lunes, junio 18, 2018


Tres finales mundialistas

A la distancia guardo la impresión de que entonces, en 1970, a mis siete años, el futbol me entusiasmaba, pues hay imágenes lejanas que aun ahora me son entrañables. Recuerdo haber ido una noche, quizá en 1969, al Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, y sobre todo, como si se tratara de una larga travesía, me veo caminando por uno de los túneles de la mano de un adulto para llegar a contemplar con gran asombro ese cielo verde iluminado que era la cancha. Debió haber sido un Pumas-América, cuando Enrique Borja aún estaba con los universitarios.
Mi padre impulsó varios equipos en el centro deportivo de la colonia; los jueves por la tarde nos enviaba a las juntas de la liga en las que entre la bruma de los cigarrillos, que impregnaba nuestra ropa, nos enterábamos de la hora, el campo y el rival del siguiente domingo. Y ese día asistíamos al partido como fanáticos del Informex, la agencia de noticias en la que mi padre trabajaba, o como se llamara su escuadra de entonces. Éramos además las mascotas; vestíamos los uniformes en talla niño y nos tomaban fotos en las que intentábamos controlar esos balones gigantes. Vi con admiración cuando mi hermano Carlos, el mayor, debutó como arquero, como si ello marcara su abandono de la infancia y su ingreso a la vida adulta.
Nuestro futbol era de límites estrechos: la calle era la cancha y las coladeras eran las porterías. Y su tiempo era infinito: el final del juego lo marcaban el cansancio o el anochecer, cuando nos llamaban para la cena.
Venía el Mundial. Compré, o me regalaron, no lo recuerdo bien, una calcomanía rectangular con las banderas de los países convocados, que fueron dieciséis, según Eduardo Galeano. Tenía yo una cama con la cabecera metálica y quise poner ahí la calcomanía, para tenerla cerca… sin darme cuenta que era para cristales y al quitar la cartulina, luego de darle algunas buenas aplanadas con la mano para que quedara perfecta, lo único visible fue un espacio blanco, la parte de atrás de la calcomanía, que se quedó pegada ahí muchos años.
Recordé esto al ver, en estos días, la película Futbol México 70 (1970), de Alberto Isaac, que abre con un mosaico de banderas. El arranque del filme es inverosímil: trata de un niño güerito (como si ese fuera el perfil del mexicano) de un pueblo de los alrededores de la Ciudad de México que escapa de casa para ver el Mundial. Esa situación absolutamente ficticia (o hasta fantástica) sirve al director para activar su resumen mundialista, con el apoyo en la narración de Claudio Brook. El filme me sitúa en el tiempo aquel y en la final entre Brasil e Italia, a la que nos llevó a mi hermano Carlos y a mí (no sé por qué, nunca salíamos con él) mi abuelo paterno, don Rosendo. Estábamos en lo más alto, en el palomar, quizá en la penúltima fila de la portería sur. ¿Qué pude ver desde ahí de ese histórico 4-1 de la verdeamarelha? Del juego, poco, sólo el espectáculo de una multitud emocionada. Los jugadores eran hormigas que iban de aquí para allá. Gritábamos, claro:
—¡Bra-sil, Bra-sil, Bra-sil!
De ese día específico (21 de junio de 1970) guardo pocos detalles, me quedan sólo algunas sensaciones. Desde los asientos más altos del Estadio Azteca pude asomarme al abismo de una final de Copa del Mundo y ser parte, en la confusión y el asombro de la niñez, de lo que Manuel Seyde bautizó, en esa época gloriosa, como “la fiesta del alarido”.

Cuatro partidos y un funeral

Esa fue mi primera final. Al ver las repeticiones de ese partido me llaman la atención dos cosas: la lentitud del futbol de entonces y ese espectáculo delirante, cuando todo se definió, de los aficionados que invadieron la cancha y prácticamente desnudaron a los brasileños. Cada prenda era un trofeo.
Yo seguí practicando futbol. Mi espacio era la portería… Mas hubo un tiempo en el que la lectura se impuso y al balompié le di la espalda. En esa condición viví el otro Mundial mexicano, el del 86, un verano para mí dedicado enteramente a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
Fui lector, aprendiz de escritor y periodista… Era yo editor de cultura en el semanario Macrópolis y alguien tuvo la idea de enviar al Mundial de Estados Unidos en 1994 a un especialista deportivo (Pedro Díaz) más otro lejano al deporte, yo, que hiciera crónicas coloridas. Así viajamos el 16 de junio (Bloomsday para los joyceanos), en un itinerario que al administrador de la revista le pareció adecuado, pero resultó una pérdida de dinero y tiempo, de la Ciudad de México a Tijuana (gracias a un convenio publicitario), cruzamos a pie la frontera para tomar un taxi y llegar al aeropuerto de San Diego, donde, tarjeta de crédito en mano, pedimos en el mostrador dos boletos para Washington D.C, lo que era ir de un extremo al otro del país… Llegamos a nuestro destino a la medianoche. Ya instalados, cuando intentábamos dormir, empezó a sonar una fuerte alarma que Pedro creyó era del despertador, al que golpeaba de modo furibundo. Y no: se estaba incendiando la cocina del hotel. Por lo que nos desalojaron hasta que el incendio fue controlado.
Fue un Mundial algo frío, sin mucho ángel. No se vivía en las calles de ninguna ciudad de Estados Unidos el ambiente futbolero, la fiebre que suele acompañar esas jornadas. En lo deportivo, la expulsión de Maradona fue un golpe duro. La noticia del asesinato en su país de aquel defensa colombiano que metió un autogol también dañó al espectáculo. Recuerdo haber ido a la Casa Blanca con esta propuesta inverosímil: como periodista mexicano solicité ver un partido de la selección de los Estados Unidos con el presidente de esa nación… Obtuve un comunicado en el que el primer mandatario se decía interesado por el desarrollo de la Copa del Mundo y deseaba suerte a los equipos participantes.
Asistí a tres de los cuatro encuentros de la selección mexicana (no al de Orlando contra Irlanda); y presencié esa debacle contra Bulgaria, cuando en los minutos finales el entrenador Mejía Barón mantuvo a Hugo Sánchez en la raya, sin decidirse a dejarlo entrar, y los búlgaros le temían... para irse el juego a la pena, ay, de los penales, en donde todo se derrumbó. Me encontré a Vicente Leñero en la zona de los vestidores y le comenté algo que seguro se decía mucho en esos ámbitos:
—Jugaron como nunca y perdieron como siempre.
Y él se quedó con la idea de que era una frase de mi invención y acostumbraba citarme. (“Como dijo Toledo: jugaron como nunca y perdieron como siempre.”) Un día le aclaré el malentendido.
Como no hubo quinto partido, una de las crónicas que envié a Macrópolishizo la variación del título de una película de estreno reciente: “Cuatro partidos y un funeral”.
Nos dijeron desde México: ya que están allá, quédense a la final. Y así fue, ahí estuvimos: Brasil-Italia, de nuevo, veinticuatro años más tarde de aquella gesta en el Estadio Azteca. Fue el 17 de julio en el Rose Bowl de Los Ángeles. Un pasmoso 0-0 que se resolvió en penales, del que recuerdo, en la ceremonia preliminar, un avión caza prácticamente detenido en medio campo, y que se alejó con gran estrépito: primero lo vimos y luego le siguió el retumbar de sus potentes motores… Acaso fue lo más poderoso que hubo en esa final.

Et un, et deux, et trois zéro

Ya en ese carril balompédico, cuando se acabó Macrópolis me alisté en las filas de la crónica deportiva. Acudí, para poder decir o narrar el futbol, a las izquierdas entonces dominantes: César Luis Menotti, Ángel Cappa, Jorge Valdano, Eduardo Galeano y Juan Villoro. En una de mis primeras incursiones me le presenté a Adolfo Ríos, entonces arquero necaxista, y le pedí me contara su carrera, pues nada sabía de él. Me vio como bicho raro.
—¿De qué planeta vienes?
—Vengo de la literatura —le respondí, apenado.
Rápidamente aprendí que los balones también dialogaban con las palabras, se echaban su cascarita, se daban un tú a tú en las páginas de los libros. Describí en un juego al Necaxa de Manuel Lapuente según esa fórmula con la que, según Borges, había escrito Bioy Casares su novela La invención de Morel: más que buscar el acierto, evitar el error. En una concentración del Monterrey hallé a un defensa que leía a Robert Graves. Y aún estaba activo Félix Fernández, gran arquero lector. Conversé in extenso con Ignacio Trelles y Fernando Marcos, entre otros maestros. Busqué a mi ídolo de la infancia, Enrique Borja… A Roberto El Loco Martínez, primer mexicano en anotar en el Azteca, le pregunté:
—Oiga, don Roberto, ¿por qué le dicen El Loco.
—Porque el mundo es así —me respondió, recordando aquella canción que interpretaba Javier Solís: “Si me llaman El Loco,/ porque el mundo es así/, la verdad sí estoy loco,/ pero loco por ti”.
Y cuando se acercaba el Mundial de Francia 98 me declaré listo, en cuerpo y alma, para acudir a esa cita. Me había sacudido aquel prejuicio de que los escritores no debían hablar de futbol, circo u opio de los pueblos. Pensaba, con Albert Camus, que era un buen medio para conocer al hombre. Incluso me inscribí en la Alianza Francesa. Y convencí al editor de la sección deportiva de El Universal, Ramón Márquez, de que me seleccionara.
No Cristiano Ronaldo, ni Ronaldinho. Hay que ir más atrás. Se suponía que ese sería el gran Mundial de Ronaldo Nazario. Mi misión fue seguir al equipo brasileño y me hice asiduo a Ozoir-la-Ferrière, a una hora en tren desde París, pueblo en donde entrenaban. Vi todos sus juegos. Los escolté hasta el Stade de France. Recuerdo que en Nantes me llamó la atención el gran número de personas que se paseaban con la camiseta del delantero (quizá la más vendida de esa Copa del Mundo) e hice una crónica de los muchos Ronaldos (altos, bajos, güeros o blancos, ellas y ellos, niños, de mediana edad o ancianos) que habían invadido esa ciudad en la víspera del partido contra Marruecos, e iban y venían por las calles, como en un cuadro de Escher.
En Ozoir-la-Ferrière, por otro lado, trabé amistad con un periodista de Marsella, Philippe Wallez, quien me relató la vida de la otra figura posible de ese Mundial, Zinedine Yazid Zidane, al que conocía muy bien.
—Tiene la reputación de no estar al nivel máximo para los juegos importantes —me dijo Phillipe, luego de contarme su historia—. Ha jugado una final europea y una semifinal del campeonato europeo de naciones, y no brilló. Se dice que no puede trascender en los momentos decisivos. No es un luchador.
La moneda, Ronaldo o Zidane (ambos con historias personales complicadas, héroes de la clase trabajadora, diría Lennon), estaba en el aire.
Así llegamos al 12 de julio: la gran final (la última de mi tres de tres futbolístico). Recuerdo la tensión que se vivió en la zona de prensa cuando circuló una primera alineación brasileña en la que no estaba Ronaldo Nazario. Antes de iniciar el partido repartieron otra, en la que éste ya aparecía. Después el juego mostró que su presencia era simbólica, algo afantasmada, sin su poderío habitual (mermado físicamente, al parecer por una mal estomacal, se supo luego); y los locales sin duda alguna dominaron. Fue uno, fueron dos y fueron tres los tantos que perforaron la meta brasileña. A cada gol, un periodista carioca gritaba enloquecido, atrás de mí, que todos eran unos hijos de puta…
Fue un gran juego para Francia y la coronación, en la historia de los mundiales, de Zinedine Zidane.
Esa noche así gritaron, interminablemente, las calles de París.
—¡Et un, et deux, et trois zéro! ¡Et un, et deux, et trois zéro!
Los jóvenes golpeaban con palos de madera en los costados de los autobuses. Se veían fogatas en las calles, como de coches incendiados. La euforia desenfrenada quizá terminó con el amanecer. Al mediodía, ya el 13 de julio, hubo un desfile de los campeones por los Campos Elíseos. Casi se mezclaron las celebraciones: el triunfo en el futbol con su largo alarido y el día de la toma de la Bastilla.
—¡Et un, et deux, et trois zéro! ¡Et un, et deux, et trois zéro!
El 14 de julio, por cierto, antes de que empezara el desfile patrio, abandoné París y me fui a Dublín, en busca de James Joyce.

Junio 2018

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lunes, junio 04, 2018


El monstruo bicentenario
No fue la celebración de los doscientos años de su publicación lo que me llevó a Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), sino el encuentro casual, en una bodega de películas originales del centro de la Ciudad de México, con una caja metálica (o steelbook) que contenía la adaptación a la pantalla que de la novela hizo James Whale en 1931, protagonizada por Boris Karloff. En la carátula (obra del portadista de cómics Alex Ross) el monstruo, con el rostro inmutable, lleva secuestrada a una mujer vestida de novia hacia el molino; ella lo mira aterrorizada, sin poder zafarse de su brazo izquierdo; una turba delirante, con antorchas, los rodea; y, como grietas, arriba, se ven truenos escalofriantes en el cielo oscuro.
Cuando se piensa en el ser creado, a la par, por Mary W. Shelley y Víctor Frankenstein, uno tiende a imaginarlo con el rostro maquillado de Karloff (y sus múltiples imitadores), quien personificó a la criatura en esa cinta y luego en La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), ambas dirigidas por Whale.
Es curioso: en el primer filme se acredita la novela a la esposa de Percy B. Shelley, así: “From the novel by Mrs. Percy B. Shelley” (Mary no merece ser llamada por su nombre), lo que se corrige en el segundo y donde se da a la escritora su lugar en un prólogo actuado en el que aparecen tres de los protagonistas de esas tertulias suizas, en el verano de 1816, en las que, luego de varias sesiones dedicadas a leer en voz alta cuentos alemanes de fantasmas, a Lord Byron se le ocurrió aquella propuesta que desencadenó todo: “Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas”.
Según el recuerdo de la autora los incluidos en el proyecto, además de Byron y su médico de cabecera, John William Polidori (a quien describe como “el pobre Polidori”), fueron ella y Percy. Éste “empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su vida”; Byron comenzó un cuento “cuyo fragmento publicó al final de su poema Mazeppa”… Y a Polidori se le ocurrió “una idea terrible sobre una dama con cabeza de calavera, castigada de ese modo por espiar por el ojo de la cerradura”.
Mary W. Shelley cierra así la anécdota: “Los ilustres poetas, incómodos con la trivialidad de la prosa, abandonaron enseguida su antipática tarea”.
Ella, en cambio (como cuenta en la introducción de 1831 a la edición de Standard Novels), desde esa noche se dedicó a pensar una historia que rivalizara con aquellas que los habían animado a abordar dicha empresa. “Una historia que hablase a los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón”.
Ésta se le reveló mientras escuchaba conversar a Shelley y Byron acerca del principio vital y lo que se contaba de los experimentos de Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin), como aquello de que con electricidad había logrado dar vida momentánea a algo inanimado. Pensó: “Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital”.
Al irse a la cama, ante esta idea germinal su imaginación registró una actividad inusitada. Se diría que la novela se le representó entonces mentalmente en sus secuencias más poderosas. Vio así al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto al ser que había ensamblado. “Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo”.
Anunció al despertar que había ya pensado una historia; y lo primero que escribió de esa novela futura fue: “Una lúgubre noche de noviembre”, que es como arranca el capítulo cinco de Frankenstein, uno de los más poderosos, quizá el centro del mito: “Una lúgubre noche de noviembre vi coronados mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí”…

Tertulia fílmica
En la tertulia fílmica, al arranque de La novia de Frankenstein, la historia del joven científico y su creación ya ha sido imaginada, y quizá escrita, si no completa sí parcialmente, pues Mary Shelley (Elsa Lanchester) anda en busca de editor. Es una noche de tormentas eléctricas. El poeta Lord Byron (Gavin Gordon) observa desde una ventana, fascinado, el espectáculo de los rayos en el cielo, mientras Percy B. Shelley (Douglas Waldon) escribe sus versos en un cuaderno y Mary se dedica a una labor de tejido.
“Qué maravillosamente dramático”, dice Lord Byron. “La exhibición más cruda, más salvaje de lo peor de la naturaleza… y nosotros tres, los elegantes tres, en ella. Me gustaría pensar que un Jehová enfadado estaba apuntando esas flechas de relámpagos a mi cabeza, la cabeza no subyugada de George Gordon Lord Byron, el pecador más grande de Inglaterra. Pero no puedo ilusionarme a ese extremo. Posiblemente esos truenos son para nuestro querido Shelley, el aplauso del cielo al poeta más querido de Inglaterra”.
Shelley reacciona:
—¿Y Mary?
—Ella es un ángel.
Mary comenta:
—Eso crees tú.
Se escucha un trueno.
—Ven, Mary, vamos a observar la tormenta.
—Sabes cuánto me alarman los relámpagos.
Y luego, dirigiéndose a su compañero (y aunque la escena está muy iluminada y las velas están prendidas), Mary dice:
—Shelley, querido, ¿podrías por favor encender esas velas?
Ante esto, Lord Byron exclama:
—¡Criatura asombrosa!
—¿Yo, Lord Byron?
—¡Temerosa del trueno, asustada por la oscuridad, y sin embargo has escrito un cuento que heló mi sangre de pavor!
Ella ríe, traviesa.
—¡Mírala, Shelley! ¿Creerías que ese rostro delicado y hermoso concibió a Frankenstein, un monstruo creado de cadáveres salidos de tumbas saqueadas? ¿No es asombroso?
Al paso debe decirse que, desde el título (y en las líneas arriba citadas), La novia de Frankenstein contribuye a ese malentendido por el cual la criatura es confundida con su creador, del que al parecer hereda el apellido. En lo que dice Byron se expresa esa falla; el especialista Gérard Lenne (en El cine “fantástico” y sus mitologías) habla por ello de “la significante confusión entre creador y criatura”; y explica: “Frankenstein quiso crear a un hombre, es decir, un ser a su imagen: el tema del doble se transparenta en filigrana. Porque, desde que el mito comienza a expandirse, surge un hecho singular y turbador que entra en la lógica del lapsus que revela: el gran público transmite al monstruo el nombre de su creador”.
Desde, entonces, pues Frankenstein será tanto el científico como el monstruo… Pero volvamos a la escena que abre La novia de Frankenstein. Mary Shelley reacciona así a lo dicho por Lord Byron:
—¿No sé por qué piensas así? ¿Qué esperas? El público necesita algo más fuerte que una bonita historia de amor. ¿Entonces por qué no habría de escribir sobre monstruos?
—Con razón Murray se ha negado a publicar el libro. Dice que su público lector se horrorizaría demasiado.
Mary:
—Se publicará, eso creo.
Shelley:
—Entonces, querida, tendrás muchas preguntas que responder.
—Los editores no vieron que mi propósito era escribir una lección de moralidad, del castigo que cayó sobre un hombre mortal que se atrevió a imitar a Dios.
Uno de los grandes aciertos de Whale fue su decisión de que la actriz que representa en ese prólogo a Mary Shelley (Elsa Lanchester, como ya se dijo) sea al final, en un juego de espejos inquietante, la misma que actúe como la compañera creada (esta vez por Víctor Frankenstein y el doctor Pretorious) para la criatura… situación a la que no se llega en la novela, pues ahí el joven científico decide, para frustración del monstruo, no concluir ese segundo experimento y destruir sus avances.

El anciano ciego

No sé si alguien haya reparado en las semejanzas de una cinta de Alfred Hitchcock, Saboteur (1942), con la novela Frankenstein. Esto no es comentado en las conversaciones entre Hitchcock y Truffaut. La película trata de un obrero de una fábrica de ensamblaje de aviones en Estados Unidos acusado injustamente de provocar un incendio, hecho que, en tiempos de guerra, ante los ojos de los demás lo transforma en un ser monstruoso (al creerlo parte de una red de activistas nazis que se mueve en territorio norteamericano), por lo que huye, para intentar probar su inocencia. Lleva esposas, lo que lo delata como el perseguido… Donde la ficción de Mary Shelley y el filme mayormente coinciden es cuando este hombre llega, en un atardecer lluvioso, a la casa en el bosque de un anciano ciego, amante de la música. Éste lo recibe con amabilidad, le da refugio, pese a haberse dado cuenta de que venía esposado y saber por la radio que la policía peina la zona para dar con el fugitivo. Es ciego mas entiende perfectamente su condición y, sobre todo, percibe su inocencia.
Algo muy similar ocurre en la novela, en la relación amable entre el ciego del bosque y la criatura. Lo que cambia, en tal caso, es el instrumento musical preferido por el viejo: en Mary Shelley es una guitarra, en James Whale un violín, en Hitchcock el piano (y en el grandilocuente Frankenstein de Kenneth Branagh será una flauta)… Varía, además, el que el monstruo de Hitchcock logre convencer a los otros de que es un buen hombre (o, simplemente, un hombre), empresa en la que la criatura creada por Víctor Frankenstein (ante la imposibilidad de comunicarse con los otros) fracasa.
Saboteur es, pues, una reescritura de Frankenstein.

Los monstruos de Universal
Luego del hallazgo de esa caja metálica, edición especial de la cinta Frankenstein, no me fue sencillo encontrar La novia de Frankenstein. Pasaron varias semanas y en esa misma zona del centro de la Ciudad de México, en los alrededores del Salto del Agua, se me apareció repentinamente un paquete en forma de ataúd negro que reunía a los monstruos de los Estudios Universal, en donde están los dos Frankensteins de James Whale, más otras seis películas de esa época (parte de un paisaje artísticamente desigual): Drácula, La momia, El hombre invisible, El hombre lobo, El fantasma de la ópera y El monstruo de la laguna negra.
Ello, la vista en función doble de los largometrajes en los que Boris Karloff encarna a la criatura (sobre los que se podría hablar largamente, entre otras cosas por lo que revelan de Whale, el cineasta, defensor de otredades), funcionó como prólogo para llegar a la obra original, sin la cual todo lo demás no existiría. Una noche de tormenta busqué en mis libreros la edición de Alianza Editorial, en la traducción impecable de Francisco Torres Oliver, leída muchos años atrás, y la sometí, con algunas páginas ya desprendiéndose (cual si se tratara de la resurrección de un cadáver), a una relectura.
Lo primero que destaca es que se trata de una novela a tres voces, como si fuera, a imagen y semejanza de la criatura, una narración desmembrada: primero está la voz de Robert Walton, capitán de un barco en su expedición al polo norte, empresa en la que encuentra ese extraño espectáculo de una suerte de gigante que es perseguido por un hombre; luego éste, que es Víctor Frankenstein, relata al marino su extraña historia… y como parte de esa relación el mismo monstruo toma la palabra.
El de Víctor Frankenstein es el relato de un científico y su ansia de conocimiento, el deseo de ir más allá y crear algo nuevo. ¿Cuáles son los límites del saber? Es el moderno Prometeo que paga con la extinción de su estirpe el haber hallado el secreto de la vida. El asunto de la responsabilidad científica parece estar en el fondo de su historia; y hay quien encontrará en esas páginas los fundamentos de lo que hoy se conoce, en las academias, como bioética. Así lo entendió Brian W. Aldiss en su novela Frankenstein desencadenado (1973), en donde un científico del siglo XXI viaja a los tiempos de Lord Byron y los Shelley. Él mismo ha hecho un gran hallazgo que puede significar, no obstante, la destrucción de la humanidad. Por eso la cinta de Roger Corman (de 1989) que adapta el libro de Aldiss comienza con una reflexión de Albert Einstein, quien, luego del primer estallido de una bomba atómica, dijo (cito de memoria): “De haber sabido lo que ocurriría me habría dedicado a relojero”.
Frankenstein también inaugura una corriente de la ciencia-ficción (o fantasía científica, como le gustaba decir a Borges) que trata de la creación de inteligencias artificiales. Sin duda hay ecos de ella en ese gran momento cinematográfico de Blade Runner (Ridley Scott, 1982, basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) en el que el ser artificial confronta a su creador y le pide más tiempo de vida.

El paraíso perdido

La historia de Víctor Frankenstein es sólo la antesala para escuchar a la criatura, que ha vivido un largo proceso de aprendizaje luego de que el joven científico lo abandonara a su suerte. Su nacimiento puede ser comparado con aquella circunstancia ya imaginada por el enciclopedista francés George Louis Lecler, conde de Buffon, en su Historia natural del hombre (1749): el repentino arribo a la vida de un ser maduro de sus órganos. ¿Cómo sería ese despertar? Sólo que acá se trata de un cuerpo armado, con partes divididas que pertenecieron a otros seres, lo que parece provocar un dolor profundo. Cuenta la criatura: “Apenas recuerdo los primeros momentos de mi vida; todos los acontecimientos de ese periodo me resultan confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderó de mí: veía, tocaba, oía y olía al mismo tiempo; y tardé mucho, efectivamente, en diferenciar las funciones de mis distintos sentidos”.
No detallaré aquí ese proceso; sólo diré que, como se resume en La novia de Frankenstein (cuando la criatura pronuncia las palabras friend y good), éste tiene que ver con aquel personaje del que ya hablamos, el ciego de la cabaña en el bosque, y por ello el monstruo podrá leer la libreta de Víctor Frankenstein que detalla su hechura, más tres títulos impresos: El paraíso perdido de John Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y Las cuitas del joven Werther de Goethe.
De hecho, el epígrafe de la novela viene de Milton: “¿Te pedí por ventura, Creador, que me moldearas como hombre? ¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la oscuridad?” Lo dice de otra manera la criatura: “¡Maldito sea el día en que recibí la vida! […] ¡Maldito mi creador! ¿Por qué fabricaste un monstruo tan espantoso que incluso túmismo te apartaste horrorizado de mí?”
Si Víctor Frankenstein es un Prometeo moderno (al que Zeus castiga por haber robado el fuego a los dioses), la criatura es un Adán expulsado del paraíso. Un Adán que es también, en el juego palindrómico en español y por la forma como lo tratan los hombres, nadao, mejor dicho, nadie. Es un algo que vaga por el mundo en eterna soledad. De ahí la necesidad, y la petición al creador, de que le arme un ser similar a él pero de signo femenino, una compañera…
Como apunté arriba, el cine va más allá en esta fase: donde Mary Shelley hace que Víctor Frankenstein abandone y destruya esa nueva creación, las cintas la presentan a ella, así sea unos minutos, ya completa: en Whale, el tiempo suficiente para mostrar rechazo con un grito patético y un extraño seseo; en Kenneth Branagh, en la que se presume como la adaptación de la novela, al anunciarse como “El Frankenstein de Mary Shelley” (y que peca de pedantería, donde parecen más importantes los desplantes del actor y director, en su afectación shakespeareana, que la historia), la mujer del científico, asesinada por la ira de la criatura, será reconstruida como la compañera posible del monstruo o le reencarnación siniestra de Elizabeth, esposa de Víctor, en un efímero renacimiento…
Lo sobresaliente en Mary W. Shelley, y en ello está su enorme poder narrativo, es haber contado el cuento desde el creador y la criatura y haberlos integrado al fin, en el Polo Norte, con el capitán Walton como testigo y narrador último, como si en la unión de esas tres partes se consolidara la criatura novelesca.
Y lo significativo, aquí, es que una novela de comienzos del siglo XIX, concebida en una noche de tormenta, mantenga aún, doscientos años después (pese a sus reiteraciones en la pantalla, muchas de ellas fallidas, otras aún vibrantes), la frescura y el horror de un muerto vuelto a la vida.

Mayo 2018

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