo tiene que cortarla de dos cuchilladas: ésta da un salto prodigioso en medio de una multitud espantada, y se dirige al Château Gaillard, donde vive maese Gonin.
Al final de la novela Nerval advierte que las gentes sensatas y de buen juicio no deben tomar en serio una aventura como ésta, que hoy, insisto, podría ser observada con ojo clínico.

Mayo 2004

martes, mayo 11, 2004

UN FANTASMA SIN ALTARES

Hasta donde sé, Francisco Tario (1911-1977) nunca presentó en público alguna de sus obras. Acaso se hubiera sentido ridículo ante esos rituales de la sociedad literaria por lo general más cercanos a las fiestas de damas quinceañeras que al diálogo franco sobre libros. Tampoco fue muy afecto a las tertulias entre escritores, espacios donde suelen definirse los rangos que se han de ocupar o desocupar en la República de las Letras. Puede así, él mismo o su fantasma, incomodarnos por esas ceremonias dedicadas a su escritura que se realizaron en el mes de abril (en la Sala Ponce de Bellas Artes y en la Casa del Tiempo), a las que él sin duda no habría asistido.
De modo similar, habrían ofendido a Tario los esfuerzos de Mario González Suárez, prologuista de sus Cuentos completos, por “integrarlo” al panorama de las letras mexicanas en una búsqueda incomprensible de la consagración nacional del autor de Breve diario de un amor perdido (1951) y Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952). Ver a la historia literaria como una oficina que acredita a unos y otros como glorias nacionales, es una lectura no sólo miope sino burocrática que a Tario causaría verdadero horror.
Según leo en las líneas introductorias que malamente abren esa colección completa de los relatos de Tario, a Juan Rulfo y Juan José Arreola les “tocó en suerte” ser integrados a la panoplia oficial de las letras nacionales a los pocos años de haber publicado sus obras. Como se deja entrever, el mismo González Suárez está a la espera de que su nombre sea incluido en algún cuadro de honor, con lo que se preparará para recibir homenajes, inaugurar alguna escuela que lleve su nombre o una plaza que tenga como pieza central un busto en el que se exhiban sus monstruosidades. Esperemos que así sea, que tenga esa suerte por él tan anhelada. Hablo del prologuista, no de Tario.
Éste descreía, hasta donde sé, de la sociedad literaria y nunca pretendió “hacer carrera” como escritor. Estuvo cerca, por su vecindad física en la calle de Etla, de Octavio Paz y Elena Garro. Fue amigo de José Luis Martínez, el gran crítico, y de Alí Chumacero, el gran editor y poeta. Pero no aprovechó esas relaciones para “colocarse”. Por lo mismo no compartiría las ansiedades de algunos de sus nuevos lectores por convertirlo en figura oficialmente reconocida, ni haría fila en alguna oficina de cultura para recibir un certificado de calidad como “autor nacional”.
Los mapas literarios no son piezas inmóviles: van cambiando según el que las mira. Tario no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello. La imagen se deslava. Y el que la observa cambió en espíritu, o se volvió él mismo un espíritu.
La lectura, cuando es seria, no construye templos. Va a las obras por el asombro que éstas provocan, y establece una conversación... que suele ser, como quería Quevedo, una conversación con los difuntos.
A Tario le vienen bien ediciones como la de Lectorum, que reúne por vez primera todos sus cuentos conocidos (aunque me habría gustado encontrar algo de Acapulco en el sueño, si no la colección de prosas que integran ese título sí el relato que lo cierra: una “carta apócrifa” escrita a la manera de D. H. Lawrence), como le han venido bien años atrás las reediciones de La noche (publicado originalmente en 1943), Equinoccio (1946) y Una violeta de más (1968), la antología Entre tus dedos helados (de 1988, donde Esther Seligson lo relaciona con Cioran) o el rescate de sus obras teatrales (en el volumen El caballo asesinado, 1988) y de su segunda novela: Jardín secreto (1993), cuyos manuscritos durmieron durante años en algún desván.
El que un libro de Tario “aparezca” lo hace afín con esa condición fantasmal y luminosa de los seres que pueblan sus relatos. En el mejor de los casos encontrará, sea en el siglo XXI o en el XXIII, a un lector dispuesto para esa aparición, y no a un oficinesco redactor de listas definitivas del hit parade literario.
No integremos a Tario al paisaje oficial de las letras patrias. ¿Para qué? Dejémoslo desintegrado y feliz en su rara marginalidad, en su solitario destino de cronopio.

Mayo 2004

domingo, mayo 02, 2004

INQUIETAS ACROBACIAS

El que un hombre llegue a una vieja mansión de la Ciudad de México y se encuentre con dos mujeres que le han de revelar su pasado se convirtió en un triste cliché —o clisé, como a él le gusta escribir— de la narrativa de Carlos Fuentes (1928). También el que viejos edificios sean la puerta de acceso a una historia revelada, una vuelta atrás en el tiempo, umbral hacia una “dimensión desconocida”, el pasado imperial (Maximiliano y Carlota) o la Conquista (Cortés y la Malinche) u alguna otra etapa de la historia nacional o mundial.
En esos territorios repetidos se mueve en los últimos años Carlos Fuentes sin importarle que sus lectores los encuentren ya áridos, y pese a que el punto de partida sea una noveleta aún deslumbrante: Aura (1962), a la que ha querido volver y volver hasta caer en la caricatura en títulos como Constancia y otras novelas para vírgenes (1990), Instinto de Inez (2001) o Inquieta compañía (2004). Fuentes regresa a Fuentes, sin saber dar un paso más en su camino literario y sí muchos pasos en reversa.
Incluso la misma Aura fue acusada de tomar su argumento de Los papeles de Aspern (1888), de Henry James (1843-1916), en la que un investigador norteamericano se hospeda en una vieja casona veneciana donde viven dos ancianas... Pero la noveleta logró trascender a su modelo, y acaso tendría mayor cercanía con el Ugetsu monogatari (1776), los Cuentos de lluvia y de luna del japonés Ueda Akinari (1734-1809), y la versión fílmica que de ese conjunto de relatos fantásticos realizó en los años cincuenta Kenji Mizoguchi, película que Fuentes vio en el cine de las Ursulinas de París al tiempo que escribía Aura.
Como libro clásico, Aura asume esas y otras influencias y va más allá, pero a su autor le ha sido arduo volver a ese espíritu o a esas atmósferas por más que lo ha intentado. En su título más reciente hay dos relatos que se pretenden descendencia directa: “La gata de mi madre” y “La buena compañía”. En el primero, doña Emérita Lizardi y su hija Leticia viven en una vieja y destartalada casa en el barrio de Tepeyac, cercana a la Basílica de la Virgen de Guadalupe, y el que regresa, el Felipe Montero del cuento, digamos, es Florencio Corona. En el segundo, las ancianas María Serena y María Zenaida pasan sus días, no se sabe si vivas o muertas, en otra casa antigua pero de la Ribera de San Cosme, y quien va a encontrarse con sus raíces es su sobrino Alejandro de la Guardia. Con estos datos, quien haya seguido a Fuentes podrá imaginarse el cuento completo.
Desconcierta ese ánimo por mal repetirse, como también causa asombro cómo ha perfeccionado Fuentes sus carencias. Una es su dificultad para crear personajes que estén lo suficientemente alejados de sí mismo. Opta por los que son bilingües, por lo menos, y con una erudición a prueba de concursos. Olvida el narrador que la historia debe ser contada desde el punto de vista de un ente ficticio, que tiene una memoria y una desmemoria no necesariamente compartidas con su creador. No deja de pasar oportunidades para hacer homenajes (a Cortázar, García Márquez, Elenita Poniatowska y La Familia Burrón) o pagar cuentas (a la cadena Sanborns, por ejemplo, que exhibe con generosidad su obra), dar opiniones políticas y lecciones de historia patria (“Y es que en México, a pesar de todas las apariencias de modernidad, nada muere por completo”) o construir poderosos lugares comunes: el protagonista de “Calixta Brand” estudia economía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y al graduarse consigue trabajo... en la Volkswagen. ¿Dónde si no? En este caso arma, además, un previsible cuento de ángeles para Puebla de los Ángeles.
Sin estar ya en forma, Carlos Fuentes realiza piruetas desquiciantes y confía en que sus lectores no sólo sabrán perdonárselas sino que se las celebrarán. Como viejo cirquero, presenta la rutina con la que empezó cuarenta años atrás y aguarda el aplauso de los distraídos.

Abril 2004