LOS HEREDEROS
Diversas noticias recientes en torno a Juan Rulfo y Frida Kahlo muestran cómo el camino del arte no termina cuando se cumple un destino vital. Según se mira en este par de ejemplos, el paso de las generaciones sigue afectando (superficial o gravemente) el desarrollo de una obra.
Habrá que precisar los términos del comentario: la afectación puede ser positiva o negativa. En cuanto al verbo afectar la Real Academia no toma partido, pues aunque parece inclinarse más por lo segundo (como menoscabar, perjudicar o influir desfavorablemente) también lo acepta sólo como “producir alteración o mudanza en algo”. O se acierta o se yerra; lo único seguro es el movimiento continuo, al parecer inevitable.
Por un lado está el rescate en los archivos de lo inédito o inconcluso: los apuntes, las cartas, las viñetas o las piezas maestras perdidas, en donde los investigadores hallan señas o claves de la creación. Ha ocurrido incluso que se descubre un autor a posteriori, cuando éste tiene ya la beca perpetua de la muerte, y su aparición cimbra a lectores o espectadores, según sea el caso. Están las historias muy conocidas de Van Gogh y Kafka, de quienes se sabría muy poco de no ser por aquellos a quienes dejaron sus creaciones. Las herencias fueron venturosas.
Pero no siempre es así. La novela El hombre invisible (1897), de H. G. Wells, cierra con este apunte trágico: los cuadernos del científico Griffin, en los que está cifrada la mecánica de la invisibilidad, van a caer en manos de un vagabundo analfabeta, que atesora esos apuntes y cumple su felicidad al poseerlos, pero difícilmente descifraría las complejas operaciones que ahí se encuentran puesto que ni siquiera sabe leer. No importa: los cuadernos son suyos, le pertenecen; acaso los usará por las noches como almohada. El legado, aquí, cayó en el peor sitio, y “se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia” (Blade Runner).
Podría ser que a ese vagabundo corto de miras se le ocurriera crear una Fundación para preservar la memoria del científico, e invitara a otros vagabundos a compartir el proyecto, y consideraran juntos como una misión la defensa del personaje para ellos desconocido y acallar lo mordaz (aunque cierto) que de Griffin se dijera en las tabernas de las cercanías... Tal ha sido, más o menos, el papel de la Fundación Juan Rulfo, convertida en una oficina de censura. Pretende dirigir lo que se diga de Rulfo: para dar su venia a homenajes o mesas redondas, acuerda con las instituciones culturales quién está acreditado para participar y quién no. Evita los coloquios, pues se prestarían a diálogos incontrolables. Y sus publicaciones pasan también el filtro de lo que puede ser expresado, siguiendo los dictados de la conciencia familar. Así y todo, no pudieron detener la edición de “biografías no autorizadas” como la española de Nuria Amat (2003) y la mexicana de Juan Ascencio (2005), con asomos a la parte oscura de su persona.
Además, la Fundación ofrece a cada tanto ediciones no definitivas de El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) barajeando las páginas del libro de relatos y la novela hasta dejar estos títulos, siempre tentativamente (mientras llega la próxima junta de la Fundación o se acerca otro lúcido investigador para convencerlos de nuevas modificaciones), como el autor habría querido, según los últimos recuerdos familiares o el humor nostálgico que les acometa o los asomos miopes a los papeles del escritor a su custodia.
Esto nos da una idea de la fragilidad de la obra de arte, de su vulnerabilidad: cómo un mal manejo de ella puede provocar catástrofes como las que están ocurriendo con los textos de Juan Rulfo cuando él ya no podrá, como algunos de sus personajes, levantarse de la tumba y lanzar en su defensa un leve murmullo quejoso.
En tal contexto debe ser entendido el berrinche de la prole rulfiana por retirar el nombre del escritor al premio internacional que se otorga durante la Feria del Libro de Guadalajara, ante unas declaraciones nada ofensivas del excelente poeta y ensayista Tomás Segovia, para quien el proceso creativo sobrepasa regularmente al creador: esto podría ser cierto en el caso de Rulfo o en el de James Joyce, aplicable a José Revueltas o a T. S. Eliot. El poeta será siempre como el burro que tocó la flauta. Censurar una visión así (de un artista sobre el arte) es un despropósito que nace de la ignorancia o un desconocimiento total de la creación literaria, y una prueba casi científica de que los Rulfo no son Juan Rulfo: las inteligencias no se heredan.
Es distinto lo que pasa con la pintora Frida Kahlo, por lo menos en lo que respecta a la decisión por distribuir un tequila con su nombre. Si eso se hiciera con Rulfo, saltaría la soldadesca fundacional pues lo tomaría como mensaje directo sobre el alcoholismo que padeció el maestro... Los familiares de Frida, ajenos a esos pruritos morales, lanzan la bebida para celebrar una fama creciente. Quizá tenga mejor estrella que el tequila Suave Patria, me parece ya fuera del mercado. La explicación que se da es muy simple: era algo que ella tomaba. ¿Es un pretexto para lucrar con el nombre de Frida? Podría ser. Si se considera el arte como un asunto de retablos, quizá no esté bien; si se le rebaja o sitúa en la condición humana, no hay fantasmas por combatir.
Por sus obras los conoceréis... y por lo que de ellas hagan los herederos.
Noviembre 2005
Diversas noticias recientes en torno a Juan Rulfo y Frida Kahlo muestran cómo el camino del arte no termina cuando se cumple un destino vital. Según se mira en este par de ejemplos, el paso de las generaciones sigue afectando (superficial o gravemente) el desarrollo de una obra.
Habrá que precisar los términos del comentario: la afectación puede ser positiva o negativa. En cuanto al verbo afectar la Real Academia no toma partido, pues aunque parece inclinarse más por lo segundo (como menoscabar, perjudicar o influir desfavorablemente) también lo acepta sólo como “producir alteración o mudanza en algo”. O se acierta o se yerra; lo único seguro es el movimiento continuo, al parecer inevitable.
Por un lado está el rescate en los archivos de lo inédito o inconcluso: los apuntes, las cartas, las viñetas o las piezas maestras perdidas, en donde los investigadores hallan señas o claves de la creación. Ha ocurrido incluso que se descubre un autor a posteriori, cuando éste tiene ya la beca perpetua de la muerte, y su aparición cimbra a lectores o espectadores, según sea el caso. Están las historias muy conocidas de Van Gogh y Kafka, de quienes se sabría muy poco de no ser por aquellos a quienes dejaron sus creaciones. Las herencias fueron venturosas.
Pero no siempre es así. La novela El hombre invisible (1897), de H. G. Wells, cierra con este apunte trágico: los cuadernos del científico Griffin, en los que está cifrada la mecánica de la invisibilidad, van a caer en manos de un vagabundo analfabeta, que atesora esos apuntes y cumple su felicidad al poseerlos, pero difícilmente descifraría las complejas operaciones que ahí se encuentran puesto que ni siquiera sabe leer. No importa: los cuadernos son suyos, le pertenecen; acaso los usará por las noches como almohada. El legado, aquí, cayó en el peor sitio, y “se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia” (Blade Runner).
Podría ser que a ese vagabundo corto de miras se le ocurriera crear una Fundación para preservar la memoria del científico, e invitara a otros vagabundos a compartir el proyecto, y consideraran juntos como una misión la defensa del personaje para ellos desconocido y acallar lo mordaz (aunque cierto) que de Griffin se dijera en las tabernas de las cercanías... Tal ha sido, más o menos, el papel de la Fundación Juan Rulfo, convertida en una oficina de censura. Pretende dirigir lo que se diga de Rulfo: para dar su venia a homenajes o mesas redondas, acuerda con las instituciones culturales quién está acreditado para participar y quién no. Evita los coloquios, pues se prestarían a diálogos incontrolables. Y sus publicaciones pasan también el filtro de lo que puede ser expresado, siguiendo los dictados de la conciencia familar. Así y todo, no pudieron detener la edición de “biografías no autorizadas” como la española de Nuria Amat (2003) y la mexicana de Juan Ascencio (2005), con asomos a la parte oscura de su persona.
Además, la Fundación ofrece a cada tanto ediciones no definitivas de El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) barajeando las páginas del libro de relatos y la novela hasta dejar estos títulos, siempre tentativamente (mientras llega la próxima junta de la Fundación o se acerca otro lúcido investigador para convencerlos de nuevas modificaciones), como el autor habría querido, según los últimos recuerdos familiares o el humor nostálgico que les acometa o los asomos miopes a los papeles del escritor a su custodia.
Esto nos da una idea de la fragilidad de la obra de arte, de su vulnerabilidad: cómo un mal manejo de ella puede provocar catástrofes como las que están ocurriendo con los textos de Juan Rulfo cuando él ya no podrá, como algunos de sus personajes, levantarse de la tumba y lanzar en su defensa un leve murmullo quejoso.
En tal contexto debe ser entendido el berrinche de la prole rulfiana por retirar el nombre del escritor al premio internacional que se otorga durante la Feria del Libro de Guadalajara, ante unas declaraciones nada ofensivas del excelente poeta y ensayista Tomás Segovia, para quien el proceso creativo sobrepasa regularmente al creador: esto podría ser cierto en el caso de Rulfo o en el de James Joyce, aplicable a José Revueltas o a T. S. Eliot. El poeta será siempre como el burro que tocó la flauta. Censurar una visión así (de un artista sobre el arte) es un despropósito que nace de la ignorancia o un desconocimiento total de la creación literaria, y una prueba casi científica de que los Rulfo no son Juan Rulfo: las inteligencias no se heredan.
Es distinto lo que pasa con la pintora Frida Kahlo, por lo menos en lo que respecta a la decisión por distribuir un tequila con su nombre. Si eso se hiciera con Rulfo, saltaría la soldadesca fundacional pues lo tomaría como mensaje directo sobre el alcoholismo que padeció el maestro... Los familiares de Frida, ajenos a esos pruritos morales, lanzan la bebida para celebrar una fama creciente. Quizá tenga mejor estrella que el tequila Suave Patria, me parece ya fuera del mercado. La explicación que se da es muy simple: era algo que ella tomaba. ¿Es un pretexto para lucrar con el nombre de Frida? Podría ser. Si se considera el arte como un asunto de retablos, quizá no esté bien; si se le rebaja o sitúa en la condición humana, no hay fantasmas por combatir.
Por sus obras los conoceréis... y por lo que de ellas hagan los herederos.
Noviembre 2005