martes, mayo 31, 2005

EL REGRESO DEL CABALLERO NOCTURNO

La revista limeña Amaru publicó en 1969 “Batman”, poema en donde el joven escritor mexicano José Carlos Becerra imaginaba al héroe de las historietas paseando en su habitación por la noche alrededor de una silla en que estaban cuidadosamente doblados el traje y la capa: “estás aguardando tan sólo el aviso, / ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle, / ese gran reflector encendido de pronto en la noche”. Para el hombre murciélago de Becerra, las horas pasan y el desvelo se torna vano, “mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas y de los primeros camiones urbanos / que aparecen por las calles desiertas”.
En “Batman”, el poeta fija curiosas señas de identidad con un contemporáneo. José Carlos Becerra nació en marzo de 1937 y Batman hace su primera aparición, gracias a la pluma de Bob Kane, en Detective Comics en mayo de 1939, es decir para el 69 los dos, Becerra y Bruce Wayne, ya cruzaron la línea de los treinta años. El héroe ha sido protagonista de dos series de televisión —una de 1943 y la otra de 1965-68— y una película (Batman, 1966, dirigida por Leslie Martinson), que en realidad fue un apresurado salto a la pantalla grande del programa en que Adam West y Burt Ward actuaban a Batman y Robin, y César Romero y el joyceano Burguess Meredith representaban a El Guasón y El Pingüino.
Por las referencias visuales que los nombres anteriores convocan es claro advertir que, en cualquiera de sus versiones, Batman es un baile de máscaras pero en los años sesenta se convirtió en carnaval. Aquella serie era poco nocturna. Lo camp remitía más bien a la sicodelia, con los brillantes letreros onomatopéyicos que saltaban del aparato televisor y el fondo musical a go-go.
El camino de Batman en el comic no se ha interrumpido. Hay que decir que los dos clásicos del comic, Batman y Supermán, son revistas de empresa, según lo reconocen los editores americanos. Importa más el marketing que el desarrollo (descubrimiento, revelación) de los mitos modernos. Este desplazamiento del interés por la historia al interés por el mercado, no obstante, crea aventuras cargadas de múltiples sentidos. La peripecia argumental ha sido prevista por los mercadólogos sólo en el plano de “llamar la atención” (y tal vez además en aquello de la experiencia edificante); pero no controlan todos los significados. El personaje se dispara, comienza a vivir. O se vuelve espejo (directo o indirecto) de una sociedad.
La historieta suele ser parcial, exagerada, disparatada. Para Hans Magnus Enzensberger esto garantiza la autenticidad mitológica del folletín. En un mundo imposibilitado para crear mitos válidos, esta construcción artificial e ingenua deviene en retrato complejo ante la palidez de los referentes de la vida común: políticos, actores, deportistas, y sus grises vidas contadas por los grises medios de comunicación. El héroe de la historieta pasa por buen político (nacionalista, incorruptible, todo lo que alguien metido en la política no puede ser), buen actor (capaz de mostrar entereza y astucia en las crisis más severas) y buen deportista (la fortaleza lo define). ¿Esto es fantasía en el peor sentido del término? Sí, por inverosímil, primero. Y por representar un “ideal”, después. Lo que una sociedad quisiera y no quisiera ser a un tiempo: el discurso del poder y el cinismo del poder.
En la historia de la muerte de Supermán, por ejemplo, confluyeron esa necesidad de interesar a los compradores y la presencia quizá involuntaria de hilos profundos. El “mal” representado por Doomsday surgía sin discurso previo, sólo como una presencia, y terminaba con el “bien” americano. Los argumentistas tuvieron que realizar inverosímiles peripecias para revivir a Supermán, y lo cierto es que de algún modo fracasaron en el intento: ya está de nuevo entre nosotros pero es más un clon que el auténtico hombre de acero. Es, sin remedio, una caricatura. La fatal parálisis de Christopher Reeve, el actor que llevó al cine al hombre de acero, fue un retrato perfecto de esa triste condición.
Batman quizá sea una figura más cercana (y acaso por ello interesó a José Carlos Becerra): no es extraterrestre y tiene las debilidades de cualquier ser humano. En paralelo a la crisis de Superman lo acorralaron en una cacería y fue derrotado por Bane. Sufrió una parálisis de la que pronto se recuperó, pero esto es lo menos interesante. La derrota, el miedo, es lo que permanece y define su carácter.
Volvió Batman al cinematógrafo a finales de los años ochenta y principios de los noventa bajo la dirección de Tim Burton: Batman (1989) y Batman regresa (Batman returns,1992), y reincidió con Joel Schumacher: Batman eternamente (Batman forever,1995) y Batman & Robin (1997). Por desgracia, la sofisticación técnica de estas superproducciones tuvo como contraparte argumentos bastante pobres. Hay acaso mayor profundidad en la versión en dibujos animados Batman: la máscara del fantasma (Batman: Mask of the Phantasm, 1993), con sus diseños inspirados en el comic de los años cuarenta. Viene ahora un Batman inicia (Batman Begins, 2005), filme basado en la historieta Año uno (Year One, 1988), escrita por Frank Miller, y de quien habría que adaptar El regreso del caballero nocturno (The Dark Knight Returns, 1986), en donde saca a las calles a un Bruce Wayne maduro al que cada golpe le duele en el alma, quizá la mejor novela gráfica del personaje.
Es el trayecto de un Batman sesentón que sigue esperando, como en el poema de José Carlos Becerra, el avance de la noche: “¿Y ahora, / qué es lo que sientes que se aleja, / como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la niebla que la luz va a ocupar? / ¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía distinguirse / la señal de un reflector encendido?”

Mayo 2005

martes, mayo 17, 2005


UN TAL LUCAS

En los días previos a un estreno cinematográfico tan estrepitoso como el Episodio III de la serie de aventuras Star Wars, es risible y desconcertante que viejos periodistas estadounideses conversen en los monitores televisivos con George Lucas dándole el trato de gran creador, y le pregunten sobre su relación con la obra de Sören Kierkegaard, entre otros disparates, cuando si alguna filosofía domina el limitado pensamiento de Lucas es la del dinero.
Las películas de George Lucas (no confundir con el húngaro Gyorgy Lukács, éste sí filósofo y crítico literario) son muestras ostentosas de poder económico, tramposos pastiches melodramáticos construidos con oropel millonario, mundos de supuesta fantasía en donde falta eso precisamente, la fantasía, la cual se suple con costosas inversiones en la técnica cinematográfica para construir sobre todo batallas espectaculares, ya que el sistema nortearmoricano (como le llama James Joyce en el Finnegans) cree que su gloria se define siempre en el combate.
La narradora Ursula Kroeber Le Guin parece tener en mente a George Lucas cuando, en el prólogo a los Cuentos de Terramar (Tales from Earthsea, 2002), apunta que en las últimas décadas las fábricas del capitalismo convirtieron a la fantasía en una industria. Cito: “La fantasía hecha producto no acarrea riesgo alguno: no inventa nada sino que imita y trivializa. Comienza por privar a las viejas historias de su complejidad intelectual y ética, convirtiendo su acción en violencia, a sus actores en muñecos, y a la verdad que revelan en un cliché sentimental. Los héroes blanden sus espadas, sus láseres, sus varitas mágicas, tan mecánicamente como cosechadoras, recogiendo las ganancias. Las elecciones morales profundamente perturbadoras son descafeinadas, transformadas en ‘encantadoras’ y seguras. Las ideas apasionadamente concebidas por los grandes contadores de historias son copiadas, estereotipadas, reducidas a juguetes, moldeadas en plásticos de colores llamativos, anunciadas, vendidas, rotas, tiradas a la basura, reemplazables, intercambiables”.
Lo que sostiene a estos productores de fantasía, dice Ursula K. Le Guin, es la insuperable imaginación del lector, niño o adulto, que da vida (“cierto tipo de vida, y sólo durante un rato”) incluso a esas cosas muertas. Y tiene ella, no obstante, fe en que esta imaginación cooptada y degradada sobreviva a la explotación comercial y didáctica, como la tierra sobrevive a los imperios: “Los conquistadores pueden dejar un lugar desierto donde había bosques y praderas, pero la lluvia seguirá cayendo, los ríos seguirán fluyendo hasta el mar”.
Esto, habría que añadir aquí, a pesar de los George Lucas o Steven Spielbergs que abordan al cine con el mismo ímpetu, la misma virulencia, del que invade Panamá o Irak con armamento sofisticado.
Tales premisas de la narradora explican por qué sus novelas, que han obtenido los más importantes premios tanto en la ciencia-ficción como en la fantasía, no han sido llevadas a la pantalla, aunque es posible que en el futuro Hollywood descubra del mundo de Terramar, por ejemplo, y se filme una saga como la de la Tierra Media, de Tolkien, con Un mago de Terramar (A Wizard of Earthsea, 1968), Las tumbas de Atuan (The Tombs of Atuan, 1971), La costa más lejana (The Farhest Shore, 1973) y Tehanu (Tehanu, The Last Book of Earthsea, 1990), cuando la autora no pueda ya impedir la explotación comercial de su obra.
Pero George Lucas no es Tolkien ni Ursula K. Le Guin ni el Kubrick de 2001: odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), ni siquiera el Ridley Scott de Blade Runner (1982), como tampoco es Kierkegaard ni Gyorgy Lukács. No podría ser ninguno de ellos. Se diría, retóricamente, que su ambición mayor es la ambición.
El dinero no lo hace tampoco un gran cineasta. Tener los recursos no implica saber usarlos. En la serie de Stars Wars ha realizado algo que parecería arduo por inverosímil: filmar la misma película seis veces, y estrenar cada una como si fuera nueva, con el único ingrediente añadido de una cierta mejora técnica. La de esta semana, previsiblemente, tendrá un duelo con espadas láser entre uno o varios caballeros Jedi contra algún o algunos Siths, más una gran batalla espacial que se resolverá cuando uno de los héroes penetre en la nave principal enemiga y destruya los controles de mando; habrá al final varias ceremonias, quizá un funeral y también un desfile militar celebratorio. Porque así ha sido en los casos anteriores y porque el público está condicionado para que la regla se cumpla.
Si en los complejos cinematográficos hay indicaciones de cuando las películas son “artísticas”, a las de George Lucas se les debería poner las leyendas de “cine muy comercial” o “cine no de arte”, pero esto nada garantiza porque ni siquiera se trata de filmes atractivos, o lo son sólo en cuanto lo visual (la artesanía de la industria, con tecnologías de punta), mas en lo que respecta al guión se funciona a partir de la fórmula probada.
A quienes hagan largas filas para ver esta cinta absurda se les podría aconsejar que lleven un libro de Ursula K. Le Guin a manera de escudo de protección, y lo lean a la espera de entrar a la sala. La fuerza, así —de la fantasía y la palabra, no del dinero—, en verdad los acompañará.

Mayo 2005

miércoles, mayo 11, 2005

TRAZOS EN LA ARENA

Habría que desandar un poco el camino y regresar al punto de partida de semanas atrás, en donde un comercial televisivo desterraba a las bibliotecas caseras por el beneficio instantáneo del internet que, según el mismo anuncio —todavía circulando—, pone “toda la información y el conocimiento del mundo en nuestras manos”. Se creó, así, una circunstancia práctica: ¿cómo deshacerse de esos libros ahora arcaicos que están lejos de contenerlo “todo”?, ¿qué hacer con ellos si no sirven más?, ¿llevarlos a librerías de viejo o intentar, previos permisos gubernamentales, ceremonias de quema a la manera de Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury?
A esta referencia literaria casual (fuera de tiempo, pues a partir de aquí cada cita debía provenir no de impresos sino de “sitios” de la red) se sumó otra: El defensor, del español Pedro Salinas, ensayo escrito más o menos en los mismos años que la novela de ciencia ficción, y con temores afines en cuanto a la amenaza al libro por el orbe de las imágenes. Es curioso o trágico pensarlo, pero El defensor no tuvo quien lo defendiera: sufrió la suerte de la destrucción al imprimirse en Colombia en 1948 en los días del “bogotazo” para aparecer oficialmente hasta seis años después, en 1954, cuando Pedro Salinas (1891-1951) había ya abandonado el mundo.
Lo insólito es cómo dos obras casi gemelas en cuanto a impulso y época, al grado de que podrían intercambiar sus títulos, aunque de geografías y culturas diversas, tienden a encontrarse —o reencontrarse, ya que es posible que esta asociación Bradbury-Salinas haya sido señalada antes—; y es insólito además que luego de medio siglo sus inquietudes se vuelvan contemporáneas.
Para Bradbury, un humanidad despojada de libros tiende a la desdicha porque renuncia a la memoria. Faber, uno de los personajes de la novela, asegura: “Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: ‘Recuerda, César, que eres mortal’”. Lo que se complementa con este pensamiento de Guy Montag, el protagonista: “Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores”.
En El defensor, Pedro Salinas imagina un país que renuncia al lenguaje escrito, eliminando los libros y el material de escritorio al declarar artículos nocivos las plumas estilográficas, las máquinas de escribir y el papel. Se diría que piensa en Fahrenheit 451, una novela entonces ni siquiera imaginada. En esa fantasía —expuesta en el ensayo—, la gente viviría en apariencia casi como nosotros, y en el haz de los hechos diarios apenas se advertiría cambio alguno: “Y sin embargo, esa generación rompería casi totalmente su doble vínculo con el pasado y el porvenir. Prescindir de los libros sería obliterar en las almas la conciencia clara de la pertenencia a lo histórico. Olvidarse de la escritura, condenarse a la desaparición en la memoria del futuro, aceptar la simultaneidad de muerte material y muerte espiritual”.
Al no dejar tras de sí constancia escrita de lo que sentía, lo que quería, de lo que hizo, es decir, de su vivir peculiar —sigue Pedro Salinas—, esa curiosa generación hipotética se hundiría, apenas acabada materialmente, en lo incógnito. “Y sus afanes, sus acciones, quedarían por la mayor parte reducidos a un puro trazo de sus idas y venidas, sobre la arena, pronto borrado; a unos ademanes dibujados en el aire de unos años e idos con el aire mismo.”
Ambos, Ray Bradbury y Pedro Salinas, se asomaban a un futuro posible; luego de cinco décadas, se pregunta uno, ¿qué ha sido de esos fantasmas?, ¿está el libro, en efecto, en proceso de extinción?, ¿se vive bajo el imperio de la imagen?, ¿hemos convertido a los seres que pueblan los monitores y las pantallas en “familia”, en tanto que asumimos sus experiencias como propias y nos preocupamos por su bienestar más que por el propio o el de la gente en verdad cercana a nosotros?, ¿son la televisión y el cine espacios que se emplean mayoritariamente para fines comerciales, narcóticos o propagandísticos?, ¿está el mundo habitado por neoanalfabetos, leedores y no lectores, consumidores de información rápida y no amorosos degustadores de obras literarias?
Una de las posibles definiciones del asombro es que nos deja sin palabras, y es algo que procuran los poderes y la modernidad: que lo visual arrebate, que parezca decirlo todo para que así nos quedemos literalmente mudos. Apunta, al respecto, Pedro Salinas: “En este zozobrar del lenguaje, lo que se iría a pique con él sería el alma humana, libre, espontánea, dejando sólo a flote un coro de reacciones mecánicas regimentadas, de muñecos vacíos, ya felices, porque como no tienen nada que decir, no hay por qué molestarse con las complicaciones del decir”.
La vida es inmediata en la ficción de Bradbury, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. “¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?”
Se vuelve así a la pregunta inicial, esa que plantea por estos días de modo cándido un comercial televisivo de amplia difusión, nuevo manifiesto del analfabetismo espiritual: ¿para qué tener libros en casa si ya existe internet?

Mayo 2005

martes, mayo 03, 2005

EL HOMBRE QUE NO LEE LIBROS

Leedor, describe Salinas (Pedro, poeta, ensayista y traductor español; no Carlos, el Innombrable); leedor, decía, es el estudiante que se desoja en víspera de examen sobre el libro de texto; es el profesor que trasnocha ante tratados, acopiando datos para su lección; la matrona que, parada junto al fogón, recita en voz alta las instrucciones coquinarias que conducen al suculento plato; el funcionario en retiro que demanda a las páginas del libro la mejor manera de invertir sus ahorros; o la dama, muy cursada ya en la treintena, que se retira al secreto de su tocador y corre renglón tras renglón en procura de experimentados avisos que le devuelvan sus gracias fugitivas...
Todos ellos y mil más, asegura Pedro Salinas en El defensor (1954; reeditado en el 2002 por Península), “no pasan de ser leedores”, porque no leen los libros sino los revisan, y obtienen de ellos datos útiles.
También son leedores, asegura, quienes emplean su tiempo en los diarios. Y cita, como apoyo, estas líneas del divulgador chino Lin Yu Tang: “Yo no llamo lectura, en absoluto, a la enorme cantidad de tiempo que se gasta en leer los periódicos”. Y serán leedores, definitivamente para Salinas, los aficionados a los muñequitos, es decir al cómic... Que era, por otro lado, un modo de expresión en crecimiento y se convirtió, con el avance del siglo, en sorprendentes “novelas gráficas”, cosa que este Salinas, fallecido en su exilio en Boston a principios de los años cincuenta, ya no pudo ver; por lo que acaso habría tenido que modificar su alegato en contra de las historietas:
“Comparo al aficionado a los muñequitos al denodado masticante de chicle, por cuanto ambos no ahorran esfuerzo ni tiempo en sendas operaciones que parecen las dos dirigidas al noble menester de la nutrición, ya corporal, ya del espíritu; cuando en realidad nada de provecho pasa al estómago del uno ni a la cabeza del otro, y los dos se hermanan en su posible comparanza con el desdichado animal que voltea y voltea la noria, sin que le importe que el pozo esté seco.”
Más adelante en su tomo ensayístico llamará al leedor de otra manera: analfabeto impuro o neoanalfabeto, definiéndolo como aquel que “libertado del tártaro del no saber leer no ha ascendido a las claras esferas del leer y se columpia como el alma de Garibay por los limbos intermedios”.
Las escuelas, por lo mismo, convierten a un analfabeto en neoanalfabeto, porque adquiere la capacidad de leer pero no la ejerce. Si un gobierno presume haber reducido el número de analfabetos no es garantía de mucho pues el asunto del qué va a leer no está resuelto, por lo que el poeta pide que se le dé a la lucha contra el analfabetismo una nueva gravedad.
Este Salinas lúcido y no complotista (Pedro, no Carlos), percibe la era moderna como un pacto infernal propuesto a los humanos por el demonio de las imágenes: “Entrégame tu facultad de leer, y yo, en canje, te colmaré de seductoras estampas en negro o en color, paradas o en movimiento; que ésa es la vida de verdad, vista con tus ojos y no interpretada a través de los embelecos de la letra”.
Lo que en cierta forma se ha cumplido en tanto que el mundo gira alrededor de monitores y pantallas (como lo vislumbró Bradbury en los mismos años cincuenta del siglo pasado), e incluso en diarios y revistas a la palabra impresa se le busca reducir a su mínima expresión, por supuestas nuevas tendencias del diseño gráfico que tienen como estandarte esa leyenda falaz del neoanalfabetismo según la cual una imagen dice más que mil palabras... Una imagen, sí, puede tener un efecto más profundo y, por lo mismo, es una mejor herramienta para la manipulación, de ahí que los poderes alienten los medios visuales por su propiedad hipnótica, aletargante; de ahí que Hollywood seduzca con el poder visual y sonoro (pantallas ampliadas, sonido Dolby), y ataque una y otra vez con la fuerza de la propaganda. Aunque el fenómeno cinematográfico no es reductible a la gran industria: hay toscos manipuladores de imagen como Steven Spielberg o George Lucas pero también artistas excepcionales como Andrei Tarkovsky o Ingmar Bergman.
Se forjan leedores o analfabetos impuros o neoanalfabetos... no lectores que, junto con el libro, son minoría o especies en peligro de extinción.
Este Salinas nombrable define al lector del modo más simple: es el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas; por recreo de pasarse las tardes sintiendo correr, acompasados, los versos del libro, y las ondas del río en cuya margen se recuesta. “Ningún ánimo, en él, de sacar de lo que está leyendo ganancia material, ascensos, dineros, noticias concretas que lo aúpen en la social escala, nada que esté más allá del libro mismo y de su mundo.”
Y recuerda, a propósito, el poema “Aurora Leigh” de la poeta inglesa del siglo XIX Elizabeth Barrett Browning, “breve tratadillo en verso de la ética lectora”, que en algún momento dice: “Atiéndeme. Ningún bien se obtiene/ de no ser generoso, ni siquiera con un libro,/ y calcular las ganancias: tanta ayuda ganada/ por tanto leído. No; es cuando nos olvidamos/ espléndidamente de nosotros mismos y nos lanzamos/ con el alma de cabeza en las honduras de un libro,/ seducidos por su belleza y su sabor a verdad,/ cuando de él sacamos el bien bueno”.

Mayo 2005