martes, julio 09, 2024


Arreola y Monterroso van a Chapultepec

Entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX no hubiera sido improbable encontrarse en el Zoológico de Chapultepec con Juan José Arreola (acompañando al dibujante Héctor Xavier) y Augusto Monterroso. Puede la imaginación juntarlos en el recorrido, aunque sus paseos reales, entre jaulas y animales, ocurrieran con una década de diferencia, pues Punta de plata, el libro de Arreola (luego titulado Bestiario) se publicó en la Universidad Nacional en 1959 (por razones legales, con fecha de 1958); y La oveja negra y demás fábulas, del guatemalteco, apareció en Joaquín Mortiz en 1969.
Son dos libros con muchas cosas en común; y la primera es que fueron pensados, si no escritos, al deambular por ese espacio común. Cuenta Arreola: “No es mi propósito, sino decir sencillamente que acompañé a Héctor Xavier en algunas de sus resueltas correrías de dibujante frente a difíciles modelos. Hemos visto Chapultepec a todas horas del día y a las bestias animadas o melancólicas” (Punta de plata, 2018, Joaquín Mortiz, p. 9).
Monterroso, por otro lado, consultó al entomólogo Eugenio Pereda Salazar, al domador Alberto Jiménez R. y a Luis Reta, experto en costumbres de las aves nocturnas, y con ellos, o solo, consiguió tener libre acceso al Jardín Zoológico de Chapultepec, con autorización previa de las autoridades, que “permitieron al autor, con las precauciones pertinentes en cada caso”, pasearse entre las jaulas, “a fin de que pudiera observar in situ determinados aspectos de la vida animal que le interesaban” (p. 7, La oveja negra y demás fábulas, ERA, 2023).
Entre todas las imágenes recordadas, dice Arreola preferir el atardecer, “cuando el silbato de los guardias anuncia que ha terminado la jornada contemplativa y se inicia la enorme sinfónica bestial”. Leo: “Los cautivos entonces gruñen, braman, rugen, graznan, bufan, gritan, ladran, barritan, aúllan, relinchan, ululan, crotoran y nos despiden con una monumental rechifla al trasponer las vallas del zoológico, repitiendo el arroz que los irracionales dieron al hombre cuando salió expulsado del paraíso animal” (p. 9).
Es decir: un mismo espacio, observado (con pocos años de distancia) por dos autores, produjo un par de títulos en los que la experiencia de visitar el zoológico y mirar detenidamente a los animales se traduce en ejercicios de prosa breve o “pequeños poemas en prosa”, como los llamaría Baudelaire, similares ambos títulos en eso (ya en dos aspectos: el sitio elegido y la técnica empleada) y a la vez muy diferentes. ¿Qué pasó ahí? Veamos.

Un espejo depresivo

Encontramos primero a Arreola y Monterroso ante la jaula de los monos. El primero recuerda al alemán Wolfgan Köhler, quien “perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé”. Ya muchos milenios antes, considera Arreola, “los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres”. Sigue: “No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal” (p. 87).
La fábula arreoliana, que parte del encuentro entre Köhler y el chimpancé, tiene moraleja: “El homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de la mano” (p. 87).
Arreola piensa en Momo y Köhler; a un lado suyo, Monterroso tiene otras cosas en la cabeza. Hay varios textos sobre monos en La oveja negra y demás fábulas. Está primero “El Mono que quiso ser escritor satírico” (pgs. 14-17), y que no pudo serlo pues se dio cuenta de que cada debilidad descrita acusaría a algún allegado suyo o incluso a él mismo. Viene luego “El sabio que tomó el poder”, en el que un Mono convence al León para que le ceda la jefatura de la selva, puesto que “lo aventajaba en descendencia y, por supuesto, en sabiduría” (p. 27-28), por lo que intercambian el cetro por la pluma, con resultados no siempre benéficos para el intrigante:
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores. (p. 28)
Y está, finalmente, “El Mono piensa en ese tema” (p. 73), que es una pregunta múltiple, de diecinueve líneas, en torno al tema del escritor que no escribe… lo que nos recuerda, al paso, aquella historia ya muy conocida, referida por José Emilio Pacheco, del bloqueo que tuvo Arreola para concluir Punta de plata, libro que estaba contratado por la Universidad Nacional y por lo que había recibido incluso un pago previo.
Uno, pues, ante las mismas jaulas, y al ver a aquellos seres en sus meditaciones o sus piruetas, piensa en los límites entre humanos y chimpancés, aquello que nos hace semejantes y distintos; y el otro pasea mentalmente por asuntos directos de la humanidad que aplica a esa fauna.

Movido por el miedo

Hay leones, sí, en Arreola y Monterroso. Ya apareció uno, al que le devolvió el poder el Mono. Hay uno más en el libro del guatemalteco, “El Conejo y el León” (pgs. 11 y 12), los cuales, conejo y león (para Monterroso en mayúsculas por su carácter como personajes), son observados por un célebre Psiconanalista (sic), semiperdido en la selva, quien presenció esto: "El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo". (p. 12)
Para concluir el Psicoanalista, luego de ver esta escena, que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro, pues “uno ruge y hace gestos y amenaza al Universo, movido por el miedo”, y el otro “advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y después de todo no le ha hecho nada” (p. 12)
Arreola cree que el león sobrelleva a duras penas la terrible majestad de su aspecto; dice que el cuerpo del edificio no corresponde a la fachada y es como su alma, bastante perruno y desmedrado. Más:
El león se presenta intempestivamente en los banquetes salvajes y a base de prestancia pone en fuga a los comensales. Luego devora solitario y lleno de remordimientos los restos de una presa que nunca captura personalmente. Si de ellos dependiera, todos los leones que ambulan por la selva estarían ya enjaulados, triturando fémures y costillares de caballo tras de innecesarios barrotes. En fin de cuentas, nunca son tan felices como al verse hechos de mármol y de bronce o estampados por lo menos en los alarmantes carteles del circo. (p. 59)

Prosas e imágenes

Al definir sus Obras, Arreola prescindió a los dibujos de Héctor Xavier y transformó Punta de plata en Bestiario (1972); Monterroso, sin acompañante gráfico, acudió a diversas fuentes bibliográficas para ilustrar sus textos. En esa relación entre prosas e imágenes también se debaten estos dos títulos. Pueden leerse con o sin ilustraciones, aunque esa comunión los enriquece.
Quizá esto no debe ir más allá. Las coincidencias entre Arreola y Monterroso son varias (las ya dichas: lugar y género), mas el producto surgido de ellas es distinto. Una cosa es Punta de plata (o Bestiario) y otra La oveja negra y demás fábulas. Se trata de dos prosistas geniales, practicantes maestros entre nosotros del poema en prosa y la microficción, que en los años cincuenta y sesenta del siglo XX acudieron al zoológico de Chapultepec para mirar desde sus muy personales universos a esa fauna encarcelada que, a la vez, melancólicamente, a ratos también los observaba, sin poder dejar (los animales) testimonio escrito de esos otros asombros.

Penélope teje y desteje

El motivo de estas líneas fue el regreso a los estantes de novedades de La oveja negra y demás fábulas, en una edición de bolsillo pulcra y atractiva, libro que en cuanto a los personajes va más allá del jardín zoológico. Arreola se desvió poco de su objetivo, acaso porque tenía alguien que lo controlaba, el joven José Emilio Pacheco transformado en amanuense del maestro, impulsándolo a cumplir la fecha límite de entrega. Diez años más tarde, y acaso sin esas fatigas, Monterroso puede ir a otros sitios literarios, como le ocurre cuando visita a Homero y la Odisea.
El texto “La tela de Penélope, o quién engaña a quién” es una pieza redonda en que se invierten las premisas comunes, y se llega a un cierre peculiar. Es una pequeña bomba en que la experiencia literaria de volver a Homero tiene una o varias vueltas de tuerca: se inicia con la propuesta de que Penélope tenía una afición prácticamente incontrolable a tejer, “costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas”. Así que para huir de esa soledad impuesta por la práctica del tejido, su marido, Ulises, sale a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
A los pretendientes también les hace creer Penélope que ella tejía mientras Ulises viajaba, y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, “como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada” (p. 23).
Y he ahí la segunda vuelta de tuerca: tomar literalmente aquello que dijo Horacio en su Poética: “Quandoque bonus dormitat Homero”, que incluso Homero dormitaba; es decir, que también el gran Homero podía distraerse o equivocarse, porque ese dormir es metafórico, pero en la fábula se vuelve concreto.
La gracia del texto, en este caso, está en ese juego doble de lecturas: inversión de valores o premisas, en el comienzo, y el giro radical de una expresión culta llevada a lo prosaico. Todo en una página.
El fabulista Monterroso va más allá del espacio geográfico del zoológico Chapultepec, y puede hacer personajes a un espejo neurótico, a un apóstata arrepentido, al rayo que cae dos veces en un mismo sitio, al Mal o al Bien… Toma literalmente, como lo hizo con Horacio, aquello de meterse con Sansón a las patadas, o ese otro dicho de que al que cría cuervos le sacarán los ojos… para cerrar con esa fábula (“El Zorro es el más sabio”) que parece referirse a Juan Rulfo de un Zorro que había publicado sólo dos libros, con los que se dio por satisfecho; pero le pedían otro y él se daba cuenta de las malas intenciones, pues pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer” (p, 97).
Y no lo hizo. Ni Rulfo ni el Zorro lo hicieron. Astutos ellos.
Remirar a Arreola y Monterroso con el pretexto de estos paseos zoológicos es asomarse de nuevo a ese universo portátil del poema en prosa o la escritura fragmentaria con su magia sintética, que parecen empresa no ardua (por las escasas líneas en que se solventan) pero resultan territorio de extremas dificultades, con muchos practicantes en la actualidad mas pocos, poquísimos, grandes maestros. Lo son, sin duda, Arreola y Monterroso. Aún hoy insuperables.

Junio 2024

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lunes, mayo 13, 2024



Memoria del volcán

La madrugada del 20 de mayo de 2023, en una sala de abordaje de la Terminal II del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, mientras observaba el alboroto causado por las cenizas del volcán Popocatépetl que tenían paralizados todos los vuelos —entre ellos el que tomaría rumbo a León—, recordé mi historia con esa cima.
Estábamos a la expectativa, porque había salidas que se cancelaban definitivamente y otras posteriores que se mantenían, y para las que debía uno registrarse, porque en cualquier momento, pensábamos, podría volver todo a la normalidad, y eso generó pequeñas comunidades con intereses comunes.
En algún momento ya no era yo sólo, sino que estaba asociado a dos mujeres de Mexicali, con quienes compartía el mismo destino. Nos turnábamos para cuidar las maletas, mientras se hacían excursiones alimenticias, sanitarias o informativas. Y juntos analizábamos nuestra realidad inmediata y veíamos posibles soluciones para concluir el viaje. Una era apuntarse en un vuelo y en otro, hasta que uno despegara; otra era rentar un auto... La situación era insólita, pues dependíamos de los humores del volcán. En las redes sociales veíamos videos con las explosiones de ese día; e imaginábamos las pistas cubiertas de ceniza, cuando el mayor peligro está en la ceniza que se mete a los motores de las aeronaves.
Sin imaginar lo que ocurriría ese sábado, planeé el viaje previendo cualquier imprevisto. Pedí el primer vuelo, y según mis cálculos estaría en el hotel de León hacia las nueve de la mañana para desayunar con calma, dar una clase por Zoom de 10:30 a 12, y asistir a las 13 horas a mi primera participación literaria de ese día en la Feria Nacional de Libro de León.
Al llegar muy temprano al aeropuerto, hice el ritual de rigor: imprimí mi pase de abordar en los dispensadores automáticos, ingresé a la sección de abordaje luego de minuciosas revisiones, busqué la sala respectiva… Pero todo empezó a enrarecerse. En los pizarrones electrónicos apareció el mensaje de “demorado” en un vuelo sí y otro también, y la terminal se convirtió en un enorme campamento. Lo poco que veíamos del exterior, conforme amanecía, se veía gris, como si lloviera ceniza. Quizá no lo era tanto, pero así se sentía. Un anuncio en los altavoces informó que todos los vuelos estaban suspendidos hasta nuevo aviso.
En alguna pausa, dije a mis nuevas amigas:
—Yo de joven subía al Popocatépetl.
Quizá no me hicieron caso, porque lo que les importaba era llegar a León, para ellas un viaje turístico largamente planeado y con actividades programadas. Pero mi memoria siguió en ese carril, porque era cierto: de joven, como clanero en los Boy Scouts (a lo Manuel Felguerez y Jorge Ibargüengoitia), subí varias veces al volcán Popocatépetl.

***

“Clanero” era por estar en el clan, que era la última etapa. Era así: lobato, scout o tropero (por la tropa) y clanero, creo. Mis hermanos mayores fueron los primeros en ingresar al grupo 7, que se reunía en los jardines de la parte poniente del Zoológico de Aragón; luego se transformó, no sé por qué, en el grupo 123. Recuerdo mi primer día, a los seis o siete años (¿como lobezno?): me habían cortado unos pantalones largos azules y mis calzones eran holgados, lo que ocasionaba el problema de que estos últimos se resbalaran y se asomaran a la altura de las rodillas, y eso me daba mucha vergüenza. Hay fotos del día en que pasé de los lobatos a la tropa. Luego, quizá después de los 18, en el clan, surgió el proyecto de ascender al Popocatépetl. Empezamos con caminatas diarias, excursiones los fines de semana por La Marquesa y alrededores a pequeñas cimas; el mayor logro hasta entonces fue el Pico del Águila del Ajusco. Y se fijó una fecha: el 12 de octubre. Era el Día de la Fraternidad Montañista, por lo que fuimos cientos los que la noche anterior dormimos en el albergue de Tlamacas.
No había registro de explosiones cercanas en el tiempo, sobra decir. El Popocatépetl entonces dormía. Y era territorio hasta cierto punto seguro. Llegábamos como podíamos a Amecameca, y de ahí salían camiones de transporte de mercancías que nos llevaban como reses a Tlamacas. En la madrugada iniciamos el ascenso; se formó una fila muy larga. Al amanecer llegamos a otro refugio; creo que se llamaba Las Cruces. Algunos concluían en ese punto y se regresaban a Tlamacas, por fatiga o mareo. Yo seguí. Y como al mediodía conquisté el labio inferior de volcán, para observar las fumarolas que venían del cráter y percibir al instante un olor a huevo podrido.
Recuerdo vagamente que en el ascenso me asocié con una mujer, ama de casa, quien se había propuesto el reto de subir al Popocatépetl. Tenía meses realizando caminatas mañaneras luego de dejar a sus hijos en la escuela. Y lo consiguió ese 12 de octubre. Nos apoyamos para que cumpliera cada uno su cometido.
Llevaba yo una cámara, por lo que sé cómo iba vestido ese día, con el pasamontañas y los goggles; la camisola de los scouts, un suéter, chaleco rojo y chamarra azul con vivos cremas y de un azul más claro; pantalón café (debajo unos pants), doble media, botas del ejército y los spikes, que se amarraban a los zapatos. Más el piolet de fierro y madera, comprado, me parece, en La Lagunilla. (Creo que aún lo tengo, embodegado.)
Hay una imagen en la que me bautizan con hielo del volcán por haber realizado mi primer ascenso.
Descender era hasta cierto punto divertido. Una vez que uno pasaba la zona de hielo todo era deslizarse en la arena dando algunos brincos. Sólo había que sujetar bien el piolet, que si se le dejaba suelto podría pegarle a uno mismo o a otro escalador.

***

Volví varias veces. En una de esas intenté una ruta diferente, tomando como punto de partida el labio superior del cráter, y me encontré de pronto atrapado en una suerte de río de piedras en lento descenso (¿cómo le llamaban?, ¿el Ventorrillo?), que terminaba en un precipicio, y de seguir por ahí era probable una caída mortal. Era como estar atrapado en un pantano o en arenas movedizas, pero rocoso. Zona de muchos riesgo. Me costó más de una hora de mucha angustia salir de ahí. No había nadie en los alrededores.

***

Presumí mis logros con el volcán con una mujer a la que entonces cortejaba, y ella se mostró interesada en que ascendiéramos juntos. Pasé por ella un sábado al mediodía y me sorprendió con un hermanito de unos 12 años que estaba apuntadísimo para acompañarnos.
—No es una excursión. No puedo hacerme responsable de tu hermano.
—Está muy ilusionado. ¿Qué puede pasar? Yo me encargo de él.
No debí haber aceptado. Fue una pesadilla completa. El muchacho era como Daniel el Travieso o Memín Pinguín. Un verdadero demonio. Le rompió los lentes a un guardia.

***

Era yo reportero en un diario y se acercaron a mí los del Socorro Alpino para una serie de reportajes. Me contaron de un muchacho que había sobrevivido a una excursión familiar en el Popocatépetl, y fui a visitarlo a Cholula.
Se llamaba Agustín García Campos. La excursión familiar ocurrió el domingo 17 de septiembre de 1989, nueve años atrás de cuando tuve con él esa charla. Iban con ellos más de veinte personas, de todas las edades; se trataba de llegar en coche a las faldas del volcán y hacer un sencillo día de campo. Un tío, René Tejeda, propuso a los sobrinos una caminata (“A ver hasta dónde llegamos”), que iniciaron ocho, pero dos abandonaron pronto. Quedaron seis: con Agustín iba su hermana María Luisa; el tío y tres primos más.
La neblina les advirtió del mal clima. Cuando quisieron descender ya no se ubicaron. Algunos de ellos tenían experiencia como alpinistas. Revisaron el entorno. Buscaron sin suerte un refugio llamado el Queretano. Pasaron las horas. Gritaban pidiendo auxilio. El tío cayó a un barranco y se lastimó. Lo escuchaban a lo lejos, pero ya no se acercaba. Anocheció. Transcurrió otro día completo sin que los encontraran. El tío parecía dormir allá, a la distancia. La noche del lunes seguían con la esperanza de que los hallaran. Se iban quedando dormidos.
Me contó Agustín que vio varias veces la misma escena con distintos personajes: el temblor corporal, el sueño en apariencia tranquilizador, el gesto de alegría… Le llaman la “muerte blanca”. Al amanecer del martes él mismo empezó a sentirse así… pero oyó unos silbatos. Logró levantarse y vio una silueta que se acercaba.
—¡Hey, aquí estamos! —intentó gritar.
El descenso a Tlamacas llevó media hora. Estaban realmente muy cerca del refugio.
Agustín era el más joven de todos; tenía 14 años. Su hermana, María Luisa, 19. Sus primos: Orlando, 26; otro Agustín, 28; Miguel, 30. Y el tío René, 40.
El más pequeño fue el único sobreviviente.

***

Mi último ascenso, incompleto, fue como a los 30 años. Me quedé a unos cien metros de la cima. Llevé a unos amigos suizos, que no tuvieron problema para llegar a la meta, que era el labio inferior del volcán. A mí me dio el mal de montaña. Los esperé en una roca. Sentía que el abismo me jalaba, y me acurruqué junto a una roca, como si ese refugio me impidiera caer.
Luego vinieron las explosiones. Recuerdo haber visto un video de aquellos a quienes sorprendió una de ellas, el 30 de abril de 1996, y murieron. Eran imágenes obtenidas de una cámara hallada en la zona. Desde entonces el volcán se cerró para los alpinistas, y aunque algunos se han arriesgado a subir, sobornando a los soldados que vigilan la zona, yo no lo haría.

***

Al final, en ese sábado de caos en el aeropuerto, la mejor ruta fue terrestre. Mis anfitriones en León me consiguieron una salida desde la Central Camionera del Norte a las diez de la mañana, y hacia allá me trasladé. Mientras viajaba en el autobús rumbo a León sentí que me alejaba de esa memoria mía con el volcán Popocatépetl, que acaso, si pudiera hablar, desde su majestuosidad me diría burlón, como advertencia, aquello de Ramón López Velarde: “Irán a visitarte mis cenizas”.

Coda

Han pasado varios meses de esa experiencia de quedar varado … y armé un plan similar al del 20 de mayo de 2023. Es ahora el 9 de marzo de 2024, también sábado. Conseguí el primer vuelo hacia el Bajío, y voy temprano hacia el aeropuerto con la expectativa de si el volcán me dejará cumplir (o no) mi itinerario: llegar al hotel, esta vez en la ciudad de Guanajuato, a buena hora para el desayuno, dar mi clase sabatina por Zoom de 10:30 a 12, y cumplir con mi actividad literaria hacia las 13 horas, que es la entrega de reconocimientos a dos generaciones de escritores del Fondo para las Letras Guanajuatenses. El volcán ha estado activo y una o dos semanas atrás volvió a cerrar vuelos. Le cuento mis temores al chofer del taxi.
Sorpresivamente, todo ocurre según mis planes. No hay cancelaciones ni retrasos. Los vuelos despegan y aterrizan con esa puntualidad que antes llamábamos inglesa. El domingo 10 de marzo regreso de madrugada a Ciudad de México, y de pronto observo desde la ventanilla a ese viejo amigo que extiende una larga fumarola hacia Puebla, como quien al despertar despacha tranquilo, en la cama, un buen habano. Es una gran postal: el amanecer y los volcanes. Tomo, por lo mismo, algunas fotos con el teléfono celular. Y lo saludo, le doy los buenos días. Por portarse bien conmigo ese fin de semana, le digo:
—Gracias, mano.
Y hasta la próxima.

Abril 2024

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domingo, abril 14, 2024


Y vino el lobo

Son las seis de la mañana en un viernes de guardar… y de todos modos despierto a esa hora, voy al baño y me detengo un rato en la cocina, para instalarme al fin en el sillón grande de la sala. En este ritual me acompaña mi gata Coco, que se levanta conmigo. La ida a la cocina es porque exige que la acompañe mientras come sus croquetas. Y luego ambos, usualmente yo del lado izquierdo y ella del derecho, nos acomodamos en el sillón. Es lo que hacemos casi todas las mañanas. A veces leo. Si la modorra persiste dormimos juntos otro rato. A las ocho, desayuno; y a las nueve salgo rumbo a la oficina. Nada de eso cuenta ahora porque hoy no hay chamba. Tomo la computadora portátil y la enciendo.
—¿Qué haces? —me pregunta la gata.
—Debo escribir algo.
—¿Sobre qué?
—Un perro, se llama Rudolph. Es un perro de la ficción, está en una novela de David Martín del Campo, Ahí viene el lobo.
—¿Lobo o perro?
—Perro y lobo. Este último es su dueño, que se apellida Wolf. Es de origen alemán, aunque ha vivido toda su vida en México, y es de oficio fotógrafo. Se hace llamar, nunca mejor dicho, Axel Moritz Wolf, y fue conocido como “el fotógrafo de los presidentes”.
—¿Y el perro?
—Es un setter. Lo acompaña en su viaje por el país; va de aquí para allá en su Tsuru dando conferencias sobre fotografía y conversa mucho con Rudi. Se entienden muy bien.
—¿Conversa con el perro?
—Sí, tienen buenos diálogos. Algo que me gustó del libro es que en las conversaciones, en general, se resuelven muchas cosas. El autor sabe armarlas y eso hace muy ágil la lectura. Uno siente estar escuchando a las personas. Yo diría que es una de las virtudes del libro: el narrador es un buen dialoguista.
—Y dices que el personaje habla con el perro.
—Sí, como ahora hablamos tú y yo, Coco.
—Tienes razón. No discutiré eso.
—En la página 175, recuerda Axel un libro de John Steinbeck, Viaje con Charley, en el que el narrador estadunidense recorre las carreteras de Estados Unidos en compañía de su perro Charley. “Era el año 1962; le acababan de anunciar lo del Premio Nobel”, nos dice. Supongo que en eso se inspira.
—Curioso.
—Yo una vez, cuando vivía en San Miguel de Allende, viajé con mi gato Merlín a San Luis Potosí. Salimos temprano y regresamos por la noche. Recuerdo haber paseado por el mercado de La Merced en busca de enchiladas potosinas, e iba con Merlín en los brazos, bien agarrado para que no se me escapara. Creo que no se la pasó bien. Mareado y somnoliento casi todo el viaje. A Rudi su dueño le da whisky, para que se adormezca, lo que es matarlo poco a poco. El perro conoce bien a su dueño. En algún momento (p. 178) le dice: “Eres un mamón. […] ¿qué pretendes con ese jugueteo? ¿Meterle mano? ¿Cogértela más al rato? ¿Por qué no mejor le cuentas tus días con Henrich Hoffmann, cuando Leni te envió con él para aprender en su estudio los trucos de la luz. Y la sorpresiva visita que hizo él con su séquito paramilitar. ¿Te acuerdas o no te acuerdas?”
—¿Me estás preguntando?
—No, es un pasaje del libro. Rudi es como la conciencia de Axel, pero lo emborracha. Es decir, emborracha a su conciencia. Y también se le escapa el perro en Monterrey, en busca de una hembra. Aunque lo reencuentra gracias a la plaquita metálica que trae sus datos.
—¿Y de eso trata el libro, de los diálogos entre Axel y Rudi?
—El libro es sobre Axel, un anciano fotógrafo que se deprime un día porque lee en El País (el 13 de septiembre 2003) que la Kodak cierra su planta en Rochester, y eso para él marca el fin de una era. Va al armario y se despide de sus siete cámaras: una Horizon rusa, la Nikon clásica, la Leica III, una Hasselblad, la Yashica de mirilla con telémetro, una Rolei y una Canon. ¿Son siete?
—Sí, siete.
—Y luego le traen el regalo de un archivo rescatado: se trata de un libro de desnudos que le confiscó el gobierno porque entre las celebridades retratadas aparecía Esperanza López Mateos, hermana rebelde del que se perfilaba como candidato a la presidencia de la República. Y décadas después le reeditan el libro, y con ejemplares en la cajuela el maduro fotógrafo se va de viaje por el país, en el Tsuru, con Rudi, con gastos pagados por Conaculta…
—Ya me perdí. ¿Por qué lo leíste?
—Encontré al autor en la Feria del Libro de León. Dimos una plática juntos sobre la crónica; me obsequió la novela, le eché un ojo y me cayó bien el personaje, Rudi, el perro, y también su dueño, que se hace llamar Axel. Son más de 300 páginas, y se lee con buen ritmo. Se cuentan muchas cosas: cómo salió de Europa, su llegada a México, el proyecto de las Doce ninfas en el jardín de Eva, su relación con los presidentes… Hay el relato de una cena el 1 de octubre en Los Pinos con Díaz Ordaz en la que el perro de éste, Atila, bebe champaña… Bueno, tendrías que leerlo.
—No seas cabrón, Alex, que no sé leer.
—Bueno, otro día te cuento eso. Creo que es un proyecto complejo: la invención de un personaje que pasa por una guerra mundial y es testigo en primera fila de la historia mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Es alemán, parecido a Paul Newman, y por ello un imán con las mujeres… y un cabrón, perdón por mi mal español (sigo tu ejemplo), con su esposa. Cuando algo era bueno, decía Marco Antonio Millán, el viejo editor: “Tiene migajón”. Y Ahí viene el lobo lo tiene, sin duda.
—Ya duérmete un rato que vas a ir a trabajar.
—Hoy no trabajo, Coco. Es feriado.
—De todos modos duérmete. Te ves cansado. Hazte para allá.

Marzo 2024

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jueves, septiembre 28, 2023



En torno a La pluma y el achique (UANL, 2023), de Alejandro Toledo
Roberto Gómez Junco

En La pluma y el achique, Alejandro Toledo realiza un placentero recorrido a través de diversos pasajes de nuestro futbol y el del mundo entero.
Desde los lejanos orígenes del Clásico Nacional entre los dos equipos con mayor poder de convocatoria en México, hasta el cuestionable negocio alrededor de los Juegos Olímpicos y la Copa del Mundo, pasando por Nacho Trelles y Fernando Marcos como longevos eslabones entre el futbol de antaño y el moderno. O por la gesta necaxista ante el Santos, aderezada con aquella jugada en la que Pelé salió lesionado al estrellarse no se sabe si con Pedro Dellacha, o con Jorge Morelos o contra ambos.
Un enriquecedor periplo de la mano de algunas figuras de nuestro balompié de siempre, y de refulgentes estrellas del planeta futbolístico: Zinedine Zidane, Ferenc Puskás, Emilio Butragueño, Bobby Charlton, Edson Arantes do Nascimento, Ronaldo Luis Nazario de Lima.
Un apasionante viaje futbolero con las debidas escalas, para detenerse un momento en el primer gol anotado en el Estadio Azteca, o en "Las Dictaduras del Balompié”, en la pasión por las Chivas o en "la vida extrema de Miguel Herrera”.
Con la aportación de Perogrullo, al señalar que en México no hay gran tradición de literatura alrededor del deporte, y las pinceladas de Eduardo Galeano, uno de los magníficos exponentes de esa plausible relación entre las patadas y las letras, célebre escritor uruguayo que consideraba al gol como el orgasmo del futbol, y quien iba suplicando en los estadios "una linda jugadita, por amor de Dios”.
Porque más allá de lo que se juega en la cancha están las emociones que ese embelesador juego provoca fuera de ella, las conmovedoras enseñanzas de vida derivadas de este incomparable deporte-espectáculo-negocio.
Vale la pena asomarse a ellas bajo la lupa de esta tersa pluma, capaz de tan minucioso achique.

Septiembre 2023

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lunes, junio 12, 2023



Cien años de La conciencia de Zeno

Una suerte de colofón de los significativos centenarios que se cumplieron en 2022, sobre todo el del Ulises (1922) de James Joyce, tiene como tema una novela italiana que se publicó, en edición pagada por el autor, al año siguiente; es decir, en 1923. Se trata de La conciencia de Zeno (La coscienza di Zeno), del triestino Italo Svevo (1861-1928). Son muchos los vasos comunicantes entre Joyce y Svevo, y ocurren a diferentes niveles.
El primero, anecdótico, viene del encuentro de estos escritores: Joyce vivía entonces en Trieste, había sido maestro de inglés en la escuela Berlitz y para conseguir ingresos de modo independiente puso un anuncio en el diario ofreciendo sus servicios. Alguien que lo contactó fue un comerciante de nombre Ettore Schmitz (o Aron Hector Schmitz), que tenía tratos con Inglaterra por la venta de pintura exterior para barcos, el negocio de la familia de su esposa, y precisaba mejorar su inglés. Así es como llega Joyce a la Villa Veneziani.
En sus conversaciones estos dos hombres se confiesan que escriben. Uno estaba intentando publicar un volumen con sus primeros cuentos, bajo el título de Dublineses, y tenía problemas con los editores, que entonces por ley ejercían en Inglaterra la censura (al ser responsables directos de lo que imprimían), y se esforzaba por concluir su primer ejercicio novelístico, que tituló Retrato del artista adolescente; y el otro había publicado tiempo atrás dos novelas, Una vida (1892) y Senilidad (1898), bajo el seudónimo de Italo Svevo, que consiguieron de forma unánime el silencio crítico, por lo que decidió retirarse de ese oficio. Así es como nace su amistad.
Presente en ello está Livia Veneziani, la esposa de Svevo, cuyo nombre resuena en Finnegans Wake (1939) por el personaje de Anna Livia Plurabelle. Ella misma escribirá un tomo memorioso, Vita di mio marito (dall’Oglio, 1976), en el que confirma lo aquí referido.
Y se cree, además, que Svevo será uno de los modelos del personaje de Leopold Bloom, del Ulises, también dedicado a cuestiones comerciales, quizá por su modo ligero de ver la vida… El mismo Svevo describió a Bloom como un personaje sonriente; y de Zeno Cosini dijo Eugenio Montale que “es un hombre que sabe sonreír respecto a sí mismo y a los demás”. Lo que nos lleva a una de las peculiaridades de La conciencia de Zeno, que es el humor.
Hay territorios compartidos. Y se crea un curioso espejeo entre uno y otro. Como dice Giancarlo Mazzacurati (en el prólogo a su compilación de los escritos de Svevo sobre Joyce): “porque Svevo le debe mucho a Joyce; y hoy se comienza a sospechar que, si bien merced a un metabolismo distinto, acaso Joyce le deba algo a Svevo” (NeXos, Barcelona, 1990, p. 6).
Cierro este primer círculo: Joyce, al fin, conseguirá editar Dublineses y Retrato del artista adolescente (en gran parte por los oficios de Ezra Pound), para enfrascarse en el Ulises; y Svevo volverá a la escritura, alentado por Joyce, y dedicará entonces parte de su tiempo a su tercera novela: La conciencia de Zeno.

Manzano por un penique

Voy a mi colección sveviana y encuentro que la traducción casi única del libro al español (porque me cuentan de una de Guillermo Fernández en la Universidad Veracruzana, que desconozco) se debe a Carlos Manzano: la tengo en Bruguera (1982), en Lumen (2001, revisada), Cátedra (2002) y en Debolsillo (2009)… La de Bruguera trae un prólogo extenso de Eugenio Montale y se está desencuadernando por el uso (como solía ocurrir con los libros de esa editorial); la de Lumen, de pasta dura, con buen papel y una tipografía amable… tiene un problema singular: está mutilada. Supongo que el editor ordenó que se quitara todo aparato crítico, por lo que no hay prólogo, pero además se eliminó el prefacio (de una página), que es realmente el comienzo del libro. En éste, un doctor S., dice ser aquel del que se habla en la novela, “a veces con palabras poco lisonjeras”. Refiere haber alentado a su paciente a escribir su autobiografía, confiando en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado; más el paciente se sustrae a la cura. Es decir, abandona el tratamiento, escapa. Y en reacción a dicha fuga el doctor S. publica esas memorias para vengarse; dice incluso: “espero que le disguste”: Y: "Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!" (pgs. 77-78, Cátedra; las citas siguientes provienen de la misma edición)
El breve prefacio, pues, omitido en la edición de Lumen, produce un efecto importante: da un contexto turbio a lo que leeremos enseguida, pues se trata, por un lado, de líneas escritas bajo un proceso médico psicoanalítico, y que tendrían que permanecer archivadas como parte de ese tratamiento, ya que en ellas el paciente se expresa con entera libertad para tratar de mostrarse a sí mismo, y al médico encargado, sus procesos internos; y es, por otro, un acto de venganza del doctor S., quien las hace públicas a sabiendas de que pondrá en graves predicamentos a su paciente y creará una serie de reacciones, seguramente negativas, en su entorno familiar y social. Esto sitúa al lector, además, en esa posición algo incómoda de quien se asoma a unos papeles que acaso no debe estar leyendo. Cada que Zeno Cosini, el paciente, revela algo comprometedor, uno imagina a los implicados enterándose, sorprendidos, de tal suceso, que quizá ellos recuerdan de otra manera.
Ese acto vengativo del doctor S. también es una primera escena cómica en la novela, al retratar a un formal terapeuta envuelto en furia ante el abandono de su paciente y ejecutando su revancha. Ana Dolfi, anotadora de la edición de Cátedra, lee con poco humor el prefacio, y apunta: "El intento de resistirse y de oponerse a la cura ocultando los viejos traumas o las pulsiones más secretas del inconsciente (que al ser removidas provocan la neurosis, la histeria, la enfermedad mental) se concreta en la hostilidad hacia el médico. Por otra parte, en los casos freudianos la inicial hostilidad se transforma normalmente en un sentimiento bastante más complejo: de hecho, la autoridad “paterna” atribuida al médico facilita el desarrollo de un transfert emotivo que es esencial para el éxito de la terapia. Es, por lo tanto, muy significativo que en el caso de Svevo el médico confiese que su relación con el paciente esté todavía en el primer estadio de la hostilidad, lo que viene a sugerir indirectamente el absoluto fracaso de la terapia". (p. 77)
No sé si le compete a una anotadora literaria efectuar ese “psicoanálisis” del prefacio (o si está pensando en un proceso similar vivido por ella), pues lo significativo, me parece, es cómo Svevo pone en entredicho la formalidad de la relación entre médico y paciente al retratar al doctor S. como un ser capaz de tremendas bajezas con tal de recuperar a aquel que huyó. Es, entre otras cosas, una burla al psicoanálisis, una puesta en duda de sus formalidades. Y el prefacio tiene para mí, entre otras funciones, la de activar ese humor incómodo (de quien se asoma a una intimidad sin tener derecho a hacerlo) que será uno de los elementos claves de la novela.

U.S.

Los lectores de Lumen se salvan de esa incomodidad, pues entran en directo a la autobiografía de Zeno Cosini, quien comparte con su creador algunos males. Uno muy específico es la adicción al tabaco.
En Vita di mio maritto, Livia Veneziani reseña esa relación conflictiva entre Svevo y los cigarros, que implica desde muy joven compromisos siempre serios de evitarlos, y el fracaso de esas promesas. De ahí que en sus agendas Zeno siempre escriba, como una fecha significativa: “U. S.”, que no es “United States”, sino “ultima sigaretta”. Cree que el cigarrillo tiene su gusto más intenso cuando es el último: "Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos… que no son los últimos". (p. 86).
Es un mal compartido por el personaje y el novelista, con un triste final: cuando Svevo está en el hospital, ya desahuciado, luego de un accidente automovilístico (que no fue aparatoso ni implicaba para los afectados, en un principio, mayores complicaciones), pide un cigarrillo y se lo niegan; y él dice:
—¡Y ese en verdad hubiera sido el último cigarrillo!
Zeno Cosini no sólo escapa del psicoanálisis. Se hace encerrar en una clínica, en la que prometen quitarle la adicción al tabaco, y logra vencer las fronteras que le imponen (sobre todo la de una enfermera de nombre Giovanna a la que se le ha ofrecido una paga extra por mantener al paciente enclaustrado, pero que sucumbe al coñac) para huir a medianoche.
El del último cigarrillo no es el único propósito incumplido, sino la síntesis de un ser con múltiples contradicciones. Ya mostramos una: hacerse encerrar para terminar ejecutando su escape. Puede conversar con alguien que padece alguna enfermedad que lo hace cojear, y termina él cojeando permanentemente sin tener dolencia alguna. Es un hijo dedicado, que acompaña al padre en el proceso final; mas el último gesto del padre será soltarle una bofetada. Es un hombre maduro que depende de un tutor, pues su padre desconfiaba de sus criterios como hombre de negocios y en su testamento fija esa cláusula. O escoge Zeno entre varias hermanas casaderas a una de ellas, a la que cree amar y de la que admira su belleza, como compañera de vida, y no será esa con la que termine casado.
Las cosas no concluyen como él las planea, pero tampoco le va muy mal: la vida ajusta sus designios y es hasta cierto punto benévola con él.
En torno a todos estos sucesos la novela propone mecanismos en los que aquello que es directo se tuerce, y lo divertido (para el que lee) es ver cómo ocurre. Todo esto al parecer tiene relación con un carácter particular, que es propio de los seres que habitan Trieste, un lugar situado en lo que fueron los límites del imperio austrohúngaro, en donde se habla alemán e italiano, pero con un idioma local, íntimo, como lo es el dialecto triestino. De esos encuentros o desencuentros surge, incluso, el nombre de pluma del autor, que es italo, pero también svevo o suabo, de Suabia, al suroeste de Alemania.
Varias veces el personaje duda en acudir al dialecto triestino para expresar mejor sus sentimientos. Una es cuando piensa arreglar con Giovanni Malfenti el equívoco que surge en torno a su interés por casarse con alguna de sus hijas, y dice: “Me preocupaba la cuestión de si en semejante ocasión debía hablar en italiano o en dialecto” (p. 167), pues Svevo creía que cuando hablaban en italiano los triestinos mentían.
Esto también permea a toda la novela, que fue escrita en un italiano mentiroso, digamos, y no en ese “dialectucho”, como también le llama Zeno.

La paradoja omnipresente

“Los personajes de Svevo transitan en los tiempos de la prosperidad, de la paz y del desastre de la experiencia de la guerra”, escribió Ludwik Margules. “Zeno, el héroe de La coscienza di Zeno, parece metido en un enredo sin fin; es la víctima de la paradoja omnipresente que rige su vida. El héroe de La coscienza di Zeno parece empeñado en una batalla cuya finalidad es la elaboración del material de la paradoja para fundamentar el absurdo que gobierna su vida.”
Esto lo señala Margules en unas palabras introductorias a la adaptación dramatúrgica de la novela realizada por Tullio Kezich, publicada por Ediciones El Milagro (en 1993) según la traducción de Hugo Gutiérrez Vega y Lucinda Ruiz Posada. Dicha adaptación dio origen, además, a un teleteatro difundido por la televisión italiana que puede verse en el canal de Youtube. En éste aparece el elenco original de la pieza, que fue estrenada el 12 de octubre de 1964 en el teatro Le Fenice de Venecia.
En la adaptación, la terapia es el hilo conductor de la historia. Zeno y el doctor S. revisan los pasajes importantes en la vida del paciente; y será al fin el médico quien abandone el proceso, al huir en 1916 a Suiza a causa de la guerra.

El milagro de Lázaro

La novela fue publicada en una fecha imprecisa de 1923 por la editorial Cappelli en Boloña con cargo al autor. No tuvo un éxito inmediato, y pareció compartir el destino que habían tenido los libros anteriores de Svevo. Sólo hubo en este caso, en los primeros meses, un par de notas elogiosas.
En un número monográfico de Cahiers por un temps (Centro George Pompidou, marzo de 1987) dedicado a Italo Svevo y Trieste (con colaboraciones de Eugenio Montale, Nino Frank, Claudio Magris y Mario Fusco, entre otros), cuenta esto Leticia Schmitz, hija del escritor, al ser entrevistada por Jean Clausell: “Cuando mi padre publicó La conciencia de Zeno encontró la misma indiferencia de los críticos, sin contar los artículos elogiosos de Benco y Pasini. Envió un volumen a Joyce a París, quien entusiasmó a Cremieux y Larbaud. Gracias a ellos la obra se tradujo y apareció en 1926 en Francia, lo que lanzó definitivamente a mi padre. Así, en el prefacio de la segunda edición, papá pudo escribir que Joyce había realizado en él el milagro de Lázaro, resucitándolo de su tumba” (p. 181).
En París pudo departir Svevo con Joyce, Benjamin Crémieux, Valery Larbaud y Paul-Henri Michel, el traductor de Zeno. “Esta atmósfera amigable lo reconfortó”, dice Letizia. Y el reconocimiento en Francia impulsó otras traducciones, lo que lo llevó a ser atendido en Trieste y en Italia. Aunque de esto aclara Eugenio Montale (en el Circuito de la Cultura y de las Artes en Trieste, en ocasión del centenario del nacimiento de Svevo, discurso que funge como prólogo a la edición de Bruguera): “Sobre Svevo yo he escrito en muchas ocasiones, estando él vivo y después de su muerte, y alguien ha tenido la indulgencia de recordar que el primer examen de conjunto de la obra sveviana aparecido en una revista de difusión nacional lleva mi firma y se publicó en noviembre de 1925, un poco antes que el breve ensayo de B. Crémieux, que en 1926 provocó en París el llamado ‘Caso Svevo´” (p. 5).
Y es cierto: en el número de Cahiers por un temps se recuperan sus escritos de noviembre-diciembre de 1925 (de L’Esame) y enero de 1926 (Il Quindicinale).
Fueron, entonces, varias las voluntades que hicieron que Lázaro resucitara. Algo similar se había operado en 1922 cuando Ulises apareció en París, y Joyce aseguró que la técnica del monólogo interior la había tomado de un autor francés, Édouard Dujardin, y en específico de su novela Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), lo que revivió literaria y socialmente a Dujardin, entonces profesor de historia de las religiones en la Sorbona.
Una resurrección fallida, por cierto, es el tema del cuento de Svevo “Una burla lograda”, en el que unos amigos engañan a un compañero suyo, escritor casi sexagenario, con la noticia de que un editor alemán lo busca para proponerle el relanzamiento europeo de un viejo libro suyo. Hay incluso una reunión, en la que un tipo grotesco se hace pasar por el editor y le ofrece algo que parece ser un contrato; y los sueños literarios del protagonista, Mario Samigli, se despiertan. Cree que ha llegado su momento: "Toda la historia de la literatura estaba atestada de hombres célebres y no desde el nacimiento precisamente. En determinado momento se había fijado en ellos un crítico en verdad importante (barba blanca, frente alta, ojos penetrantes) o un hombre de negocios sagaz […] y enseguida alcanzaban la fama. En efecto, para que ésta llegue, no basta con que el escritor la merezca. Es necesario el concurso de una o más voluntades ajenas que influyan en la masa inerte de los que después leen las obras elegidas por los primeros, cosa un poco ridícula, pero que no tiene vuelta de hoja". (Todos los cuentos, Gadir, 2006, p. 174)
No le ocurre a Samigli, como víctima de una broma bastante pesada, y sí a Svevo, quien disfrutó por unos (pocos) años, gracias a Joyce y a otros, de la fama pública.

“Parezco un mexicano”

El humor sveviano es resultado de sofisticadas coreografías que se crean entre los implicados en una escena. En el capítulo del tabaco, está el modo como Zeno logra desarmar el fuerte cerco impuesto por la enfermera Giovanna, los diálogos entre ellos (ejecutados muy probablemente en dialecto triestino), la petición de cigarrillos y la aparición de la botella de coñac, que agotan entre ambos, pero más ella, hasta producirle sueño… Y la puerta se abre.
En el capítulo sobre la muerte del padre la coreografía se complica al intervenir otros participantes, pues a Zeno y a su padre enfermo se agregan María, la camarera, y Carlo, el enfermero. Afuera, el viento y la tormenta, marcan su presencia al interior de la casa. Todo esto se conjunta hasta llegar a “la terrible escena” que Zeno no olvidará nunca.
Un momento muy curioso (que de la novela salta al teatro) es cuando el padre se recupera momentáneamente, gracias a las sanguijuelas, y se mira en el espejo.
—¡Parezco un mexicano! —dice.
Me pregunto, y no encuentro la respuesta: ¿qué significará para el señor Cosini parecer un mexicano?
En el capítulo siguiente, el del matrimonio, serán más los participantes, y por ello mismo el juego se complica, pues están Giovanni Malfenti y su esposa, las cuatro hijas casaderas (en realidad tres, pues una es aún menor de edad) y un visitante inesperado, de nombre Guido Speier. Tiene Svevo la habilidad de dar a cada parte acciones significativas, y con la suma de ellas se construye un momento complejo.
De situaciones de uno a uno (Zeno y el doctor S., Zeno y la enfermera Giovanna), crece el elenco hasta a cuatro personas (Zeno, su padre, la camarera y el enfermero) y se llega a una escena familiar en la que está por resolverse un asunto crucial en la vida del protagonista, cuando decide hacer por fin la propuesta matrimonial. Hay en todo esto, por el modo como el juego se complica, una suerte de crescendo, en el que se agregan personajes (como la amante y su madre o la secretaria de Guido, entre otros). La novela se va abriendo al mundo y sus complejidades, y su punto de arribo es el caos de la guerra.
La conciencia de Zeno, expuso en 1961 Eugenio Montale, “es una gran comedia psicológica y de costumbres, una representación que no tiene un comienzo auténtico y no acaba propiamente”…
Es una novela de recorridos dobles que se entrecruzan: por el interior del personaje y el alegre drama triestino.
Hay que volver a ella, y al mismo Svevo, una y otra vez.

Junio 2023

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Décadas de vida musical en la abadía

“Ir a Abbey Road era como ir a la iglesia”, dice el músico Liam Gallagher, de Oasis, en el documental de Mary McCartney titulado Si estas paredes cantaran (If these walls could sing, 2022). Y es algo en lo que insisten muchos de los entrevistados por la hija del exbeatle, al contar la historia de esos estudios que se sitúan en el número 3 de Abbey Road, en Londres. Desde que los Beatles titularon Abbey Road su último álbum, el lugar pasó a llamarse oficialmente de ese modo: Abbey Road Studios, pues el letrero anterior, arriba de la puerta, daba la seña de la empresa EMI (Electrical and Musical Industries), aunque la gente que trabajaba ahí usualmente se refería a él por la calle en que estaba situado.
—¿A dónde vas?
—A Abbey Road.
—¿Dónde estuviste?
—En Abbey Road.
Abadía, iglesia o templo, en ese edificio se han grabado grandes discos de música clásica, rock y pop o bandas sonoras de películas. El paso peatonal, que aparece en la portada del álbum beatle, es motivo de rituales; y en el documental se ve a Paul McCartney imitar sus pasos y estar, incluso, a punto de ser arrollado por un automóvil. En las partes de cemento de las rejas los fanáticos, en actitud religiosa, escriben frases que honran a sus músicos.
Mary McCartney, nacida en 1969, llegó ahí de bebé, y sus recuerdos son vagos. Hay fotos en las que está en un tapete, con menos de un año, jugando. El impulso para realizar este documental viene de esa memoria temprana, aunque no se detiene ahí. Va hacia atrás y hacia adelante. El padre es parte central de la historia, mas el paisaje se exitiende a otras figuras. Hay momentos entrañables. Las paredes realmente hablan y cantan.
En el inicio está el hecho de la compra del edificio en una subasta por Gramophone, y cómo el jardín de atrás fue transformado en un enorme estudio para grabar música clásica con orquestas completas. El 12 de noviembre de 1931 Sir Edward Elgar dirigió ahí a la Sinfónica de Londres en la ejecución de su Pompa y circunstancia; se grabó todo directamente en un disco de cera (técnica entonces novedosa), que sirvió para hacer las copias comerciales.
De lo mucho que se narra hay una historia que sorprende: la de la violonchelista Jacqueline du Pré, que asistía a Abbey Road acompañada de Daniel Barenboim como director de orquesta. Hay filmaciones en que se muestra su modo particular, corporal, de realizar sus ejecuciones. Y se le ve y oye interpretar el Concierto para violonchelo en mi menor de Elgar… “Cuando la escuchas, sientes que entrega su alma en cada nota que toca”, dice de ella el joven violonchelista Sheku Kanneh-Mason, quien grabó décadas más tarde, en ese espacio, la misma partitura. La carrera de Du Pré tiene un final abrupto cuando se le diagnostica en 1971 esclerosis múltiple, algo que recuerda a Juan García Ponce, quien padeció lo mismo. Ella resuelve el trauma de modo positivo cuando comenta: “Naturalmente, eso provoca mucho miedo. Pero tuve suerte porque mi talento se desarrolló de forma temprana. Y cuando tuve síntomas de esclerosis múltiple tan serios como para impedirme tocar instrumentos, ya había hecho todo lo que habría querido hacer en el violonchelo”.
Según las hojas de grabación, el último día que asistió al estudio fue el 12 de diciembre de 1971, y sólo pudieron rescatarse dos tomas.
La música clásica alimentó el espíritu de Abbey Road, pero no sus finanzas. Por ello tuvieron que acudir al rock y el pop. El primer éxito, en 1958, fue “Move it”, con Cliff Richard and The Shadows. Luego, en busca de algo similar, se toparon con los Beatles, llevados por Brian Epstein, quienes el 11 de febrero de 1963 (sesenta años atrás) grabaron entero su primer álbum. Esto ocurrió en el Estudio Dos.
La dupla de Brian Epstein como mánager y George Martin como productor llegó a tener, en 1964, 36 semanas con éxitos número uno en el Reino Unido, con Cilla Black, Gerry and The Pacemaker y los mismos Beatles, entre otros. En 1967, mientras los Beatles grababan el Sgt. Pepper, un grupo nuevo, Pink Floyd, con Syd Barrett como líder, diseñaba su primer disco en el estudio vecino. Ahí mismo se creó en 1973, ya sin Barrett, The Dark Side of the Moon.
Mucho es lo que las paredes cantan, como las 19 tomas de Cilla Black al tema de la película Alfie (1966), porque el compositor de la pieza, Burt Bacharach, buscaba “algo de magia” (que ya estaba, como le demostró George Martin, en la toma cuatro); la posibilidad de ver el órgano Lowrey que se escucha al inicio de “Lucy in the sky with diamonds”; el que en su juventud acudieran a Abbey Road como músicos de estudio Elton John y Jimmy Page; el desmayo de Shirley Bassey en el cierre de la canción “Goldfinger”, de la saga de James Bond, quien alargó la última nota para empatar la interpretación con el cierre de los créditos de la cinta; las necesarias renovaciones, ante la crisis económica, como sitio de grabación de bandas sonoras de cintas como Indiana Jones o El regreso del jedi… Hasta llegar a Oasis y el pop de los noventa, y otras figuras más o menos recientes, como Kate Bush o Celeste.
Los de Oasis, abrumados por la presencia Beatle, pasaron una noche en Abbey Road escuchando a todo volumen los discos del Cuarteto de Liverpool, lo que ocasionó que una de las bocinas se rompiera.
Es mucho lo que canta y cuenta este documental de Mary McCartney. Aproximación coral múltiple a un gran templo musical.

Junio 2023

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martes, enero 31, 2023



Adiós al Mozart del futbol

Hace medio siglo, en la resaca del México 70, anticipándose al palabrerío de estos días, el cronista Manuel Seyde hizo en La fiesta del alarido (1970) este obituario sintético del Rey Pelé: “Aquí fue el hombre; en Suecia era el niño prodigio a quien le dijeron: ‘Toma el violín; toca algo para los señores’. Y él empezó su carrera luminosa y, al finalizar el Mundial de 70, es el primer juglar del mundo y cuando muera, que todos tenemos que morir aunque no nos guste, se sabrá de su grandeza”.
El hecho ocurrió: Edson Arantes do Nascimento, conocido en las canchas como Pelé, murió el 29 de diciembre de 2022, poco después de Catar 2022, cuando se discutía en las redes sociales quién ha sido históricamente el mejor futbolista de todos los tiempos. Si en el pasado se hablaba de Puskas, Pedernera, DiStéfano, Sindelar o Cruyff como posibles rivales de Pelé, en el presente se piensa en los tres Ronaldos de Brasil y Portugal (Nazario, Ronaldinho y Cristiano) o en los argentinos Diego Maradona y Lionel Messi. Y aún hoy, como diría Seyde, “Pelé se asoma por encima de todos, saltando para tocar la pelota con la frente”.
Nació el 23 de octubre de 1940. A los nueve años siguió en la radio con su padre, también futbolista, João Ramos do Nascimento, al que llamaban Dondinho, aquel partido entre Brasil y Uruguay con el que concluyó el Mundial de 1950, y que era, como prometían los políticos, la segura consagración de los brasileños como potencia del orbe. Pero no: el estadio Maracaná, vestido para la gran fiesta, entró en pasmo ante el 2-1 con el que los uruguayos vencieron todos los sueños. Maracanazo, le llaman. Como muchos, Dondinho lloró; y al verlo así el hijo le prometió llevarle a casa, alguna vez, ese trofeo… Lo que ocurrió muy pronto, ocho años más tarde, cuando el joven Pelé, de 17 años, se presentó en Suecia 58.
Mucho de la vida de Pelé se ha contado en estos días. Las fuentes para saber su historia son varias. Hay un documental muy amplio, accesible en streaming, Pelé (David Tryhorn y Ben Nicholas, 2021), en el que, alternando con el material fílmico histórico, se le ve ya con problemas para caminar (con los apoyos de andaderas o sillas de ruedas), conmovido por momentos en el recuerdo de los juegos definitivos, en reuniones con excompañeros tanto del Santos como de la selección, o tamborileando con los dedos un viejo cajón de madera para bolear zapatos, oficio que ejerció en su niñez. Y están los libros, como el de Seyde, que en su parte final reseña el Mundial de 1970; o películas como Futbol México 70 (Alberto Isaac, 1970), que cuenta aquella fiesta futbolera que consagró a Pelé y a su selección.
Y queda además la memoria de quienes asistieron, o asistimos, a aquellos encuentros deportivos y vieron, vimos, al maestro ejecutar su magia. Cuando miro la foto en la que llevan en hombros a Pelé en la cancha del Azteca, aquel 21 de junio de 1970 (portada de muchos diarios el 30 de diciembre de 2022), suelo pensar que ahí estuvimos mi hermano Carlos y yo, a los 11 y siete años de edad, perdidos entre la multitud, en la parte más alta del estadio, esa que llaman El Palomar, en la cabecera sur, donde casi se podía tocar el techo.
—Mira —señalo la tribuna—, ahí estamos —como si fuera posible vernos.
E incluso puede uno remitirse a quienes alguna vez lo enfrentaron. En mis tiempos de cronista deportivo fui invitado a presenciar, en un restaurante de Coyoacán, una reunión anual de futbolistas que vencieron al Santos de Pelé. El anfitrión fue Reinaldo Giacomini, y asistieron Héctor Ortiz, El Chato; Dante Juárez, El Morocho; José Antonio Roca; Jorge Morelos, Vitola; José Moncebáez; Melesio Osnaya, El Pirrín, Carlos Guevara y José Luis Lamadrid… Recordaron que 35 años atrás (el 2 de febrero de 1961) un Necaxa reforzado por jugadores del Toluca y el Atlante se enfrentó al Santos de Brasil en el estadio de Ciudad Universitaria, con un resultado que sorprendió a todos: los locales 4, visitantes 3.
Jorge Morelos vigiló la portería, y de Pelé me contó esto: “Yo me decía: han de exagerar los que hablan de él, se me hace que están exagerando. Al empezar el partido descubrí que era más de lo que me habían dicho: tenía muchas habilidades, era el jugador completo, corría, tocaba con el talón, se desmarcaba…”
Sin embargo, en un choque aéreo, en el que participaron Morelos, Pedro Dellacha y Pelé, este último se luxó un hombro y abandonó el campo.
Las lesiones perseguirán a Pelé en el Mundial de Chile 62, pues los golpes continuos eran para sus rivales la única forma de detenerlo, aunque esa vez su país ganó el torneo; y un poco lo mismo, y el surgimiento entonces de un juego defensivo y de gran fortaleza física (con el agregado de estrategias concebidas directamente para anularlo y una actuación equívoca de los árbitros), transformarán en fracaso su participación en Inglaterra 66.
Por ello dudó en seguir en la selección; sentía que, fuera de su debut, los Mundiales no eran para él… Hubo, no obstante, toda una campaña de Estado para que figurara en México 70; incluso se impuso Pelé a sus rivalidades con el entrenador João Saldanha (quien lo declaró miope), sustituido éste por Mario Zagallo a meses de que iniciara la justa. De ese Mundial sobresalen dos instantes:
Uno, aquel gran gol que no fue, ante Checoslovaquia, al minuto 41, cuando intentó vencer al arquero desde la media cancha y Viktor (sigo a Seyde) corrió hacia atrás aterrado, como esos jardineros que tratan de fildear una pelota, mas ésta picó cerca del poste izquierdo y se fue. El mejor gol, dice Seyde, “es el que no se hace”.
Y el otro, que también exalta Seyde, es cuando se eleva Pelé, en la final contra Italia, a pase de Rivelino, superando a Burgnich, para dirigir el esférico con la frente hacia donde Albertossi no podía llegar. Fue el 1-0.
—Saltamos juntos —contó luego Burgnich—, pero cuando volví a tierra vi que Pelé se mantenía suspendido en la altura.
El Rey ha muerto. ¡Viva Pelé!

Enero 2023

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martes, diciembre 20, 2022



Cien años sin Marcel Proust

“Lo que lo consumía, en su obra, era el tiempo”, dice Céleste Albaret de su patrón y amigo Marcel Proust (1871-1922). “Perseguía el tiempo en sus libros, y sin embargo se sentía atrapado por él en la vida.”
Fue ella, su asistenta personal, quien acompañó al escritor en sus últimos ocho años, los más importantes en la escritura de En busca del tiempo perdido. No sólo lo atendía en todas sus necesidades. A Céleste le dictaba; y también era ella la encargada de preparar el engrudo y pegar en los cuadernos las hojas manuscritas con las que se añadían pasajes a los libros en proceso. Sin su apoyo, poco se hubiera avanzado. Y es la “querida Céleste”, junto con Robert Proust, el hermano, quien lo ve morir el sábado 18 de noviembre de 1922 hacia las 16:30.
Esa tarde el “pequeño Marcel”, el “gentil Marcel”, como le decían los cercanos, se quedó mirándolos desde su cama. “No nos quitaba los ojos de encima. Era atroz”, recuerda Céleste.
“Permanecimos así unos cinco minutos. Después, de repente, el profesor se acercó, se inclinó dulcemente sobre su hermano y le cerró los párpados, mientras sus ojos seguían girados hacia nosotros.”
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Sí, Céleste. Se acabó.
El de Céleste Albaret es un testimonio de primera mano sobre esa etapa última. A éste se remiten los mismos biógrafos de Proust. Luego del deceso, ella guardó silencio. Proust le había anticipado que muchos la buscarían, y que era preferible la discreción. A los ochenta y dos años, luego de escuchar historias fantásticas sobre la vida y la muerte de su patrón, aceptó que fueran grabadas sus conversaciones con Georges Belmont, como una forma de recuperar su propio tiempo perdido, lo que dio origen al libro Monsieur Proust, publicado originalmente en 1973; sigo aquí, en sus capítulos finales, la edición de Capitán Swing (Madrid, 2013), y de ahí provienen los diálogos que cito. Fueron, dice Belmont, cinco meses de entrevistas, setenta horas grabadas. Hay incluso una adaptación (alemana) a la pantalla: Céleste, Percy Adlon, 1980.
En este centenario, Céleste Albaret es la fuente directa para intentar comprender la muerte temprana, a los 51 años, de uno de los mayores narradores del siglo XX.

El año 22

Aun ahora, el año 22 del siglo XX es un potente motor literario. Hemos seguido a lo largo de este 2022 los centenarios de obras de ruptura como Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot, Trilce de César Vallejo o El soldado desconocido de Salomón de la Selva… La vigencia de estas propuestas literarias hace, por contraste, que lo actual palidezca. ¿Qué se ha publicado este 2022 a la altura de esos cuatro títulos?
El cierre de ese annus mirabilis, por desgracia, tiene tintes trágicos, pues camina hacia la muerte. Aunque no empieza mal: en 1922 Proust, en casa, recibió ejemplares de Sodoma y Gomorra II, se entretuvo en algunos añadidos (a La fugitiva, por ejemplo, que aparecería en Gallimard en 1927 como Albertine desaparecida), revisó las pruebas de imprenta de La prisionera (1923) y puso el punto final de la saga —en los cuadernos de lo que se llamaría El tiempo recobrado, a publicarse en 1927—. Estos menesteres los realizó a pesar de su estado físico, con el deterioro irremisible de su salud, en los descansos de accesos severos de tos y asfixia, en una habitación que con el avance del otoño se fue tornando cada vez más fría.
Por cierto: en sus antimemorias, el narrador peruano Alfredo Bryce Echenique hace este apunte cómico: recuerda a su madre como gran lectora del francés, afición que motivó su primer viaje a Europa. Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en un que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde [mi madre] se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (Permiso para retirarme, Antimemorias III, Anagrama 2021, p. 78).
Esos dos factores, la humedad y la falta de calefacción (señalados por Bryce Echenique de un modo gracioso), fueron decisivos en 1922 para quebrantar a un hombre de por sí asmático.

Marcas temporales

Proust luchaba contra el tiempo. Sabía que el libro final daría forma a todo el proyecto. Sin él, su construcción carecía de sentido.
El tiempo es un factor que acompaña al Ulises de Joyce y a la saga de Proust. En el irlandés, cada capítulo tiene sus marcas temporales, en el avance del día ese 16 de junio de 1904: hacia las 9, por ejemplo, llega a la Torre Martello la mujer que vende leche; como a esa hora, minutos después, Stephen Dedalus camina hacia la escuela para impartir su clase de historia; entre diez y once el artista ya no adolescente deambula por la playa; al término de su trayecto se cruza con el cortejo fúnebre de Paddy Digman, y en una de las carretas viajan, entre otros, su padre, Simon, y un amigo de éste, Leopold Bloom… El entierro será a mediodía. El Ulises tiene inserto un reloj o un cronómetro de alta precisión.
En la novela de Proust las marcas temporales no refieren las horas, como en Joyce, sino el cambio de épocas, como si se tratara de un almanaque o un calendario en el que se resaltan, por ejemplo, algunas novedades tecnológicas: la aparición de los automóviles, el primer avión que es observado flotando en el cielo, la llegada de la luz eléctrica a París, la instalación de los aparatos telefónicos… Igualmente, algunos sucesos de la vida francesa (como el desarrollo del caso Dreyfus, asunto que dividió a la sociedad) nos sitúan en contextos históricos determinados.
El relato ocurre entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los personajes crecen y envejecen con el narrador, hasta una reunión final en la que sus cambios físicos son notorios. Marcel se da cuenta entonces que todo se ha ido fugazmente. Ha perdido el tiempo, literalmente, al ser una suerte de socialité, aficionado a la convivencia con duques y duquesas en los salones parisinos. ¿Cómo recuperar ese tiempo perdido? La escritura se presenta como una posibilidad. Una campanilla, una baldosa suelta en la avenida, las migajas de una magdalena mezcladas en te de tila funcionan como artilugios inesperados para escuchar, sentir o paladear lo remoto. Son accesos o llaves. El final es apenas el comienzo. ¿Lo inmediato? Reconstruir todo un pueblo, Combray, y andar y desandar dos caminos: el de Swann y el de Guermantes.
Esa construcción, que se le aparece completa en la mente al beber una taza de té de tila, le llevará, para concluirla, más de diez años. Poder terminarla era su angustia. ¿Le alcanzaría el tiempo?
Lo que emprendió Proust tenía antecedentes en la literatura francesa. Dos de sus modelos son las Memorias de ultratumba, de Francisco Renato de Chateubriand, y la Comedia humana de Honorato de Balzac. Y era, a la vez, diferente. Porque se trataba de una memoria ficticia, y no planeó escribir novelas sueltas que conformaran un todo, sino una novela total: era la re-creación imaginativa de un universo entero, centrado o concentrado en una sola mirada. À la recherche, dice Peter Quennell, “es una obra novelesca construida sobre principios poéticos” (En torno a Marcel Proust, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 26).
Es mirada y oído, olor, gusto y tacto, pues se trata de usar los cinco sentidos con una enorme intensidad. El narrador piensa el mundo, sobre todo, desde la pintura, la música y la literatura; y de ahí nacen esos artistas ficticios —el pintor Elstir, el pianista Vinteuil y el literato Bergotte— que anima y admira. Son esas artes sus materiales básicos para construir una catedral o un gran castillo que se sostiene en el aire por su capacidad inventiva.

Mudanzas

La muerte, dice Céleste, “comenzó para él con nuestra partida del boulevard Haussmann, que fue un verdadero desgarramiento moral”.
Como sabe quien lo ha leído, Proust tenía una relación especial con los espacios y los muebles, para él también habitantes de una casa. El departamento en el boulevard Haussmann se transformó en un sitio familiar y amigable, acondicionado a sus necesidades de escritura (como aquello de los corchos en las paredes para insonorizarlo)… pero un día, a finales de 1918, se enteró que tenía que desalojar. Su tía, dueña del edificio, lo vendió sin avisarle. Especula Céleste que de saber esas intenciones, el mismo Proust hubiera podido adquirirlo. No tuvo esa oportunidad.
La mudanza fue inesperada. Tuvo que deshacerse de muchos muebles queridos. Se instaló brevemente, en mayo de 1919, en la rue Laurent-Pichat, y luego encontró Céleste un piso en la rue Hamelin, a donde se mudaron en octubre. Mandó encorchar las paredes. Proust siempre lo consideró, no obstante, un sitio de transición. El gran problema era el tiro defectuoso de las pequeñas chimeneas, por lo que el humo se escapaba a las habitaciones. Proust ordenó que no se encendiera más el fuego.
Le dijo una vez a su asistenta:
—Ya verá, querida Céleste… Cuando haya escrito la palabra “fin” partiremos hacia el sur. Iremos a descansar; sí, nos tomaremos unas vacaciones. Los dos las necesitamos mucho, porque también usted está agotada.
Algo curioso que ocurrió en ese departamento fue el concierto íntimo, para un solo escucha, del Cuarteto Poulet, contratado por Proust, que interpretó para el anfitrión aquel Cuarteto de César Franck que suele asociarse con la música de Vinteuil.
Hacia 1922 ya casi no salía. Comía muy poco; su dieta consistía, sobre todo, en leche y café. Una tarde tocó el timbre y acudió Céleste a la recámara. Proust acababa de despertar.
—Sabe, ha ocurrido algo grandioso esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Adivine.
—Monsieur, no imagino qué puede ser, no logro adivinarlo. Debe tratarse de un milagro. Tiene que contármelo.
—Pues bien, mi querida Céleste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra “fin”. Ahora puedo morir.
—Ya veo que se siente muy feliz, ¡y yo también estoy tan contenta de que haya llegado al final de lo que se proponía! Pero, conociéndolo como lo conozco, temo que no hayamos acabado de pegar papelitos ni de añadir correcciones.
—Eso, Céleste, es otra cosa. Lo importante es que, desde ahora, ya no estaré angustiado. Mi obra puede ser publicada. No me habré sacrificado en balde.
Luego vino el final: una gripa mal cuidada, una atmósfera hogareña gélida, las recomendaciones no atendidas de recibir inyecciones o llevarlo a un hospital, crisis asmáticas, accesos de tos, una dieta mínima… “Estoy segura de que esperaba seguir viviendo”, contó Céleste, “pero el resorte se había aflojado a partir del momento en que había escrito la palabra ‘fin’”.
Aún la noche del 17 al 18 de noviembre retomó con Céleste algunas correcciones y añadidos. A las tres y media de la mañana pararon.
—¿No se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste?
Horas después, Proust decía ver frente a sí a una mujer enorme vestida de negro. Caminaba ya su alma hacia un tiempo detenido.

Una triste mañana gris

El funeral de Proust, dice George D. Painter, fue el martes 21 de noviembre al mediodía en la iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillot. Céleste lo corrige en cuanto a la fecha: ocurrió el miércoles 22. Y ese es el dato que da también Patrick Roegiers en su novela La nuit du monde (2010). “Fue una triste mañana gris”, describe Roegiers. Parecía una escena sacada de El tiempo recobrado, libro aún inédito; cuenta Painter: “Proust estaba rodeado de cuantos habían sido sus amigos en vida, y parecía que una multitud de fantasmas se hubiera reunido para honrar a un hombre vivo” (Marcel Proust, 2, Alianza Editorial/Lumen, Madrid, 1967, p. 562).
Entre los presentes estaba James Joyce, aquel escritor irlandés con el que se había encontrado (y desencontrado, pues poco pudieron decirse, sin haberse leído entre ellos) en el hotel Ritz meses atrás, el 18 de mayo.
El cortejo tuvo como destino el cementerio del Père Lachaise, donde aún descansa Marcel Proust, junto con sus padres, bajo una lápida de mármol negro.
Uno se pregunta: ¿tiene Proust los lectores que merece? Serán contadas las personas que han cubierto el trayecto completo. Sus libros están siempre en las librerías, pues es un longseller: un autor que no deja de venderse… Hay aventureros que han llegado al final, y celebran haberlo hecho. Si cada libro tiene sus virtudes, y puede disfrutarse individualmente, la visión de conjunto es realmente espectacular. Es ahí donde uno entiende todo. Es como correr la Tour de France y alzar los brazos al cruzar por el Arco del Triunfo. Y no hay fatiga; al contrario, queda el impulso del volver a la primera frase (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) y empezar de nuevo.
Hace algunos años, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional, coordiné un grupo de lectura que se propuso, en principio, leer los tres primeros tomos. Al finalizar esa etapa decidimos seguir. En diez meses (de agosto de 2009 a mayo de 2010) concluimos. Una alumna, Isabel Álvarez, fue señalando en la lectura los platillos que se preparaban o consumían, y buscó las recetas originales. Para celebrar la conclusión, nos recibió en su casa con una comida digna de duques y duquesas; la novela se transformó en una mesa servida de modo espléndido.
Nos acompañó esa tarde Luz Aurora Pimentel, experta universitaria en dos escritores complejos (Joyce y Proust), y autora, posteriormente, de un tomo ahora indispensable: Cuadros color de tiempo: ensayos sobre Marcel Proust (Bonilla Artigas, 2019). Ahí apunta: “El tiempo en Proust es tanto la experiencia como la representación de la existencia simultánea en todos los tiempos, en todos los sentidos. Es un tiempo literalmente encarnado. Al final de la obra, por ejemplo, el tiempo cobra forma en los cuerpos envejecidos de los personajes, pero también en el hermoso cuerpo de la joven Mlle de Saint Loop, en quien convergen aquellos caminos —el de Swann y el de Guermantes— opuestos en apariencia, pero que en ella se funden” (p. 15).
Hubo esa tarde en casa de Isabel Álvarez vino francés, té de tila y madeleines. Bebimos y comimos En busca del tiempo perdido. Debe haber historias similares en muchas partes del mundo. Hay un documental sobre un grupo argentino de lectores constantes de Proust, que practican un loopcontinuo con los siete tomos. Pese a la extensión de su gran proyecto (se le suele incorporar en las listas de obras por pocos terminadas), Proust tiene sus fieles seguidores.
Alegaría en su favor el mismo Charles Swann cuando dice, en el tomo primero (en la traducción de Pedro Salinas): “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida” (Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 41).
Curiosamente, mi primera lectura de Proust fue en el verano de 1986, mientras ocurría en México el Mundial de Futbol, del que no recuerdo haber visto un solo partido. No fue una pedantería de mi parte saltarme ese encuentro deportivo lleno, lo descubrí más tarde, de grandes luces; simplemente me sentí absorbido por la escritura de Proust y hallé entonces la forma de aislarme de todo ese ruido mediático y leer hasta ocho horas diarias.
El centenario de su muerte coincide ahora, en cuanto a fin de semana, con otro Mundial. Y pienso que si se valoran los aportes o se jerarquiza con justicia (en comparación con el balompié, agradable cuando se juega bien o bonito, pero con atención excesiva por los intereses comerciales), es de mayor significación humana o cultural lo hecho por el autor francés, quien llevó a sus límites las herramientas literarias, hasta agotarse a él mismo, para mostrarnos cómo es amplio y diverso el mundo si se le mira, y se le recrea, de la forma adecuada.
En 1922 Proust sabía que su muerte física estaba cercana, pero también le quedaba claro que su catedral narrativa por fin terminada le sobreviviría. Le aseguró a Céleste: “Cuando yo muera, oiga lo que le digo: me leerán. Usted asistirá a la evolución de mi obra a los ojos y en la mente del público”.
Y me parece que así ha ocurrido.

Noviembre 2022

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Cien años de El soldado desconocido, de Salomón de la Selva

Para Aura María Vidales,
sobrina-nieta del nicaragüense

De las grandes obras centenarias a celebrar este año, principalmente Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot y Trilce de César Vallejo, suele olvidarse que en 1922 apareció en México, en ediciones Cvltvra (con ilustración en portada de Diego Rivera), El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959). Podrían encontrarse afinidades en estas cuatro piezas de vanguardia; y la primera, claro está, sería eso mismo: el constituir ejemplos mayores de una literatura de ruptura.
En el epílogo a la antología Laurel (de publicación original en 1941, reeditada en 1986), escribió Octavio Paz sobre Salomón de la Selva: “Fue el primero que en lengua española aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo sino que el tema mismo de su libro único […] también fue novedoso en nuestra lírica: la primera guerra vista y vivida ‘en el dug-ot hermético,/ sonoro de risas y de pedos/ como una comedia de Ben Jonson’” (Trillas, México, p. 496).
Me intriga la ambigüedad del término “libro único” usado por Paz, pues no se sabe si lo describe así por su singularidad o por constituir para él la solitaria muestra poética digna de elogio en la producción del nicaragüense, quien no arranca ni se detiene en El soldado desconocido. Hay un poemario anterior, escrito en inglés, Tropical Town and other poems (1918), del que se sabe poco y hay muestras escasas; y varios títulos que le siguieron: Evocación de Horacio (1949), Evocación de Píndaro (1955), Canto a la independencia nacional de México (1955) y Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958), entre otros, además de ese raro portento prosístico y editorial (volumen en gran formato con audacias tipográficas) que es Ilustre familia: novela de dioses y de héroes (1952).
Finalmente, el término usado por Paz parece marcar una preferencia. Y es quizá una mosca rara e incómoda en medio de tantas novedades que atribuye a Salomón de la Selva. Repito: según Paz, es el primero en aprovechar en lengua española las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; es el introductor de los giros coloquiales y el prosaísmo, y es singular, además, por el tema de la Gran Guerra (1914-1918), “vista y vivida” por el autor. No son méritos menores.
Así lo ubica José Emilio Pacheco: “En 1922, cuando Henríquez Ureña constituye el grupo de sus nuevos discípulos, De la Selva publica su libro más importante: El soldado desconocido. En sus páginas está ‘la otra vanguardia’. Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón doliente y el ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, puede expiarse describiendo el lodo de las trincheras”.
El párrafo de Pacheco (cuya fuente son las “Notas sobre la otra vanguardia”, Revista Iberoamericana, 1979) es citado por Miguel Ángel Flores en el prefacio a la antología El soldado desconocido y otros poemas, editada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 y reimpresa en 2005 (sin reimpresión este año, como era necesario hacerlo), en la que Flores tomó la sabia decisión de incluir íntegro El soldado desconocido, acompañado por una selección reducida (y quizá insatisfactoria) de sus otros versos. Acaso las guías para esto sigan siendo Paz y Pacheco, pues para uno El soldado es “su libro único” y para el otro “su libro más importante”. Era sin duda necesario tenerlo completo, y con ese ejemplar en mano podemos leerlo ahora y celebrarlo en su centenario.
La novela Ulises de Joyce tuvo sus rechazos (el más célebre por parte de Virginia Woolf) por aquellos episodios que eran considerados como sucios, como acompañar a uno de sus protagonistas al retrete, escuchar un pedo sonoro o verlo masturbarse en la playa. De El soldado desconocido, un crítico anónimo escribió: “Ante todo, su autor cree que El soldado desconocido está escrito en verso y esta creencia es una temeridad; el libro es prosa distribuida arbitrariamente en las páginas, prosa llena de mugre, vulgar, en algunas partes asquerosa, distanciada del alma, del arte, del ensueño y hasta de la decencia. En El soldado desconocido su autor piensa ser realista y sólo acierta a mancillar la lengua castellana con crudezas llenas de bellaquerías” (citado por Miguel Ángel Flores, p. 23 del prefacio).
¿Qué hay ahí? ¿Cómo fue que un joven nicaragüense pudo participar en la Gran Guerra y referir más tarde sus experiencias en ese conflicto en una obra escrita de intención poética?
Remito a los interesados en la vida de Salomón de la Selva al prefacio de Miguel Ángel Flores, quien a la vez se sirve de una biografía de Mariano de Fiallos Gil (Salomón de la Selva: poeta de la humildad y la grandeza, Nicaragua, 1962), ubicable en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría una fuente más, por desgracia inédita, que es el libro Salomón de la Selva (1893-1959): vida y poesía, de Marco Antonio Millán (amigo y editor del bardo), del que conservo una copia mecanográfica.
Resumo brevemente la trayectoria del nicaragüense para llegar a Europa: por salvar a su padre, preso como opositor a la dictadura, se acerca al jerarca en turno, el general Zelaya, y le recuerda los derechos del hombre y del ciudadano. El gesto ante el dictador, a quien le simpatizó el muchacho de 12 años, lleva a dos resultados: el padre queda libre y Salomón recibe una beca para trasladarse a los Estados Unidos de Norteamérica, un apoyo que dura tanto como el general en el poder: no mucho. Y esto deja a Salomón de la Selva en el desamparo en la ciudad de Nueva York. Sus avatares son varios, en el ejercicio de diversos oficios; y su residencia neoyorquina es en parte la explicación de que su primer poemario haya sido escrito en inglés. Tiene un gran amorío con Edna St. Vincent Millay, la gran poeta, de quien traducirá más tarde en la revista América el poema largo “Renascence”.
Así recordó Salomón de la Selva (en tercera persona) ese romance: “¡Todo el tiempo que duró su amistad los dos eran tan pobres! Su mayor lujo sería, como lo canta con infinita ternura Edna en la poesía que se llama ‘Recuerdo’ (así, en español), ir y venir en las barcazas que surcan la bahía de Nueva York, mordiendo frutas, hasta quedar cansados, pero llenos de alegría, al amanecer después de larga noche, y dar a alguna viejecilla las manzanas y peras que no se comieron y toda la morralla que llevaban, quedándose sólo con lo justo para pagar el pasaje en el subway” (citado por Flores, p. 17).
El poema “Recuerdo”, de A Few Figs From Thistles (1922), puede escucharse en voz de su autora en la plataforma YouTube en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=mYQkEkB_fhk. Así arranca:

We were very tired, we were very merry—
We had gone back and forth all night on the ferry.

[Estábamos muy cansados, éramos muy felices—
Fuimos y vinimos toda la noche en el ferry.]

En Conversación con los difuntos (1991), Eliseo Diego traduce algunos poemas de Edna St. Vincent Millay, y en la nota introductoria comenta al paso que ella “tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre”. Hay una foto juvenil de Edna, tomada por Arnold Genthe, que provoca en Eliseo Diego este arrebato: “De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio […] no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mirar? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado” (p. 96. Ediciones del Equilibrista, México).
Y un día, en 1918, cuando falta poco para que concluya la guerra, informa Miguel Ángel Flores, a los veinticuatro años se alista Salomón de la Selva en el ejército inglés.
Hagamos aquí a un lado la bibliografía y veamos (leamos) directamente el libro.

Ya me curé de la literatura

En el prólogo al poemario, escribe Salomón de la Selva: “Claramente se ve que ni John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy puede ser el héroe de la Guerra. El héroe de la Guerra […] es el Soldado Desconocido. Es barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia. Ni nada. Sólo patria” (p. 54).
Y luego cuenta: “Me conmovió mucho leer que se le tributaban honras heroicas al Unknown Soldier inglés. He pensado que muy bien pude haber sido yo mismo ese héroe desconocido. Explico que tuve la buena suerte de servir, voluntario, bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña que fue de la madre de mi padre. Por eso pude escribir este poema” (p. 54).
Efectivamente, como apunta Pacheco, en los primeros versos desprecia su condición de poeta. Hace un recuento breve de los oficios de quienes lo rodean, y ve que uno era zapatero, otro hacía barriles y uno más era mozo en un hotel del puerto.


¿y yo? ¿Yo qué sería
que ya no lo recuerdo?
¿Poeta? ¡No! Decirlo
me daría vergüenza. (p. 66)

De igual modo, desecha la lira. Dice:

Yo quiero algo diferente.
Algo hecho de este alambre de púas;
algo que no pueda tocar un cualquiera,
que haga sangrar los dedos,
que dé un son como el son que hacen las balas
cuando inspirado el enemigo
quiere romper nuestro alambrado
a fuerza de tiros.
Aunque la gente diga que no es música,
las estrellas en sus danzas acatarán el nuevo ritmo. (p. 77)

La guerra tiene que ser observada y vivida. Están las balas, los heridos, bayonetas y granadas; hay, prisioneros, y muchos sufren los estertores de la muerte. En el cuerpo hay sudor y piojos; se habla de pedos y sobacos; los soldados se hunden en charcas putrefactas, y al alargar la mano en el suelo la meten, sin querer, en la boca de un cadáver. Su espanto hace que envejezcan años en una sola noche. Ese entorno rudo pide formas nuevas para ser descrito. Ante ello, dice Salomón:

Ya me curé de la literatura.
Estas cosas no hay cómo contarlas.
Estoy piojoso y eso es lo de menos.
De nada sirven las palabras. (p. 93)

Se detectan los prosaísmos en versos que pueden ser descompuestos y transcritos de corrido, de esencia narrativa, como estos: “Salimos de nuestro campamento en Suffolk casi al anochecer. La banda no dejó de tocar un momento hasta partir el tren. En la estación nos besaron las muchachas. Yo creo que lloré” (p. 71).
Y en ese contexto de batallas y sangre es donde el poemario llega a grandes momentos, como en el poema dedicado a “La bala”. Quizá en ello es donde José Emilio Pacheco encuentra la anti-poesía, por la irrupción de elementos hasta entonces acaso ajenos al universo común de los poetas, como si el mismo proyectil alterara el aliento lírico:

La bala que me hiera
será bala con alma.
El alma de esa bala
será como sería
la canción de una rosa
si las flores cantaran,
o el olor de un topacio
si las piedras olieran,
o la piel de una música
si nos fuese posible
tocar a las canciones
desnudas con las manos.

Si me hiere el cerebro
me dirá: Yo buscaba
sondear tu pensamiento.
Y si me hiere el pecho
me dirá: ¡Yo quería
decirte que te quiero! (p. 73)

A salvo

En 1919, en una revista cubana, con texto fechado en la ciudad de Mineápolis, Pedro Henríquez Ureña dio la noticia de que Salomón de la Selva había sobrevivido a la Gran Guerra. Explicó que el nicaragüense se había alistado en el ejército de Inglaterra a mediados de 1918, cuando acababa de publicar su primer libro de versos en inglés: "Desde mediados de 1917, estaba pronto a entrar en filas, a pelear en la guerra justa: en el trainning camp había conquistado el derecho a ser teniente; pero el ejército de los Estados Unidos se mostraba reacio a admitirle si no adoptaba la ciudadanía norteamericana, y el poeta declaró que no abandonaría la de Nicaragua. Al fin, hastiado de gestiones inútiles, se alistó como soldado en el ejército de Inglaterra, patria de una de sus abuelas. Después del aviso de su llegada a Europa, las noticias faltaron durante meses, ahora sabemos que se halla cerca de Londres, y que de cuando en cuando visita los centros de reuniones literarias, donde se le acoge con interés". (Texto puesto a manera de epíliogo en la antología del FCE, p. 293)
Mientras regresa Salomón a sus ámbitos comunes, revisa Henríquez Ureña su producción poética hasta el momento, que consiste en el poemario publicado en inglés, Tropical town and other poems, que lo sorprende por su variedad de temas y de formas, y ve en él “un delirio juvenil que se apodera de del mundo por intuiciones rítimicas”, mas aún sujeto a las normas del siglo XIX. “Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las innovaciones”, asegura. Cree que podría seguir escribiendo en inglés, mas no será así.
Por recomendación de Henríquez Ureña, José Vasconcelos trae a México a Salomón de la Selva, quien hereda el modesto empleo de Ramón López Velarde (fallecido el 19 de junio de 1921) en la revista El Maestro. Y en 1922 publica acá, en la editorial Cvltvra, “su libro fundamental”, como lo llama Miguel Ángel Flores; “único”, dirá Paz, o “más importante”, según Pacheco… lo que es en cierto modo injusto, pues hay gran poesía, por ejemplo, en las “evocaciones”, tanto la de Horacio como la de Píndaro.
La primera Guerra Mundia, dice Miguel Ángel Flores, “fue miseria, derrota personal, frustración. En los campos de batalla quedaron grandes promesas de la poesía inglesa. Entre las víctimas de esa guerra estuvieron también el alemán Trakl y el francés Apollinaire. Eluard, como muchos otros, quedaría dañado por los efectos de los gases venenosos. Fue el bautizo de fuego de una nueva generación que había fundado la vanguardia del siglo XX, y que en las distintas lenguas de Europa tomó los nombres de expresionismo, imagismo, futurismo, cubismo. El saldo de la guerra para Salomón fue un conjunto de poemas que se referían a ésta en términos directos, prosaicos y en un tono de brutalidad que buscaba rimar con los hechos sórdidos que significaban las batallas, realizadas ahora con armamentos cada vez más letales. El soldado desconocido nace de la amargura, la decepción y la desesperanza” (p. 18)
Escribe, por su parte, Marco Antonio Millán en su ensayo biográfico inédito: “Esta obra, que es un conjunto de vibrantes y raros poemas, resulta además, si se analizan debidamente sus valores y las circunstancias en que éstos se produjeron, nada menos que el testimonio poético por excelencia de esa lucha internacional: una Ilíada rediviva, estructurada con depurados acentos indolatinos, contemporáneamente sin rival, dado que ni Apollinaire, ni Marinetti, ni Pound, ni poeta alguno de la época produjeron nada, que uno sepa, a la altura de la tremenda hecatome, con pretensión de canto mayor, y apenas dos o tres novelas, como la ejemplar de Remarque y El fuego de Barbusse, calaron con arte verdadero y conmovedor surcos trascendentes sobre el difícil asunto” (pgs. 9 y 10 del original mecanográfico).
La guerra, como experiencia defintiva, transformó a Salomón de la Selva… y su poemario innovador modificará sustancialmente, además, a la poesía latinoamericana. La de El soldado desconocido será una bala de hondo calibre, pero “una bala con alma”.

Octubre 2022

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