martes, diciembre 20, 2022



Cien años sin Marcel Proust

“Lo que lo consumía, en su obra, era el tiempo”, dice Céleste Albaret de su patrón y amigo Marcel Proust (1871-1922). “Perseguía el tiempo en sus libros, y sin embargo se sentía atrapado por él en la vida.”
Fue ella, su asistenta personal, quien acompañó al escritor en sus últimos ocho años, los más importantes en la escritura de En busca del tiempo perdido. No sólo lo atendía en todas sus necesidades. A Céleste le dictaba; y también era ella la encargada de preparar el engrudo y pegar en los cuadernos las hojas manuscritas con las que se añadían pasajes a los libros en proceso. Sin su apoyo, poco se hubiera avanzado. Y es la “querida Céleste”, junto con Robert Proust, el hermano, quien lo ve morir el sábado 18 de noviembre de 1922 hacia las 16:30.
Esa tarde el “pequeño Marcel”, el “gentil Marcel”, como le decían los cercanos, se quedó mirándolos desde su cama. “No nos quitaba los ojos de encima. Era atroz”, recuerda Céleste.
“Permanecimos así unos cinco minutos. Después, de repente, el profesor se acercó, se inclinó dulcemente sobre su hermano y le cerró los párpados, mientras sus ojos seguían girados hacia nosotros.”
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Sí, Céleste. Se acabó.
El de Céleste Albaret es un testimonio de primera mano sobre esa etapa última. A éste se remiten los mismos biógrafos de Proust. Luego del deceso, ella guardó silencio. Proust le había anticipado que muchos la buscarían, y que era preferible la discreción. A los ochenta y dos años, luego de escuchar historias fantásticas sobre la vida y la muerte de su patrón, aceptó que fueran grabadas sus conversaciones con Georges Belmont, como una forma de recuperar su propio tiempo perdido, lo que dio origen al libro Monsieur Proust, publicado originalmente en 1973; sigo aquí, en sus capítulos finales, la edición de Capitán Swing (Madrid, 2013), y de ahí provienen los diálogos que cito. Fueron, dice Belmont, cinco meses de entrevistas, setenta horas grabadas. Hay incluso una adaptación (alemana) a la pantalla: Céleste, Percy Adlon, 1980.
En este centenario, Céleste Albaret es la fuente directa para intentar comprender la muerte temprana, a los 51 años, de uno de los mayores narradores del siglo XX.

El año 22

Aun ahora, el año 22 del siglo XX es un potente motor literario. Hemos seguido a lo largo de este 2022 los centenarios de obras de ruptura como Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot, Trilce de César Vallejo o El soldado desconocido de Salomón de la Selva… La vigencia de estas propuestas literarias hace, por contraste, que lo actual palidezca. ¿Qué se ha publicado este 2022 a la altura de esos cuatro títulos?
El cierre de ese annus mirabilis, por desgracia, tiene tintes trágicos, pues camina hacia la muerte. Aunque no empieza mal: en 1922 Proust, en casa, recibió ejemplares de Sodoma y Gomorra II, se entretuvo en algunos añadidos (a La fugitiva, por ejemplo, que aparecería en Gallimard en 1927 como Albertine desaparecida), revisó las pruebas de imprenta de La prisionera (1923) y puso el punto final de la saga —en los cuadernos de lo que se llamaría El tiempo recobrado, a publicarse en 1927—. Estos menesteres los realizó a pesar de su estado físico, con el deterioro irremisible de su salud, en los descansos de accesos severos de tos y asfixia, en una habitación que con el avance del otoño se fue tornando cada vez más fría.
Por cierto: en sus antimemorias, el narrador peruano Alfredo Bryce Echenique hace este apunte cómico: recuerda a su madre como gran lectora del francés, afición que motivó su primer viaje a Europa. Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en un que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde [mi madre] se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (Permiso para retirarme, Antimemorias III, Anagrama 2021, p. 78).
Esos dos factores, la humedad y la falta de calefacción (señalados por Bryce Echenique de un modo gracioso), fueron decisivos en 1922 para quebrantar a un hombre de por sí asmático.

Marcas temporales

Proust luchaba contra el tiempo. Sabía que el libro final daría forma a todo el proyecto. Sin él, su construcción carecía de sentido.
El tiempo es un factor que acompaña al Ulises de Joyce y a la saga de Proust. En el irlandés, cada capítulo tiene sus marcas temporales, en el avance del día ese 16 de junio de 1904: hacia las 9, por ejemplo, llega a la Torre Martello la mujer que vende leche; como a esa hora, minutos después, Stephen Dedalus camina hacia la escuela para impartir su clase de historia; entre diez y once el artista ya no adolescente deambula por la playa; al término de su trayecto se cruza con el cortejo fúnebre de Paddy Digman, y en una de las carretas viajan, entre otros, su padre, Simon, y un amigo de éste, Leopold Bloom… El entierro será a mediodía. El Ulises tiene inserto un reloj o un cronómetro de alta precisión.
En la novela de Proust las marcas temporales no refieren las horas, como en Joyce, sino el cambio de épocas, como si se tratara de un almanaque o un calendario en el que se resaltan, por ejemplo, algunas novedades tecnológicas: la aparición de los automóviles, el primer avión que es observado flotando en el cielo, la llegada de la luz eléctrica a París, la instalación de los aparatos telefónicos… Igualmente, algunos sucesos de la vida francesa (como el desarrollo del caso Dreyfus, asunto que dividió a la sociedad) nos sitúan en contextos históricos determinados.
El relato ocurre entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los personajes crecen y envejecen con el narrador, hasta una reunión final en la que sus cambios físicos son notorios. Marcel se da cuenta entonces que todo se ha ido fugazmente. Ha perdido el tiempo, literalmente, al ser una suerte de socialité, aficionado a la convivencia con duques y duquesas en los salones parisinos. ¿Cómo recuperar ese tiempo perdido? La escritura se presenta como una posibilidad. Una campanilla, una baldosa suelta en la avenida, las migajas de una magdalena mezcladas en te de tila funcionan como artilugios inesperados para escuchar, sentir o paladear lo remoto. Son accesos o llaves. El final es apenas el comienzo. ¿Lo inmediato? Reconstruir todo un pueblo, Combray, y andar y desandar dos caminos: el de Swann y el de Guermantes.
Esa construcción, que se le aparece completa en la mente al beber una taza de té de tila, le llevará, para concluirla, más de diez años. Poder terminarla era su angustia. ¿Le alcanzaría el tiempo?
Lo que emprendió Proust tenía antecedentes en la literatura francesa. Dos de sus modelos son las Memorias de ultratumba, de Francisco Renato de Chateubriand, y la Comedia humana de Honorato de Balzac. Y era, a la vez, diferente. Porque se trataba de una memoria ficticia, y no planeó escribir novelas sueltas que conformaran un todo, sino una novela total: era la re-creación imaginativa de un universo entero, centrado o concentrado en una sola mirada. À la recherche, dice Peter Quennell, “es una obra novelesca construida sobre principios poéticos” (En torno a Marcel Proust, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 26).
Es mirada y oído, olor, gusto y tacto, pues se trata de usar los cinco sentidos con una enorme intensidad. El narrador piensa el mundo, sobre todo, desde la pintura, la música y la literatura; y de ahí nacen esos artistas ficticios —el pintor Elstir, el pianista Vinteuil y el literato Bergotte— que anima y admira. Son esas artes sus materiales básicos para construir una catedral o un gran castillo que se sostiene en el aire por su capacidad inventiva.

Mudanzas

La muerte, dice Céleste, “comenzó para él con nuestra partida del boulevard Haussmann, que fue un verdadero desgarramiento moral”.
Como sabe quien lo ha leído, Proust tenía una relación especial con los espacios y los muebles, para él también habitantes de una casa. El departamento en el boulevard Haussmann se transformó en un sitio familiar y amigable, acondicionado a sus necesidades de escritura (como aquello de los corchos en las paredes para insonorizarlo)… pero un día, a finales de 1918, se enteró que tenía que desalojar. Su tía, dueña del edificio, lo vendió sin avisarle. Especula Céleste que de saber esas intenciones, el mismo Proust hubiera podido adquirirlo. No tuvo esa oportunidad.
La mudanza fue inesperada. Tuvo que deshacerse de muchos muebles queridos. Se instaló brevemente, en mayo de 1919, en la rue Laurent-Pichat, y luego encontró Céleste un piso en la rue Hamelin, a donde se mudaron en octubre. Mandó encorchar las paredes. Proust siempre lo consideró, no obstante, un sitio de transición. El gran problema era el tiro defectuoso de las pequeñas chimeneas, por lo que el humo se escapaba a las habitaciones. Proust ordenó que no se encendiera más el fuego.
Le dijo una vez a su asistenta:
—Ya verá, querida Céleste… Cuando haya escrito la palabra “fin” partiremos hacia el sur. Iremos a descansar; sí, nos tomaremos unas vacaciones. Los dos las necesitamos mucho, porque también usted está agotada.
Algo curioso que ocurrió en ese departamento fue el concierto íntimo, para un solo escucha, del Cuarteto Poulet, contratado por Proust, que interpretó para el anfitrión aquel Cuarteto de César Franck que suele asociarse con la música de Vinteuil.
Hacia 1922 ya casi no salía. Comía muy poco; su dieta consistía, sobre todo, en leche y café. Una tarde tocó el timbre y acudió Céleste a la recámara. Proust acababa de despertar.
—Sabe, ha ocurrido algo grandioso esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Adivine.
—Monsieur, no imagino qué puede ser, no logro adivinarlo. Debe tratarse de un milagro. Tiene que contármelo.
—Pues bien, mi querida Céleste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra “fin”. Ahora puedo morir.
—Ya veo que se siente muy feliz, ¡y yo también estoy tan contenta de que haya llegado al final de lo que se proponía! Pero, conociéndolo como lo conozco, temo que no hayamos acabado de pegar papelitos ni de añadir correcciones.
—Eso, Céleste, es otra cosa. Lo importante es que, desde ahora, ya no estaré angustiado. Mi obra puede ser publicada. No me habré sacrificado en balde.
Luego vino el final: una gripa mal cuidada, una atmósfera hogareña gélida, las recomendaciones no atendidas de recibir inyecciones o llevarlo a un hospital, crisis asmáticas, accesos de tos, una dieta mínima… “Estoy segura de que esperaba seguir viviendo”, contó Céleste, “pero el resorte se había aflojado a partir del momento en que había escrito la palabra ‘fin’”.
Aún la noche del 17 al 18 de noviembre retomó con Céleste algunas correcciones y añadidos. A las tres y media de la mañana pararon.
—¿No se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste?
Horas después, Proust decía ver frente a sí a una mujer enorme vestida de negro. Caminaba ya su alma hacia un tiempo detenido.

Una triste mañana gris

El funeral de Proust, dice George D. Painter, fue el martes 21 de noviembre al mediodía en la iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillot. Céleste lo corrige en cuanto a la fecha: ocurrió el miércoles 22. Y ese es el dato que da también Patrick Roegiers en su novela La nuit du monde (2010). “Fue una triste mañana gris”, describe Roegiers. Parecía una escena sacada de El tiempo recobrado, libro aún inédito; cuenta Painter: “Proust estaba rodeado de cuantos habían sido sus amigos en vida, y parecía que una multitud de fantasmas se hubiera reunido para honrar a un hombre vivo” (Marcel Proust, 2, Alianza Editorial/Lumen, Madrid, 1967, p. 562).
Entre los presentes estaba James Joyce, aquel escritor irlandés con el que se había encontrado (y desencontrado, pues poco pudieron decirse, sin haberse leído entre ellos) en el hotel Ritz meses atrás, el 18 de mayo.
El cortejo tuvo como destino el cementerio del Père Lachaise, donde aún descansa Marcel Proust, junto con sus padres, bajo una lápida de mármol negro.
Uno se pregunta: ¿tiene Proust los lectores que merece? Serán contadas las personas que han cubierto el trayecto completo. Sus libros están siempre en las librerías, pues es un longseller: un autor que no deja de venderse… Hay aventureros que han llegado al final, y celebran haberlo hecho. Si cada libro tiene sus virtudes, y puede disfrutarse individualmente, la visión de conjunto es realmente espectacular. Es ahí donde uno entiende todo. Es como correr la Tour de France y alzar los brazos al cruzar por el Arco del Triunfo. Y no hay fatiga; al contrario, queda el impulso del volver a la primera frase (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) y empezar de nuevo.
Hace algunos años, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional, coordiné un grupo de lectura que se propuso, en principio, leer los tres primeros tomos. Al finalizar esa etapa decidimos seguir. En diez meses (de agosto de 2009 a mayo de 2010) concluimos. Una alumna, Isabel Álvarez, fue señalando en la lectura los platillos que se preparaban o consumían, y buscó las recetas originales. Para celebrar la conclusión, nos recibió en su casa con una comida digna de duques y duquesas; la novela se transformó en una mesa servida de modo espléndido.
Nos acompañó esa tarde Luz Aurora Pimentel, experta universitaria en dos escritores complejos (Joyce y Proust), y autora, posteriormente, de un tomo ahora indispensable: Cuadros color de tiempo: ensayos sobre Marcel Proust (Bonilla Artigas, 2019). Ahí apunta: “El tiempo en Proust es tanto la experiencia como la representación de la existencia simultánea en todos los tiempos, en todos los sentidos. Es un tiempo literalmente encarnado. Al final de la obra, por ejemplo, el tiempo cobra forma en los cuerpos envejecidos de los personajes, pero también en el hermoso cuerpo de la joven Mlle de Saint Loop, en quien convergen aquellos caminos —el de Swann y el de Guermantes— opuestos en apariencia, pero que en ella se funden” (p. 15).
Hubo esa tarde en casa de Isabel Álvarez vino francés, té de tila y madeleines. Bebimos y comimos En busca del tiempo perdido. Debe haber historias similares en muchas partes del mundo. Hay un documental sobre un grupo argentino de lectores constantes de Proust, que practican un loopcontinuo con los siete tomos. Pese a la extensión de su gran proyecto (se le suele incorporar en las listas de obras por pocos terminadas), Proust tiene sus fieles seguidores.
Alegaría en su favor el mismo Charles Swann cuando dice, en el tomo primero (en la traducción de Pedro Salinas): “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida” (Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 41).
Curiosamente, mi primera lectura de Proust fue en el verano de 1986, mientras ocurría en México el Mundial de Futbol, del que no recuerdo haber visto un solo partido. No fue una pedantería de mi parte saltarme ese encuentro deportivo lleno, lo descubrí más tarde, de grandes luces; simplemente me sentí absorbido por la escritura de Proust y hallé entonces la forma de aislarme de todo ese ruido mediático y leer hasta ocho horas diarias.
El centenario de su muerte coincide ahora, en cuanto a fin de semana, con otro Mundial. Y pienso que si se valoran los aportes o se jerarquiza con justicia (en comparación con el balompié, agradable cuando se juega bien o bonito, pero con atención excesiva por los intereses comerciales), es de mayor significación humana o cultural lo hecho por el autor francés, quien llevó a sus límites las herramientas literarias, hasta agotarse a él mismo, para mostrarnos cómo es amplio y diverso el mundo si se le mira, y se le recrea, de la forma adecuada.
En 1922 Proust sabía que su muerte física estaba cercana, pero también le quedaba claro que su catedral narrativa por fin terminada le sobreviviría. Le aseguró a Céleste: “Cuando yo muera, oiga lo que le digo: me leerán. Usted asistirá a la evolución de mi obra a los ojos y en la mente del público”.
Y me parece que así ha ocurrido.

Noviembre 2022

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Cien años de El soldado desconocido, de Salomón de la Selva

Para Aura María Vidales,
sobrina-nieta del nicaragüense

De las grandes obras centenarias a celebrar este año, principalmente Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot y Trilce de César Vallejo, suele olvidarse que en 1922 apareció en México, en ediciones Cvltvra (con ilustración en portada de Diego Rivera), El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959). Podrían encontrarse afinidades en estas cuatro piezas de vanguardia; y la primera, claro está, sería eso mismo: el constituir ejemplos mayores de una literatura de ruptura.
En el epílogo a la antología Laurel (de publicación original en 1941, reeditada en 1986), escribió Octavio Paz sobre Salomón de la Selva: “Fue el primero que en lengua española aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo sino que el tema mismo de su libro único […] también fue novedoso en nuestra lírica: la primera guerra vista y vivida ‘en el dug-ot hermético,/ sonoro de risas y de pedos/ como una comedia de Ben Jonson’” (Trillas, México, p. 496).
Me intriga la ambigüedad del término “libro único” usado por Paz, pues no se sabe si lo describe así por su singularidad o por constituir para él la solitaria muestra poética digna de elogio en la producción del nicaragüense, quien no arranca ni se detiene en El soldado desconocido. Hay un poemario anterior, escrito en inglés, Tropical Town and other poems (1918), del que se sabe poco y hay muestras escasas; y varios títulos que le siguieron: Evocación de Horacio (1949), Evocación de Píndaro (1955), Canto a la independencia nacional de México (1955) y Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958), entre otros, además de ese raro portento prosístico y editorial (volumen en gran formato con audacias tipográficas) que es Ilustre familia: novela de dioses y de héroes (1952).
Finalmente, el término usado por Paz parece marcar una preferencia. Y es quizá una mosca rara e incómoda en medio de tantas novedades que atribuye a Salomón de la Selva. Repito: según Paz, es el primero en aprovechar en lengua española las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; es el introductor de los giros coloquiales y el prosaísmo, y es singular, además, por el tema de la Gran Guerra (1914-1918), “vista y vivida” por el autor. No son méritos menores.
Así lo ubica José Emilio Pacheco: “En 1922, cuando Henríquez Ureña constituye el grupo de sus nuevos discípulos, De la Selva publica su libro más importante: El soldado desconocido. En sus páginas está ‘la otra vanguardia’. Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón doliente y el ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, puede expiarse describiendo el lodo de las trincheras”.
El párrafo de Pacheco (cuya fuente son las “Notas sobre la otra vanguardia”, Revista Iberoamericana, 1979) es citado por Miguel Ángel Flores en el prefacio a la antología El soldado desconocido y otros poemas, editada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 y reimpresa en 2005 (sin reimpresión este año, como era necesario hacerlo), en la que Flores tomó la sabia decisión de incluir íntegro El soldado desconocido, acompañado por una selección reducida (y quizá insatisfactoria) de sus otros versos. Acaso las guías para esto sigan siendo Paz y Pacheco, pues para uno El soldado es “su libro único” y para el otro “su libro más importante”. Era sin duda necesario tenerlo completo, y con ese ejemplar en mano podemos leerlo ahora y celebrarlo en su centenario.
La novela Ulises de Joyce tuvo sus rechazos (el más célebre por parte de Virginia Woolf) por aquellos episodios que eran considerados como sucios, como acompañar a uno de sus protagonistas al retrete, escuchar un pedo sonoro o verlo masturbarse en la playa. De El soldado desconocido, un crítico anónimo escribió: “Ante todo, su autor cree que El soldado desconocido está escrito en verso y esta creencia es una temeridad; el libro es prosa distribuida arbitrariamente en las páginas, prosa llena de mugre, vulgar, en algunas partes asquerosa, distanciada del alma, del arte, del ensueño y hasta de la decencia. En El soldado desconocido su autor piensa ser realista y sólo acierta a mancillar la lengua castellana con crudezas llenas de bellaquerías” (citado por Miguel Ángel Flores, p. 23 del prefacio).
¿Qué hay ahí? ¿Cómo fue que un joven nicaragüense pudo participar en la Gran Guerra y referir más tarde sus experiencias en ese conflicto en una obra escrita de intención poética?
Remito a los interesados en la vida de Salomón de la Selva al prefacio de Miguel Ángel Flores, quien a la vez se sirve de una biografía de Mariano de Fiallos Gil (Salomón de la Selva: poeta de la humildad y la grandeza, Nicaragua, 1962), ubicable en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría una fuente más, por desgracia inédita, que es el libro Salomón de la Selva (1893-1959): vida y poesía, de Marco Antonio Millán (amigo y editor del bardo), del que conservo una copia mecanográfica.
Resumo brevemente la trayectoria del nicaragüense para llegar a Europa: por salvar a su padre, preso como opositor a la dictadura, se acerca al jerarca en turno, el general Zelaya, y le recuerda los derechos del hombre y del ciudadano. El gesto ante el dictador, a quien le simpatizó el muchacho de 12 años, lleva a dos resultados: el padre queda libre y Salomón recibe una beca para trasladarse a los Estados Unidos de Norteamérica, un apoyo que dura tanto como el general en el poder: no mucho. Y esto deja a Salomón de la Selva en el desamparo en la ciudad de Nueva York. Sus avatares son varios, en el ejercicio de diversos oficios; y su residencia neoyorquina es en parte la explicación de que su primer poemario haya sido escrito en inglés. Tiene un gran amorío con Edna St. Vincent Millay, la gran poeta, de quien traducirá más tarde en la revista América el poema largo “Renascence”.
Así recordó Salomón de la Selva (en tercera persona) ese romance: “¡Todo el tiempo que duró su amistad los dos eran tan pobres! Su mayor lujo sería, como lo canta con infinita ternura Edna en la poesía que se llama ‘Recuerdo’ (así, en español), ir y venir en las barcazas que surcan la bahía de Nueva York, mordiendo frutas, hasta quedar cansados, pero llenos de alegría, al amanecer después de larga noche, y dar a alguna viejecilla las manzanas y peras que no se comieron y toda la morralla que llevaban, quedándose sólo con lo justo para pagar el pasaje en el subway” (citado por Flores, p. 17).
El poema “Recuerdo”, de A Few Figs From Thistles (1922), puede escucharse en voz de su autora en la plataforma YouTube en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=mYQkEkB_fhk. Así arranca:

We were very tired, we were very merry—
We had gone back and forth all night on the ferry.

[Estábamos muy cansados, éramos muy felices—
Fuimos y vinimos toda la noche en el ferry.]

En Conversación con los difuntos (1991), Eliseo Diego traduce algunos poemas de Edna St. Vincent Millay, y en la nota introductoria comenta al paso que ella “tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre”. Hay una foto juvenil de Edna, tomada por Arnold Genthe, que provoca en Eliseo Diego este arrebato: “De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio […] no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mirar? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado” (p. 96. Ediciones del Equilibrista, México).
Y un día, en 1918, cuando falta poco para que concluya la guerra, informa Miguel Ángel Flores, a los veinticuatro años se alista Salomón de la Selva en el ejército inglés.
Hagamos aquí a un lado la bibliografía y veamos (leamos) directamente el libro.

Ya me curé de la literatura

En el prólogo al poemario, escribe Salomón de la Selva: “Claramente se ve que ni John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy puede ser el héroe de la Guerra. El héroe de la Guerra […] es el Soldado Desconocido. Es barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia. Ni nada. Sólo patria” (p. 54).
Y luego cuenta: “Me conmovió mucho leer que se le tributaban honras heroicas al Unknown Soldier inglés. He pensado que muy bien pude haber sido yo mismo ese héroe desconocido. Explico que tuve la buena suerte de servir, voluntario, bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña que fue de la madre de mi padre. Por eso pude escribir este poema” (p. 54).
Efectivamente, como apunta Pacheco, en los primeros versos desprecia su condición de poeta. Hace un recuento breve de los oficios de quienes lo rodean, y ve que uno era zapatero, otro hacía barriles y uno más era mozo en un hotel del puerto.


¿y yo? ¿Yo qué sería
que ya no lo recuerdo?
¿Poeta? ¡No! Decirlo
me daría vergüenza. (p. 66)

De igual modo, desecha la lira. Dice:

Yo quiero algo diferente.
Algo hecho de este alambre de púas;
algo que no pueda tocar un cualquiera,
que haga sangrar los dedos,
que dé un son como el son que hacen las balas
cuando inspirado el enemigo
quiere romper nuestro alambrado
a fuerza de tiros.
Aunque la gente diga que no es música,
las estrellas en sus danzas acatarán el nuevo ritmo. (p. 77)

La guerra tiene que ser observada y vivida. Están las balas, los heridos, bayonetas y granadas; hay, prisioneros, y muchos sufren los estertores de la muerte. En el cuerpo hay sudor y piojos; se habla de pedos y sobacos; los soldados se hunden en charcas putrefactas, y al alargar la mano en el suelo la meten, sin querer, en la boca de un cadáver. Su espanto hace que envejezcan años en una sola noche. Ese entorno rudo pide formas nuevas para ser descrito. Ante ello, dice Salomón:

Ya me curé de la literatura.
Estas cosas no hay cómo contarlas.
Estoy piojoso y eso es lo de menos.
De nada sirven las palabras. (p. 93)

Se detectan los prosaísmos en versos que pueden ser descompuestos y transcritos de corrido, de esencia narrativa, como estos: “Salimos de nuestro campamento en Suffolk casi al anochecer. La banda no dejó de tocar un momento hasta partir el tren. En la estación nos besaron las muchachas. Yo creo que lloré” (p. 71).
Y en ese contexto de batallas y sangre es donde el poemario llega a grandes momentos, como en el poema dedicado a “La bala”. Quizá en ello es donde José Emilio Pacheco encuentra la anti-poesía, por la irrupción de elementos hasta entonces acaso ajenos al universo común de los poetas, como si el mismo proyectil alterara el aliento lírico:

La bala que me hiera
será bala con alma.
El alma de esa bala
será como sería
la canción de una rosa
si las flores cantaran,
o el olor de un topacio
si las piedras olieran,
o la piel de una música
si nos fuese posible
tocar a las canciones
desnudas con las manos.

Si me hiere el cerebro
me dirá: Yo buscaba
sondear tu pensamiento.
Y si me hiere el pecho
me dirá: ¡Yo quería
decirte que te quiero! (p. 73)

A salvo

En 1919, en una revista cubana, con texto fechado en la ciudad de Mineápolis, Pedro Henríquez Ureña dio la noticia de que Salomón de la Selva había sobrevivido a la Gran Guerra. Explicó que el nicaragüense se había alistado en el ejército de Inglaterra a mediados de 1918, cuando acababa de publicar su primer libro de versos en inglés: "Desde mediados de 1917, estaba pronto a entrar en filas, a pelear en la guerra justa: en el trainning camp había conquistado el derecho a ser teniente; pero el ejército de los Estados Unidos se mostraba reacio a admitirle si no adoptaba la ciudadanía norteamericana, y el poeta declaró que no abandonaría la de Nicaragua. Al fin, hastiado de gestiones inútiles, se alistó como soldado en el ejército de Inglaterra, patria de una de sus abuelas. Después del aviso de su llegada a Europa, las noticias faltaron durante meses, ahora sabemos que se halla cerca de Londres, y que de cuando en cuando visita los centros de reuniones literarias, donde se le acoge con interés". (Texto puesto a manera de epíliogo en la antología del FCE, p. 293)
Mientras regresa Salomón a sus ámbitos comunes, revisa Henríquez Ureña su producción poética hasta el momento, que consiste en el poemario publicado en inglés, Tropical town and other poems, que lo sorprende por su variedad de temas y de formas, y ve en él “un delirio juvenil que se apodera de del mundo por intuiciones rítimicas”, mas aún sujeto a las normas del siglo XIX. “Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las innovaciones”, asegura. Cree que podría seguir escribiendo en inglés, mas no será así.
Por recomendación de Henríquez Ureña, José Vasconcelos trae a México a Salomón de la Selva, quien hereda el modesto empleo de Ramón López Velarde (fallecido el 19 de junio de 1921) en la revista El Maestro. Y en 1922 publica acá, en la editorial Cvltvra, “su libro fundamental”, como lo llama Miguel Ángel Flores; “único”, dirá Paz, o “más importante”, según Pacheco… lo que es en cierto modo injusto, pues hay gran poesía, por ejemplo, en las “evocaciones”, tanto la de Horacio como la de Píndaro.
La primera Guerra Mundia, dice Miguel Ángel Flores, “fue miseria, derrota personal, frustración. En los campos de batalla quedaron grandes promesas de la poesía inglesa. Entre las víctimas de esa guerra estuvieron también el alemán Trakl y el francés Apollinaire. Eluard, como muchos otros, quedaría dañado por los efectos de los gases venenosos. Fue el bautizo de fuego de una nueva generación que había fundado la vanguardia del siglo XX, y que en las distintas lenguas de Europa tomó los nombres de expresionismo, imagismo, futurismo, cubismo. El saldo de la guerra para Salomón fue un conjunto de poemas que se referían a ésta en términos directos, prosaicos y en un tono de brutalidad que buscaba rimar con los hechos sórdidos que significaban las batallas, realizadas ahora con armamentos cada vez más letales. El soldado desconocido nace de la amargura, la decepción y la desesperanza” (p. 18)
Escribe, por su parte, Marco Antonio Millán en su ensayo biográfico inédito: “Esta obra, que es un conjunto de vibrantes y raros poemas, resulta además, si se analizan debidamente sus valores y las circunstancias en que éstos se produjeron, nada menos que el testimonio poético por excelencia de esa lucha internacional: una Ilíada rediviva, estructurada con depurados acentos indolatinos, contemporáneamente sin rival, dado que ni Apollinaire, ni Marinetti, ni Pound, ni poeta alguno de la época produjeron nada, que uno sepa, a la altura de la tremenda hecatome, con pretensión de canto mayor, y apenas dos o tres novelas, como la ejemplar de Remarque y El fuego de Barbusse, calaron con arte verdadero y conmovedor surcos trascendentes sobre el difícil asunto” (pgs. 9 y 10 del original mecanográfico).
La guerra, como experiencia defintiva, transformó a Salomón de la Selva… y su poemario innovador modificará sustancialmente, además, a la poesía latinoamericana. La de El soldado desconocido será una bala de hondo calibre, pero “una bala con alma”.

Octubre 2022

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Centenario del Ulises de James Joyce

Ulysses es una catástrofe memorable,
inmensa en su osadía, terrible en su desastre.
Virginia Woolf, The Common Reader

Muy temprano, el 2 de febrero de 1922 (cien años atrás), recibió James Joyce (1882-1941) el mejor regalo de cumpleaños: la copia número uno de su novela Ulises. La editora, la norteamericana Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare and Company, ubicada en el número 12 de la Rue de l’Odéon, en París, había sido informada el día anterior por parte del impresor que en el expreso de Dijon, con arribo programado a las siete de la mañana, vendrían los dos primeros ejemplares de la novela. Debía contactar al revisor del tren para que le entregara el paquete. De la estación Sylvia Beach corrió a llevar a su autor (quien vivía en el número 71 de la Rue du Cardinal Lemoine, en un departamento prestado por Valery Larbaud) ese tomo de tapa azul con tipografía blanca (los colores de la bandera griega, como tributo homérico), un tabique de 732 páginas que pesaba, exactamente, un kilo con cincuenta gramos. De ahí se fue a la librería, donde dio un sitio de honor en el escaparate a la copia número dos… pero esto generó la idea, entre los curiosos, de que ya podía ser adquirida, por lo que se formó pronto una fila, y luego de dar algunas explicaciones prefirió poner a buen resguardo el ejemplar. Todo esto lo cuenta Sylvia Beach en sus memorias (Shakespeare and Company, Ediciones de Nuevo Arte Thor, Barcelona, s/f).
¿Cómo es que se dio en París esta conjunción de un autor irlandés ya con cierto renombre, una novela voluminosa en lengua ingles que estaba por ser concluida y a la vez ya era sometida a la censura, y una editora principiante norteamericana?
Llegó ahí James Joyce con su familia el 9 de julio de 1920 por consejo de Ezra Pound, quien aseguró al irlandés que París era en esos momentos el principal centro cultural de Europa e instalarse ahí ayudaría a la difusión de su obra. Había publicado, con muy buena recepción crítica, el libro de cuentos Dublineses (Dubliners, 1914), la novela Retrato del artista adolescente (A Portrait of the Artist as a Young Man, 1916) y la pieza teatral Exiliados (Exiles, 1918). De su siguiente proyecto, Ulises (Ulysses), aparecieron capítulos en las revistas The Egoist (Londres) y Little Review (Chicago), generando a la vez expectación y reacciones críticas y judiciales, por la crudeza de las situaciones descritas. Esto fue haciendo que la novela se convirtiera en algo esperado pero también impublicable, por lo menos en sus dos ámbitos naturales: Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primer caso, tanto impresores como editores eran responsables ante la ley de lo que publicaran, y las sanciones eran severas; en el segundo, había una muy activa Sociedad para la Supresión del Vicio que vigilaba contenidos impresos y visuales. Ese contexto es explorado por Kevin Birmingham en un título reciente: The Most Dangerous Book: the Battle for James Joyce’s Ulysses (Head of Zeus, Londres, 2015).
Ante este panorama Sylvia Beach propuso a Joyce que la Shakespeare and Company, pequeña librería parisina de venta y préstamo de material en lengua inglesa, se encargara de editar Ulises. Joyce aceptó de inmediato la oferta.
Por intermedio de su amiga Adrienne Monnier, con una famosa librería (La Maison des Amis des Livres) justo enfrente de la Shakespeare and Company en la misma Rue de l’Odéon, Sylvia Beach se puso en contacto con el maestro impresor Maurice Darantiere, de Dijon. Cuenta ella: “Darantiere se mostró muy interesado en lo que yo le expliqué sobre la prohibición que había sufrido Ulysses en todos los países de habla inglesa. Le anuncié que tenía la intención de publicar esta obra en Francia y le pregunté si quería imprimirla. Al mismo tiempo le expuse mi situación financiera y le previne de que quizás no podría pagarle hasta que recibiera el dinero de las suscripciones, si es que éste llegaba alguna vez. Esas eran las condiciones en las que tenía que hacer el trabajo” (p. 58).
Darantiere estuvo de acuerdo. Joyce dijo que acaso una docena de libros sería suficiente, y sobrarían algunos. Sylvia Beach decidió imprimir mil: cien en papel holandés, firmados por el autor, con un precio de 350 francos; ciento cincuenta en papel de hilo a 250 francos, y los 750 restantes en papel ordinario a 150 francos. Así lo anunció en un folleto publicitario al arrancar la campaña de suscripciones.
Uno de los primeros en acudir al llamado fue André Gide. Ezra Pound consiguió la adhesión de W. B. Yeats. Ernest Hemingway apartó varios ejemplares… Al revisar la lista, la editora lamentó la ausencia de George Bernard Shaw, otro gran autor irlandés, y pensó en enviarle la hoja de suscripción.
—Nunca se suscribirá —aseguró Joyce.
—Sí lo hará —respondió Sylvia Beach.
—¿Qué apuestas?
Apostaron una caja de Voltiguers, unos puros pequeños de los que gustaba Joyce, contra un pañuelo de seda.
Al poco tiempo llegó la respuesta contundente de Bernard Shaw, que así arrancaba: “He leído algunos fragmentos del Ulysses publicados en forma de serial. Constituyen una asquerosa muestra de un momento repugnante de nuestra civilización, pero sin duda son reales; me gustaría rodear Dublín con una barrera de seguridad, y también a todos los hombres entre 15 y 30 años; obligarles a leer toda esa hedionda e indecente mofa y obscenidad mental” (pgs. 62-63).
Más adelante, en la carta, recordaba que en Irlanda suelen limpiar a los gatos frotando su hocico en su propia suciedad, y le parecía que ese era el sistema utilizado por Mr. Joyce con el ser humano… y aseguraba que ningún caballero irlandés, y mucho menos si era de edad madura, pagaría 150 francos por un libro como ése.
Así fue como Joyce ganó la apuesta.

Contrabando y traducción

Con ese destino editorial ya establecido, a Joyce le restaba terminar la novela. Escribía a mano, con lápices negros y de colores. Su esposa Nora se quejaba de que todo el día estaba en la cama haciendo garabatos. Luego había que tener a alguien que pasara los textos a máquina (una mecanógrafa sufrió un incidente doméstico con algunas páginas del capítulo “Circe”, que enojaron a su marido). Y mandar eso al impresor. Sylvia Beach dio la indicación de que se le proporcionaran al autor todas las pruebas de imprenta que deseara, y él no sólo marcaba erratas, sino que hacía incontables añadidos, de párrafos nuevos o incluso páginas. Según Sylvia Beach, “el propio Joyce llegó a decir que había escrito una tercera parte del Ulysses durante la corrección de las galeradas” (p. 70).
El esfuerzo trajo consecuencias en los ojos de Joyce y tuvo un ataque de iritis, que lo llevó a una clínica, en donde aliviaban su congestión ocular con sanguijuelas.
Dos meses antes de que apareciera la novela hubo una lectura pública, el miércoles 7 de diciembre de 1921, en la librería de Adrienne Monnier, con traducciones de Valery Larbaud y Jacques Benoit-Méchin y la versión en inglés a cargo de Jimmy Light. En el programa de mano se leía esto: “Advertimos al público que algunas de las páginas que se leerán son de una crudeza poco común y pueden legítimamente herir su sensibilidad”. Joyce se escondió en un rincón para escuchar todo, y al final fue llamado por Larbaud para recibir los aplausos.
El calendario avanza así hasta el 2 de febrero de 1922, el cumpleaños cuarenta de Joyce, cuando Sylvia Beach entrega a su autor la primera copia de la novela (como ya se dijo). Éste le escribirá por la tarde una nota de agradecimiento e improvisará unos versos, que así arrancan:

¿Quién es Sylvia? ¿cómo es ella
que todos los escritores la alaban?
Joven yankee y valiente es
llegó del oeste y ha conseguido
que todos los libros puedan publicarse. (p. 98)

Las dificultades no terminaron ahí, pues había que hacer los envíos. Joyce pidió que se empezara por los que iban a Irlanda, para anticiparse a los posibles bloqueos. Luego se supo que los ejemplares mandados a Estados Unidos eran retenidos en la aduana. Hemingway propuso que un amigo suyo de Chicago, conocido como Bernard B., los recibiera en Toronto, Canadá, y los pasara a pie, de uno en uno, escondidos en la ropa. Así se hizo. Cientos de ejemplares cruzaron la frontera con ese método. Se actuaba como si el cargamento fuera en verdad peligroso o dañino para la salud.
Hubo pronto una segunda edición, pagada por Harriet Shaw Weaver (mecenas de Joyce), de dos mil ejemplares. Una parte llegó por barco a Dover, donde quedó incautada; los libros fueron quemados en lo que se conocía como “la chimenea del Rey”. La novela se siguió reimprimiendo en Dijon, dada la demanda, dos, tres cuatro, cinco veces… En la séptima se rehízo la tipografía y se suprimieron erratas, aunque no todas.

Las leyes de la hospitalidad

Y a todo esto, ¿de qué trata Ulises? Hay dos fuentes personales. La primera es el encuentro accidental que tuvo Joyce en Dublín con Alfred H. Hunter, uno de los pocos judíos que había en la ciudad. Por esto llamaba la atención y además se sabía que su esposa le ponía los cuernos. Según Richard Ellmann (James Joyce, Anagrama, Barcelona, 1991, pp. 184-185), Hunter auxilió al joven Joyce cuando éste abordó a una mujer en St. Stephen’s Green sin percatarse que venía acompañada, por lo que se armó un altercado en el que Joyce recibió una tunda; Hunter lo ayudó a recuperarse y lo escoltó a su casa… como lo hará Leopold Bloom con Stephen Dedalus, aunque en ese caso parecen seguirse las “leyes de la hospitalidad” de las que hablaría más tarde Pierre Klossowsky (al llevar Bloom al joven artista a sus dominios, para que lo conociera su mujer), y es posible que se configure un triángulo.
En una carta a su hermano Stanislaus (desde Roma, escrita el 30 de septiembre de 1906), le informa: “Tengo en la cabeza un nuevo relato para Dublineses. Trata del señor Hunter” (Cartas escogidas, vol. I, Lumen, Barcelona, p. 222). El cuento se llamaría “Ulises”. La ecuación es esta: Hunter es Bloom, su esposa es Molly y Joyce es Dedalus, los protagonistas de la novela.
Y lo que se narra, finalmente, es cómo dos personas con intereses y edades distintos (los veinte años de Stephen, aprendiz de poeta, y los cuarenta de Leopold, vendedor de publicidad, uno intelectual y el otro un hombre común) se vuelven amigos a partir de una serie de coincidencias fortuitas. Esto hace un poco quijotesco todo, pues la trama es similar, en este punto, al Quijote cervantino, también la historia de una amistad entre el Caballero de la Triste Figura (alguien educado en las letras) y su escudero Sancho Panza (un ser rústico). O flaubertiano, además, pues ocurre algo similar (el raro encuentro de dos almas que se descubren afines) en Bouvard y Pécuchet, la novela inconclusa de Gustave Flaubert.
La otra fuente es la que le da una fecha exacta a la historia, pues se cuenta lo vivido en Dublín el 16 de junio de 1904 por un enorme reparto de personajes (algunos sacados de los relatos de Dublineses y de Retrato del artista adolescente). ¿Por qué justo ese día? La respuesta es simple: es cuando James Joyce y Nora Barnacle tuvieron su primera cita.
Hace Joyce una reconstrucción ficticia de esa jornada, y se sirve de mapas, periódicos, libros o folletos, o de consultas frecuentes por correo a quienes vivieron o aún vivían en la ciudad, una urbe que podría ser rehecha, en caso de desaparecer, decía Joyce, a partir de su libro.
Además, claro, sobrepone a esa ficción moderna los episodios de la Odisea de Homero, convirtiendo a Leopold Bloom en Ulises, a Molly en una Penélope infiel (quien disfruta ese día la compañía de su amante Blazes Boylan) y a Dedalus en Telémaco. Cuando la tía Josephine Murray tiene dificultades para seguir la trama, Joyce (en una carta del 12 de noviembre de 1922) la regaña: “¡Te dije que leyeras primero la Odisea!”… y para ganar tiempo le recomienda no el libro original, sino Las aventuras de Ulises, de Charles Lamb (Cartas escogidas, vol. II, Lumen, Barcelona, 1982, p. 130), y que luego vuelva a su novela.
Por si fuera poco, acude Joyce a todos los recursos disponibles en la narrativa de su tiempo (como plasmar el desarrollo de la prosa inglesa, en un capítulo, desde su condición embrionaria hasta su madurez) e innova al presentar el flujo de conciencia o monólogo interior, en realidad (como él mismo lo informó) tomado de una novela francesa del siglo XIX: Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), de Edouard Dujardin. Esta técnica es llevada a sus extremos en los capítulos 3 (con Dedalus caminando por la Bahía de Dublín) y 18 (en el gran final, el cierre maestro, con Molly en la duermevela).
Decía Joyce: “He metido tantos enigmas y rompecabezas que va a mantener ocupados a los profesores durante siglos discutiendo qué es lo que quise realmente decir; y no hay otro modo de asegurarse la inmortalidad” (Richard Ellmann, p. 580).

Pécuchet y el método mítico

Todo esto parecía demasiado en 1922, y aún suena excesivo cien años más tarde. La recepción crítica fue numerosa, y no siempre positiva. Se sabe, por ejemplo, que la novela no fue del agrado de Virginia Woolf, quien no obstante intentó pocos años más tarde algo similar, pues La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925) concentra también en un día (en Londres, en su caso) los destinos de varios personajes (que no van al retrete ni se masturban, como ocurre en Joyce).
Destacan las lecturas de Ezra Pound, que acompañó a Joyce en sus exploraciones hasta toparse con Finnegans Wake (1939), y de T. S. Eliot, quien ese mismo año (en diciembre) publicaría su gran poema La tierra baldía (The Waste Land).
A lo largo de 1922 Pound dedicó al Ulises dos textos amplios: uno en su columna Carta desde París (en la revista norteamericana The Dial, en el número de mayo) y el otro fue un ensayo escrito en francés que tituló “James Joyce y Pécuchet” (Mercure de France, 1 de junio de 1922), y que el mismo Pound consideró como “la primera critica francesa seria sobre el Sr. Joyce”. Estos y otros materiales de Pound pueden ser consultados en Sobre Joyce (edición y comentarios de Forrest Read, Barral Editores, Barcelona, 1971).
En ambos casos, su punto de partida es Gustave Flaubert, cuyo centenario de nacimiento acababa de ser celebrado en Francia en diciembre de 1921. Explica Pound en el primer ensayo: “Joyce ha tomado el arte de escribir allí donde lo dejó Flaubert. En Dublineses y Retrato aún no había superado los Tres cuentos o la Educación sentimental; en Ulises ha superado un proceso que se inició con Bouvard y Pécuchet; lo ha llevado a un grado más eficaz y más compacto; se ha tragado toda la Tentación de San Antonio, útil para ser comparada con un solo episodio del Ulises” (pgs. 276-277).
Y sobre lo mismo dirá en el segundo ensayo que como “enciclopedia en farsa” Bouvard y Pécuchet inaugura una forma nueva; cree Pound que los grandes escritores, incluido Joyce en Dublineses y Retrato del artista adolescente, han explotado a Flaubert en vez de desarrollar su arte… hasta el Ulises.
Cito: “En Bovary hay páginas incomparables, en Bouvard y Pécuchet párrafos incomparablemente condensados […]. Hay páginas de Flaubert que exponen su tema tan rápidamente como las páginas de Joyce, pero Joyce ha completado el gran invento de la idiotez. En un solo capítulo ha descargado todos los clichés de la lengua inglesa, como un diluvio ininterrumpido. En otro capítulo encierra toda la historia de la expresión verbal inglesa, desde los primeros versos alterados (en el capítulo del hospital donde se espera el parto de la Sra. Purefoy). En otro tenemos los ‘gorros’ del Freeman’s Journal desde 1760, es decir la historia del periodismo; y hace todo esto sin interrumpir el flujo del libro” (p. 292).
Y sentencia: “Ulises no es un libro que será admirado por todo el mundo, y no todo el mundo admira Bouvard y Pécuchet, pero es un libro que todo escritor serio tiene necesidad de leer, que se verá obligado a leer, con el fin de tener una idea clara de la meta de nuestro arte dentro de nuestro oficio de escritores” (p. 296).
El ensayo de T. S. Eliot es de aparición tardía; “Ulises, orden y mito” se publicó en The Dial en noviembre de 1923. Ahí el poeta considera como esencial la relación con la Odisea, algo Pound había en cierta forma desdeñado (al considerarlo “un asunto de cocina, que no restringe la acción”). Para Eliot, en cambio, “equivale a la importancia de un gran descubrimiento científico”. Explica: “Nadie más ha construido una novela sobre tales cimientos: nunca antes había sido necesario. […] Al valerse del mito, con el manejo continuo de un paralelismo entre lo contemporáneo y lo antiguo, Joyce adoptó un método que otros deberían asumir. […] Se trata simplemente de una forma de controlar, de ordenar, de darle forma y significado al enorme escenario de futilidad y de anarquía que constituye la historia contemporánea. […] En vez del método narrativo, hoy podemos acudir al método mítico” (cito de un dossier dedicado a Joyce de la revista Casa del Tiempo, UAM, México, junio de 2006, p. 59, disponible en consulta digital).
Cuando a mediados de 1922 Harriet Shaw Weaver le preguntó a Joyce qué pensaba escribir ahora que había terminado el Ulises (Richard Ellmann, p. 597), él respondió:
—Creo que escribiré una historia del mundo.
Ya tenía un bosquejo mental de lo que se llamó provisionalmente Work in Progress y que se publicó, diecisiete años más tarde, como Finnegans Wake.

Febrero 2022

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Una derrota entre libélulas y drones

Era la una de la tarde del sábado y la explanada del Monumento a la Revolución lucía llena. Se calculaba que unas ocho mil personas, de pie ante una gran pantalla, presenciarían el gran encuentro entre las selecciones de México y Argentina. Los chorros de agua esta vez no se activaron accidentalmente. Y había un segundo plan, a realizarse después de las tres de la tarde, al escuchar el silbatazo final: luego del encuentro futbolístico en Catar estas ocho mil almas marcharían hacia el Ángel de la Independencia a festejar… El detalle estaba en una simple cuestión aritmética: meter goles, por lo menos uno, y no recibirlos.
No hubo anotaciones por parte de México. No se empató ni se ganó. (Es decir, ay, perdimos.) Y la escuadra rival sí mereció dos golecitos (uno de Leo Messi, otro de Enzo Fernández), que le bastó para obtener sus primeros tres puntos del Mundial.
El escenario lucía verde; por el cielo azul volaban libélulas y drones. En la parte derecha, en un templete especial, había fotógrafos y camarógrafos dispuestos a captar, cuando ocurriera, la alegría del momento, la gran celebración, el éxtasis supremo… ¿Se imaginan a esa pequeña multitud esmeralda festejando? ¡Qué bonito hubiera sido!
Los rostros estaban, no obstante, serios; había la tensión de saber que el “equipo de todos” no traía sus mejores armas, y que lo central en este deporte, anotar, era una dificultad para la escuadra tricolor. Su mayor hazaña en el Mundial, hasta ahora, fue una acción defensiva: el penal parado a Lewandowski por parte de Guillermo Ochoa en el juego ante Polonia.
La decepción quizá fue menor porque las esperanzas no eran muchas. “Ni modo”, “para la otra”, “no se llevó a los mejores”… Al terminar el encuentro, la cuadrilla de fotógrafos y camarógrafos (de televisoras grandes y pequeñas, y entre ellos muchos youtubers) se lanzaron a la explanada para capturar el ánimo de la derrota, pero en las entrevistas lo que salía eran balbuceos.
Fue un final sin grandes dramas, porque el resultado era esperado. Y la marcha al Ángel se canceló, o se pasó al día siguiente (pero esa era una marcha política). O para dentro de cuatro años. Ya veremos.
–La verdad, a mí sí me hubiera gustado ir al Ángel –lamentó una chica.
Una cuadra más allá, un hombre puso su banquito y se sirvió una cerveza.
–¿Ya va a chelear, vecino?
–Sí, celebro el triunfo de mi selección –respondió con sonrisa pícara–… Ar- gentina, Ar-gen-tina, Ar-gen-tina. ¡Salú!

Noviembre 2022

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