lunes, agosto 04, 2014


Un poeta en la botica

Desde que conversé con Javier Taboada (Ciudad de México, 1982) sobre el proyecto de su libro, en el salón de profesores de la Escuela de Escritores de la Sogem en donde nos encontramos lunes a lunes a la espera de nuestra clase de las siete de la noche (él imparte historia de la literatura y yo narrativa hispanoamericana), desde entonces, decía, me interesó la idea literaria de ubicar un poemario en el espacio de una botica. Supe, además, que él había sido dependiente de ese negocio, lo que me remitió a una experiencia de juventud, cuando trabajé en una joyería de la calle Brasil. Aunque de giros distintos, en botica y joyería las labores son similares; se trabaja de lunes a sábado y la paga es semanal. La rutina impone sus condiciones. Leo:

Colgarse de la cadena y subir la cortina.
Cuando entra muy duro el sol
bajar los toldos con el gancho.
Barrer la calle. Barrer la entrada.

¡Justo lo que yo hacía en la joyería Midas! Esos comercios son pequeños universos en los que uno pasa días, semanas, meses enteros. Ahí ocurre todo. Recuerdo a un anciano que me mostró un anillo desmontable, y me retó a armarlo. Creo que me dio dos o tres días para hacerlo; era como esos juegos de habilidades que se venden en los mercados, aunque un poco más sofisticado. Había que superponer tres arillos engarzados y ajustarlos, sin forzar nada, en su acomodo natural, hasta dibujar un nudo. El hombre me visitaba a cada rato y preguntaba cómo iba el reto. El premio sería quedarme con el anillo. Mientras tanto, me contaba su vida: que había trabajado en el Banco de México diseñando billetes hasta que lo jubilaron… Cuando cumplí el reto, le tembló la quijada. Me dijo que daría instrucciones para que a su muerte me entregaran el anillo y se fue. Llevaba uno de esos bastones terapéuticos que se convierten en sillas; según él, era el inventor de ese aparato. Quizá alucinaba un poco, mas era simpático. No lo volví a ver.
Había también una anciana que nos surtía de libros esotéricos… En la joyería aprendí a decir esto: “Si le agrada algo se lo mostramos sin compromiso”.
El libro de Javier Taboada actuó en mí, en parte, como la magdalena mojada en te de tila de Proust. Por un lado, leía en él lo que me había ocurrido a mí, con una experiencia similar o paralela: botica o joyería como hábitat, lo que ocurre adentro, lo que pasa en los alrededores, con un vistazo al vecindario, en un caso el llamado Centro Histórico de la Ciudad de México y en el otro la colonia Guerrero.
Un recuerdo muy claro convertido en poemario: de eso se trata, dirían Shakespeare y Tomás Segovia. Con una curiosa consistencia narrativa. Alguien, con otras búsquedas, podría armar con él un buen cuento, una novela o hasta un filme, con este principio: el muchacho que llega a la botica y en ese curioso encierro de puertas abiertas empieza a entender de qué se trata la vida. Es un argumento quizá adaptable pero el germen de todo está en los versos, que en su concentración y sencillez cuentan y cantan la historia acaso del modo más adecuado para ello. Imaginarla en otros géneros, literarios o hasta cinematográficos, no implica que se haya errado en la elección del verso, sino que ahí, potencialmente, como en comprimidos poemáticos, está, para decirlo en palabras de botica, la sustancia activa de la historia.
En la nitidez del recuerdo está su mayor nobleza. El sitio de la poesía tiene una dirección postal exacta: Zarco 151, casi esquina con Camelia. Y un nombre: la Farmacia del Doctor Medina, personaje que dejó el negocio y convirtió al siguiente propietario en una suerte de sombra o fantasma, heredando el nombre y su pasado, en una cadena sucesoria:

Aunque claramente
no era el mismo que el original
le decían Dr. Medina
porque el barrio no aceptaba ver la diferencia:
            al nuevo doctor le fueron traspasados
                      como en los bolsillos de una bata vieja
normas saberes
y tal vez la fortuna
que nos impone un carnet ajeno.

Supongo que el tamiz poético convirtió la farmacia en botica. No es lo mismo Poemas de farmacia que Poemas de botica. El término, además, me lleva a Yonville, el pequeño pueblo normando de la ficción al que viajan Charles y Emma Bovary en la novela de Flaubert. Charles es médico y tiene como rival a un boticario, monsieur Homais, a veces más acertado en sus diagnósticos que el propio doctor Bovary. En la botica de Homais hay frascos peligrosos, con el signo de la calavera, que es de donde se surtirá Emma cuando sus crisis la lleven al suicidio. Esa calavera precautoria y amenazante está en Madame Bovary y en Poemas de la botica.
Un poemario con ubicación geográfica específica, con personajes como el ciego Olivares o la borracha del barrio, y unos versos no muy estirados que aceptan el acompañamiento de letras de bolero o tango, o que se asoman curiosos al gimnasio vecino, el Atlas, fábrica de boxeadores… Un poemario escrito en las entrañas del barrio: el dependiente toma su lugar tras el mostrador, como si se tratara de una butaca, y observa. Un poemario singular, lleno de vida.

Agosto 2014

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