martes, mayo 30, 2006


EN UNA DESNUDEZ TOTAL

Que es una desnudez, habría que aclarar en cuanto al título de este artículo, antes de que se preste a suspicacias o malentendidos (aunque sin mojigatería), del alma. Es una imagen que obtuvo James Joyce de Cuando despertamos los muertos, obra de Henrik Ibsen que entusiasmó al irlandés en su juventud, y que éste retoma en el acto tercero de su única pieza dramática Exiliados (1918), justo al final, cuando el escritor atormentado Richard Rowan dice a Bertha, su mujer, a la que estuvo incitando para que cometiera un acto de infidelidad: “He herido mi alma por ti; una profunda herida de duda que jamás podrá ser cerrada. Nunca podré llegar a saber, nunca en este mundo. No deseo saber ni creer. No me importa. No te deseo en la oscuridad de la creencia, sino en la incesante, viva e hiriente duda. No retenerte con ninguna atadura, ni siquiera las del amor, estar unido a ti en cuerpo y alma en una desnudez total... eso es lo que yo anhelaba”.
El eco ibseniano está claramente ahí, en la imagen retomada, pero también en la composición general de Exiliados, y esto veinte años después de que el joven Joyce escribiera con fervor aquel artículo del Fortnightly Review (1 de abril de 1900) acerca de “El nuevo drama de Ibsen” y redactara luego (en marzo de 1901) una carta en dano-noruego fervorosa pero a la vez soberbia e irreverente, como agradecimiento al anciano maestro por haber abierto nuevas rutas de exploración literaria y como anticipado epitafio a un hombre que viviría sólo cinco años más, al que le dice con crudeza: “La obra de usted en la tierra toca a su fin y se acerca usted al silencio”.
Se trata sólo de una hipótesis de trabajo pero es posible afirmar, luego de barajar por unos días estos naipes, que lo ibseniano está en el corazón de la obra de James Joyce, por el desarrollo de enérgicos personajes femeninos, sí, pero también por la persistencia de ciertos temas como el engaño y la culpa, y porque en ambos casos dos realidades parecen avanzar en paralelo conforme la acción en el texto o los hechos en la puesta en escena se desarrollan: una es la vida como se ve en lo externo, en las acciones cotidianas y los diálogos circunstanciales que enmarcan el mundo de las apariencias, y otro su despliegue profundo.
Si el teatro de Ibsen sorprende es porque en sus piezas teatrales un monólogo interno avanza casi sin notarse (porque lo que vemos es a la existencia moviéndose), y en determinado momento se manifiesta, sea como rebelión en el caso de la Nora Helmer de Casa de muñecas o en el juego perdido de Hedda Gabler en la obra homónima, puesto que lo que ocurre al final está tanto en la suma de vivencias en apariencia triviales como en lo que se cocina en la mente de los personajes, apenas intuido por el espectador pero siempre ahí, latente.
En Joyce, sin embargo, no hay un gesto final que salve a Bertha, quien acepta la dictadura de un marido entrampado en su propia retórica, en sus laberintos de cárcel y libertad, y esto quizá porque la relación que ahí se retrataba era un espejo directo de la convivencia del propio autor con su mujer Nora Barnacle (y sus flirteos en Trieste con Roberto Prezioso), y hacer que Bertha rompiera sus ataduras habría implicado, probablemente, dar malas ideas a Nora, a la que Joyce quería mantener a su lado.
Se pretendía, además, de marcar una distancia entre las actitudes posibles de las damas protestantes de Ibsen y la mujer católica de Joyce, que en este punto fue infiel a Ibsen por ser fiel a Nora o lo que ella representaba, y quizá ello marque una suerte de fracaso en su tarea como dramaturgo de una sola pieza, dado que su resolución en Exiliados, al menos en términos del drama, podría parecer insatisfactoria, entre otras cosas porque lo femenino termina por consentir el yugo masculino... cuando Bertha parecía tener la suficiencia moral como para romper ese duelo entre Richard Rowan y Robert Hand, amigos/enemigos desde la juventud, y que son, a la vez, otro eco clarísimo ibseniano por el Jorge Tesman y el Eilert Lovborg de Hedda Gabler, escritores en constante rivalidad creativa y amorosa.
La razón masculina se impone en Exiliados al instinto femenino, ecuación que resultará inversamente proporcional en Ulises (1922), en donde el asunto del adulterio se resuelve con menos tortuosidades (Bloom parece resignado y acaso sólo intentará mejorar la calidad intelectual de los amantes de su esposa) y la voz última la tienen Molly Bloom y su deseo: “Sí quiero sí me gusta sí”.
Es decir, cuando Joyce asumió de modo directo las herramientes de Ibsen quizá no resolvió del todo bien esa influencia; y al dedicarse a su segunda novela comprendió la verdad esencial del drama ibseniano.
El centenario de la muerte de Ibsen dribló, por fortuna, al Mundial de futbol, que arranca en junio, pero el Bloomsday, día ritual para los joyceanos cada 16 de junio, deberá celebrarse entre gritos de alegría o desencanto o fatiga porque en esa fecha los siempre sublimes ratones verdes enfrentarán a la potencia Angola en el estadio de Hannover; los argentinos van contra Serbia y Montenegro (ambos dos) en Gelsenkirchen; y Holanda se bate contra Costa de Marfil en Stuttgart... Pronto, apenas arranque el mes, sólo se hablará de hazañas balompédicas, y las canchas literarias se verán momentáneamente despobladas... hasta que alguna derrota dolorosa nos lleve otra vez, en el naufragio, al Libro del desasosiego.

Mayo 2006

martes, mayo 23, 2006


UNA CARTA DE JOYCE A IBSEN

“Han pasado casi veinte años desde que Henrik Ibsen escribió Casa de muñecas, casi marcando una época en la historia del drama. En el curso de estos años su nombre ha rebasado los límites de su país, se ha extendido a lo largo y ancho de dos continentes, y ha provocado más discusiones y críticas que cualquier otro contemporáneo. Se le ha considerado un reformador religioso, un reformador social, un semita enamorado de la honradez, y un gran dramaturgo. Se le ha acusado severamente de entrometido, de artista deficiente, de místico incomprensible, y, en las elocuentes palabras de cierto crítico inglés, de ‘perro buscador de inmundicias’.”
El párrafo anterior es el arrranque de un extenso artículo acerca de “El nuevo drama de Ibsen” —que era Cuando nosotros los muertos despertamos— y fue publicado en la revista inglesa Fortnightly Review del 1 de abril de 1900 con la firma de James A. Joyce. Es, de hecho, la primera vez que el nombre de Joyce aparece impreso. Tenía, apenas, dieciocho años de edad, mientras que el autor del que se ocupa, Henrik Ibsen, rebasaba ya las siete décadas y le quedaban sólo seis años por vivir, pues habría de terminar sus días el miércoles 23 de mayo de 1906... En un día como hoy, según dicen las efemérides (o enfermérides), pero de cien años atrás.
Como relata Richard Ellmann, el artículo de Joyce llegó a manos de Ibsen, quien pidió al editor de la revista diera las gracias a “tan benévolo” admirador. Tal agradecimiento estimuló a Joyce en el estudio del dano-noruego, y un año más tarde, en marzo de 1901, escribió en ese idioma una carta formal y a la vez exaltada a Ibsen, que empieza de esta manera: “Muy respetado señor mío: Le escribo para felicitarlo en su septuagésimo tercer cumpleaños y para unir mi voz a quienes le expresen sus mejores deseos desde todos los países”.
Enseguida recuerda la historia del artículo del Fortnightly Review, que sabe estuvo en sus manos, y las palabras agradecidas que le comunicó a Joyce vía el editor. Sigue: “No sé cómo expresarle la emoción que me produjo su mensaje. Soy joven, muy joven, y tal vez le haga sonreír que le hable de esas malas pasadas de los nervios. Pero estoy seguro de que, si retrocede en su propia vida hasta la época en que era estudiante universitario como yo, y si piensa en lo que habría significado para usted haber merecido un mensaje de alguien a quien tuviera en tan alta estima como yo a usted, entenderá mis sentimientos”.
Le tiende el tapete, pues: confiesa tanto su juventud como la admiración por su obra. Lamenta, no obstante, que la comunicación se dé a partir de un artículo “inmaduro y apresurado” y no “algo mejor y más digno de su elogio”. ¿Qué más podría decir? “He pronunciado desafiante su nombre en la facultad, donde o se le desconocía o se le conocía vaga y confusamente. He reclamado para usted el lugar que le corresponde en la historia del teatro. He expuesto el que me parecía su mayor mérito: su excelsa e impersonal influencia. Sus méritos menores —la sátira, la técnica y la armonía orquestal— también los he expuesto. No me considere adulador: no lo soy. Y cuando he hablado de usted en debates, etc., he impuesto la atención sin utilizar fútiles términos altisonantes.”
Excepto en las cartas a su mujer (para leerse con una sola mano, por su alto contenido erótico), quizá no haya en la correspondencia de Joyce apertura similar, un reconocimiento tan entrañable a la influencia que en sus aún breves recorridos como lector habían tenido los dramas y la persona de Ibsen... Lo que en perspectiva crea mayores ahondamientos, ya que las figuras femeninas de las obras de Ibsen tendrán su descendencia en algunos personajes de Dublineses (1914), como la Gretta de “Los muertos” o la Eveline del relato homónimo —quien se queda a un paso de salir de Dublín y transformar su futuro—, y, sobre todo, en la Bertha Rowan del drama Exiliados (1918) y la Molly Bloom de Ulises (1922)... También es probable que Nora Barnacle, la chica de Galway, haya atraído a Joyce porque su nombre le recordó a la Nora Helmer de Casa de muñecas.
La devoción extrema encierra, no obstante, un juego no malévolo pero sí presuntuoso, pues a sus diecinueve años Joyce querrá tomar la estafeta que estaba por soltar Ibsen. Lo dice en la carta: “La obra de usted en la tierra toca a su fin y se acerca usted al silencio. Muchos escriben de estas cosas, pero pocos saben. Usted no ha hecho sino abrir el camino —a pesar de haber avanzado por él lo más posible— hacia el fin de Juan Gabriel Borkman y su verdad espiritual, pues, en mi opinión, su último drama es capítulo aparte. Pero estoy seguro de que una luz más excelsa y más sagrada lo espera... en el futuro”. ¿En el futuro?, ¿en los futuros lectores o espectadores, esos que buscan ahora los libros de Henrik Ibsen o siguen las representaciones de sus obras en el centenario de su muerte y a los que emociona todavía cuando Nora Helmer dice adiós a su marido y da un portazo inequívoco, o se aturden cuando Hedda Gabler se dispara en la sien?, ¿o se referirá Joyce a los probables continuadores de Ibsen, él mismo entre ellos?
Cierra la carta más o menos así: “Como miembro de la generación a favor de la cual ha hablado usted, lo saludo si no alegremente, con esperanza y amor”. Firma: James A. Joyce.

Mayo 2006

martes, mayo 16, 2006

EJERCICIO PLÁSTICO

Cuando empieza uno a despedirse de Buenos Aires y toma la autopista en dirección al aeropuerto internacional de Ezeiza, verá en alguna parte un terreno en donde se apilan, como fichas de dominó, contenedores de esos que viajan en barco y luego son colocados en tráilers para cumplir en la carretera sus destinos regularmente lentos pero ciertos. Ese último paisaje porteño lleva a recordar que en uno de esos contenedores, aunque acaso en otra zona de la ciudad, permanece encerrado y en continuo deterioro el mural que David Alfaro Siqueiros pintó en los años treinta y que se titula Ejercicio plástico.
La historia es conocida; y común es también la resignación de que el mural se pierda, sujeto a disputas legales en las que nada se concluye.
Álvaro Abós reseña al respecto, en Al pie de la letra: guía literaria de Buenos Aires (2000), una fiesta que Natalio Botana, director y propietario del diario Crítica, ofreció en homenaje a Siqueiros, quien había terminado el mural en los sótanos de la mansión del empresario uruguayo en la quinta de Don Torcuato, fiesta a la que asistieron, entre muchos otros, el mismo Siqueiros y su mujer, la poeta uruguaya Blanca Luz Brum; y Pablo Neruda, Federico García Lorca y Salvador Novo.
En algún momento de la noche se suscitó un curioso triángulo, cuando Blanca Luz Brum, Neruda y García Lorca caminaron hacia la piscina y subieron por una torre que por ahí se ubicaba. Según Neruda, él atrajo de inmediato los suspiros de la poeta, que cayó en sus brazos. Cuenta el episodio en su tomo de memorias Confieso que he vivido (1974). Dice el chileno que arriba, en el mirador más alto de la torre, los tres, poetas de diferentes estilos, se quedaron separados del mundo. “El ojo azul de la piscina brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta. La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.”
Tomó Neruda en sus brazos a la muchacha alta y dorada, “y, al besarla, me di cuenta de que era una mujer carnal y compacta, hecha y derecha”. Ante la sorpresa de García Lorca, la pareja se tendió en el suelo del mirador, y ya comenzaba Neruda a desvestir a la poeta cuando advirtió “los ojos desmesurados de Federico, que nos miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando”.
—¡Largo de aquí! —le grita Neruda—. ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera!
Cierra así Neruda el cuento: “Mientras el sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de celestino y centinela, pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades. La cojera le duró quince días”.
Pero hay una versión muy distinta del incidente, la de la poeta, de quien se decía, por cierto, que tenía amores ya con Natalio Botana. Ella parece haber sufrido primero, durante la fiesta, un pellizco en una nalga por parte de un ebrio Pablo Neruda, lo que la llevó a exclamar: “Natalio, cuidá la casa que hay muchos poetas sueltos”; y luego un acoso erótico, quizá en la torre, que llevó a García Lorca a intervenir y forcejear con Neruda (“trató de sacármelo de encima”, contaba ella), por lo que ambos, es decir Neruda y García Lorca, rodaron por la escalera.
Salvador Novo, cercano al poeta español, confirmaba esto último. “En todo caso”, concluye Álvaro Abós, “el relato de Neruda equivoca el color de pelo de Blanca Luz, que no era entonces rubio sino moreno y peinado con una larga trenza.”
No podría decirse, sin embargo, que Neruda mintió, y aunque la verdad poética suele imponerse a la verdad histórica hay en este caso dos maneras líricas de observar lo ocurrido esa noche de comienzos de los años treinta, en que el Ejercicio plástico de Siqueiros fue mostrado a todos y que provocó, según se ve, otras plasticidades, como esa de un poeta, o dos, que ruedan por la escalera; o esa otra anterior de dos poetas, y no uno ni tres, que hacen el amor a la luz de las estrellas en una alta torre.
En un tomo inédito de memorias el editor de la revista mexicana América, Marco Antonio Millán, narra un incidente similar con Neruda como protagonista: un paseo en lancha en el lago de Chapultepec durante el cual Neruda se levanta impetuoso para abrazar a la esposa de Millán y ella, sorprendida y medio “ranchera”, lo detiene y hace que el poeta caiga al agua. La esposa de Millán contaba esto de modo diferente: fue su marido quien descubrió las intenciones de Neruda por abrazarla y empujó, celoso y molesto, al poeta.
Las dos versiones, en este caso, dan como caído al chileno, sólo se modifica la intención: la dama tímida o el marido celoso. En el otro, la poetisa es cómplice del abrazo anhelante o se mantiene a la defensiva. Si ya le había pellizcado la nalga, ¿qué hacía con Neruda en lo alto de una torre?
Se piensan estas cosas mientras viaja uno en autobús rumbo al aeropuerto de Ezeiza y al paso se miran los contenedores, en la despedida de un Ejercicio plástico que merecería mejor suerte y un Buenos Aires querido.

Mayo 2006

miércoles, mayo 10, 2006

DUBLÍN AL SUR

1. Si Leopoldo Bloom publicó en Buenos Aires un inverosímil Cajón de-sastre, al tiempo Esteban Dedales (en sincronía porteña con el Stephen Dedalus de Retrato del artista adolescente y Ulises) se inscribió en un concurso televisivo patrocinado por la pasta dentrífica Oriol con el tema “Vida y obra de James Joyce” para llevarse, luego de un año intenso en el que se comentaba en pizzerías, confiterías y boliches de la capital (pero también del interior) a detalle la biobibliografía del irlandés (pues “A todo el mundo se le había dado por Joyce”); hasta llevarse Esteban Dedales, decía, mil millones de pesos, que le alcanzaron para escapar de Argentina, sin su mujer Maruja ni su hija Molly pero sí con el Ulises traducido por Salas Subirat (en la edición de Rueda) como único equipaje, y comprar un castillo al que bautizó (con nostalgia tanguera) como “Dublín al sur”. Tenía ahí a sus perros Mulligan y O’Rourke, y a su caballo Beckett.
Vaya viaje: primero, Bloom edita en Buenos Aires Cajón de-sastre; y, luego, Esteban Dedales cambia su residencia de Argentina a Irlanda. Lo primero sucedió en la realidad probable (por poderse probar y consistir también en una probabilidad); y lo segundo en la ficción segura, en un relato de Isidoro Blaisten incluido en un tomo de la editorial Emecé que en la portada tiene a Carlos Gardel y a James Joyce, leyendo éste (o descifrando) un documento con lupa en mano. El libro de Blaisten se llama, precisamente (como el cuento), Dublín al sur, definición casi cierta de Buenos Aires, que es como Dublín (geografía portuaria o paisaje espiritual) pero en Sudamérica.
Un sur con sus propias vanguardias o sur-realismos, como los de Oliverio Girondo (y los poemas para ser leídos en el tranvía) o Macedonio Fernández, que intentó en los años treinta escribir a conciencia la “última novela mala”, pero hacerla mal a propósito (“Estímeseme el trabajo que me ha costado no hacer genial a esta novela”, apunta), que fue Adriana Buenos Aires; y, luego, la “primera novela buena”, el Museo de la novela eterna, con tantos prólogos como capítulos, y de las que se decía entonces que tanto una como la otra eran malas.
Macedonio inventa a sus críticos, y en la última novela mala incluye algunas opiniones, de Borges, por ejemplo, quien dice: “Si es del género de mala, que me han prometido, no será última”, o un futuro autor que apunta: “La condición de ‘mala’ le durará; la de última, muy poco”. que es cierto, porque la última novela mala ha tenido seguidores, en Argentina y en México y a donde uno quiera mirar, dedicados profesional y concienzudamente a escribir mal.
Hacerlo así, confirma Macedonio Fernández, puede resultar tan arduo como escribir bien. Y para el que lo hace regularmente bien, querer hacerlo mal se vuelve toda una odisea, puesto que “hacer una novela mala en falso es más difícil que hacer la buena en buena”. ¿Pero quién puede presumir de haber conseguido, como meta estética, escribir mal? Responde a Macedonio un lector: “No tiene perdón el fatuo pretencioso que crea ser el hombre más feo del mundo. Y esta novela, por creerse la más del género de mala, ¿no es inmodesta?”
(Preguntará alguien con el periódico en la mano: “¿Son estas líneas malas a propósito o malas por descuido?” No serán las últimas malas, eso es seguro.)

2. Entre los lugares comunes de la ciudad visitada, está el tango. El que viene de fuera tiene dos opciones: ignorarlo por la parte de superficial atracción turística que tiene (por quienes en las calles se visten de barriobajeros para ser fotografiados a un peso la toma), o enfrentarlo en su fase no exhibicionista sino de goce interno. Porque sea como sea, el tango estará ahí, sobre todo en Buenos Aires, en Suipacha 384, entre Corrientes y Avenida de Mayo, en donde se localiza la Confitería Ideal.
Es un lugar discreto en sus vitrinas y de aire antiguo al que llegan hombres maduros y bien vestidos, y damas de belleza permanente y edad indefinida, acaso todos con un bolso de tela en el que guardan los zapatos de baile, que se cambiarán apenas les asignen una mesa: a la derecha de la pista están las mujeres, a la izquierda los señores. Esperan ellas, en un juego de miradas no ansioso pero sí deseoso, un apenas perceptible guiño del galán. Cuando dos de cada zona se levantan, es porque saben el rumbo de sus pasos.
Ahí va un hombre de lento y desequilibrado caminar, rechoncho, que al tomar en sus brazos a la musa se convierte no en Fred Astaire pero sí en algo similar, y ejecuta con pericia ese complejo andar de dos con ritmo que es el tango. Ella recarga su frente en la mejilla del hombre y cierra los ojos. La música dura apenas tres minutos, la que se puede bailar, pues hay compases que son como de puente, y también el del tornamesa acude a cosas modernas y feas, como para marcar la pausa. No hay aplausos ni grandes voces. Se bebe gaseosa y café. Y se baila, una y otra vez, como si los cuerpos se entendieran más allá de razones, con pasos que vienen de la práctica, debe ser, pero más de una manera común de ver o sentir las cosas.
Algo hay de machismo: ellas no deciden con quién bailar, eso lo dictamina el hombre, quien dirige la danza; el “no” es casi imposible, pero a las damas jóvenes no les molesta tener como compañero a un anciano, ni siquiera a alguien que si lo encuentras en la calle parece enfermo porque al tanguear se restablece. Todo lo salva el tango.

Mayo 2006
PASEOS POR BUENOS AIRES

No se caerá en un vacío juego literario si se afirma en estas líneas que Leopoldo Bloom vive en Buenos Aires. Su dirección exacta, para quien guste comprobar esto que no encierra misterio alguno, es el número 1049 de la calle Suipacha, segundo piso C. Sería arduo describir a Bloom físicamente pero anótese que no es muy alto, de edad casi imposible (aunque no demasiado porque mantiene la energía de aquel 16 de junio andado y desandado por la ciudad de Dublín en la parodisea joyceana) y está solo. A ratos lo acompaña Selene, su hermana, también ya sola, porque ambos enviudaron.
Debe, quien visita a Leopoldo Bloom, esperar en la calle mientras toma él un ascensor estrecho (descensor en este caso) y se le ve venir por el pasillo con un paso que no es ya muy recto. Al saludar, sin amargura se confiesa a las puertas de la eternidad. “¿La eternidad del Ulises?”, piensa el extranjero, “¿la eternidad de una novela?” Se le acompaña, pues, por el mismo pasillo y se ingresa con él a ese elevador de cuatro pasajeros, a lo más, y que llega a algo que es un cuarto estrecho en donde se confunden tres puertas: la del elevador es una, y dos de los departamentos las restantes. Hay que cerrar la primera para poder meter la llave en la cerradura de la izquierda, para estar ya en el departamento de Leopoldo Bloom, que no se encuentra, no vaya nadie a confundirse, en el 16 del Eccles Street dublinés sino en la calle Suipacha, del Microcentro de Buenos Aires, Argentina, en lo más sur de Sudamérica.
La sala es roja por la alfombra y los sillones. Hay libros casi en todas las paredes, en libreros funcionales de madera en donde hay tomos mexicanos del Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz, y de entre ellos surge un título que revelará la identidad del personaje, que no esa que se le suponía cuando se estableció el primer contacto. El tomito, de la editorial Catálogos (de la calle Independencia, número 1860), se titula Cajón de-sastre, y su autor es Leopoldo Bloom, como el personaje joyceana. Tiene un subtítulo: Glosas y apuntes de un lector común.
No es junio, sino el último día de abril. La jornada ha sido ventosa en Buenos Aires, en un fin de semana largo que volvió a la ciudad un poco afantasmada. Los aires eran buenos, dicen aquí, pero ya no lo son, pero sí para el viajero. La luz es de una claridad visible. Respondió Leopoldo Bloom al teléfono un par de horas antes, cuando quienes lo buscaban convivían en el antiguo Café Tortoni con Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni y Carlos Gardel, quien parecía atenderlos como mesero pero acaso, en la intención del escultor Gustavo Fernández que creó la escena grotesca, sólo conversaba.
—Mozo, mozo, ¿cuánto se le debe?
Bajar entonces por la Avenida de Mayo hasta doblar a la izquierda por Suipacha, e irse del número 300 o algo así hasta el mil y pico, y apretar el timbre y observar lo que ya fue contado, el ascensor (descensor también, según se ocupe) y todo eso, para terminar sentado en un sillón rojo y tener luego en las manos ese cajón de sastre y desastre de Bloom y en donde se lee, apenas comienza el texto, que el sentido de un barco no es navegar sino simplemente llegar a puerto. Y a puerta.
Se ignorarán por un buen rato las líneas de la contraportada, en donde se lee que Leopoldo Bloom es el seudónimo que oculta a un viejo librero de varias tertulias de Buenos Aires, amigo de escritores, pintores y poetas. En una de esas, café con ginebra en taza y whisky inglés en vaso, inevitablemente empieza a hablarse de literatura.
—La poesía es la aproximación a la nada que al final es todo —sentencia Leopoldo Bloom—, y la palabra es sólo un residuo de algo que no fue lenguaje y que fue la comunicación telepática del mono antropomorfo.
Desprecia a Borges y niega que éste haya asesorada a Salas Subirat, agente de seguros, en su traducción del Ulises de James Joyce, como suele afirmarse. Reconoce algunos maestros. Uno de ellos se llama Antonio Porchia.
Y cuanta la historia de su encuentro con Porchia, de cómo en el diario Clarín vio impresas unas líneas firmadas por Porchia, y consiguió saber que venían de un libro llamado Voces, y buscó sin suerte esas Voces en Buenos Aires y terminó por hallarlas, cuando ya no las buscaba, en el Chaco santafecino al desempeñarse como maestro de provincias, en una biblioteca que no tenía más de cincuenta libros como acervo. Apuntó la dirección de la editorial, la Asociación Impulso del barrio de La Boca, ciudad capital, y pidió por correo los datos del autor, de Porchia, al que le escribió tan pronto, o tan largo, como encontraron respuesta sus líneas, y que le devolvió el llamado con una tarjetita en que lo invitaba a visitarlo... Esto ocurrió meses después, no fue cosa de días.
Y así Leopoldo Bloom llegó a la casa de Antonio Porchia. En otra visita llevó a un amigo de la escuela y de tertulias, Roberto Juarroz, de ánimo vertical.
No divaga Bloom pero sí la pluma, o los dedos en el teclado, de quien intenta armar una historia coherente, al situarse no en una nebulosa lejana sino en un anónimo locutorio (con cabinas telefónicas pero que también funciona como cibercafé) del centro de Buenos Aires, en la computadora 16, en las horas últimas de abril y con el Cajón de-sastre que firma Leopoldo Bloom como prueba irrefutable de la realidad del encuentro, y donde Bloom, con generosidad, se dice en unas líneas manuscritas amigo ya “de toda tu vida y de toda mi muerte”.
Cierra esa dedicatoria con su nombre no de pluma sino civil: “Un gran abrazo del viejo Julián Polito”, que es el seudónimo argentino de Leopoldo Bloom, pues al publicar, como lo hizo en diciembre de 1999 en Catálogos, puso su nombre verdadero, aunque castellanizando el Leopold.
Si a Buenos Aires llegaron Caillois, Gombrowicz, Siqueiros, Novo, García Lorca y tantos más, ¿por qué no habría de instalarse el caminante dublinés?
Borges soñaba con esquinas específicas de la ciudad: con Laprida y Arenales o Balcarce y Chile. En Serrano y Soler, del barrio de Palermo, encontró a un amigo ignorado. No había visto nunca su cara pero sabía que su cara no podía ser esa. Estaba cambiado, triste, el rostro cruzado por la pesadumbre, la enfermedad, quizá la culpa. La mano derecha dentro del saco. Siente Borges que el amigo necesita ayuda y lo abraza.
—¿Qué te ha pasado? Estás muy cambiado —le dice.
Lentamente la mano sale del saco, y Borges ve que es la garra de un pájaro.
Mientras alguien recuerda este sueño de Borges, Leopoldo Bloom toma las llaves del departamento, se pone una chamarra y se encierra con los visitantes en ese cuarto de tres puertas, para abrir la del elevador; desciende con ellos y les franquea al fin la puerta externa, la de la eternidad recuperada.
Sí, Leopoldo Bloom vive en Buenos Aires. En un papel que el viento arroja a la calle, dice Borges: “Todo es tan raro que aun eso es posible”.

Mayo 2006