martes, enero 31, 2006

EL ESPEJO QUE HUYE

“¿Hay algo más tenaz que la memoria?”, es la pregunta obsesiva que circula por las páginas de la novela Farabeuf (1965), de Salvador Elizondo, y que encuentra, al final del libro, la siguiente respuesta: “El olvido es más tenaz que la memoria”. La frase es contundente, pero no debe ser tomada como una sentencia definitiva. Citarla, incluso (y en ejercicio de un juego retórico simple), es una prueba en contrario de lo que propone, puesto que la memoria hecha verbo rescata del olvido esas palabras que defienden, precisamente, al olvido.
Acaso se establece una lucha de tenacidades entre el olvido y la memoria. Mas sus perfiles, que parecen muy definidos, no lo son tanto. Borges dice haberse encontrado de joven con los relatos del primer Giovanni Papini; leyó esas narraciones y no volvió a acordarse de ellas. En algunos de los cuentos de Borges hay, no obstante, rastros de esa lectura, y ahí Papini está presente: el texto “El otro”, que abre El libro de arena (1975), reescribe “Dos imágenes en un estanque”, con el que arranca El piloto ciego (1907). Esto lleva a Borges a pensar, en el prólogo a El espejo que huye, de Papini, que el olvido es una forma profunda del recuerdo.
En el camino de estas líneas han aparecido, sin buscarlas mucho, dos reuniones posibles de la memoria y el olvido, esos conceptos a la vez tan distintos y tan iguales. Una pertenece al título de Borges que propone un “libro de arena” como semejante, quizá, al reloj de arena; y la otra imagen es la del espejo que huye, el presente fugitivo... El escritor argentino Antonio Porchia es autor de una reflexión (o “voz”, como él prefería) con frecuencia malentendida. Dice: “Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”. Esto da a algunos autores la justificación para buscar la reproducción obsesiva de su nombre (o su persona) en todos los medios posibles (impresos y electrónicos), pues se cree que el adiestramiento en la fama garantizará la permanencia. De esas creencias surge la idea de que quienes sobresalen en el arte, a veces menos por su calidad que por su astucia sociocultural, marcan el “canon”, la pauta de lo que se crea. Pero lo canónico, para decirlo con Papini y Borges, es sólo un espejo que huye, un libro de arena; el poder de una obra de arte es inasible: cuando se cree que no está, aparece; y viceversa, al estar se invisibiliza. Quizá la frase de Porchia adquiera su verdadero sentido, en el plano de lo humano y no en el de los poderes, si la oponemos a esta otra: “Estar en compañía no es estar con alguien sino estar en alguien”. Sólo así, acompañado, se podrá tener esa esperanza de llegar a ser, y acaso en una sola persona, un recuerdo.
Julio Cortázar distinguía entre famas y cronopios: uno es el que apuesta al presente (como “inmortal del momento”, según la fórmula acuñada por José de la Colina), y el otro vive con sus propios relojes: a éste le da igual aparecer o no en el suplemento del domingo pero estará en él, probablemente, dentro de cincuenta años, aunque tampoco le obsesiona ese tipo de “estar”. Los famas andan a la caza del reconocimiento, y los otros van por sus caminos individuales. A esos unos les gusta mostrarse como serios escritores profesionales (dar entrevistas y conferencias, aparecer en la televisión como sabios opinadores, organizar tumultuosas presentaciones de libros y conseguir becas y premios), mientras que los otros se ejercitan en el arte de la informalidad. Los unos creen que por ser conocidos serán leídos, y de esa manera justifican su obsesión por la foto o el titular en el diario; los otros entienden que sólo por sus obras los conoceréis. El fama brilla en sociedad; al cronopio se le etiqueta (en homenaje a Rubén Darío) como “raro”.
Con frecuencia en las páginas culturales se acude a una fórmula según la cual a un narrador o un poeta debe rescatársele, como si lo tuvieran secuestrado o se encontrara en apuros. Parecería una paradoja el que un escritor, cuyo oficio aparente es crear permanencias, se haya desvanecido o esté prisionero; hay que ir entonces por él y salvarlo de la desmemoria, ubicarlo en la pirámide, clasificarlo, darle su lugar en las historias oficiales como si se tratara de un entierro digno. Y el rescatista será premiado por hacerlo. Suena todavía más inverosímil pensar en un autor que no apueste por ver su nombre escrito en letras doradas o sin vocación al busto. Esa fórmula equívoca de que se escribe para ser leído, y de que entre más lectores se tenga el éxito será mayor, es una vía franca hacia el bestsellerismo o la locura; hay quienes de la nada de su obra se han construido, por sus habilidades sociales (publirrelacionistas de sí mismos), un prestigio.
Sin embargo son los famas quienes arman las historias literarias ya que su afán, precisamente, es ser recordados: construyen altares para que el presente y el futuro los venere. Llegan a ser tan convincentes en el modo en que se toman en serio, que el aura de su nombre se convierte en su mejor ficción. Mas la lectura crítica, cuando toma distancia de los poderes, hace de estos paisajes de apariencia creíble un modelo para armar y desarmar.
En estas sinuosidades es difícil encontrar alguna certeza. También los famas cortazarianos son una especie rara, pues creen que las argucias teatrales los llevarán a puerto seguro. La enseñanza, si alguna puede obtenerse, es simple: no hay puertos seguros, los mapas literarios se forman por piezas siempre cambiantes.

Enero 2006

lunes, enero 23, 2006


MUERO PORQUE NO MUERO

A propósito de las varias muertes cinematográficas de Shelley Winters (1920-2006), a quien podría aplicársele una sentencia del escritor argentino Antonio Porchia (“Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy”), o unos versos de Xavier Villaurrutia (“este caer sin llegar/ es la angustia de pensar/ que puesto que muero existo”), recuerda Jorge Trejo, lector fidelísimo de Milenio, a la actriz Jeniffer Jones (1919), quien desde Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), pasando por Madame Bovary (1949) y hasta Ruby Gentry (1952), muere arrastrándose por el piso o por la tierra y el fango. Esto como dato anexo; una muriente más en la lista. Shelley Winters, dice don Jorge en un correo electrónico, muere también de forma accidental en Mambo (1954) y en Grandezas que matan (The Great Gatsby, 1949), ahí atropellada por un auto, como anticipo de lo que ocurrirá en Lolita (1962) una década después.
Otro lector, Rami Schwartz, considera como la muerte más célebre de Shelley Winters la que aparece en Un lugar bajo el sol (A Place in the Sun, 1951), con Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, en una trama en donde no queda claro si fue asesinato —de lo que no hay duda en La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955)— o accidente: el triángulo amoroso se rompe debido a la desaparición física de Alice Tripp, el personaje que interpreta Winters. Escribe Schwartz: “Es interesante la historia de Winters en este rol. Como tantas otras historias de éxito en Hollywood, su participación en esta cinta no estaba contemplada, estaban buscando a otra actriz pero cuando el director vio a Winters se convenció que era a quien necesitaba”; y cierra: “Capaz que si le sigues escarbando te encuentras con que Shelley Winters tuvo siete vidas”. O siete muertes. En la extensa filmografía de esta dama siempre desfalleciente se pueden encontrar dos títulos que van con el asunto del morir y parecen comentarlo. Uno es I Died Thousand Times (1955); y el otro es Let No Man Write my Epitaph (1960), como si desde la tumba Shelley Winters enviara un par de mensajes: “morí mil veces” y “que ningún hombre escriba mi epitafio”.
Quizá no un hombre, pero sí una mujer. Por ejemplo la novelista Josefina Vicens, que en Los años falsos (1982), la segunda novela de una autora que sólo escribió dos —la otra es El libro vacío (1958)—, usa como epígrafe estos versos de su autoría debajo de una dedicatoria a Alaíde Foppa, ya entonces desaparecida: “Este vivir no es vivir,/ es tan sólo un existir/ sin lo que el vivir reclama:/ el hoy, el aquí, el mañana./ Vivo a distancia de ti,/ de tu voz, de tu presencia,/ y por esa cruel ausencia/ vivo a distancia de mí./ Vivir así, de esta suerte,/ no sé si es vida o es muerte”.
Sólo la distancia en el tiempo, la perspectiva, y el dato contundente de la muerte real que fija un límite, crean estas configuraciones. Es la memoria del cinéfilo, o en este caso la de algunos entusiastas en el “séptimo arte”, la que arma el retrato de la mujer que a cada tanto moría en la pantalla, mas otros recuerdos, con referentes distintos, podrían construir un dibujo sino contrario sí de tono diverso, otro camino posible.
Las líneas aquí trazadas en torno a Shelley Winters se toparon con La noche del cazador, ese raro cuento de hadas sobre un asesino serial, único filme como director de Charles Laughton, que adapta una novela homónima de 1953 de Davis Grubb, nativo éste de los márgenes del río Ohio. El texto no resuelve uno de los misterios de la cinta: ¿por qué es la mano amorosa del Predicador, y no la del odio, la que se alza amenazante con la navaja para penetrar en el cuerpo de Willa? Se lee: “¡Alabado sea Dios!, exclamó ella mientras Harry bajaba la persiana; y luego, después de que la pagana luna desapareció, algo chasqueó y sonó ligeramente al abrirse, y Willa escuchó el veloz e impetuoso murmullo de los pies descalzos de Harry en el suelo al atravesar la oscuridad para ir a la cama, y pensó: Es una especie de navaja de afeitar. ¡Supe lo que era la primera noche!” (p. 163, Editorial Anagrama, Panorama de Narrativas 451; traducción de Juan Antonio Molina Foix).
Harry Powell (Robert Mitchum), el Predicador, es un asesino de viudas, y en cuanto a esto debe emparentársele con el Charles Oakley (Joseph Cotten) de La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943), de Alfred Hitchcock, conocido como “el asesino de la viuda alegre”: dos rostros siniestros cuyos asesinatos parecen dirigidos por una mano divina. Cree el Predicador: “Dios le envío a la gente. Dios le dijo qué hacer. Y siempre le proporcionaba viudas. Viudas con un poco de dinero en el azucarero del comedor y tal vez un poco más en el banco del pueblo. El Señor proveía”.
Y, en las dos cintas, el contraste: la oscuridad citadina frente al candor de un pueblo californiano, en Hitchcock; o la dureza del mundo de los adultos vista desde la imaginación infantil, en Laughton. La inocencia confrontada o perseguida, en ambos casos, en los personajes de la sobrina Charlie (Teresa Wright) de La sombra..., o los pequeños John y Pearl Harper (Billy Chapin y Sally Jane Bruce) de La noche del cazador. Este duelo parecería prolongarse a cuatro filmes de los años 1961 y 1962, en donde el tema de la niñez y sus riesgos es central, en un universo distinto (aunque paralelo) al que formaron Shelley Winters y sus muertes histéricas: Lolita, Los poseídos (The Innocents), La calumnia (The Children’s Hour) y Cabo de miedo (Cape Fear). El cuento de hadas (en la lucha del bien contra el mal) se vuelve relato erótico o pesadilla.

Enero 2006

miércoles, enero 18, 2006


LAS MUERTES DE SHELLEY WINTERS

No es del todo extraña para el espectador la muerte de la actriz Shelley Winters (1920-2006), pues en la pantalla se le vio morir no muchísimas veces pero sí en filmes distinguidos y en circunstancias significativas de la trama. Hay por lo menos tres casos en los que su figura abandona la cinta cuando faltan varios rollos para terminar, pero se trata de esos abandonos que siguen rondando por la historia y se quedan grabados.
Uno, inquietante, ocurre en La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton. Hacia el minuto cuarenta el reverendo Harry Powell (Robert Mitchum), un fanático que trae escrita en los nudillos de la mano derecha la palabra “love” (amor) y en los de la izquierda la palabra “hate” (odio), y quien conoció en la cárcel al esposo anterior de Willa Harper al prepararse éste a morir en la horca por robo y asesinato, llevándose el secreto del botín oculto... este personaje siniestro, decía, se dirige al lecho matrimonial con un cuchillo sostenido por la diestra amorosa para concluir de modo definitivo sus relaciones con la dama, pues ella se ha dado cuenta de que al casarse el reverendo perseguía no sus encantos (de los que huye, pues el matrimonio no se consumó) sino los 10 mil dólares que andan por ahí en la casa y que esconden, en realidad, los pequeños John y Pearl en una muy visible muñeca de trapo.
Ante los vecinos, el reverendo lamenta que su mujer lo abandonara; horas después un pescador encontrará el automóvil sumergido de Willa con el cuerpo de ella atado y sus cabellos balanceándose entre el follaje por la suave corriente del río Ohio; mientras en otro lugar, no muy lejos, Harry Powell entona un canto religioso: “Leaning / leaning / safe and secure from all alarm. / Leaning / leaning / on the Everlasting Arms”.
El cadáver de Willa Harper que flota en el río Ohio tiene el rostro de Shelley Winters, y ésta podría contabilizarse tal vez como su primera muerte célebre... Aunque la película de Laughton fue criticada con severidad y considerada en términos económicos como un fracaso, lo que orilló al hasta entonces actor a concluir con la opera prima su carrera como director. Hoy, no obstante, pueden encontrarse en ese clásico raro que es La noche del cazador las bases de un cineasta como Tim Burton, sea esto quizá más en beneficio de Burton que de Laughton.
La segunda vez que Shelley Winters murió fue siete años y unos kilos más tarde, y en circunstancias muy similares. De nuevo un matrimonio equívoco; y una temprana salida trágica, aunque benéfica para el protagonista masculino, el profesor Humbert Humbert (James Mason), que se casa con la viuda Charlotte Haze (la propia Shelley) para estar cerca de la adolescente Dolores (Sue Lyon). Se trata, por supuesto, de Lolita (1962), de Stanley Kubrick, que adapta la novela ho(r)mónima de Vladimir Nabokov.
Charlotte descubre en los diarios escritos por Humbert cuál es la verdadera pasión de este especialista en literatura inglesa y sus verdaderos odios, pues ahí se refiere a Charlotte como una vaca, una mamá insoportable o una baba descerebrada; y en la crisis ésta corre hacia la calle como para huir del pervertido o denunciarlo. Humbert, mientras tanto, sin darse cuenta de esa ausencia prepara unos martinis para tranquilizar a su esposa y urde el cuento de que lo que leyó fueron los apuntes de una novela futura ya que así trabajan los novelistas, tomando datos aislados de la realidad y transfigurándolos; recibe entonces la llamada de un vecino que le informa que Charlotte tuvo un accidente, lo que él piensa es una mala broma (“¡Charlotte, hay un hombre al teléfono que asegura que te atropelló un coche!”). Pero es cierto y Humbert se convertirá, por esta feliz jugarreta del destino, en el tutor amoroso de Lolita.
El filme concluye hora y media después. Y de Charlotte Haze o Shelley Winters lo último que se ve —al minuto 66— es su cuerpo tirado en la calle durante la lluvia, cuando está por llevárselo una ambulancia.
Poderosas coincidencias: la viuda indeseada, a la que llegan los hombres en busca de tesoros ajenos a ella, sean los diez mil dolares del robo o los encantos de una nínfula; y la muerte no por agua sino en agua, río o lluvia... La tercera cinta, la que ata esta figura construida a partir de una serie de impresiones cinematográficas, aunque menos importante en términos de la historia del cine consigna una tercera muerte más o menos rápida y tiene el ámbito de lo acuático: un crucero que en la noche del año nuevo es puesto alrevés por una gran ola, y por lo que los sobrevivientes tendrán que ir hacia el casco para ser rescatados. En La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, 1972), de Ronald Neame, interpreta Shelley Winters a una muy pasada de peso Belle Rosen, exnadadora, que se sacrifica para que los otros logren seguir adelante. Se le ve flotar, buceando; y se le escucha decir unas últimas palabras, agotada por el esfuerzo al que se vio sometida.
Según Internet Movie Database (www.imdb.com), sus señas particulares fueron éstas: nació en St. Louis, Illinois, el 18 de agosto de 1920; estuvo casada con Anthony Franciosa, Vittorio Gassman y Paul Meyer; recibió un par de Óscares como actriz de reparto; y su muerte, el 14 de enero de este 2006 en Beverly Hills, California, se debió a causas naturales... No se le faltará el respeto si se asegura, en el invierno de estas desdichas, que lo mejor que hizo en vida Shelley Winters fue morirse. Sabía hacerlo muy bien.

Enero 2006

lunes, enero 09, 2006


EL AMOR DEL MAL

En los diálogos sobre Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898), de Henry James, lo mismo del original escrito como de sus adaptaciones cinematográficas (en especial la de 1961, en cuyo guión colaboró Truman Capote), suelen plantearse amistosas controversias en torno a las dos lecturas posibles de la historia: ¿el horror es físico o metafísico?, ¿se trata de las apariciones “reales” de Peter Quint y la señorita Jessel en la mansión de Bly o son los fantasmas de la carne quienes habitan el cuerpo intocado de la nueva institutriz? Aquella declaración de autor, al permitir a uno de sus lectores interpretar la novela de la manera más perversa posible, parecería ir en abono de lo psicosexual, que el proyecto literario consistió en investigar efectivamente cómo la represión del placer (según la célebre sentencia de Galeno) genera tales visiones perturbadoras en la madura hija de un clérigo... Mas limitar de esa forma la historia parecería insatisfactorio. ¿Será sólo eso?
El título aclara tal vez el doble juego, pues se plantea una vuelta de tuerca, un cambio de vías; la versión al cine de Jack Clayton acierta al ser llamada The Innocents: ¿son inocentes los pequeños Miles y Flora?, ¿fue también inocente la pasión que se desató entre el sirviente y la primera institutriz?, ¿es inocente esa señorita Giddens que sale por vez primera de una casa rural y se enfrenta con un hombre de mundo, el tío de los niños, quien le da la encomienda de hacerse cargo de una familia como si fuera la señora de la casa (habría que decir, la señora del señor)?, ¿son inocentes los lectores que acceden a una atmósfera de terror gótico para verse atrapados, luego, en los laberintos mentales de una mujer que desconoce (y teme y desea y al que se acerca sólo a partir del contacto nabokoviano con un niño) el abrazo amoroso?
El filme abre con una pregunta dirigida a la señorita Giddens pero también al espectador: “¿Tiene usted imaginación?” Ella se ruboriza, pues ha sido atrapada en uno de sus ejercicios favoritos: vive en un mundo más imaginado que vivido. Los pocos encuentros con el tío de Harley Street la llevan a enamorarse de él, pese al trato estrictamente formal. “Moraleja”, comenta uno de los que escuchan la historia, “el hermoso joven ejercía una seducción irresistible, a la cual ella sucumbió.” Le aclaran: “Sólo estuvo con él dos veces”. Él insiste: “Sí, pero en eso consiste precisamente la belleza de su pasión”.
Las restricciones (nunca debería molestarlo, ni llamarlo ni quejarse ni escribirle) son un muro más que ella intentará romper creando en Bly falsas emergencias, y harán de este hombre una poderosa presencia ausente. “¿Cuándo cree que vendrá? ¿No cree usted que debemos escribirle?”, le preguntan los niños. La señora Grose sugiere también que el tío debería viajar a Bly para resolver la crisis de las apariciones o lo que fuera que estuviera ocurriendo. Responde la institutriz: “Pedirle que venga? ¿A él? ¿Me cree usted invitándolo a que me haga una visita?” Con lo que la misma señorita Giddens descubre, para hacerla a un lado, la “absurda maquinaria que había montado con el objeto de atraer su atención [del tío] sobre mis desdeñados encantos”.
Otra vuelta de tuerca va del horror a un erotismo latente mas debe leerse, además, como se lee una novela policiaca en donde el crimen se comete hasta el final. Los supuestos misterios iniciales no lo son tanto, pero el modo de observarlos hace que parezcan temibles. Y la salvación última es, en realidad, un homicidio. El pecado original de Peter Quint y la señorita Jessel es la pasión; el romance termina como tragedia, pues él muere al tropezar en una escalera cuando regresa borracho a la casa; y ella, al encontrarse sin el cuerpo que alimentaba su deseo, se suicida en el lago. El modo en que esta historia altera a los niños no será conocido, pues la “primera persona” le pertenece a la señorita Giddens, ya que es suyo el punto de vista. El relato ha sido dispuesto de tal forma que es posible separar en él las distintas capas que lo forman: la realidad posible y sus alteraciones.
Se sabe que a la nueva institutriz le afecta su encuentro con el tío de Harley Street (como se le conoce en Bly, por su dirección en Londres); y que con esa metamorfosis hormonal viaja a cumplir la encomienda de dirigir la educación de un par de niños huérfanos, a quienes ella imagina poseídos por los fantasmas de unos amantes trágicos cuyos murmullos escucha por las noches; el exaltado espíritu de la institutriz, “una muchacha cuya sensibilidad ha sido aguzada del modo más extraordinario”, arma una historia fantasiosa en la que ella salvará a Miles y Flora y recibirá, acaso, la recompensa de la doncella que desencanta el castillo, como alrevesada historia caballeresca.
La de la señorita Giddens es la inocencia del criminal, de quien cree hacer el bien cuando hace el mal, el moralista entrampado en sus principios y que daña a quien pretende ayudar. Su cruzada es terrorífica no por los fantasmas supuestos ni por la improbable participación de los niños en los diálogos con el más allá; tampoco por la cruel abstinencia en la que vive, deseosa de que alguien la posea, sino por la forma en que todo se combina hasta el punto en que la verdad de la fe (una fe sin pecado concebida, descarnada) se confronta con la verdad humana: el inocente Miles muere cuando se le revela la pesadilla de la institutriz, ese deseo que no se atreve a decir su nombre, y que por no decirlo mata al deseo. “Estábamos solos en el día apacible, y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.”

Enero 2006

lunes, enero 02, 2006


EL HORROR ERÓTICO

En el río revuelto de las compras de fin de año circula por lo regular una gran variedad de peces muertos (libros, discos o películas endebles presentados de modo atractivo) mas suelen hallarse algunas maravillas si se lanza la red adecuada. De ese tsunami cultural, agobiante bombardeo de ofertas, no es fácil salir bien librado: ¿cómo distinguir entre los artículos de vida efímera (la moda leopardiana, hermana de la muerte por ser ambas hijas de la decadencia) y aquello que tiende a perdurar porque es más que oropel hollywoodense con gigantescos efectos especiales o mercancía musical o literaria de consistencia (o inconsistencia) ultraligera?, ¿cómo distinguir entre las obras originales y larga vida de esas muchas otras (apiladas en las tiendas como si fueran productos de primera necesidad) de cortos alcances aunque crecidas por el impulso mercadotécnico que disfraza de esencial lo que es fútil?
Como hay de todo el “todo” es, de golpe, umbral hacia la nada, el vacío profundo. Aunque el laberinto, por más complejo que sea y por más pesadillesca que resulte la experiencia del bombardeo comercial (compre, lleve, aproveche, regale), puede conducirnos también a ciertas zonas inesperadas: habitaciones con vistas hacia el misterio permanente que de otro modo (es decir, sin tanta febril mudanza) estarían fuera de nuestro alcance.
Del marisma surgió, por ejemplo, The Innocents (1961; conocida en México como Los poseídos o incluso como Posesión satánica), la cinta de Jack Clayton que adapta la novela de Henry James The Turn of the Screw (1898; en español, según la traducción clásica del narrador argentino José Bianco, Otra vuelta de tuerca, aunque una sola vuelta era suficiente), con guión de William Archibald y Truman Capote, tan inquietante hoy como hace cuarenta años a pesar de toscas imitaciones a la manera de The Others (Los otros, 2001), de Alejandro Amenábar, en donde se repite incluso el esquema de dos mujeres y dos niños que habitan en una casa poblada por presencias inexplicables, aunque se le dé, aquí sí, una clara vuelta de tuerca a la trama hacia lo fantástico.
Como muestra de fidelidad al original literario la película de Clayton no define sus contornos, y en su sentido del horror o del misterio conviven, sin anularse, varias posibilidades. Cuando Desmond Mac Carthy le preguntó a Henry James sobre Otra vuelta de tuerca, éste respondió: “Le permito, querido amigo, interpretar mi relato de la manera más perversa”.
Los personajes, como reseña Bianco, son dos niños admirables, dos sensatas personas mayores —la institutriz y el ama de llaves— y dos siniestros fantasmas. Dice el novelista argentino en su prólogo a la novela de James: “¿Existen los fantasmas y se comunican con los niños, como pretende la institutriz? ¿O son meras alucinaciones o neurosis sexuales de la institutriz, y el relato entero un caso de represión freudiana avant la lettre, como pretende Edmund Wilson, el autor de Axel’s Castle? ¿O se comunican ambos niños con los fantasmas por intermedio de la institutriz misma, empeñada precisamente en conjurar las maléficas apariciones?”
El paso de estos enigmas de doble vía a la pantalla es magistral. Si se buscan señales de lo perverso he ahí, para empezar, esa melodía lúbrica o fálica sobre un sauce llorón con que arranca el filme: “Cuántas veces mi amado y yo/ nos sentamos bajo el sauce llorón,/ pero ahora sola estoy/ llorando junto a mi árbol querido./ Yo canto a mi viejo sauce/ para que mi amado vuelva a mí”. O recuérdese esa paloma muerta en la almohada del pequeño Miles y todas esas aves que rodean la casa e inquietan a la institutriz, claro anticipo de The Birds (Los pájaros, 1963), de Alfred Hitchcock; o las ventanas y las cortinas que se abren y sacuden por el viento viril, motivo continuo en la película como parte de los sueños o las pesadillas de la señorita Giddens (interpretada por Deborah Kerr).
Luego de los créditos iniciales, ésta mira a cámara y revela tanto su propia orfandad como su neurosis: “Lo único que quiero es salvar a los niños, no destruirlos. Más que a nada en el mundo, amo a los niños. Más que a nada en el mundo. Necesitan afecto, amor, alguien que los quiera y alguien a quien ellos quieran”. El discurso tiene, de inmediato, una lectura entre líneas: no salva a los niños sino los pierde; los ama porque no tiene, en su entorno, otra fuente de deseo; y es ella quien necesita afecto, amor... Es un caso clínico al que acomodaría aquella sentencia clásica de Galeno que apenas si necesita traducción: “Semen retentum, venenum est”.
En la novela se insiste en el efecto perturbador que tiene para ella la entrevista con el tío de los niños, un hombre soltero pero no solitario que pasa la mayor parte del tiempo en Europa dedicado a la buena vida. A través de su imaginación perturbada, la señorita Giddens hará lo posible por inventar emergencias y traerlo a su lado; y al fracasar en esto, convertirá al pequeño Miles en su objeto amoroso, en el amante niño. Hasta se podría decir, siguiendo esa línea de pensamiento, que The Innocents es la otra vuelta de tuerca de un filme estrenado en ese tiempo: Lolita (1962), de Stanley Kubrick, según la novela de Vladimir Nabokov.
The Innocents es una cinta de horror erótico sin asomo alguno de eso que ahora llaman sexo explícito, y que no le es necesario para inquietar pues éste se traduce en metáfora. Cual Deborah Kerr.

Enero 2006