lunes, octubre 31, 2005

TIEMPO DE NAUFRAGIOS

Náufragos (Lifeboat, 1944) es una de las ya pocas cintas de Alfred Hitchcock (1899-1980) que no circulaban en formato DVD. De la etapa “americana” sólo faltaría por editar Atormentada o Bajo el signo de Capricornio (los dos títulos al español de Under Capricorn, 1949), con Ingrid Bergman y Joseph Cotten en los papeles estelares. Y de sus comienzos se ha evitado relanzar los dos primeros filmes (The Pleausure Garden, 1925, y The Mountain Eagle, 1927), quizá por aquella sentencia del director según la cual El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927) era la primera auténtica “Hitchcock movie”; más algunas otras películas mudas como Downhill (1927), Champagne (1928) y Harmony Heaven (1929), no incluidas en los paquetes de LaserLight que cubren el periodo británico, como tampoco Juno and the Paycock (1930) ni Waltzes from Viena (1934)... Es decir, si las cuentas están bien no se dispone de copias nuevas digitales de ocho de sus 53 producciones.
Mas el tema aquí es Náufragos. Habría que precisar que entre los planes iniciales de David O. Selznick para llevar a Hitchcock a los Estados Unidos de Norteamérica, aquél le propuso que realizara un largometraje sobre el hundimiento del Titanic. Se tenía pensado, incluso, comprar para ello un barco mercantil, el Leviathan. No obstante, la complicada colaboración entre el productor y el cineasta empezó con Rebeca (1940), y debido al mismo choque de temperamentos (uno y otro buscaban el control absoluto sobre sus materiales) el Titanic se fue posponiendo.
En cuanto a las condiciones técnicas, Hitchcock en Hollywood se sintió como pez en el agua. Sabía que contaba con los mejores artesanos para recrear en los estudios cualquier situación imaginable o inimaginable. Para Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent, 1940), diseñó un final espectacular en donde un avión de pasajeros se estrella en el océano Atlántico; la secuencia culminante de Saboteador (Saboteur, 1942), en la que un espía nazi cae desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, suele ser revisada y recreada en las visitas a los estudios cinematográficos. Con Náufragos cumplía dos cosas: mostraba de lo que habría sido capaz en ambientes acuáticos de haber hecho Titanic; y volvía al tema de la Guerra Mundial, abordado en los dos títulos arriba citados y en un par de cortometrajes posteriores: Bon Voyage (1944) y Aventure Malgache (1944).
Del naufragio (tal vez un eco del Titanic) sólo vemos la chimenea que se hunde; luego, una serie de objetos flotantes nos da la información básica: por la tapa de una caja de madera sabemos que el barco partió de Nueva York y se dirigía a la Gran Bretaña; se insiste en el origen geográfico con un ejemplar del New Yorker que por ahí navega; y el contexto de la lucha armada lo da el cuerpo de un marino que en la ropa lleva impreso que es alemán y estaba al servicio del Reich. Luego viene el contraste: en un bote salvavidas una dama elegantísima (Tallulah Bankhead) lamenta, en el centro de la catástrofe, que se le haya corrido la media.
Los 96 minutos de la película transcurrirán en ese bote salvavidas, que se irá poblando y despoblando conforme avance la historia. Esta delimitación espacial es un anticipo de La soga (Rope, 1948) y Con M de muerte (Dial M for Murder, 1953), concentradas respectivamente una en un departamento neoyorquino y la otra en un piso londinense. Curiosamente, en estas cintas a la par del ejercicio técnico está el dilema moral: en un caso, dos amigos sentencian a muerte a un compañero de escuela por considerarse “superiores”; en el otro, un marido descubre la infidelidad de su esposa, de quien él en parte depende económicamente, y decide deshacerse de ella sin que esto altere su nivel de vida. La ficción asume el punto de vista de los verdugos. En Náufragos se enfrentarán dos visiones: la del grupo de los aliados y la de un militar alemán que con argucias llega a tomar el control del bote salvavidas.
Si la cinta incomodó es porque plantea una corresponsabilidad: ¿cómo es que el mundo permitió o incluso alentó el crecimiento del poderío alemán?; y, ¿qué se debía hacer para que esto no volviera a ocurrir? En una cinematografía en blanco y negro, esta percepción de los matices se consideró, casi, como una traición a la causa de las democracias. Una famosa periodista, Dorothy Thompson, dio a la película diez días para abandonar el país.
Hay tres anécdotas que suelen acompañar a Náufragos. La primera es cuando una de las coprotagonistas, Mary Anderson, se acercó a Hitchcock para preguntarle cuál creía él que era su mejor ángulo; respondió el director: “Me parece, querida, que está usted sentada en él”. La otra surge de las complicaciones en los foros por la rara costumbre de Tallulah Bankhead de no usar ropa interior, lo que ocasionaba alboroto cuando la actriz debía subir al bote salvavidas por una escalera; a Hitchcock le pidieron intervenir pero éste se lavó las manos diciendo que en tal caso era un asunto a resolver por el departamento de vestuario o, a lo mejor, por el de maquillaje. Y la cuarta anécdota tiene que ver con el usual cameo hitchcockiano: en una historia situada por entero en un bote salvavidas en medio del mar, ¿dónde aparecería esta vez?, ¿como cuerpo flotando en el Atlántico?, ¿otro náufrago a la deriva?
Acaso no sería prudente aclarar, aquí, esa duda, que puede ser resuelta con sólo ver este filme riguroso, técnicamente impecable.

Noviembre 2005

lunes, octubre 24, 2005

"PLACERES PROHIBIDOS"

El autobús llegó a la estación a las cinco de la mañana. Era muy temprano para hacer muchas cosas, e incluso en el hotel le pidieron que regresara dos o tres horas después para que pudieran darle el cuarto. Encargó las maletas y salió, portafolios en mano, a buscar en la avenida principal un refugio en donde pudiera comer y leer un poco. Como se trataba de un puerto vacacional, no le fue difícil hallar un restaurante que permanecía abierto las 24 horas del día. Pidió la carta, ordenó un platillo y una cerveza tempranera... y sacó el libro, un tomo ensayístico con el que se había estado peleando en los últimos días. Cuando esto ocurrió, es decir cuando sacó el libro, el mesero hizo un gesto difícil de interpretar, como si le contrariara que entre las salsas y los panes hubiera aparecido ese objeto extraño.
Este detalle el hombre lo recordaría posteriormente, por el rumbo que tomaron los acontecimientos. En el restaurante leyó algunas páginas antes de que el mesero, en cierta actitud entre apresurada y grosera, llevara la bebida y los alimentos. Usó el hombre como separador el boleto del autobús. Comió con rapidez, hizo el plato a un lado y retomó la lectura... Hasta que el mesero irrumpió nuevamente en su espacio, y le dijo en voz baja:
—Perdone que lo moleste, señor, pero este es un retaurante de no lectura —y señaló un cartel en el que un libro era encerrado por un círculo rojo y lo cruzaba una línea vertical.
—¿Y debo hacerle caso a esa prohibición absurda?
—Le aconsejaría hacerlo, señor.
Pensó que se trataba de una broma y siguió recorriendo las páginas del libro. Pidió un café y la cuenta. Y le llevaron dos papelitos, uno era el detalle de lo consumido y el otro una multa por doscientos pesos que debía pagar en alguna oficina municipal por haber “alterado el orden”; entre las observaciones se encontró con el título del libro y el nombre del autor, que el mesero había tomado al vuelo en alguna de sus nerviosas irrupciones. Pidió una explicación al respecto, y sólo recibió estas palabras:
—Le insisto, señor, en que este es un restaurante de no leer.
Salió furioso. Llovía. Eran apenas las seis de la mañana. Corrió hacia el hotel y preguntó si le podían dar ya la habitación. Quizá a las siete. Estaban realizando las cuentas del día anterior. Debía esperar. Buscó sillones y no había. Un par de sillas, nada más. Se acomodó en una. Sacó el libro. Pero estaba cansado y empezó a cabecear. El libro se resbaló; lo recogió del suelo. En uno de esos pestañeos se encontró, frente a él, a una persona de seguridad.
—Aquí no se puede leer. Si no quiere tener problemas, guarde el libro.
Vio otra vez una placa con el libro encerrado en un círculo y una raya vertical, mismo letrero que encontraría una y otra vez a lo largo de ese día.
A las 7:30 le asignaron el cuarto 1184, con vista a la bahía. Tenía un compromiso a las 14 horas, por lo que le daba tiempo de caminar por la playa y nadar. Tomó una ducha, se recostó; como a las diez bajó a la alberca. En una bolsa de mano llevaba el libro. No lo sacó ni lo abrió porque de una carpa salía música estridente, a todo volumen, y un “animador” organizaba juegos con los bañistas gritando a un micrófono: con ese ruido era imposible leer. Fue a la playa y caminó un rato. El ruidero se repetía de hotel en hotel. Volvió al fin al cuarto y leyó hasta que dieron las 14 horas y bajó para cumplir sus compromisos. Trató esa tarde con mucha gente. Supo que meses atrás había habido elecciones locales y gobernaba un nuevo partido político. Las costumbres estaban cambiando... Había que aceptarlo, pues se trataba de mejorar. Se consideraba poco ecológico usar papeles extraídos de los árboles, y de ahí la prohibición de leer, lo que incluía libros, revistas y periódicos; de hecho los diarios locales eran consultados ahora sólo por internet.
Hacia las diez de la noche quedó franco. Subió al cuarto a ducharse. Habían deslizado por debajo de la puerta una nota: lo multaban de nuevo. Y se consignaba incluso el tiempo exacto en que había estado leyendo por la mañana en la habitación. Revisó las paredes y encontró varias cámaras. Tenía entonces ya una deuda por 400 pesos con el municipio.
Caminó por la avenida costera, y en un restaurante tomó un par de cervezas y cenó unas costillas. Llevaba en la bolsa de mano el libro de lectura inconclusa, pero no se arriesgó a sacarlo. Pasó por un bar en donde ofrecían espectáculo en vivo; dudó, mas no entró. Luego un peatón que tenía un gafete como “promotor” le dio una tarjeta donde se leía con letras grandes: “Placeres prohibidos”. Había una dirección, y no estaba lejos. Se encaminó hacia allá.
Encontró lo de siempre: tipos emborrachándose y mujeres que se desnudaban. Dejó la bolsa en la recepción. Siguió con el régimen de las cervezas.
—Sé lo que está buscando —le dijo el mesero—, sígame.
Pasó por los vestidores de las chicas y por una zona con sillones especiales en los que las damas en monobikini se restregaban encima de los clientes. Cruzó un umbral de luz y se halló en una biblioteca clandestina a la que no llegaba el ruido de la música. Había ahí un par de lectores satisfechos. Pagó lo que le dijeron por una hora de lectura. Recuperó la bolsa de mano.
—¿Necesita algo más?
Y extendió el mesero la palma para recibir una muy merecida propina.

Octubre 2005

martes, octubre 18, 2005

LA FIDELIDAD VERTICAL

El entusiasmo por una escritura suele nacer, por supuesto, de la lectura directa y no de la nacionalidad de los autores u otras circunstancias igualmente prosaicas, como la celebridad supuesta o el sitio que se ocupe en la pirámide social. No se lee por fama o por geografías, o acaso sí para seguir una suerte de geografía espiritual que lleva a algunos lectores a distinguir ciertas obras que se ubican en los márgenes de las sociedades artísticas, ajenas a los escalafones o la búsqueda afanosa de reconocimiento. El argentino Roberto Juarroz (1925-1995) hablaba de los encuentros no buscados, del modo natural como se llega al conocimiento de una persona o una literatura... Muchos autores se acercan a sus colegas para establecer una complicidad social, para crear una red de relaciones. En pocos casos esto nace del deslumbramiento. Las peregrinaciones que Juarroz y otros poetas emprendían los viernes por la tarde hacia la casa de Antonio Porchia en las afueras de Buenos Aires, por ejemplo, eran parte de un ritual hacia el pensamiento profundo.
El encuentro de Daniel González Dueñas y mío con las obras de Roberto Juarroz y Antonio Porchia fue más o menos paralelo, pero indudablemente el que mejor nos condujo hacia la obra de Porchia fue el mismo Juarroz cuando conversamos con él en agosto de 1987. El diálogo, que dio estructura al libro La fidelidad al relámpago (1990; segunda edición, 1998), ocurrió de una forma que hasta podríamos llamar adversa: en el vestíbulo de un hotel durante los preparativos de un encuentro de poetas. Era aquello un mundo de severas figuras literarias y periodistas despistados, siempre éstos a la caza de la declaración última, definitiva por aparatosa, y no del verso luminoso ni la gran idea poética. Había yo leído un par de libros suyos, y tenía en fotocopia algunas “voces” de Porchia; el encuentro de González Dueñas con la poesía de Juarroz era más antiguo.
Aun en esa situación caótica, en ese ir y venir en el vestíbulo y en el tremendo banquete de entrevistas rápidas, enmedio de todo ese ruido se creó un extraño silencio a nuestro alrededor y la conversación empezó a fluir por no sé cuánto tiempo. Recuerdo sobre todo el gesto entre tierno y sorprendido del poeta cuando deslizamos el nombre de Antonio Porchia, y lo que surgió: el largo recuento de su amistad y la admiración por esa obra. Juarroz solía hablar de la “disponibilidad”; como pocas veces, esa mañana fue posible sentir ante Juarroz la presencia de un hombre dispuesto al infinito, y a la vez al diálogo: simultáneamente atento a las grandes magnitudes y a lo que le preguntábamos. Otro sentido del silencio y del tiempo: en Juarroz no había distracciones ni prisa por concluir, por agotar rápidamente el trámite de una entrevista con dos desconocidos.
Sorprendidos por el largo diálogo, nos dedicamos a la transcripción para saber qué había pasado, cómo es que se habían construido dos discursos: uno que era una especie de “arte poética” de Roberto Juarroz y el otro un perfecto retrato de Antonio Porchia. Con esos materiales en la mano volvimos a buscarlo; leyó lo transcrito, hizo correcciones... Nos recibió en la habitación de un lujoso hotel de la avenida Reforma cuando preparaba su regreso a Buenos Aires. Quiso ofrecernos café o té, que solicitó telefónicamente; cuando el hombre del room service no aceptó la firma del poeta, pues tenían instrucciones de que los invitados al festival pagaran sus consumos al instante (como si los poetas estuvieran siempre bajo sospecha), Juarroz dejó al tipo a la espera en el pasillo, tomó el auricular y pidió hablar con el gerente, al que le soltó una rápida y efectiva lección de claridad y exactitud en el uso de la palabra, una admirable ráfaga vertical. El enojo le duró a Juarroz esos segundos de charla telefónica; luego despidió con seria cortesía al del room service, y se volvió hacia sus interlocutores con una sonrisa. Esto, que acaso suene trivial, puede llevarnos a una conclusión: sabía Juarroz situar las cosas en su momento justo, las palabras adecuadas en el momento adecuado. Antes de despedirnos (tenía el equipaje listo, un chofer lo esperaba abajo para llevarlo al aeropuerto), nos pidió lo acompañáramos en el silencio. Compartió con nosotros un momento de soledad.
No ocultaba Juarroz su apego a las “voces” de Porchia aunque esto no significaba una admiración ciega sino un proceso de constante aprendizaje. Cultivaron una amistad, pero Antonio Porchia y Roberto Juarroz mantuvieron sus mundos respectivos, no se “contaminaron” el uno al otro, digamos, estilísticamente, respetaron sus orbes particulares. Acaso se podría distinguirlos si pensamos en uno, Juarroz, como “hombre de libros”, y en el otro, Porchia, como “hombre de vida”, lo que no deja de ser relativo o no del todo cierto. En el caso de Porchia, no presumir lecturas no significaba no tenerlas. En cuanto a Juarroz, buscaba en la historia literaria las corrientes esenciales, o mejor, para decirlo con sus palabras, los árboles centrales, aquellos en los que se apoya todo el bosque. ¿Tienen algo en común? Es curioso que Juarroz guardara, como obra en proceso, un libro de “fragmentos verticales” en donde es posible hallar ecos de las “voces” de Porchia.
Tenía Roberto Juarroz la sospecha de que la poesía suele estar contaminada de una suerte de hálito lírico por el cual lo musical o lo sentimental se imponen a la razón de ser de lo poético: el pensar del mundo. De ahí que intentara la ruptura de esos códigos simples, y buscara en otros poetas un camino común que él llamó “vertical” y que es la fidelidad al relámpago.

Octubre 2005

martes, octubre 11, 2005

¡QUÉ SE HAN CREÍDO ESTOS MACARRAS!

Una de las dificultades de Rebelarse vende: el negocio de la contracultura (Taurus, 2005), de los canadienses antialternativos Joseph Heath y Andrew Potter, es ajena a los autores y corresponde a la edición mexicana, que obliga al lector a ir una y otra vez al diccionario para poder entender términos de uso común en España, de donde es la traducción original... por desgracia no revisada para que circulara en territorios hispanohablantes distintos, lo que debe ser tomado como una descortesía. ¿Qué será eso de que el gobierno te mande a la “pasma” a casa a “levantarte el alijo”? ¿Qué es llamarle “bofia” a la policía? ¿Cómo es un entorno irremediablemente “hortera”? ¿Quién se reconoce como “estrecho” o “pringado” o “pijo”? ¿Quiénes son los deportistas “cachas”? O, por último, ¿qué es “macarra”?
Según la Real Academia, se califica como macarra a una persona agresiva, achulada; vulgar y de mal gusto; o, de plano, a un rufián. En el libro, uno de los autores refiere su traumática experiencia dentro de la cultura punk, y describe lo que ocurría cuando salía a la calle con su disfraz rebelde: “Las señoras mayores me miraban mal por la calle, los macarras me gritaban burradas al pasar en coche, los vigilantes de seguridad me seguían sin ningún disimulo por todo el supermercado y los testigos de Jehová se empeñaban en darme un ejemplar de su revista”.
Por estas reacciones, el personaje tenía la impresión de estar haciendo algo de veras radical, “de estar poniendo a prueba a la gente, abriéndoles la mente, sacando a las masas de su letargo conformista”; él (no se define en el texto a cuál de los dos investigadores le ocurrió esto) era “el filo de la navaja, el comienzo de una gran revolución, la señal más obvia del inminente derrumbe de la civilización occidental”.
Pronto se daría cuenta de que las cosas no eran de ese modo, vendría el desencanto y se volvería una persona común. Presumió a una amiga de su madre, de pasado hippie, cómo el mundo se alteraba a su paso, y ella le dijo: “Te entiendo muy bien. Cuando yo tenía tu edad me pasaba exactamente lo mismo. La gente nos llamaba ‘hippies asquerosos’, nos echaban del autobús y se negaban a atendernos en los restaurantes. Y ahora, les trae sin cuidado”.
En el inocente neo-punk, estas palabras fueron toda una revelación: en ese momento entendió que pronto nada provocaría su vestimenta extravagante, que sería considerado como uno más en el paisaje, un consumidor “raro” pero al fin consumidor... Y se preguntó, con pesadumbre: ¿qué sentido tenía entonces haberse vuelto punk si no lo señalaban los demás? Y se transformó así en algo no tan espectacular pero sí menos estresante, se ubicó en el tranquilizador “término medio”: un adulto equilibrado que respeta las normas beneficiosas para la comunidad y se opone concienzudamente a las que considera injustas.
Tal es el objetivo central de Rebelarse vende: convertir al rebelde en conforme, reconciliarlo con la sociedad y educarlo en el respeto por lo establecido. Hacerle ver que “el desorden es mucho más peligroso para nuestra sociedad que el orden”, y que “habría que dejar de preocuparse por el fascismo” porque a “nuestra sociedad le haría falta tener más normas, no menos” (subrayados de los autores). Ahí está el caso, para no ir muy lejos, de uno de los dos canadienses que firman el libro, que fue punk y pronto se volvió un efectivo, pues no brillante, pensador de derechas, un severo crítico de la contracultura, alguien que prefiere las soluciones sencillas para los problemas sociales concretos, y no los cambios “profundos” o “radicales” que, considera, jamás se podrían aplicar con eficacia.
Nada de lo “alternativo” tiene la aprobación de este par de investigadores canadienses, ¿para qué acudir a ello si hacerlo implica un rechazo de lo institucional que tan bien funciona cuando no se le combate? Entre un médico alópata y un homeópata, preferirán siempre al primero puesto que el “tratamiento alopático se impuso por su éxito espectacular en la prevención y curación de enfermedades”, y lo homeopático queda como un resabio de los tiempos antiguos, de cuando se sabía poco sobre el funcionamiento del cuerpo humano, y preferirlo es rechazar el progreso... aunque aceptan, a regañadientes: “Sin embargo, es cierto que algunas enfermedades quizá se curen con remedios homeopáticos tradicionales”.
La mera exposición de las “ideas” que mueven esta obra lleva a la caricatura, puesto que su método es simple: identificar aquello que tienda a la izquierda, simplificarlo en su descripción y enseguida descalificarlo. Además, su lista de peligrosos “rebeldes contraculturales” llamará a la risa: Oliver Stone y J. R. R. Tolkien, los hermanos Wachowski y Alanis Morissete, Herbert Marcuse y Kurt Cobain, Iván Ilich y Roger Waters, el capitán Kirk de Star Trek y Michel Foucault, Norman Mailer y Michael Moore, Spike Lee y Naomi Klein, Theodore Roszak y el personaje Lester Burnham de Belleza americana, entre otros. Les faltó incluir, quizá, a Julie Andrews, por La novicia rebelde, aunque el título en inglés (The Sound of the Music) no es tan alternativo como el que tuvo en México la película de Robert Wise.
Se dirá, al fin, en el español madrileño en que fue traducido Rebelarse vende: “¡Anda, que se han creído estos macarras! ¡Cómo es que estos tíos se han visto tan estrechos!”

Octubre 2005

lunes, octubre 10, 2005

LAS MÁSCARAS DE ORSON WELLES

A mediados de la tercera década del siglo XX un diario de Madison, en Wisconsin, dio esta noticia sobre Orson Welles (1915-1985): “Dibujante, actor, poeta, no tiene más que diez años”. Sorpresas similares, al considerarlo niño prodigio o enfant terrible, se sucederían en su paso por el teatro, la radio y la cinematografía. Por ejemplo su obra maestra en la pantalla, El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), fue coescrita, dirigida y protagonizada por Welles cuando sólo tenía 25 años de edad; y es el filme que suele encabezar las listas de los grandes largometrajes de la historia del cine. Y antes de eso ya eran recordadas sus audacias en el teatro, como actor o director en piezas clásicas o modernas con el Mercury Theatre; o sus adaptaciones radiofónicas, sobre todo aquella de la novela La guerra de los mundos, de su casi homónimo H. G. Wells, que se transmitió en Estados Unidos el 30 de octubre de 1938 y causó pánico en la población, pues las situaciones de la ficción en torno a la llegada de los marcianos a la Tierra eran reseñadas con el tono y el estilo de un noticiero y ubicadas en el territorio norteamericano, y no en la Gran Bretaña, como en el texto original.
Era un ser excesivo. Se le mira enorme, rechoncho, de barbas y cabello canoso y solemne traje negro, subiendo dificultosamente una escalera de mano hacia la proa inverosímil, a manera de altar o púlpito, construida dentro de la capilla de New Beford, puerto ballenero, en el Moby Dick (1956) de John Huston, para dar un sermón acerca del gran pecado de Jonás que es la desobediencia de Dios. El cierre de ese discurso, dicho por Orson Welles con voz grave, poderosa, acaso podría funcionarle a él mismo como epitafio: “Oh padre, mortal o inmortal, aquí muero. He luchado por ser tuyo más que por ser de este mundo o por ser mío. Pero esto no es nada. A ti te dejo la eternidad, pues qué es un hombre que viva más que su Dios”.
Los críticos suelen discutir el carácter autobiográfico de la obra de Welles, puesto que los guiones con los que trabajó no eran enteramente suyos. En el caso de El ciudadano Kane, escrito en colaboración con Herman J. Mankiewicz (a quien algunos consideran como el autor único del libreto), se cree que habla Welles de su vida cuando refiere la separación del pequeño Charles Kane de sus padres a la edad de ocho o nueve años, y la nostalgia por el mundo perdido de la infancia que se contiene en la palabra “Rosebud”, palabra impresa en el trineo con el que el protagonista jugaba en la nieve. Welles fue huérfano dos veces, primero a los ocho años de su madre, “una mujer de gran belleza, se interesaba por la política, era campeona de tiro y una pianista muy notable”; y luego, a los quince, de su padre, un “humorista de la época eduardiana que se decía inventor”.
Estas pérdidas lo obligaron a madurar a un ritmo distinto de sus contemporáneos. Jovencísimo se presentó en el Gate Theatre de Dublín, inventándose una fama de actor en Broadway que el director de la compañía no creyó pero fingió hacerlo para consentir que debutara como figura. “Los pequeños papeles”, diría Welles, “vendrían más tarde.”
El mismo cuento no funcionó en Londres y tampoco, en principio, en los Estados Unidos, hasta que por recomendación del novelista Thornton Wilder fue contratado para una gira con la compañía de Katherine Cornell... Pero la vida de Welles fue larga, y el espacio aquí es breve. Se dirá, rápidamente, que crea tres compañías: el Phoenix Theatre, el Federal Theatre y, al fin, el Mercury Theatre, con el que tanto en las tablas como en la radio se hará de gran fama, y que lo llevará a Hollywood en condiciones muy ventajosas, con la libertad de hacer lo que él quisiera. Es así como surge El ciudadano Kane, retrato feroz, aunque indirecto, del magnate de la prensa William Randolph Hearts (al que Jean Paul Sartre definió como “conservador, germanófilo, aislacionista y antifrancés”), y quien al enterarse de que era fuente de inspiración del personaje Kane intentó por todos los medios a su alcance, que eran muchos, que la cinta no se estrenara, y estuvo a punto de conseguirlo. Hay un documental de 1995, La batalla por el ciudadano Kane, que cuenta al detalle esa historia, y a partir del cual se hizo el filme para televisión RKO 281 (2000), producido por los hermanos Ridley y Tonny Scott.
El ciudadano Kane no se agota en ese cuento de la lucha entre el creador y el millonario. Para la cinematografía, puede marcarse un antes y un después. Explica Francois Truffaut: “En las películas habituales de Hollywood, un guión constituye un material literario que se lee como una obra teatral y que sólo está esperando la llegada de un director para convertirse en película o, más exactamente, en lo que Hithcock denomina, con un desprecio justificado, ‘fotografía de gente hablando’. En este caso, en Ciudadano Kane, tenemos una película donde las voces cuentan igual que las palabras, un diálogo que deja hablar a todos los personajes al mismo tiempo como instrumentos de una partitura, con frases inacabada como en la vida real”.
La cinta, dice además Truffaut, “no ‘respira’ igual que la mayoría de las películas”.
Como ocurrió también con Alfred Hitchcock, fueron los franceses quienes mejor valoraron la obra de Orson Welles. La crítica pionera es la de André Bazin. Éste publicó en 1950 un libro que fija aún el norte y el sur de una carrera, pese a que, en la versión que dejó lista antes de su muerte, llega hasta Sed de mal (Touch of Evil, 1957), nueve cintas de las 16 de Welles, y del que hay una edición al español conseguible en Paidós.
Es precisamente Bazin quien se detiene en lo que llama la “necesidad de la máscara” en Welles, quien para personificarse acudía a aparatosos maquillajes; y lo hace Bazin a partir de esta confesión del propio actor/director: “Laurence Olivier y yo detestamos nuestras narices: dan a nuestros rostros una expresión cómica, cuando nuestro más ardiente deseo es encarnar personajes trágicos. Esto explica nuestro apego a los postizos. En circunstancias habituales mi nariz es más que suficiente e incluso decorativa, pero ha cesado de crecer desde que tenía diez años, lo que la hace absolutamente inadecuada para interpretar Lear, Macbeth u Othelo”.
Para Bazin, el Welles esencial está en El ciudadano Kane y El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), sus dos primeros largometrajes, que engloba dentro del ciclo del “realismo social” a la manera de Balzac y considera como “poderosos testimonios críticos sobre la sociedad americana”; y que distingue, así, del ciclo shakespeariano (para él Macbeth, 1947, y Othelo, 1952; a los que deben agregarse Chimes at Midnight o Falstaff, 1966, y The Merchant of Venice, 1969, posteriores a la muerte de Bazin) o de los “divertimentos éticos” como La dama de Shangai (The Lady from Shangai,) y Mister Arkadin (Confidential Report, 1955).
Las películas filmadas son tantas como las que no alcanzó Welles a llevar a la pantalla. Entre los proyectos inconclusos se contaba un Don Quijote cuya escena final debía ser la explosión de la Bomba H, que destruiría al mundo por completo a excepción de Don Quijote y Sancho Panza... Y quizá a excepción también de Orson Welles, que en el papel del párroco de New Bedford, en el Moby Dick de John Huston, le regala la eternidad a Dios.

Octubre 2005

lunes, octubre 03, 2005

CONFORMARSE VENDE

Los años sesenta parecen todavía un asunto vivo. Son continuas las referencias a personajes y situaciones de la época, tanto en lo cultural como en lo político. Hay cuentas pendientes, por ejemplo en lo que respecta al 2 de octubre mexicano (pues los culpables de la matanza de Tlatelolco se mantienen sin juicio ni castigo, pese a la promesa en contrario por parte del gobierno panista); y también se revisan día con día los efectos sociales (costumbres, forma de vestir, ética y estética) que pudo haber provocado esa década cambiante. Aún escuchamos a los Beatles, los Rolling Stones y los Doors (y muchas otras agrupaciones musicales); o, en cuanto al pensamiento o la reflexión, se habla de Herbert Marcuse, Allan Watts y Theodore Roszak, centrales por sus exploraciones en lo alternativo o contracultural... Una cinta del 2003 (Los soñadores, de Bernardo Bertolucci) se sitúa en el mayo de París en 1968, ese mismo (por lugar, año y mes) en el que se detiene Carlos Fuentes en Los 68 (Debate, 2005), que rescata un texto (crónica o mosaico de voces) publicado entonces por la editorial Era (París, la revolución de mayo), al que se agregó un ensayo sobre la novelística del checo Milan Kundera (con lo que se cubre indirecta e insuficientemente la “primavera de Praga”) y un fragmento de Los años con Laura Díaz (1999), reseña mínima —y de pobres virtudes literarias— de la matanza de Tlatelolco.
Lo único realmente nuevo de esta “novedad” editorial es un prólogo de seis páginas, en donde Fuentes define a 1968 como “uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperadas y separadas en el espacio”, y se pregunta qué tanto de lo ocurrido luego puede considerarse como efecto de esos meses de febril cuestionamiento, para dejar la pregunta en el aire. ¿Quién lo sabe? Quizás, dice, sin mayo en París, sin primavera de Praga y sin Tlatelolco en México, las nuevas sendas de la democracia y la crítica social se hubiesen, de todos modos, abierto paso. Esto también habría sucedido, acaso podría agregarse (con esa misma lógica), sin Carlos Fuentes.
En Rebelarse vende: el negocio de la contracultura (Taurus, 2005), un par de investigadores canadienses, Joseph Heath y Andrew Potter, extienden la duda y le dan su vuelta de tuerca (a la derecha): para ellos la influencia de los años sesenta (en el arte y las ideas) no sólo fue cierta al final del siglo XX sino, además, dañina, pues instauró un irresponsable sentido crítico, la peligrosa inconformidad contra lo establecido (que conlleva, cito, ¡“un espectacular descenso de la cordialidad”!). Según estos autores habría que aceptar a la sociedad de masas tal y como es, o procurar acaso algunas reformas, pero no intentar (nunca de los nuncas) cambiarla por completo. Celebran el consumismo, cuyo único pecado sería el satisfacer demasiado a la clase obrera; gustan de la rigidez legal, porque de otro modo se viviría en la anarquía (y además los gobiernos son cada vez menos autoritarios); portarían gustosos uniformes militares o fabriles (y febriles), para ellos una forma de aclarar las jerarquías en una estructura laboral, educativa o represiva; defienden a la publicidad, puesto que el que no muestra no vende, y sin ventas no hay progreso, pero sí consideran conveniente alguna regulación; creen que pobreza y mal gusto van unidos, y que la alta cultura acompaña al bienestar económico y ecuménico...
Hay frases donde se retrata inequívocamente su forma de pensar: “Es necesario algún tipo de control social para mantener un sistema de beneficios mutuos; por eso conviene castigar la desobediencia”; “Si una solución autoritaria consigue crear el nivel de confianza necesario, lo más probable es que todos los bandos la acepten con entusiasmo”; “¿Y qué tienen de malo los yuppies? Aparte de ser lo que son, ¿qué crímenes han cometido?”; “¿Dónde se traza la línea divisoria entre la transgresión y la patología? ¿Cuándo se convierte la ‘filosofía antisistema’ en una enfermedad mental? ¿Cuál es la diferencia entre la conducta antisocial y la oposición a la sociedad de masas? ¿En qué momento lo ‘alternativo’ se transforma en pura demencia?”
¿Pura demencia? La Real Academia explica la palabra “oxímoron” como la “combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido”. Quizá se trate de algo como eso, de un “bestseller oxímoron”; en la portada aparece un rostro del Che Guevara impreso en una tacita de café frío. Si, como proponen, rebelarse vende, el efecto de conformarse parece llevar a los mismos resultados; su perfil anticontracultural, de especialistas críticos en lo alternativo, a la diestra de todo, les permite no obstante apoyarse en los signos de la discusión (como el gancho gráfico del rebelde por excelencia) para atraer a huxleyanos lectores felices, aunque con leves tintes sicodélicos a desteñir.
En Los 68 —que es un libro no original sino hechizo—, confía Carlos Fuentes en que los negocios públicos cambiaron para bien después de los años sesenta, gracias o no al mayo de París, la primavera de Praga o el movimiento estudiantil mexicano (que él reduce a Tlatelolco); en Rebelarse vende, dos investigadores canadienses (¿asquerosamente derechistas?) cuestionan a los cuestionadores de esa década por impulsar una relación hostil entre las sociedades y sus instituciones, y perciben el mito contracultural como un lastre... Las miras son cortas, pero el tema está ahí.

Octubre 2005