jueves, enero 13, 2022



Los Beatles en un eterno bosque noruego

En aquella época (comienzos de los años setenta) los niños podían andar sin grandes sobresaltos por la Ciudad de México, entonces Distrito Federal, e hicimos el viaje desde la Unidad San Juan de Aragón, en el nororiente, por los rumbos del Peñón de los Baños y del aeropuerto (en las orillas de la urbe), a la colonia San Rafael, en donde estaba el cine Ópera. Habíamos visto en la cartelera del diario el anuncio de una función doble de cine beatle, quizá conformada (no tengo claro cuál fue el cartel) por A Hard Days Night (1964) y Help! (1965), o esta última y Yellow Submarine (1968), y acudimos con el ánimo de quien va a un concierto real. Incluso llevamos una cámara con flash, de la que obtuvimos un rollo blanqueado, pues a cada clic iluminábamos la pantalla. Tendría yo diez años y mis hermanos, uno, Rosendo, doce, y el otro, Carlos, catorce. Sé que vimos Help! porque recuerdo a los músicos cuando abre cada uno su puerta, en lo que parecen cuatro casas vecinas, e ingresan a una estancia común. Y no olvido a John Lennon con su guitarra cuando canta, sentado en un sillón negro, “You’ve Got To Hide Your Love Away”.
Los escuchábamos en la radio, claro, en donde por una mala traducción los locutores transformaban una habitación con pisos de madera noruega (en la que ocurre un encuentro amoroso) en un gran bosque noruego.
Debe ser una historia común: quienes crecimos con ellos nos convertimos en asiduos a la obra, como coleccionistas de sus discos (en elepé, casets, cds y otra vez en elepé, en el regreso de ese formato), sus películas (en beta o VHS, DVD y blue-ray), y libros y revistas o playeras y gorras... Hemos comprado todo aquello que nos ponen enfrente. La “antología” beatle, por ejemplo, circuló en tres cajas con cds; y en VHS, DVD y LP. Y ya que hubo versiones digitalizadas y remasterizadas de las cintas A Hard Days Night, Help! y Yellow Submarine, más el programa televisivo Magical Mystery Tour (1967), era esperable el relanzamiento, alguna vez (“pronto, quizá, no debe tardar”), de la película Let it Be (1970) y su álbum correspondiente.
Esa película no tenía, claro, las virtudes humorísticas de los filmes anteriores o algún hilo narrativo. Estaban las canciones y las tomas frías de ellos ensayando o discutiendo (Paul contra George, sobre todo, en ese raro espacio, ajeno a la composición musical, que eran los estudios Twickenham de Londres), y el cierre esperado con el concierto en la azotea. Más que documental, era un documento sobre la etapa final del grupo. No iba más allá de eso, pero eran los Beatles.
En lugar de la cinta Let it Be digitalizada y remasterizada se optó por una labor más ambiciosa: dar el material filmado a un cineasta, Peter Jackson (transformado así en The Lord of The Beatles), y dejarlo ser, como dice la canción, sin restricciones, según cuenta. Darle la libertad para que valorara lo que se registró en dos o tres semanas, en la preparación de un disco y su final posible con la realización de un concierto público, el primero luego de varios años… y el último, a la larga. ¿El resultado? Más de siete horas, divididas en tres episodios. Toda una trilogía (como la del Señor de los Anillos) que deja muy lejos el filme original, pues se consigue aquello que acaso estuvo todo el tiempo en la mente de Paul McCartney (improvisándose como líder de la banda, o nuevo mánager, al morir Brian Epstein), pero que el primer director, Michael Lindsay-Hogg, no llegó a comprender: que los espectadores acompañaran a los Beatles en su proceso creativo.
En Get Back (2021) Peter Jackson controla cada momento de la serie documental. Con breves pero acertadas intervenciones da el contexto preciso de cada instante, el día a día, para dejar que las cosas se manifiesten por sí mismas, que las imágenes digan mucho más que mil palabras: la crisis, en el primer capítulo, con la posibilidad de la ruptura cuando Harrison anuncia que deja la banda, y la incertitumbre por lo que viene; las reuniones a puerta cerrada, los reencuentros, el viejo amigo, Billy Preston, que llega a neutralizar los malos ánimos (como un efímero quinto beatle) y a dar aires nuevos a la música con su participación en los teclados; y el gran final de un concierto filmado con muchas cámaras, desde muchos ángulos, y que a ratos hacen que la pantalla casera se divida…
La experiencia es extraordinaria. Se logra una comunión del espectador con el grupo que parecería imposible, pues se da tardíamente, más de cincuenta años después, en donde todo parece fresco: como si estuviera sucediendo apenas, tal vez ayer, o ahora, en este momento. Uno está con ellos y es de alguna forma ellos. Ve uno cómo nacen las canciones no sólo del disco Let it Be sino también del Abbey Road, que será el último que graben, aunque el último en publicarse será Let it Be.
Cuento esto con los antecedentes ya referidos de un niño que creció con esa música y ha aprendido, con los años, a valorar esa década de los años sesenta en la que fueron protagonistas. Es cierto que a ratos uno toma sus distancias y busca nuevos estímulos. Pero los Beatles vuelven. Un nuevo artista habla de pronto de cómo se vio influido por ellos… Y termina por aceptarse que son, para muchos (en diversas latitudes), un piso (un “algo”, “something”) del que es difícil desprenderse. Volvemos siempre a ellos y a su ya eterno (aunque absurdo) bosque noruego.

Diciembre 2021

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domingo, enero 02, 2022



Aquel púgil
(Crónica inesperada de Sergio Guzmán)


Aquel púgil, el llamado Púgil Escritor, avanzaba a pasos lentos, pero seguros. Su mirada firme, fiera, fija en el objetivo (tres grandes efes en el cuadrilátero) era claramente un aguijón para su rival apenas sonó la campana en la Arena Nueva Realidad o Pancho Rosales, más popular hoy en el mundo de la Narvarte que el MGM de las Vegas o el Madison Square Garden de NY. Tan fiera, firme, fija en el objetivo era aquella mirada, que el respetable público ─recién salido de misa el domingo 19 de diciembre de 2021─ se dejó ir sin más al cielo prometido y voló a plenitud al campanazo de tres relampagueantes episodios de un épico combate de exhibición entre Alejandro Toledo y Marco Lucero. Ciertamente, la emoción del respetable alcanzó insospechadas alturas de vuelo (con la consabida bendición de Juan Salvador Gaviota) ante un espectáculo que ni Frazier ni Alí soñaron siquiera en su memorable trilogía. El Púgil Escritor de la mirada firme, fiera y fija, no debe atrasarse más el desvelo del personaje, era Alejandro Toledo, y el objetivo, Marco Lucero, entrenador de boxeo, también conocido como Pies Ligeros. El combate, pactado en megapeso (“bien, Alex, bien”, resonaba en ringside la voz de aliento de los muy suyos, familia y amigos que aprecian lo que vale desde la primera hasta la última lonja de ese rollizo cuerpo), y Marco Lucero (a pura vista casi el mismo tonelaje, pero con mayor estatura y carnes pegadas al hueso) se desarrolló a careta puesta, enormes orejas de coliflor, y con el creciente rugido de la multitud, que un mes antes agotó la boletería en las taquillas.
Alejandro Toledo forzó el combate. Fue, fue hacia adelante moviendo el carretón a vuelta de rueda, por instantes logró acorralar a su adversario, pero no encontró lo que buscaba, no se sabe si el nocaut o el banquillo para el minuto de descanso. Por su parte, Marco Lucero danzó y estableció distancias con su depurado jab, la espada del boxeo y, por supuesto, con sus pies de caminante sin tregua en el enlonado. Conectaba uno, respondía el otro, hubo hasta un tiempo fuera como en el futbol americano, pa’ jalar aire; en la esquina del Púgil Escritor los seconds le preguntaron si no había mareo, si no se sentía como una balsa al garete en río revuelto, él dijo que no, y la cruenta batalla prosiguió hasta el último aliento. Entonces los jueces determinaron empate, el empate más aplaudido de todos los tiempos, y ambos, tras las fotos de rigor con los brazos y puños apuntando a lo más alto, se retiraron a los vestidores entre el creciente oleaje de opinión de sus propias esquinas, relatores y autoridades de los organismos regidores de este deporte: el Púgil Escritor y Pies Ligeros son desde ya firmes candidatos al Salón de la Fama.
Fue tan feliz por su hazaña el Púgil Escritor que, se dice por lo alto y por lo bajo en la Narvarte, ese domingo terminó por saciar su hambre de triunfo con una abundante sopa de letras y, acto seguido, a mano limpia, se devoró completo un voluminoso libro hasta chuparse la última línea.

Diciembre 2021

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